La Marquesa De Los Ángeles (60 page)

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—¡Todo se ha perdido…! ¡Por culpa mía! ¡He perdido a Joffrey! —se repetía Angélica.

Desalentada, corrió por los corredores del Louvre. Buscaba a Kuassi-Ba. Quería ver a la señorita de Montpensier… Su corazón, ahogado de angustia, llamaba en vano el socorro de un corazón amigo. Las siluetas que con ella se cruzaban eran sordas y ciegas, marionetas inconscientes que habían venido de otro mundo.

Caía la noche, arrastrando consigo una tempestad de octubre que azotaba los vidrios, inclinaba las llamas de las velas, silbaba bajo las puertas, movía los tapices. Columnatas, mascarones, sombras solemnes de las escaleras gigantescas, maderas doradas, puentes y galerías, losas, sobrepuertas, techos abovedados… Angélica corría a través del Louvre como a través de una selva tenebrosa, de un mortal laberinto.

Con la esperanza de encontrar a Kuassi-Ba bajó a uno de los patios. Tuvo que retroceder ante el torrente de agua que caía ruidosamente de los canalones.

Bajo la escalera se había refugiado en torno a un brasero un grupo de cómicos italianos que aquella noche iban a danzar delante del rey. La roja luz de las ascuas iluminaba los colorines del traje de Arlequín, el blanco ropaje de Pantalón y sus payasos, sus negros antifaces. Angélica volvió a subir al primer piso. Allí, por fin, encontró un rostro conocido. Era Brienne. Le dijo que había visto al señor de Préfontaines en las habitaciones de la joven princesa Enriqueta de Inglaterra. Acaso él pudiera decirle dónde se encontraba la señorita de Montpensier.

En el salón de la princesa Enriqueta se jugaba con entusiasmo en derredor de las mesas, en la tibieza de las velas que iluminaban alegremente la estancia. Angélica vio a Andijos, a Péguilin, a Humiéres y a de Guiche. Estaban absortos en el juego, o tal vez fingieron no verla.

El señor de Préfontaines, que bebía a sorbitos un vaso de licor junto a la chimenea, le dijo que la señorita de Montpensier había ido a jugar a los naipes con la reina joven, en las habitaciones de Ana de Austria. Su Majestad la reina María Teresa, fatigada, intimidada, hablaba mal el francés, y no le gustaba mezclarse con la gente joven poco indulgente de la Corte.
Mademoiselle
iba todas las noches a jugar a los naipes con ella.
Mademoiselle
era muy buena. Sin embargo, como la reinecita se acostaba temprano, era posible que
Mademoiselle
viniese dentro de poco al salón de la princesa Enriqueta. De todos modos, mandaría llamarlo porque nunca se dormía antes de haber revisado las cuentas con él.

Resuelta a esperarla, Angélica se acercó a una mesa donde los oficiales de boca habían dispuesto una cena fría y pasteles. Siempre la humillaba el apetito que conservaba hasta en las circunstancias más graves. Animada por el señor de Préfontaines, se sentó y comió un ala de pollo, dos huevos en gelatina y varios pasteles y confituras. Después, habiendo pedido a un paje un aguamanil de plata para lavarse los dedos, se mezcló a un grupo de jugadores y pidió cartas. Tenía un poco de dinero. Bien pronto la favoreció la suerte y empezó a ganar. Se reanimó. Si podía llenar la bolsa, la jornada no habría sido completamente catastrófica. Se sumió en el juego. Los escudos se apilaban frente a ella. Uno de sus vecinos, que perdía, dijo medio en serio, medio en guasa:

—No hay que asombrarse: es la brujita.

Angélica recogió las ganancias con mano rápida y tardó unos segundos en darse cuenta de la alusión. Por lo visto, la desgracia de Joffrey empezaba a ser conocida. En voz baja se comunicaban que estaba acusado de brujería. Pero Angélica continuó impasible en su puesto. «No dejaré el juego —se dijo— hasta que empiece a perder. ¡Oh, si pudiese arruinarlos y reunir oro como para comprar a los jueces!»

