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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (55 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—¡Qué vergüenza, hermana mía! —exclamó—. ¿Cómo os atrevéis a introducir tales indecencias en nuestra casa? Apostaría a que lo habéis comprado a alguno de esos gacetilleros famélicos del Puente Nuevo.

—Efectivamente. Me pusieron el papel en la mano pidiéndome diez sueldos. No me atreví a negarme.

—La imprudencia de esas gentes va más allá de cuanto pudiera imaginarse. Su pluma no se detiene ni siquiera ante la integridad de los letrados. ¡Y pensar que los encierran en la Bastilla como si fueran gentes de calidad! El calabozo más negro del Chátelet aún sería demasiado bueno para ellos. —El marido de Hortensia resoplaba como un toro. Nunca Angélica le hubiera creído capaz de alterarse hasta tal punto—. Libelos, canciones, con todo ello nos abruman. No dejan a nadie en paz, ni al rey ni a la Corte. No se detienen ni ante la blasfemia.

—En mi tiempo —dijo el anciano tío—, la casta de los gacetilleros apenas empezaba a proliferar. Ahora es una verdadera piojera, vergüenza de nuestra capital.

Hablaba pocas veces y no abría la boca sino para reclamar una copita de licor o su tabaquera. Aquella frase larga demostraba cuánto lo había trastornado la lectura del libelo.

—Ninguna mujer respetable se atreve a pasar a pie el Puente Nuevo —sentenció Hortensia. Su marido había ido a mirar por la ventana.

—El arroyo se ha llevado esa ignominia. Pero me hubiera gustado ver si estaba firmada por
el poeta cubierto de barro.

—Sin duda, tal virulencia sólo puede ser suya.

—¡El poeta cubierto de barro! —repitió amargamente el señor Fallot—. El hombre que critica a la sociedad en su conjunto, el rebelde nato, el parásito profesional… Una vez alcancé a verlo sobre un tablado, gritando a la multitud no recuerdo qué agrias lucubraciones. Es un tal Claudio
el Pequeño.
Cuando pienso que ese flaco espantapájaros con cara de nabo encuentra medio de conseguir que les rechinen los dientes a los príncipes y hasta al mismo rey, estimo que es desalentador vivir en semejante época. ¿Cuándo nos va a librar la policía de tales saltimbanquis?

Todos suspiraron durante unos minutos y después se olvidó el incidente.

La entrada del rey en París ocupaba el pensamiento de todos. En esta ocasión se produjo un acercamiento entre Angélica y su hermana. Un día Hortensia entró en la habitación de Angélica con la sonrisa más suave de que era capaz.

—Figúrate lo que nos sucede —exclamó!—. ¿Recuerdas a mi antigua amiga de colegio Athenaida de Tonnay-Charente, con la que estaba tan unida en Poitiers?

—No la recuerdo.

—Bueno. Ha venido a París, y como siempre ha sido intrigante, ya ha conseguido meterse entre las personas importantes. En resumen, el día de la entrada podrá ir al palacio de Beauvais, que está precisamente en la calle de San Antonio, donde empezará el desfile del cortejo. Claro que miraremos desde una de las ventanas de la guardilla, pero eso no nos impedirá ver. Al contrario.

—¿Por qué dices «miraremos»?

—Porque nos ha invitado a compartir su buena suerte. Irán con ella su hermana y su hermano y otra amiga que es también de Poitiers. ¡Seremos una carrozada de gentes del Poitou! Muy simpático, ¿no te parece?

—Si contabais con mi carroza, tengo el desconsuelo de decirte que la he vendido.

