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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (63 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Allí el gentilhombre venía a fumar y a olvidar la etiqueta de las reales antecámaras; el burgués se llenaba la panza lejos de la mirada suspicaz de su malhumorada cónyuge; el mosquetero jugaba a los dados; el artesano se bebía la paga y durante algunas horas olvidaba sus penas. A la taberna de «Los Tres Mazos», situada en la plaza de Montorgueil, no lejos del Palais Royal, iban muchos cómicos, con los rostros aún embadurnados por los afeites y adornados con narices postizas, a «humedecerse las entrañas» al fin de la velada y a refrescar las gargantas agotadas por los rugidos de la pasión. Mimos italianos con brillantes oropeles, charlatanes de la feria y hasta a veces sospechosos bohemios con ojos de brasa se mezclaban a la clientela habitual del barrio.

Aquella noche, un viejo italiano con el rostro oculto por un antifaz de terciopelo rojo y cuya barba blanca le llegaba a la cintura, enseñaba a la asamblea un mono diminuto muy gracioso. El animalucho, después de haber observado a los clientes, imitaba cómicamente su modo de fumar en pipa, de colocarse el sombrero o de llevarse el vaso a la boca. Olas de risotadas sacudían las panzas. Gontran, con los ojos brillantes, observaba la escena.

—¡Mira qué maravilla ese antifaz rojo y esa barba!

Angélica, cada vez más nerviosa, se preguntaba cuánto tiempo tendría aún que estarse esperando en aquel lugar. Por fin, al abrirse la puerta una vez más, apareció el enorme perro danés del abogado Desgrez. Un hombre envuelto en una amplia capa de color gris oscuro acompañaba al abogado…

Angélica reconoció en él, con asombro, al joven Cerbalaud, que disimulaba su rostro pálido bajo un chambergo profundamente hundido y el cuello de la capa levantado. Rogó a Gontran que fuese al encuentro de los recién llegados y los trajese discretamente a su mesa.

—¡Dios mío, señora! —suspiró el abogado, deslizándose junto a ella, en el banco—. ¡Desde esta mañana os he visto degollada diez veces, ahogada veinte veces y enterrada ciento!

—Con una sola hubiera bastado, maestro —dijo ella riendo. No podía menos de sentir cierto placer al darse cuenta de su emoción—. ¿Tanto temíais, pues, ver desaparecer a una cliente que os paga tan mal y os compromete tan peligrosamente? —preguntó.

Desgrez puso una cara lamentable.

—El sentimentalismo es una enfermedad de la cual no es fácil curarse. Cuando se mezcla con la afición a la aventura, tanto vale decir que está uno destinado a acabar estúpidamente. En resumen, cuanto más se complica vuestro asunto, más me apasiona. ¿Cómo va vuestra herida?

—¿Ya estáis al corriente?

—Es el deber de un abogado policía. Pero el señor aquí presente me ha sido muy precioso, lo confieso. Cerbalaud, con los ojos soñolientos en un rostro de cera, contó el fin de la tragedia del Louvre, en la cual, gracias a la mayor de las casualidades, se había visto mezclado. Estaba aquella noche de guardia en las caballerizas de las Tullerías, cuando un hombre jadeante, que había perdido la peluca, desembocó en los jardines. Era Bernardo de Andijos. Acababa de pasar corriendo la galería grande, despertando, con el galope de sus tacones de madera, los ecos del Louvre y de las Tullerías y haciendo que se precipitasen a las puertas de las habitaciones y departamentos rostros despavoridos que derribaban al pasar a los guardias que intentaban interponerse.

Mientras a toda prisa ensillaba un caballo, había explicado cómo la señora de Peyrac había estado a punto de ser asesinada, y que él mismo, Andijos, acababa de batirse con el señor de Orleáns. Algunos instantes después salía a galope tendido hacia la puerta de Saint-Honoré, gritando que partía a levantar en armas al Languedoc contra el rey.

—¡Oh, pobre marqués de Andijos! —dijo Angélica riendo—. ¿Él, sublevar al Languedoc contra el rey?