Cuando, insolentemente, dejaba caer tres ases, una mano se deslizaba hasta su cintura y la pellizcó.

—¿Por qué habéis vuelto al Louvre? —dijo en voz muy baja, hablándole al oído, el marqués de Vardes.

—Seguramente no para volveros a ver —respondió Angélica sin mirarle, y se apartó de él bruscamente.

El marqués tomó cartas y las colocó maquinalmente, continuando en el mismo tono:

—Estáis loca. ¿Queréis absolutamente haceros asesinar?

—Lo que quiero hacer no os importa.

El marqués jugó, perdió y colocó sobre la mesa otra puesta.

—Escuchad. Aún es tiempo. Seguidme. Voy a hacer que os den una escolta de suizos para que os acompañen hasta vuestra casa.

Esta vez lo miró cara a cara con desprecio.

—No tengo ninguna confianza en vuestra protección, señor de Vardes, y vos sabéis por qué.

El tiró las cartas con despecho contenido.

—¡Eh! Soy un necio preocupándome por vos. —Vaciló aún antes de murmurar con una mueca—: Me obligáis a representar un papel ridículo. Pero, en fin, puesto que no hay otro medio de haceros entrar en razón, os diré: ¡pensad en vuestro hijo! ¡Salid del Louvre inmediatamente y, sobre todo, procurad no encontraros con el hermano del rey!

—No me moveré de esta mesa mientras vos estéis por aquí —respondió Angélica muy tranquila. Las manos del gentilhombre se crisparon, pero se apartó inmediatamente de la mesa de juego.

—Está bien. Me marcho. No tardéis en hacer otro tanto. Os va la vida.

Angélica lo vio alejarse saludando a derecha e izquierda y salir. Se quedó turbada. No podía apartar la sensación de miedo que se deslizaba en ella como fría serpiente. ¿Le preparaba Vardes otro lazo? Era capaz de todo. Sin embargo, la voz del gentilhombre había tenido un acento inusitado. La evocación que había hecho de Florimond la trastornó de golpe. Vio al delicioso hombrecillo, con su gorrito rojo, titubeando al andar y enredándose en sus ropas largas, con su sonajero de plata en la mano. ¿Qué sería de él si ella desapareciese? Dejó las cartas y metió en la bolsa las monedas de oro. Había ganado mil quinientas libras. Recogió su manto, que estaba en el respaldo de una silla, y se acercó a saludar a la princesa Enriqueta, que respondió con una inclinación de cabeza indiferente.

A su pesar, Angélica salió del salón, refugio de la luz y color. Una corriente de aire hizo golpear la puerta tras ella. El viento sibilante inclinaba las llamas estremecidas de las velas, que parecían presa de loco pánico. Sombras y llamas se agitaban como en trance. Después volvió la calma y el viento se fue a aullar más lejos. En las perspectivas silenciosas de los corredores nada se movía. Preguntó su camino al suizo que estaba de guardia ante las habitaciones de la princesa Enriqueta y echó a andar de prisa, arrebujándose en el manto. Se esforzaba por no tener miedo, pero cada rincón parecía esconder una forma sospechosa.

Al acercarse al ángulo de un corredor, acortó el paso. Paralizábala una angustia insuperable. «Están ahí», se dijo. No veía a nadie, pero una sombra se arrastraba por el suelo. No cabía duda: un hombre estaba en acecho. Angélica se detuvo por completo. Algo se movió en el ángulo del muro, y una silueta envuelta en un manto oscuro con el sombrero de fieltro hundido hasta los ojos apareció lentamente y le cortó el paso. Mordiéndose los labios para contener un grito, Angélica se apartó en seguida y volvió hacia atrás.