—Ya lo sé, ya lo sé. ¡Oh! La carroza no tiene importancia. Athenaida nos llevará en la suya. Está un poco estropeada, porque su familia se ha arruinado y además a ella no le gusta gastar. Su madre la ha mandado a París con una sola doncella, un lacayo y esa vieja carroza con orden de encontrar marido en el más breve plazo. ¡Oh!, lo conseguirá porque se toma muchísimo trabajo… Pero… verás… Para la entrada del rey anda mal de ropa…, así me lo ha dado a entender. Tú comprendes, esa señora de Beauvais que nos cede una ventana no es una cualquiera. Hasta dicen que la reina madre, el cardenal y no sé cuántos personajes de importancia irán a comer a su casa durante el desfile. Nosotras estaremos en primera fila. Pero es menester que no nos tomen por criadas de la reina o se figuren que somos unas pobres a quienes hay que hacer despedir por los lacayos.

En silencio, Angélica fue a abrir uno de sus grandes cofres.

—Mira si ahí dentro hay algo que pueda convenirle, y lo mismo a ti. Eres más alta que yo, pero será fácil arreglar una falda con un encaje o un volante.

Hortensia se acercó. Le brillaban los ojos. No podía ocultar su admiración mientras Angélica iba extendiendo sobre la cama los suntuosos atavíos. Al ver el traje de tela de oro, dio un grito de admiración.

—Creo que estaría un tanto fuera de lugar en nuestro tragaluz —le previno Angélica.

—Claro, como has asistido a la boda del rey, puedes hacerte la desdeñosa.

—Te aseguro que estoy muy satisfecha. Nadie espera con más impaciencia que yo la entrada del rey en París. Pero este traje lo quiero guardar para venderlo, si Andijos no me trae dinero, como empiezo a temer. En cuanto a los demás, puedes disponer de ellos como si fueran tuyos. Es justo que te cobres los gastos de mi estancia en tu casa.

Por fin, después de mucho vacilar, Hortensia se decidió por un traje de raso azul celeste para su amiga. Para ella eligió un conjunto verde manzana que acentuaba su tipo un tanto indeciso de morena.

La mañana del 25 de agosto Angélica miraba la flaca silueta de su hermana, un poco disimulada por los amplios pliegues del manto, el cutis mate avivado por el verde brillante, los cabellos no muy abundantes, pero finos y flexibles, de hermoso color castaño.

—Creo de veras, Hortensia, que serías casi bonita si no tuvieras tan mal carácter.

Con gran sorpresa suya, Hortensia no se enojó. Suspiró mientras seguía mirándose en el gran espejo de acero.

—También yo lo creo —dijo—. ¿Qué quieres? Nunca me gustó la mediocridad, y es lo único que he conocido. Me gusta conversar, ver gentes brillantes y bien vestidas, adoro la comedia. Pero es difícil evadirse de las tareas del hogar. Este invierno he podido ir a las reuniones que daba un escribano satírico, el poeta Scarron. Un hombre horroroso, inválido, malvado, pero ¡qué ingenio, querida! Conservo un recuerdo maravilloso de tales recepciones. Desgraciadamente, Scarron acaba de morir. Habrá que volver a la mediocridad.

—Por de pronto no inspiras lástima. Te aseguro que tienes mucho empaque. Es cierto que el mismo traje sobre una verdadera mujer de procurador no produciría el mismo efecto.

Inclinadas sobre los estuches para elegir las joyas, volvían a encontrar el calor y la altivez de su clase. Olvidaban la habitación sombría, los muebles de mal gusto, las pálidas tapicerías de Bergamo en las paredes que tejían en Normandía para uso de los pequeños burgueses.

Al alba del gran día el señor Fallot partió para Vincennes, donde debían reunirse los cuerpos de Estado encargados de saludar al rey. Tronaban los cañones, respondiendo a las campanas de las iglesias. La milicia burguesa, en traje de gala, y erizada de picas, alabardas y mosquetes, tomaba posesión de las calles que los pregoneros llenaban de espantoso alboroto, distribuyendo opúsculos en los que se anunciaba el programa de la fiesta, el itinerario del cortejo real, la descripción de los arcos de triunfo.

