La Marquesa De Los Ángeles (83 page)

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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¡Nunca se había visto tal escándalo en el atrio de Nuestra Señora! ¡Cantar! ¡Se había atrevido a cantar! ¡Si al menos hubiese sido un cántico! ¡Pero el condenado había cantado en lengua desconocida, en lengua diabólica…!

La conmoción de la multitud levantó a Angélica como sobre una ola monstruosa. Llevada en vilo, aplastada, pisoteada, se encontró en el ángulo de un pórtico. Sintió bajo la mano una puerta que empujó. Acogióla la sombra de la catedral. Intentó dominarse, vencer el dolor que se había posesionado de ella. El niño se movía en su interior. Cuando Joffrey cantó, había dado literalmente un salto hasta el punto de obligarla a aullar.

Los gritos del exterior llegaban apagados. Por unos minutos los clamores se sostuvieron en una especie de paroxismo, después se apaciguaron poco a poco. «Debo marcharme… Tengo que llegar a la plaza de Gréve», se dijo Angélica.

Salió del refugio del santuario. En el atrio, un grupo de hombres y mujeres peleaban en el sitio en que Bécher había golpeado al conde de Peyrac.

—¡Tengo el diente del brujo! —exclamó uno, que huyó perseguido por los demás.

Una mujer blandía un pedazo de tela blanca.

—¡Le he cortado un pedazo de camisa! ¿Quién lo quiere? Trae buena suerte.

Angélica corría. Más allá del puente de Nuestra Señora alcanzó a la multitud que rodeaba el carro del ajusticiado. Pero en las calles de la Cestería y de la Cuchillería le fue casi imposible adelantar, aunque suplicaba que le dieran paso. Nadie la oía. La gente parecía estar en trance. Bajo los rayos del sol, la nieve se derretía en los tejados y caía en grandes montones sobre la cabeza y los hombros de la gente, pero a nadie parecía importarle.

Por fin Angélica consiguió alcanzar la esquina de la plaza. En el mismo instante vio brotar de la hoguera una llama enorme. Levantó los brazos y se oyó a sí misma gritar con voz de loca: «¡Arde, arde…!»

Salvajemente se abrió paso hacia el lugar del suplicio. Alcanzóla el calor de la hoguera. Avivada por el viento, la lumbre rugía. Un crepitar de tormenta se alzaba con violencia. ¿Qué significaban aquellas formas humanas que se agitaban en el fulgor amarillo de las llamas mezclado con la luz del sol? ¿Quién era aquel hombre vestido de escarlata que daba la vuelta en derredor de la hoguera y hundía una antorcha ardiente bajo los haces de leña? ¿Quién era aquel hombre con sotana negra, que, agarrado a la escala, con las cejas quemadas, alargaba lo más que podía un crucifijo y gritaba: «¡Esperanza! ¡Esperanza!»? ¿Quién era aquel hombre preso en la hoguera? ¡Oh, Dios! ¿Podía haber un ser vivo dentro de aquel fuego? ¡No, no era un ser vivo, puesto que el verdugo lo había estrangulado!

—¿Oís cómo chilla? —decía la gente.

—¡No, no chilla, está muerto! —repetía Angélica, fuera de sí. Se tapó los oídos con las manos, creyendo oír salir de la cortina de fuego no sabía qué clamor desgarrador.

—¡Cómo chilla, cómo chilla! —seguía diciendo la multitud.

Y otros reclamaban:

—¿Por qué le han puesto una capucha? ¡Queremos ver qué muecas hace!

Un revoloteo de papeles blancos arrastrados por un torbellino se escapó de la hoguera y vino a esparcirse hecho cenizas por encima de las cabezas.

—Son sus libros endemoniados que han quemado con él…

De pronto el viento inclinó las llamas. Angélica, en un relámpago, vio el montón de libros de la biblioteca del
Gay Saber
y después el poste al que estaba atada una forma negra, inmóvil, con la cabeza cubierta de una oscura cogulla. Se desmayó.