Miró por encima del hombro. Ahora eran tres, y
la seguían.
Apresuró el paso. Pero los tres personajes se acercaban. Entonces echó a correr rápida como una cierva. No necesitaba volverse para saber que se habían lanzado en su persecución. Oía sus pasos, involuntariamente ensordecidos. Corrían de puntillas. Era una persecución silenciosa, irreal, una carrera de pesadilla a través del desierto del inmenso palacio.

De pronto Angélica vio a su derecha una puerta entreabierta. Acababa de volver el ángulo del corredor. Los perseguidores ya no se veían. Entró en la habitación, cerró la puerta y echó el pestillo. Apoyada contra el quicio, más muerta que viva, oyó los pasos precipitados de los hombres y percibió su aliento jadeante. Después volvió el silencio.

Titubeando de emoción, Angélica fue a apoyarse en el lecho. No había nadie, pero sin duda no tardaría en venir alguien: las ropas de la cama estaban preparadas para la noche. En la chimenea, ardía la lumbre, lo que iluminaba la habitación junto con un lamparita de aceite colocada sobre la mesilla de noche.

Angélica, apretándose el pecho con las manos, retenía el aliento. «Es absolutamente preciso salir de este avispero», se dijo. Había sido muy inconsciente al figurarse que, habiendo salido ilesa de un primer atentado en los corredores del Louvre, podría escapar al segundo.

Al hacerla volver al Louvre, la señorita de Montpensier ignoraba seguramente los peligros que Angélica corría. El rey mismo, de eso estaba segura, no sospechaba lo que se tramaba en el interior de su palacio. Pero en el Louvre reinaba la presencia oculta de Fouquet.

Temblando ante la idea de que el secreto de Angélica trajese la ruina de su asombrosa fortuna, el superintendente había puesto sobre aviso a su alma condenada, Felipe de Orleáns, y hecho nacer el temor en el corazón de los que vivían de él, al mismo tiempo que adulaban al rey. El arresto del conde de Peyrac era una etapa. La desaparición de Angélica completaba la prudente maniobra. Sólo los muertos no hablan.

Angélica apretó los dientes. Una voluntad feroz la invadió. Escaparía a la muerte. Recorrió la habitación con la vista, buscando la salida por donde evadirse sin correr el riesgo de atraer la atención. De pronto su mirada se dilató de espanto. Delante de ella se movía un tapiz. Oyó el chirriar de la guarda de una cerradura. Una puerta escondida se abrió muy lentamente, y en el hueco aparecieron los tres hombres que la habían perseguido.

No le costó trabajo reconocer al que primero se adelantaba: era
Monsieur,
el hermano del rey. Este dejó caer su capa de conspirador y ahuecó con un golpecito los encajes de su gorguera. No le quitaba a Angélica los ojos de encima, mientras una sonrisa fría entreabría su pequeña boca de labios rojos.

—¡Perfecto! —exclamó con su voz de falsete—. La cierva cayó en la trampa. Pero ¡qué carrera! Podéis jactaros, señora, de tener el paso ligero.

Angélica se armó de sangre fría y, aunque sintiese que las piernas no la sostenían, esbozó una reverencia.

—¿Sois, pues, vos, monseñor, quien tanto me ha asustado? Creí que me venían siguiendo unos cuantos malandrines o rapabolsas del Puente Nuevo que habían entrado en el palacio para dar un golpe.

—¡Oh, muchas veces he jugado al bandido por la noche en el Puente Nuevo —dijo
Monsieur
con aire jactancioso—, y nadie tiene nada que enseñarme en el arte de rapar bolsas o atravesar la panza de un burgués! ¿No es verdad, queridísimo?

Se volvió hacia uno de sus compañeros. Este se levantó el sombrero y descubrió las facciones del caballero de Lorena. El favorito se acercó y desenvainó la espada, que a la luz del fuego lanzó un reflejo rojizo. Angélica miraba con atención al tercero, que se había quedado un poco aparte.

—¡Cómo, Tonnel! —acabó por decir—. ¿Qué hacéis aquí, amigo?

