La Marquesa De Los Ángeles (65 page)

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—Parecéis un magistrado devoto —dijo un tanto desconcertada.

—¿No es éste el aspecto que debe tener un abogado que acompaña a una señora joven que va a ver a su hermano jesuíta? —preguntó Desgrez llevando la mano al sombrero en actitud de humilde respeto.

XXXIX
Angélica vuelve a encontrar a su hermano Raimundo, jesuíta.
Proyecto para salvar al conde de Peyrac

Al acercarse a los altos muros almenados del recinto del Temple, del que surgía todo un conjunto de construcciones góticas dominadas por la siniestra torre de los templarios, Angélica no sospechaba que iba a entrar en el lugar de París donde se estaba más seguro de vivir en libertad. Aquel recinto fortificado, que en otro tiempo había representado el feudo de los monjes guerreros llamados templarios y después el de los caballeros de Malta, gozaba de antiguos privilegios ante los cuales se inclinaba el mismo rey. El Temple no pagaba impuestos ni estaba sujeto a ninguna traba administrativa ni policíaca, y los deudores insolventes encontraban en él asilo contra las sentencias de arresto. Desde hacía varias generaciones era patrimonio de los grandes bastardos de Francia. El gran prior actual, duque de Vendóme, descendía en línea recta de Enrique IV y de su amante más célebre, Gabriela d'Estrées.

Angélica, que no conocía la jurisdicción especial de esta ciudadela aislada en el seno de la gran ciudad, experimentó una impresión penosa al pasar el puente levadizo. Pero del otro lado de la puerta abovedada encontró una tranquilidad sorprendente.

El Temple había perdido desde mucho tiempo atrás sus tradiciones militares. No era más que una especie de retiro apacible que ofrecía a sus felices habitantes toda clase de ventajas para una vida a la vez retirada y mundana. En el barrio aristocrático Angélica vio unas cuantas carrozas estacionadas ante los hermosos palacios de Guisa, Boufflers y Boisboudran. A la sombra de la maciza torre de César los jesuítas poseían una casa cómoda, a la que venían a recogerse particularmente los miembros de la congregación destinados para capellanes de los grandes personajes de la Corte. En el vestíbulo Angélica y el abogado se cruzaron con un eclesiástico de cutis moreno que a ella no le pareció desconocido. Era el confesor de la reina joven, María Teresa, que había pasado el Bidasoa con los dos enanos, la camarera mayor, Molina, y la pequeña Felipa.

Desgrez preguntó al seminarista que los había introducido si podía avisar al reverendo padre Sancé que un letrado deseaba hablarle respecto al conde de Peyrac.

—Si vuestro hermano no esta al corriente del asunto, los jesuítas pueden cerrar la tienda —declaro el abogado a Angélica mientras esperaban en un pequeño locutorio— A menudo he pensado que, si por azar tuviese que encargarme de reorganizar la policía, me inspiraría en sus métodos.

El padre Sancé entró con paso vivo A la primera ojeada reconoció a Angélica

—¡Querida hermana! —dijo Y acercándose a ella la besó fraternalmente

—¡Oh, Raimundo!

El jesuíta les indico por señas que se sentasen

—¿Por donde andáis en ese penoso asunto?

Desgrez tomo la palabra en lugar de Angélica, a quien la emoción de volver a ver a su hermano, junto con todas las que había experimentado en menos de tres días, sin olvidar el enérgico tratamiento de maese Jorge, hacia incapaz de coordinar la menor idea

En tono docto resumió la situación El conde de Peyrac estaba en la Bastilla bajo inculpación secreta de brujería Esto se agravaba por el hecho de que había molestado al rey y atraído las sospechas de personajes influyentes

—Ya sé, ya sé —murmuro el jesuíta

No dijo quien le había informado tan bien, pero, después de haber escrutado a Desgrez con mirada insistente, dijo a quemarropa

—¿Que opináis, señor letrado, sobre la marcha que debemos seguir para salvar a mi desgraciado cuñado?