—¡Eh! ¿Creéis que no lo hará? —interrogó Cerbalaud. Levantó gravemente un dedo—. Señora, no habéis comprendido el alma de los gascones. La risa y la cólera se siguen de prisa, pero nunca se sabe cómo acabarán las cosas. Y cuando es la cólera, ¡pardiez, tened cuidado!

—Verdad es que a los gascones les debo la vida. ¿Sabéis qué ha sido del duque de Lauzun?

—Está en la Bastilla.

—¡Dios mío —suspiró Angélica—, con tal de que no lo olviden en ella durante cuarenta años!

—No temáis, no se dejará olvidar. He visto también, llevado por dos lacayos, el cadáver de vuestro antiguo mayordomo.

—¡Que el diablo cargue con su alma!

—En fin, como no me cabía duda de vuestra muerte, fui a casa de vuestro hermano político, el procurador Fallot de Sancé, y allí encontré al señor Desgrez, vuestro abogado. Juntos, fuimos al Chátelet a examinar los cuerpos de los ahogados o los asesinados que se han encontrado esta mañana en París. Menguada tarea, de la cual tengo aún el estómago revuelto. ¡Y aquí estoy! Señora, ¿qué vais a hacer? Es preciso que huyáis lo antes posible.

Angélica se miró las manos, que había apoyado en la mesa, cerca de la gran copa donde el vino que no había probado brillaba como un rubí sombrío. Sus manos le parecieron extraordinariamente pequeñas, blancas y frágiles. Maquinalmente, las comparó con las fuertes manos masculinas de sus compañeros. Desgrez, cliente familiar de la taberna, había puesto sobre la mesa una caja de cuerno y raspaba un poco de tabaco para llenar la pipa. Angélica se sintió muy sola y muy débil. Gontran dijo bruscamente:

—Si he comprendido bien, te encuentras enredada en una historia turbia en la cual corres el riesgo de perder la vida. No me extraña en ti. ¡Siempre has sido lo mismo!

—El señor de Peyrac está en la Bastilla, acusado de brujería —explicó Desgrez.

—¡No me extraña en ti! —repitió Gontran—. Pero puedes salvarte. Si no tienes dinero, yo te prestaré. He hecho algunos ahorros para mi «vuelta a Francia», y Raimundo, nuestro hermano el jesuíta, te ayudará también, seguramente. Recoge tus trapos y toma la carroza pública para Poitiers. Desde allí puedes ir a Monteloup; en nuestra casa no tendrás nada que temer.

Por un instante Angélica pensó en el asilo que le ofrecía el castillo de Monteloup. Recordó la tranquilidad de los pantanos y los bosques… Florimond jugaría con los pavos del puente levadizo…

—¿Y Joffrey? —dijo—. ¿Quién se ocupará de que le hagan justicia?

Hubo un silencio, interrumpido por los berridos de unos cuantos borrachos y las exclamaciones de quienes reclamaban la cena golpeando los platos con los cuchillos. La aparición de maese Corbasson, el parrillero, que traía en alto una oca dorada y coruscante, apaciguó las reclamaciones. El barullo disminuyó, y entre los gruñidos de satisfacción se oyó el ruido de los dados cayendo en el cucurucho de uno de los cuatro jugadores que ocupaban una mesa próxima. Desgrez, impasible, llenaba la pipa.

—¿Tanto te importa tu marido? —interrogó Gontran.

Angélica apretó los dientes.

—Vale más una onza de su cerebro que vuestras tres seseras reunidas —afirmó, sin andarse con rodeos—. Es ridículo decirlo, ya lo sé. Pero aunque es mi marido, aunque rengo y desfigurado, lo quiero. —La sacudió un sollozo—. Y, sin embargo, yo soy la causa de su perdición. Por esa cochina historia del veneno. Y ayer, hablando con el rey, he firmado su condena…

De pronto los ojos de Angélica se quedaron fijos y sus facciones se cuajaron de espanto. Una visión horrenda acababa de inscribirse en el vidrio de la ventana que había frente a ella: un rostro de pesadilla, ahogado bajo largos mechones de cabello grasiento. La mejilla lívida estaba marcada por una mancha violeta. Una venda negra le ocultaba un ojo; el otro relucía como el de un lobo. La espantosa aparición miraba a Angélica
riéndose.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gontran, que, de espaldas a la ventana, nada veía.