LII
La hoguera de la plaza de Gréve

Volvió en sí en la tienda del carnicero de la plaza de Gréve. «¡Ay, me duele todo el cuerpo!», pensó, enderezándose. ¿Se había quedado ciega? ¿Por qué estaba tan oscuro?

Una mujer con una palmatoria se inclinó sobre ella.

—¡Ya estáis mejor, pequeña! Pensé que os habíais muerto. Vino un médico y os hizo una sangría. Pero a mí me parece que lo que tenéis es mal de parto.

—¡Oh, no! —dijo Angélica llevándose la mano al vientre—. No espero a mi niño antes de tres semanas. ¿Por qué está tan oscuro?

—Es que ya es tarde. Acaban de tocar el ángelus.

—¿Y la hoguera?

—Se acabó —dijo la carnicera bajando la voz—. Pero ha durado mucho. ¡Qué día, amigos! El cuerpo no acabó de consumirse hasta después de las dos. Y en el momento de echar al aire las cenizas hubo una verdadera batalla. Todo el mundo quería su parte. A poco despedazan al verdugo. —Añadió después de un momento de silencio—: ¿Conocíais al brujo?

—No —dijo Angélica con esfuerzo—, no. No sé qué me ha dado. Es la primera vez que veo una cosa así.

—Sí. Impresiona. Nosotros los comerciantes de la plaza de Gréve vemos tantas cosas que ya nada nos conmueve. Hasta parece que nos falta algo cuando no hay nadie colgando del poste.

Angélica hubiera querido dar las gracias a aquellas buenas gentes, pero no llevaba encima más que moneda menuda. Dijo que volvería para pagar la visita del médico.

En el crepúsculo azul de la torre del Ayuntamiento tocaba la hora del fin de trabajo. El frío, al caer la noche, era vivo. En el extremo de la plaza el viento hacía revivir una enorme flor de carbones ardiendo: eran los últimos restos de la hoguera.

Angélica rondaba por los alrededores cuando una humilde silueta se destacó de la sombra del cadalso. Era el capellán. Se acercó. Angélica retrocedió con horror, porque los pliegues de la sotana desprendían un olor insoportable de leña quemada y carne tostada.

—Sabía que vendríais, hermana —dijo—. Os estaba esperando. Quería deciros que vuestro marido ha muerto como cristiano. Estaba dispuesto a morir y sin rebeldía. Lamentaba perder la vida, pero no temía a la muerte. Varias veces me dijo que se alegraba de presentarse ante la faz del Maestro de todas las cosas. Creo que le causó gran consuelo la certidumbre que tenía de saber al fin. —La voz del sacerdote marcó una vacilación y un tanto de asombro—. De saber al fin si la Tierra gira o no gira.

—¡Oh! —exclamó Angélica, cuya ira se reanimó con violencia—. ¡Qué suyo es eso! Los hombres son todos iguales. ¡Le da lo mismo dejarme en esta Tierra, que gira o no gira, en la miseria y desesperada!

—¡No, hermana! Muchas veces me repitió: «Le diréis que la quiero. Ha llenado mi vida. ¡Ay, yo en la suya no habré sido más que una etapa, pero confío en que sabrá abrirse camino!» También me dijo que quería que diesen el nombre de Cantor a la criatura que va a nacer si es varón, y el de Clemencia si es niña.

Cantor de Marmont, trovador del Languedoc. Clemencia Isaura, musa de los juegos florales de Toulouse. ¡Qué lejos estaba todo aquello! ¡Qué irreal parecía frente a las horas sórdidas que estaba viviendo Angélica! Quería llegar al Temple, pero le costaba trabajo andar. Durante algunos instantes se le reavivó el rencor contra Joffrey. Aquel rencor la sostenía. Naturalmente, a Joffrey le había dado lo mismo que ella se consumiese entre dolor y lágrimas. ¿Acaso los pensamientos de las mujeres tienen valor alguno…? ¡Con tal de que él, del otro lado de la vida, pudiera encontrar al fin respuesta a las preguntas que habían hechizado su espíritu de sabio…!