El hombre se inclinó profundamente.

—Estoy a las órdenes de monseñor —respondió. Y añadió arrastrado por la fuerza de la costumbre—: Perdone la señora condesa.

—Os perdono con gusto —dijo Angélica, a quien de pronto acometió un deseo nervioso de echarse a reír—. Pero ¿por qué tenéis una pistola en la mano?

El mayordomo lanzó una mirada desconcertada a su arma, pero se acercó al lecho en que Angélica seguía apoyada. Felipe de Orleáns había abierto el cajón del velador que servía de mesa de noche y sacó de él un vaso medio lleno de un líquido negruzco.

—Señora —dijo solemnemente—, vais a morir.

—¿De veras? —dijo Angélica.

Los miraba a los tres, plantados ante ella. Parecíale que su ser se desdoblaba. En el fondo de sí misma, una mujer enloquecida se retorcía las manos y gritaba: «¡Piedad! ¡No quiero morir!» Otra, lúcida, pensaba: «De veras, están ridículos. Todo esto es una mala broma.»

—Señora, nos habéis provocado —repuso el pequeño
Monsieur,
cuya boca se crispaba de impaciencia—. Vais a morir, pero somos generosos. Os dejamos la elección de vuestra muerte: veneno, hierro o fuego.

Una ráfaga de viento sacudió violentamente la puerta e hizo entrar por la chimenea un humo acre en la habitación. Angélica levantó la cabeza con esperanza.

—¡Oh, no vendrá nadie, no vendrá nadie! —dijo burlándose el hermano del rey—. Ese es vuestro lecho de muerte, señora. Está preparado para vos.

—Pero, en fin, ¿qué os he hecho? —exclamó Angélica, que empezaba a sentir en las sienes un sudor de angustia—. Habláis de mi muerte como de algo natural, indispensable. Permitidme que no comparta vuestra opinión. El más grande criminal tiene derecho a saber de qué se le acusa y a defenderse.

—La mejor defensa no cambiará en nada el veredicto, señora.

—¡Pues bien, si debo morir, decidme al menos por qué! —repuso.

A todo precio había que ganar tiempo. El joven príncipe lanzó una mirada interrogante a su compañero.

—Después de todo, puesto que dentro de unos instantes habréis cesado de vivir, no veo por qué hemos de mostrarnos inútilmente inhumanos —dijo con su voz dulzona—. Señora, no estáis tan ignorante como afirmáis. Sospecháis perfectamente por orden de quién estamos aquí.

—¿Del rey? —exclamó Angélica, fingiendo respeto.

—El rey no es capaz más que de hacer aprisionar a las gentes contra quienes se excita su envidia. No, señora, no se trata de Su Majestad.

—¿De quién, entonces, puede consentir en recibir órdenes el hermano del rey?

El príncipe se estremeció.

—Me parece que sois demasiado osada hablando así. ¡Me ofendéis!

—Y a mí me parece que en vuestra familia sois demasiado susceptibles —repuso Angélica, cuya ira se sobreponía al terror—. Cuando se os festeja, cuando se os mima, os ofendéis porque el que os recibe parece ser más rico que vosotros. ¡Si se os ofrecen presentes, es una insolencia! Cuando no se os hace una reverencia lo bastante profunda, es otra. ¡Si no se vive como mendigo, alargando la mano hasta arruinar al Estado, como todo vuestro gallinero de señores, es una arrogancia hiriente! ¡Si se pagan los impuestos hasta el último sueldo, es una provocación…! ¿Sabéis lo que sois vos, vuestro hermano el rey, vuestra madre y todos los traidores vuestros primos: Condé, Montpensier, Soissons, Guisa, Lorena, Vendóme…? Una banda de mercachifles.

Se detuvo porque le faltaba el aliento.

Erguido sobre sus altos tacones como un gallo joven sobre sus espolones, Felipe de Orleáns lanzó una mirada indignada a su favorito.

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