—Pienso que en este caso lo mejor sería enemigo de lo bueno El conde de Peyrac, sin duda alguna, es victima de una intriga palaciega que ni el rey mismo puede sospechar, pero que esta dirigida por un personaje poderoso No nombraré a nadie

—Hacéis bien —dijo vivamente el padre Sancé, mientras Angélica entreveía el perfil de la temible ardilla
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—Pero seria torpe el intento de contrarrestar las maniobras de gentes que tienen en su favor dinero e influencia Tres veces ya la señora de Peyrac ha estado a punto de perecer en otros tantos atentados La experiencia debe basarnos Inclinémonos y hablemos de lo que nos está permitido exponer a la luz del día Al señor de Peyrac se le acusa de brujería. Pues bien, que lo entreguen a un tribunal eclesiástico Ahí es, padre, donde vuestra ayuda sera extraordinariamente preciosa, pues no os oculto que mi influencia como abogado poco conocido sería nula en el asunto Para hacer aceptar mis observaciones como abogado del conde de Peyrac se necesitaría al menos que se decidiera la celebración del juicio y se concediera un abogado Creo que nadie pensaba en ello Pero las diferentes intervenciones que la señora de Peyrac ha provocado en la Corte han removido la conciencia del soberano No dudo que ahora se abrirá el proceso A vos, padre, os toca obtener la única forma aceptable que evite las torcidas interpretaciones de esos señores de la justicia civil

—Veo, señor letrado, que no os hacéis ilusiones sobre vuestra corporación

—No me hago ilusiones sobre nadie, padre

—Hacéis bien —aprobó Raimundo de Sancé.

Después de lo cual prometió que vería a algunas personas cuyos nombres no pronunció, y que tendría al abogado y a su hermana al corriente de sus gestiones

—Creo que has ido a parar a casa de Hortensia

Angélica, suspirando, dijo solamente

—Si

—A proposito —intervino Desgrez—, se me ocurre una idea ¿No podríais, padre, aprovechar vuestras relaciones para obtener a mi cliente, vuestra señora hermana, un alojamiento modesto en este recinto? No ignoráis que su vida sigue estando amenazada, pero en el Temple nadie se atrevería a cometer un crimen Es bien sabido que el señor duque de Vendóme, gran prior de Francia, no admite malandrines en este recinto, y que favorece a cuantos le piden asilo Un atentado perpetrado en su jurisdicción alcanzaría una publicidad que nadie desea Ademas, la señora de Peyrac podría inscribirse bajo un nombre falso, lo cual borraría su pista Añado que asi conseguiría un poco de reposo, cosa de la cual necesita en extremo

—Vuestro proyecto me parece muy cuerdo —aprobó Raimundo, que después de haber reflexionado un instante salió, con un papelito en el que había escrito unas señas «Señora Cordeau, viuda, patrona de huespedes en el Cuadrado del Temple»

—Este alojamiento es modesto y hasta bastante pobre, Pero tendrás una habitación grande y podras comer en casa de esta señora Cordeau, que esta encargada de guardar la casa y alquilar sus tres o cuatro piezas Se que estas acostumbrada a mas lujo, pero creo que este alojamiento corresponde a la oscuridad necesaria que desea para ti el señor letrado Desgrez

—Esta bien, Raimundo —aprobó cuerdamente Angélica, que volvió a encontrar un poco de calor, para añadir— ¡Gracias por creer en la inocencia de mi marido y por ayudarnos a combatir la injusticia de que es víctima!

El rostro del jesuíta se tornó severo.

—Angélica, no he querido abrumarte, porque tu rostro fatigado y tu pobre atuendo me han inspirado piedad. Pero no creas que siento la menor indulgencia ante la vida escandalosa de tu marido, a la cual te ha arrastrado y que hoy expías harto duramente. Sin embargo, es natural que ayude a un miembro de mi familia.