De repente una ola de llanto inundó el rostro de Angélica, y tuvo que apoyarse en la pared para no caer.

—¡Ay, Joffrey, amor mío! —murmuró—. Al fin sabes si la Tierra gira o no gira… ¡Sé feliz en la eternidad!

El sufrimiento de su cuerpo se agudizaba de modo insoportable. Sintió dentro de sí algo que se rompía. Entonces comprendió que iba a dar a luz. Estaba lejos del Temple. En su marcha incierta se había extraviado. Se encontró cerca del puente de Nuestra Señora. Una carreta entraba en él. Angélica llamó al carretero.

—¿Podéis llevarme hasta el «Hotel Dieu»? Estoy enferma.

—Allí mismo me dirijo yo —respondió el hombre—. Voy a buscar mi carga para el cementerio. Soy el que se lleva los muertos. Subid, hermosa.

LIII
Nace Cantor.
Angélica desaparece de París

—¿Qué nombre le pondréis, hija mía?

—Cantor.

—¡Cantor! Ese no es nombre de cristiano.

—¡Me da lo mismo! —dijo Angélica—. Devolvedme a mi hijo querido.

Tomó de las manos de la comadrona el ser menudo y rojo, aún húmedo, que la mujer hombruna que acababa de acogerle en este triste mundo había envuelto en un pedazo de sábana sucia.

Aún no había acabado el día: las campanas de la medianoche no habían sonado en el reloj decorado con flores de lis del Palacio de Justicia, y el hijo del ajusticiado acababa de nacer.

El corazón de Angélica se había roto. Su cuerpo estaba destrozado, y de su corazón había manado sangre. Angélica había muerto al mismo tiempo que Joffrey. Con el niño Cantor acababa también de nacer una mujer nueva en la cual no sobrevivirían sino con gran trabajo algunas de las extrañas suavidades e ingenuidades de la antigua Angélica. El salvajismo y la dureza que palpitaban en la chiquilla indisciplinada de Monteloup volvían a tomar forma en ella, se lanzaban como un río negro por la brecha abierta de su desamparo y de su espanto.

Con un ademán rechazó a su vecina, criatura frágil y ardiendo en calentura que deliraba suavemente. La tercera mujer, empujada hacia el borde de la cama, protestó. Angélica, de un tirón, se apoderó de otra manta. La tercera ocupante del lecho volvió a protestar débilmente. «De todas maneras, estas dos van a morir —pensó Angélica—. Más vale que mi hijo y yo estemos calientes y salgamos de aquí con vida.»

Con los ojos muy abiertos, un tanto enloquecida, veía brillar en la oscuridad pútrida, a través de las cortinas desgarradas del camastro, la luz amarillenta de los velones de sebo.

«¡Qué cosa fantástica!», se decía. Porque Joffrey había muerto, y era Angélica la que estaba en el infierno. En aquel antro nauseabundo en que el olor era espeso como una niebla oía llantos, gemidos, quejas, como en el seno de una pesadilla. Los vagidos de las criaturas no cesaban. Era como una salmodia sin fin que a veces se intensificaba, después se ahogaba y luego volvía a elevarse en el otro extremo de la sala.

El frío era glacial a pesar de los braseros con ruedas instalados en los cruces de los corredores, porque el calor que daban lo dispersaban las corriente de aire. Angélica aprendía de qué lejana experiencia ha nacido el terror de los pobres hacia el hospital. ¿Acaso no es la antecámara de la muerte? ¿Cómo sobrevivir en aquel amontonamiento de enfermedades y de suciedad, en que los convalecientes estaban mezclados con los contagiosos, en que los cirujanos operaban sobre las mesas sucias, con navajas que algunas horas antes habían servido en sus barberías para afeitar a los clientes del barrio?

