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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (81 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—Todos dicen eso —afirmó la verduga con filosofía.

—Si el señor Vicente viviese todavía, mañana no habría hoguera. Algunas horas antes de su muerte le oí hablar con ansiedad de la iniquidad que iba a cometerse con un gentilhombre del reino. Si viviera, antes habría subido él mismo a la hoguera, junto al condenado, para pedir a gritos al pueblo que lo quemasen en lugar de un inocente.

—¡Ay, eso es lo que atormenta a mi pobre hombre! —exclamó la mujer—. No podéis daros cuenta, señor abate, de la mala sangre que se hace pensando en la ejecución de mañana… Ha mandado decir seis misas en San Eustaquio, una en cada capilla lateral. Y mandará decir otra en el altar mayor si todo marcha bien.

—Si el señor Vicente estuviese aquí…

—No habría ladrones ni brujos y nos quedaríamos sin trabajo.

—Venderíais arenques en la pescadería o ramilletes en el Puente Nuevo, y no os iría peor.

—A fe mía… —dijo la mujer riéndose.

Angélica miraba al sacerdote. Por las palabras que acababa de decir, hubiera querido levantarse, decirle su nombre, pedirle la ayuda de su caridad. Era joven, pero la llama del señor Vicente se transparentaba en él: tenía las manos grandes, la actitud pobre y sencilla de la gente del pueblo. Hubiera tenido la misma actitud ante el rey. Sin embargo, Angélica no se movió. Dos días llevaban las lágrimas abrasándole el rostro en la soledad del cuartucho en que enterraba su miseria. Pero ahora ya no tenía lágrimas ni corazón. Ningún bálsamo podía apaciguar la herida abierta. De su desesperación había nacido una flor mala: el odio. «Lo que le han hecho sufrir se lo haré pagar centuplicado.» Había sacado de tal resolución la voluntad de seguir viviendo y actuar. ¿Es que se puede perdonar a un Bécher…? Permaneció inmóvil, rígida, con las manos crispadas bajo la capa, sujetando la bolsa que le había dado Desgrez.

—Puede que no me creáis, señor abate —estaba diciendo la verduga—, pero verdaderamente mi pecado más grande es el orgullo.

—¡Sí que me dejáis estupefacto! —exclamó el sacerdote, golpeándose las rodillas con las manos—. Sea dicho sin faltar a la caridad, hija mía, me pregunto dónde vais a pescar el orgullo y la soberbia, vos a quien todos detestan a causa del oficio de vuestro marido, vos cuyas mismas vecinas se apartan volviendo la cabeza cuando pasáis junto a ellas.

—¡Oh, eso es cierto! —suspiró la pobre mujer— Sin embargo, cuando veo a mi hombre bien plantado, con las piernas firmes, levantar el hacha y ¡pam!, de un solo golpe hacer saltar una cabeza, no puedo por menos de sentirme orgullosa de él. ¡Habéis de saber que no es fácil conseguir eso de un solo hachazo, señor abate!

—Hija, me hacéis estremecer —dijo el sacerdote. Y añadió, soñador:

—El corazón de los seres humanos es insondable.

En aquel momento se abrió la puerta y llegó hasta ellos el rumor de la plaza. Un gigante de hombros cuadrados entró y se adelantó con paso pesado y tranquilo. Saludó con un gruñido lanzando en derredor la mirada imperiosa del que siempre y en todo lugar está en su derecho. Su rostro lleno, marcado por las huellas de la viruela, era de facciones gruesas e impasibles. No parecía malvado, sino únicamente frío y duro como una máscara de piedra. «Tiene el rostro de los hombres que no deben ni reír ni llorar en ciertas circunstancias, el rostro de los enterradores… y de los reyes», pensóAngélica, que, de pronto, a pesar de su casaca grosera de artesano, le encontró parecido con Luis XIV.

Era el verdugo.

Angélica se levantó, y el sacerdote hizo otro tanto. Este alargó, sin pronunciar palabra, la carta de introducción del teniente de policía. Maese Aubin se acercó a una candela para leerla.