La joven abrió la boca para responder. Después lo pensó mejor. Decididamente, estaba domada.

A pesar de todo, no pudo contener la lengua hasta el fin. Al acompañarles hasta el vestíbulo, Raimundo comunicó a Angélica que su hermana más joven, María Inés, había obtenido, gracias a su intervención, uno de los puestos muy buscados de señoritas de honor de la reina.

—¡Enhorabuena! —exclamó—. ¡María Inés en el Louvre! Estoy segura de que se formará pronto y completamente.

—La señora de Navailles se ocupa especialmente de las señoritas de honor. Es persona amable, cuerda y prudente. Hace poco estuve hablando con el confesor de la reina, y me dijo la mucha importancia que da Su Majestad a la excelente conducta de sus señoritas de honor.

—¿Es que eres ingenuo…?

—Es un defecto que nuestros superiores no admiten.

—¡Entonces no seas hipócrita! —concluyó Angélica.

Raimundo siguió sonriendo con afabilidad.

—Veo con alegría que sigues siendo siempre la misma, querida hermana. Deseo que encuentres tranquilidad en la morada que te he indicado. Anda, rezaré por ti.

—Estos jesuítas son decididamente gentes notables —declaró Desgrez un poco más tarde—. ¿Por qué no me habré hecho yo jesuíta?

Se absorbió en el estudio de esta pregunta hasta la calle de Saint-Landry. Hortensia les acogió con expresión francamente hostil.

—¡Perfecto! ¡Perfecto! —dijo fingiendo dominarse—. Observo que de cada una de tus fugas vuelves en estado más lamentable. Y siempre acompañada, naturalmente.

—¡Hortensia, es el señor Desgrez!

Hortensia volvió la espalda al abogado, a quien no podía sufrir a causa de su ropa lamentable y su reputación de hombre desenfrenado.

—¡Gastón! —llamó Hortensia—. Venid a ver a vuestra cuñada. ¡Espero que os curaréis de ella para toda la vida!

!El procurador Fallot apareció bastante descontento por la interpelación de su mujer, pero al ver a Angélica sus labios se entreabrieron de estupor.

—¡Pobre niña…! ¡En qué estado…!

Llamaron a la puerta, y Bárbara hizo entrar a Gontran. Al verlo aumentó la irritación de Hortensia, que prorrumpió en imprecaciones.

—¿Qué he hecho yo al señor para que me abrume así con un hermano y una hermana de esta índole? ¿Quién podrá creer ahora que mi familia es realmente de antigua nobleza? ¡Una hermana que vuelve a casa vestida como una trapera! ¡Un hermano que, de degradación en degradación, se ve reducido a convertirse en un grosero trabajador manual a quien nobles y burgueses tienen derecho a tutear y dar de bastonazos…! No es sólo a ese horrible brujo rengo al que hubieran debido encerrar en la Bastilla, sino a todos vosotros con él… —Angélica, indiferente a los gritos, llamaba a su criadita bearnesa para que viniese a ayudarla a preparar su equipaje. Hortensia la interrumpió, gritando de nuevo—: Puedes llamarla hasta que te canses. Se marchó.

—¡Cómo! ¿Se marchó?

—Sí. A tal ama, tal criada. Se marchó ayer con un matachín de acento espantoso que vino preguntando por ella.

Angélica, aterrada porque se sentía responsable de la adolescente arrancada por ella de su país natal, se volvió hacia Bárbara.

—Bárbara, no hubierais debido dejarla marchar.

—¿Yo qué sabía, señora? —lloriqueó la moza—. Esa cría tenía el diablo en el cuerpo. Me juró por el crucifijo que el hombre que la vino a buscar era su hermano.

—Sí, su hermano «a la moda de Gascuña». Allí hay una expresión: «hermano de mi pueblo», que emplean entre sí los de la misma provincia. En fin, ¿qué le vamos a hacer? No tendré que gastar dinero en mantenerla.