Se acercaba el alba. Se oían sonar las campanas llamando a misa. Angélica recordó a los muertos del «Hotel Dieu», que a aquella hora las religiosas colocaban en fila ante el pórtico para ser llevados en un volquete al cementerio de los Santos Inocentes. Un tibio sol de invierno rozaría tal vez la fachada gótica del antiguo hospital, pero los miembros de los pobres muertos cosidos en el sudario ya no habían de reanimarse. Colgado encima del Sena, gran camino de agua que trae las vituallas a París y le sirve de cloaca, el «Hotel Dieu», bañado por las nieblas del río, esperaba el nuevo día como navio repleto de carga maldita.

Una mano descorrió las cortinas del lecho. Dos enfermeros cubiertos de manchas lanzaron una mirada sobre las tres mujeres que ocupaban el camastro y apoderándose de la última la colocaron con indiferencia en una camilla. Angélica vio que la infeliz estaba muerta. En la camilla iba también el cadáver de un niño. Angélica miró al que tenía apretado contra su pecho. ¿Por qué no lloraba? ¿Había muerto también? No. Tenía los puños cerrados y dormía con expresión pacífica, divertida en un recién nacido. No parecía sospechar ni por lo más remoto que era hijo del dolor y la desgracia. Su rostro parecía un capullo de rosa, y tenía el cráneo cubierto de ligera pelusa rubia. Angélica lo sacudía sin cesar, temiendo que hubiese muerto o estuviese a punto de morir. El niño abrió entonces los párpados, descubrió sus ojos azulados y aún turbios y volvió a dormirse con placidez, inmediatamente.

Las religiosas se inclinaban sobre los lechos de las otras mujeres. Eran ciertamente abnegadas y demostraban un valor que no podía alimentarse más que en Dios. Pero la mala higiene de la organización las hacía afrontar problemas insolubles.

Agarrándose al deseo de vivir, Angélica se obligó a beber el contenido de un cuenco que le alargaban. Después, intentanto olvidar a su vecina calenturienta y el sucio jergón, buscó fuerzas en el sueño. Visiones mal definidas pasaban bajo sus cerrados párpados. Pensaba en Gontran. Iba, no sabía dónde, por una carretera de Francia, se detenía junto a un puente para pagar el portazgo y, para economizar la bolsa, hacía el retrato del aduanero… ¿Por qué pensaba en Gontran, convertido en un pobre compañero de la «vuelta a Francia», pero que, al menos, caminaba bajo el cielo puro? Gontran era como aquellos cirujanos que, en una de las otras salas, se inclinaban sobre un cuerpo dolorido con la voluntad apasionada de descubrir el secreto de la vida y de la muerte. En aquel semisueño desprendido de las contingencias terrenas en que flotaba, Angélica descubrió que Gontran era uno de los hombres más preciosos del mundo…, lo mismo que aquellos cirujanos… Todo aquello se enredaba un tanto dentro de su cabeza. ¿Por qué los cirujanos eran pobres barberos, gentes de tienda que nadie estimaba siendo su papel tan grande…? ¿Por qué Gontran, que lleva dentro de sí un mundo y el poder de suscitar el entusiasmo de los mismos reyes, no era sino un artesano necesitado, descalificado…? ¿Por qué pensar en tantas cosas inútiles, cuando le era indispensable reunir todas sus fuerzas físicas para intentar evadirse del infierno…?

Angélica no estuvo más que cuatro días en el hospital. Hosca y dura, exigía para sí las mejores mantas y prohibía a la comadrona con las manos sucias que la tocase ni tocase a su hijo. Cuando pasaban las bandejas con las escudillas de alimento, tomaba dos en vez de una. Una mañana arrancó el delantal limpio que una religiosa acababa de ponerse sobre el hábito y, mientras la novicia corría a llamar a la superiora, lo convirtió en vendas e hilas para fajar al niño y vendarse ella.

A los reproches que le hicieron opuso un silencio hosco y una mirada verde, desdeñosa, implacable, que las impresionó. Había en la sala una gitana, que dijo:

—Me está pareciendo que esa mocita de los ojos verdes es una adivinadora.

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