—Está bien —dijo—. Mañana al amanecer os llevaré conmigo allá.

—¿No podría ir esta misma noche?

—Imposible. Todo está cerrado. Sólo yo puedo introduciros, señor abate, y la verdad, necesito comer algo. Los otros obreros tienen prohibido trabajar después del toque de silencio. Pero para mí no hay día ni noche. Cuando les da por hacer confesar a un reo, esos señores de la alta justicia, testarudos rabiosos, son capaces de instalarse allí para dormir. Todo ha habido que emplearlo hoy: el agua, los borceguíes, el potro.

El sacerdote juntó las manos.

—¡Desdichado! ¡Solo en las tinieblas de un calabozo con su sufrimiento y la angustia de la muerte próxima! ¡Dios mío, socorredle!

El verdugo le lanzó una mirada suspicaz.

—¿No iréis a causarme molestias? —dijo—. Ya tengo bastante con llevar pegado a las calzas a ese fraile Bécher a quien le parece que nunca hago lo bastante. ¡Por San Cosme y San Eloy, me parece que el que está poseído por el diablo es él!

Mientras hablaba, el verdugo fue vaciando los amplios bolsillos de su chaquetón. Echó algunos objetos sobre la mesa, y de pronto las chiquillas lanzaron un grito de admiración.

Un grito de horror les respondió.

Angélica, con los ojos desorbitados, reconoció entre algunas piezas de oro el estuchecito incrustado de perlas en que Joffrey colocaba en otro tiempo los bastoncillos de tabaco que fumaba. Con un gesto que no pudo dominar, se apoderó de él y lo apretó contra su pecho.

Sin enojarse, el verdugo le abrió los dedos y volió a apoderarse del estuche.

—Despacito, hijita. Lo que encuentro en los bolsillos del atormentado me pertenece de derecho.

—¡Sois un ladrón —dijo Angélica jadeante—, un desvalijador de cadáveres!

Con toda calma, el hombre fue a buscar en el vasar de la chimenea un cofrecillo de plata cincelada y colocó en él su botín, sin dar respuesta. La mujer, que continuaba hilando y cabeceando, murmuró en tono de disculpa, dirigiéndose al sacerdote:

—¿Sabéis? Todas dicen lo mismo. No hay que ofenderse con ellas. Sin embargo, ésta debiera darse cuenta de que de un quemado no hay que esperar muchas ganancias. Ni siquiera se puede recuperar el cuerpo para aprovechar la grasa que nos piden los boticarios y los huesos que…

—¡Oh, piedad, hija mía! —dijo el sacerdote cubriéndose las orejas con las manos.

Miraba a Angélica con ojos desbordantes de compasión. Pero ella no lo veía. Temblaba y se mordía los labios. ¡Había insultado al verdugo! Ahora se iba a negar a la macabra súplica que había venido a dirigirle. Con su paso lento y equilibrado y con los pulgares metidos en el cinto, maese Aubin dio la vuelta a la mesa y se acercó a Angélica. La miró de arriba abajo con calma.

—Aparte de eso, ¿qué puedo hacer en vuestro servicio?

Temblorosa, incapaz de pronunciar una palabra, le alargó la bolsa. Él la tomó y la sopesó. Después sus ojos inexpresivos volvieron a fijarse en el rostro de Angélica.

—Queréis que se le estrangule…

Ella inclinó la cabeza, asintiendo. El hombre abrió la bolsa, dejó deslizar unos cuantos escudos en su manaza y dijo:

—Está bien. Se hará.

Dándose cuenta del espanto con que lo miraba el sacerdote, frunció el ceño.

—¿No hablaréis, padre cura, eh? Yo, bien lo comprendéis, arriesgo mucho. Si alguien lo notase, podría traerme disgustos. Tengo que arreglármelas en el último instante, cuando ya el humo oculta un poco el poste a la vista del público. Es para hacer un bien, lo comprendéis, ¿no?