Aquella misma tarde Angélica y su hijito se instalaron en el modesto alojamiento de la viuda de Cordeau, en el Cuadrado del Temple. Llamaban así a la plaza del mercado a la cual acudían los vendedores de aves, pescados, carne fresca, ajos, miel y berros, porque todo el mundo tenía derecho, mediante un módico estipendio, a instalarse en ella y vender al precio que le parecía, sin impuestos ni fiscalización. El sitio era animado y popular.

La viuda de Cordeau era una vieja más campesina que ciudadana que hilaba lana delante de la escasa lumbre y tenía aspecto de bruja. Pero Angélica encontró la habitación limpia, oliendo a lejía y la cama cómoda. Una buena cantidad de paja cubría el suelo para atenuar el frío de las losas en aquel principio de invierno. La señora Cordeau había hecho subir una cuna para Florimond, leña y una marmita de caldo.

Cuando Desgrez y Gontran la dejaron, Angélica se ocupó en hacer la comida para el niño y acostarle. Florimond llamaba a Berta y a sus primitos. Para distraerle le cantaba a media voz una canción que le gustaba. La herida ya casi no le dolía, y los cuidados que tenía que dar al niño la distraían. Aunque se había acostumbrado a tener en derredor muchos criados, su infancia había sido lo bastante ruda para que no la trastornase la desesperación de su última sirvienta. Además, ¿no la habían acostumbrado las religiosas a todos los trabajos fuertes, «en previsión de las pruebas que el cielo puede enviaros»?

Así, cuando el niño se hubo dormido y ella se tendió entre las sábanas ordinarias pero limpias, en momentos en que el vigilante nocturno pasaba bajo sus ventanas gritando: «Son las diez. La puerta está cerrada. ¡Buenas gentes del Temple, dormid en paz!», experimentó un instante de bienestar y alivio.

La puerta estaba cerrada. Mientras en derredor la gran ciudad se despertaba al horror de la noche, con sus tabernas ruidosas, sus bandidos al acecho, sus asesinos apostados y sus violadores de cerraduras, la pequeña población del Temple, al abrigo de sus altos muros almenados, dormía en paz. Los fabricantes de joyas falsas, los deudores insolventes y los impresores clandestinos cerraban sus párpados, seguros del día siguiente apacible. Por el lado del palacio del gran prior, aislado entre jardines, se oía un clavicordio, y por el lado de la capilla y del claustro rezos en latín, mientras algunos caballeros de Malta, en hábito negro con cruz blanca, volvían a sus celdas. Caía la lluvia.

Angélica se durmió apaciblemente. Se había inscrito con el nombre poco comprometedor de señora Martín. Nadie le hizo preguntas. Los días siguientes conservó la impresión nueva pero agradable de ser una madre joven de ambiente sencillo que se mezcla con sus vecinos y no tiene otra preocupación que ocuparse de su hijo. En casa de la señora Cordeau comía, en compañía de ésta, su hijo, muchacho de quince años que era aprendiz en la ciudad, y un viejo comerciante arruinado que se escondía en el Temple de sus acreedores.

—La desdicha de mi vida —acostumbraba decir— es que mi padre y mi madre me educaron mal. Sí, señora, me enseñaron la honradez. Es el defecto más grande que se puede tener cuando se dedica uno al comercio.

Florimond recibía muchos cumplidos, y Angélica estaba muy orgullosa de él, y aprovechaba el menor rayo de sol para pasearlo a través de los puestos del mercado, donde las vendedoras lo comparaban al Niño Jesús del pesebre. Uno de los orfebres que tenía su tenderete cerca de la casa en que vivía Angélica le regaló una cruz de piedras rojas imitación de rubíes. Angélica se emocionó al colgar al cuello del pequeño la pobre joya. ¿Dónde estaba el diamante de seis quilates que Florimond había estado a punto de tragarse el día de la boda del rey en San Juan de Luz?

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