Hacia las ocho, la carroza bastante desdorada de la señorita Athenaida de Tonnay-Charente se detuvo delante de la casa. Era una buena moza de fresca hermosura: cabello de oro, mejillas sonrosadas, frente de nácar realzada con un lunar artificial. El traje azul iba maravillosamente con sus ojos de zafiro un tanto saltones pero vivos y espirituales.

Apenas pensó en dar las gracias a Angélica, aunque llevase encima, además del traje, un aderezo de diamantes que le había prestado.

La señorita de Tonnay-Charente de Mortemart todo se lo merecía, y todo el mundo debía sentirse muy honrado sirviéndola. A pesar de la pobreza de su familia, estimaba que su antigua nobleza valía una fortuna. Su hermano y su hermana parecían animados del mismo espíritu. Los tres poseían una vitalidad desbordante, un ingenio cáustico, un entusiasmo y una ambición que hacían de ellos las gentes más agradables y más temibles en el trato corriente. La carroza iba así alegre aunque rechinante, pasando como podía a través de las calles abarrotadas de gente, frente a las casas cuyas fachadas estaban adornadas con flores y tapices. Entre la multitud, cada vez más densa, veíanse jinetes y filas de carrozas que reclamaban paso para llegar a la puerta de San Antonio, donde se organizaba el cortejo.

—Vamos a tener que dar un rodeo para ir a buscar a la pobre Francisca —dijo Athenaida—. No va a ser fácil.

—¡Oh, Dios nos libre de la viuda de Scarron! —exclamó su hermano.

Sentado junto a Angélica, la apretujaba sin miramientos. Ella le pidió que se apartase porque la ahogaba.

—Prometí a Francisca llevarla —repuso Athenaida—. Es una buena muchacha y tiene muy pocas distracciones desde que el inválido de su marido ha muerto. Me pregunto si ya no estará empezando a echarle de menos.

—¡Pardiez! Por repugnante que fuese, mantenía la casa. La reina madre le pasaba una pensión.

—¿Estaba ya inválido cuando se casó con ella? —preguntó Hortensia—. Es una pareja que siempre me intrigó.

—Seguro que era inválido. Se llevó a la pobre muchacha a su casa para que le cuidase. Como era huérfana, aceptó: tenía quince años.

—¿Crees que habrá dado el salto? —preguntó la hermana pequeña.

—¡Vaya a saber…! Scarron proclamaba ante quien quisiera oírle que la enfermedad no le había paralizado todo. Y a fe mía, tanta gente acudía a su casa, que algún caballero buen mozo y bien formado ha debido de encargarse de distraérsela, por añadidura. Se habló de Villarceaux.

—Hay que reconocer —dijo Hortensia— que la señora Scarron es hermosa, pero siempre se comportaba con mucha modestia. Se sentaba junto al sillón de ruedas de su marido, le servía las tisanas, le ayudaba a sentarse. Además, es erudita y habla muy bien.

La viuda estaba esperando en la acera, ante una casa de aspecto pobre.

—¡Dios mío, qué traje! —murmuró Athenaida, tapándose la boca con la mano—. Se le ve la urdimbre de la falda.

—¿Por qué no me lo habéis dicho? —preguntó Angélica—. Hubiera podido encontrar algo para ella.

—A decir verdad, no se me ocurrió. Subid, Francisca.

La joven se sentó en un rincón, después de haber saludado graciosamente al grupo. Tenía hermosos ojos oscuros que ocultaban a menudo sus párpados de tono ligeramente malva. Nacida en Nior, había vivido en América, pero, huérfana, había vuelto a Francia.

Cuando llegaron, no sin trabajo, a la calle de San Antonio, ésta, limpia y recta, no ofrecía un aspecto demasiado embarullado. Las carrozas esperaban en las calles adyacentes. El palacio de Beauvais se distinguía por su actividad de colmena. Un dosel de terciopelo carmesí adornado con agremanes y bordados de oro y plata decoraba el balcón principal. Tapices persas adornaban la fachada. En el umbral, una señora anciana, tuerta y vistiendo un traje recargadísimo, con los puños apoyados en las caderas, dirigía a gritos a los tapiceros.