—Sí… No hablaré —dijo el abate con esfuerzo—. Yo… Podéis contar conmigo.

—¿Os doy miedo? —dijo el verdugo—. ¿Es la primera vez que ayudáis a bien morir a un condenado?

—En la guerra, cuando iba a llevar los socorros recogidos por el señor Vicente, a menudo he acompañado hasta el pie del árbol a los desdichados a quienes colgaban. Pero era la guerra, el horror y la fiebre de la guerra… Mientras que aquí…

Su ademán señalaba las niñitas rubias sentadas delante de su escudilla.

—Aquí es la justicia —dijo el verdugo, no sin grandeza. Se apoyó en la mesa, familiarmente, como hombre que tuviese ganas de hablar—. Padre cura, me sois simpático. Me recordáis a un capellán de prisiones con el que trabajé largo tiempo. Puedo decir en verdad que todos los condenados que hemos llevado juntos al otro mundo murieron besando el crucifijo. Cuando terminaba todo, lloraba el hombre como si hubiese perdido un hijo, y estaba tan pálido que muy a menudo tuve que obligarlo a tomar un vaso de vino para que se animara. Siempre llevo una jarra de buen vino. Nunca sabe uno lo que puede suceder, sobre todo con los aprendices. Mi padre era ayudante cuando descuartizaron a Ravaillac el regicida, en la plaza de Gréve. Me contó… Bueno, después de todo, son historias que no os gustará oír. Os la contaré más adelante, cuando os vayáis acostumbrando. En resumen, algunas veces he preguntado al capellán: Padre, ¿creéis que me condenaré? «Si es así, verdugo (me respondía), pediré a Dios que me condene contigo…» Mirad, señor abad, voy a enseñaros una cosa que os va a tranquilizar un poco.

Maese Aubin revolvió en sus numerosos bolsillos y sacó un frasquito.

—Es una receta que me dejó mi padre, a quien se la dejó su tío, verdugo en tiempos de Enrique IV. Se la mandé hacer en gran secreto a un boticario amigo mío al que proporciono en cambio cráneos humanos para fabricar «polvos magistrales». Dice que los polvos magistrales son muy buenos para el mal de piedra y la apoplejía, pero a condición de que el cráneo sea de un hombre joven, muerto de muerte violenta. Allá él. Le proporciono de cuando en cuando un cráneo o dos, y él me fabrica mi medicamento sin rechistar. Con esto, si le doy unas cuantas gotas a un torturado, se pone animosísimo y menos sensible. No lo empleo más que con los que tienen familias que pagan. Después de todo, es hacer un favor, ¿no es verdad, señor abate?

Angélica escuchaba boquiabierta. El verdugo se volvió hacia ella.

—¿Queréis que le dé un poco mañana por la mañana?

Angélica consiguió articular, con los labios blancos:

—No…, no tengo más dinero.

—Irá comprendido en la cuenta total —dijo maese Aubin haciendo saltar la bolsa en la mano, y se acercó de nuevo al cofrecillo para guardarla.

Murmurando una vaga fórmula de saludo, Angélica se dirigió a la puerta y salió. Sentía ganas de vomitar. Dolíanle los ríñones y tenía el cuerpo lleno de agujetas. La animación de la plaza, en que las risas y las voces continuaban cruzándose, le pareció menos penosa de soportar que la atmósfera siniestra de la casa del verdugo. A pesar del frío, las puertas de las tiendas permanecían abiertas. Era la hora en que se habla entre vecinos. Unos arqueros llevaban a la prisión del Chátelet al ladrón que acababan debajar de la picota; una nube de chiquillos lo perseguía, tirándole bolas de nieve.

Angélica sintió unos pasos precipitados detrás de ella. El curita apareció sin aliento.

—Hermana, pobre hermana mía… —balbució—. No puedo dejar que os marchéis así…

Angélica retrocedió bruscamente. En la penumbra que aclaraba apenas la pobre linterna de una tienda, el asustado eclesiástico vio un rostro de blancura translúcida en que unas pupilas verdes brillaban con fulgor casi fosforescente.