Desgrez siguió la dirección de la mirada aterrorizada de Angélica y saltó hacia la puerta silbando a su perro. El rostro desapareció del vidrio. Momentos después el abogado volvía sin haber podido encontrar al hombre.

—Ha desaparecido como una rata en su agujero.

—¿Conocéis a ese desgraciado? —preguntó Cerbalaud.

—Los conozco a todos. Ese es Calembredaine, el ilustre granuja, rey de los rapalanas del Puente Nuevo, y uno de los más grandes capitanes de bandidos de la capital.

—No le falta atrevimiento. ¡Venir así a reírse de las gentes honradas que están cenando!

—Tal vez tenía un cómplice aquí dentro a quien quería hacer alguna seña.

—¡Me miraba a mí! —dijo Angélica, temblorosa.

Desgrez le lanzó una rápida mirada.

—¡Bah! No os asustéis. Aquí no estamos lejos de la calle de la Truanderie y del arrabal Saint-Denis, cuartel general de los hampones y de su príncipe el gran Coesre.

Mientras hablaba Desgrez había pasado el brazo en torno al talle de Angélica y la atraía hacia sí con firmeza. Angélica sintió el calor y el vigor de aquella mano masculina. Sus nervios trastornados se apaciguaron. Sin sentir vergüenza, se apretó contra Desgrez. ¿Qué importaba que fuese un abogado modesto y pobre? ¿No estaba ella a punto de convertirse en una paria, en una perseguida sin techo ni protección, tal vez hasta sin nombre?

—¡Pardiez! —dijo Desgrez en tono jovial—. No viene uno a la taberna para hablar en tono lúgubre. Comamos, señores. Después haremos planes. ¡Hola, Corbasson, parrillero del diablo!, ¿vas a dejarnos perecer de hambre? —El dueño del establecimiento se acercó solícito—. ¿Qué puedes proponer a tres grandes señores que desde hace veinticuatro horas no han cenado más que emociones y a una dama joven y frágil cuyo apetito necesita estímulo?

Corbasson adoptó un aire inspirado.

—Pues bien… Para vosotros, señores, propondría un buen solomillo de vaca, jugoso, mechado con pepinillos y cohombros, tres pollitos asados en las brasas y un buen cuenco de leche. En cuanto a la señora, ¿qué le parecería un menú más ligero? Ternera cocida con ensalada, el tuétano de un hueso, jalea de manzana, una pera confitada y un cucurucho de barquillos. Para terminar, una cucharadita de grageas de hinojo. Estoy seguro de que las rosas volverán a mezclarse con las azucenas de sus mejillas.

—Corbasson, eres el hombre más indispensable y amable de la creación. La primera vez que entre en la iglesia rezaré por ti a san Honorato. Además, eres un gran artista, no sólo porque haces exquisitas salsas, sino también por el ingenio de tus palabras.

Por primera vez en su vida, Angélica no tenía hambre. No hizo sino probar los platos de maese Corbasson. Su cuerpo luchaba contra los relentes del veneno absorbido la noche anterior. Parecían haber transcurrido siglos desde la espantosa aventura. Entumecida por el malestar y, acaso, por el olor grosero y desacostumbrado del tabaco, el sueño la vencía. Con los ojos cerrados, se decía que Angélica de Peyrac había muerto.

Cuando despertó, un amanecer lleno de humo se estancaba en la sala de la taberna.

Angélica se movió y se dio cuenta de que su mejilla descansaba sobre una dura almohada, que no era otra que las rodillas del abogado Desgrez. El resto de su cuerpo estaba tendido a lo largo del banco. Vio encima de ella el rostro de Desgrez, que con los ojos medio cerrados seguía fumando con aire soñador.