—¿Qué hace ahí esta espantosa fiera? —preguntó Angélica cuando su grupo se iba acercando al palacio. Hortensia le hizo señas de que se callase, pero Athenaida rompió a reír detrás del abanico.

—Es el ama de la casa, querida, Catalina de Beauvais, conocida por
Cateau la Tuerta.
Es una antigua doncella de Ana de Austria, que le encargó hacerle perder la inocencia a nuestro joven rey cuando cumplió los quince años. Ese es el misterio de su fortuna.

Angélica no pudo menos de reírse.

—Habrá que creer que su experiencia reemplazó al encanto…

—Hay un refrán que dice que no hay mujer fea para los adolescentes —añadió el joven Mortemart.

A pesar de sus sentimientos irónicos, se inclinaron profundamente ante la exdoncella. Esta, con su ojo único, les lanzó una mirada incisiva.

—¡Ah, son los de Poitiers! Corderitos, no me estorbéis. Subid de prisa, antes de que mis camareras ocupen los buenos puestos. Pero ¿quién es ésta? —dijo alargando un índice ganchudo en dirección de Angélica.

La señorita de Tonnay-Charente presentó:

—Una amiga, la condesa de Peyrac de Morens.

—¡Ah, vamos! ¡Je, je! —dijo la anciana con risita burlona.

—Estoy segura de que sabe algo de ti —murmuró Hortensia en la escalera—. Somos todos ingenuos creyendo que el escándalo no acabará por estallar. No hubiera debido traerte. Mejor hubieras hecho en quedarte en casa.

—Entendido, pero entonces devuélveme el traje.

—¡Estáte quieta, tonta! —replicó Hortensia, defendiéndose.

Athenaida de Tonnay-Charente ya había tomado por asalto la ventana de los cuartos de la servidumbre y se acomodaba en ella en compañía de sus amigos.

—¡Se ve maravillosamente! —dijo—. Mirad allí la puerta de San Antonio, por la cual va a entrar el rey.

Angélica se inclinó también. Sintió que se ponía pálida. Lo que veía bajo el cielo azul, empañado de calor, no era la inmensa avenida que ya iba ocupando la multitud, no era la puerta de San Antonio con su arco de triunfo de piedra blanca, sino un poco a la derecha, erguida como un sombrío acantilado, la masa de una enorme fortaleza. Preguntó a media voz a su hermana.

—¿Qué castillo fuerte es ése?

—La Bastilla —dijo Hortensia en un soplo detrás del abanico. Angélica no podía apartar los ojos de él: ocho torres coronadas por ocho atalayas, fachadas ciegas, muros, rastrillos, puentes levadizos, fosos, una isla de dolor perdida en el océano de una ciudad indiferente, un mundo cerrado, insensible a la vida, y al cual no llegarían ni aun aquel día los clamores del gozo. ¡La Bastilla…!

El rey pasaría deslumbrador, al pie de la hosca guardiana de su autoridad. Ningún sonido atravesaría la noche de los calabozos donde los hombres llevaban años desesperados, toda una vida… La espera se prolongaba. Por fin los gritos de la impaciente muchedumbre señalaron el comienzo del desfile.

Saliendo de la sombra de la puerta de San Antonio, aparecieron las primeras compañías. Estaban compuestas por las cuatro órdenes mendicantes: cordeleros, jacobinos, agustinos y carmelitas, precedidos por cruces y cirios. Sus hábitos de estameña, negros, pardos o blancos, insultaban al esplendor del sol, que hacía brillar, para vengarse, un arriate de cráneos rosados. Seguía el clero secular, con sus cruces y banderas. Los sacerdotes iban revestidos de sobrepelliz y tocados con bonetes cuadrados. Después seguían los cuerpos de la capital, con las trompetas en alto y haciendo suceder a los cánticos piadosos sus alegres charangas.

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