—Dejadme —dijo Angélica con voz casi metálica—. No podéis hacer nada por mí…

—Hermana, rogad a Dios…

—En nombre de Dios, queman mañana a mi marido inocente.

—Hermana, no agravéis vuestro dolor rebelándoos contra el Cielo. Recordad que en nombre de Dios crucificaron a Nuestro Señor.

—¡Vuestras simplezas me vuelven loca! —chilló Angélica con voz aguda que a ella misma le pareció venir de muy lejos—. No me quedaré tranquila hasta que a mi vez aplaste a uno de vuestros semejantes, hasta que le haga perecer en los mismos tormentos…

Se apoyó en el muro, se tapó la cara con las manos y un sollozo espantoso la sacudió.

—Puesto que vais a verle…, decidle que le quiero…, que le quiero… Decidle… ¡Ah, qué feliz me ha hecho! Y además, preguntadle qué nombre debo dar al niño que va a nacer.

—Así lo haré, hermana —pero cuando quiso estrecharle la mano, ella se apartó y continuó su camino.

El sacerdote renunció a seguirla. Encorvado bajo el peso de las tristezas humanas, se fue por las callejas donde aún rondaba la sombra del señor Vicente. Angélica apresuró el paso hacia el Temple. Parecíale que le zumbaban los oídos, porque de pronto oyó gritar en derredor:

—¡Peyrac, Peyrac!

Acabó por detenerse. Esta vez no soñaba.

—El tercero se llamaba Peyrac. El que ganó fue Satanás.

Encaramado en uno de los apeaderos que servían a los jinetes para montar a caballo, un chiquillo flaco recitaba las últimas estrofas de una canción de la cual tenía un fajo de ejemplares debajo del brazo.

Angélica retrocedió y le pidió una hoja. El grosero papel olía aún a tinta de imprenta. Angélica no podía leer la canción en el callejón oscuro. Dobló el papel y volvió a echar a correr. Ya cerca del Temple, volvió a pensar en Florimond. Siempre le causaba inquietud dejarlo solo, ahora que estaba siempre moviéndose. Casi había que atarlo en la cuna, lo que disgustaba mucho al chiquillo. Por lo común se pasaba llorando todo el tiempo que duraba la ausencia de su madre, y cuando ésta volvía, lo encontraba tosiendo y febril. No se atrevía a pedir a la señora Scarron que lo vigilase; la viuda le huía y se santiguaba al cruzarse con ella.

En la escalera Angélica oyó los sollozos del niño y se apresuró.

—Aquí estoy, tesoro, principito mío. ¿Por qué no serás ya un muchacho grande?

Echó leña al fuego y se puso a preparar la papilla. Florimond aullaba a más y mejor, alargando los brazos. Por fin, cuando su madre lo sacó de su prisión, se calló como por encanto y hasta se dignó sonreír.

—Eres un bandido —dijo Angélica, enjugando el rostro bañado en lágrimas.

Se le derretía el corazón. Alzó entre sus brazos a Florimond y lo contempló a la luz de las llamas, que encendían una chispa roja en los ojos negros del niño.

—¡Reyecito! ¡Diosecillo admirable! Tú, tú me quedas.

Florimond parecía comprender lo que su madre le decía. Se enderezaba y sonreía con una especie de orgullo inocente y seguro de sí mismo. Proclamaba muy alto con su actitud que sabía que era el centro del mundo. Angélica lo acarició y jugó con el niño, que gorjeaba como un pajarillo. La señora Cordeau solía decir que, para hablar, era un muñeco muy adelantado. Su dicción no era perfecta, pero sabía hacerse entender muy bien. Cuando su madre lo hubo bañado y acostado, exigió que le cantase una canción de cuna, la del
Molino verde.

Trabajo le costó a Angélica cantar sin que se le quebrara la voz. El canto se ha hecho para expresar el gozo. Se puede hablar llevando un gran dolor en el corazón, pero cantar exige un esfuerzo sobrehumano.

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