Angélica se incorporó precipitadamente, lo cual la obligó a hacer una mueca de dolor.

—¡Oh, disculpadme! —dijo—. He debido de molestaros enormemente.

—¿Habéis dormido bien? —preguntó Desgrez con voz lenta, en la que se mezclaban el cansancio y un tanto de embriaguez.

El jarro que tenía delante estaba casi vacío. Cerbalaud y Gontran dormían profundamente, uno con la cabeza apoyada en la mesa y otro tumbado en el suelo. Angélica lanzó una mirada hacia la ventana. Recordaba algo horrible. Pero no vio sino el reflejo de una mañana pálida y lluviosa que mojaba los vidrios.

En la sala interior se oían las órdenes de maese Corbasson y el ruido de grandes barriles que alguien hacía rodar sobre las losas.

Un hombre abrió la puerta de un puntapié y entró. Tenía una campanilla en la mano y llevaba por encima de sus ropas una especie de blusa de color azul desteñido, en la que se distinguían algunas flores de lis y el escudo de San Cristóbal.

—Soy Picard, pregonero de bebidas. ¿Te hago falta, tabernero?

—Llegas a tiempo, amigo. Acaban de traerme de la orilla seis toneles de vino del Loira. Tres de blanco y tres de tinto. Abro dos por día.

Cerbalaud despertó sobresaltado y desenvainó la espada.

—¡Escuchad bien, señores! Me lanzo a la guerra contra el rey.

—¡Callad, Cerbalaud! —le suplicó Angélica, asustada. El le lanzó una mirada suspicaz de borracho mal despierto.

—¿Creéis que no lo haré? No conocéis a los gascones, señora. ¡Guerra al rey! Os invito a todos. ¡Guerra al rey! ¡Adelante, rebeldes del Languedoc!

Con la espada en alto fue a tropezar contra los escalones de la entrada y salió. Indiferentes a sus gritos, los dormidos seguían roncando. El tabernero y el pregonero de los vinos, arrodillados ante las toneles, probaban el vino nuevo, haciendo chasquear la lengua antes de fijar el precio. Gontran se restregó los ojos.

—Señor —dijo bostezando—, hace tiempo que no comía tan bien, exactamente desde el último banquete de la cofradía de San Lucas, que, desgraciadamente, no se celebra más que una vez al año. ¿No es el ángelus lo que oigo tocar?

—Bien pudiera ser —respondió Desgrez. Gontran se puso en pie y se estiró.

—Tengo que marcharme, Angélica, si no, mi patrón va a ponerme mala cara. Escucha, ve a ver a Raimundo al Temple con el señor Desgrez. Esta noche pasaré por la casa de Hortensia, aun a riesgo de que mi encantadora hermana me insulte. Te lo repito: sal de París. Pero ya sé que eres la más terca de todas las mulas que ha criado nuestro padre…

—Lo mismo que tú eres peor que sus mulos —replicó Angélica.

Salieron todos juntos, seguidos por el perro, que atendía al nombre de
Sorbona.
El arroyo de en medio de la calle arrastraba una corriente de agua fangosa. Había llovido. El aire seguía cargado de agua y un viento flojo hacía rechinar las muestras de hierro sobre las tiendas.

—¡A la barca! ¡Al marisco! —gritaba una decidida vendedora de ostras.

—¡Al buen despertador! ¡Al buen sol de la panza! —pregonaba el vendedor de aguardiente.

Gontran detuvo al hombre y vació de un trago un vaso de alcohol. Después se limpió los labios con el dorso de la mano, pagó y, quitándose el sombrero para saludar al abogado y asu hermana, se alejó entre la multitud, semejante a todos los obreros que a aquella hora iban a su trabajo. «¡Buenos estamos los dos! —pensó Angélica mirándolo alejarse—. ¡Lucidos están los herederos de Sancé! Yo no me encuentro en esta situación sino por la fuerza de las cosas, pero él, ¿por qué ha querido caer tan bajo?» Un poco avergonzada de su hermano, miró a Desgrez.

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