Read La Marquesa De Los Ángeles Online

Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (80 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
13.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Señor presidente —dijo con voz ruda—, como supe que seguíais en sesión a esta hora tardía, he creído no deber esperar para traeros una noticia que creo importante.

—Os escuchamos, señor teniente de policía —respondió Masseneau, asombrado.

El señor Aubray se volvió hacia el abogado.

—El letrado Desgrez, aquí presente, me hizo rogar que hiciese investigaciones en la capital para encontrar al reverendo padre jesuíta Kircher. Después de destacar varios agentes a los diversos sitios en que hubiera debido estar y donde nadie lo había visto, me advirtieron que acababa de ser transportado al depósito de cadáveres del Chátelet el cuerpo de un ahogado encontrado entre los hielos del Sena. Allí fui, acompañado por un padre jesuíta de la casa del Temple. Este ha reconocido formalmente a su cofrade el padre Kircher. Su muerte ha debido de ocurrir en las primeras horas de la mañana…

—¡De modo que no retrocedéis ni siquiera ante el crimen! —aulló Bourié alargando el brazo hacia el abogado.

Los otros jueces, agitados, pidieron a Masseneau que interviniera. La multitud gritaba:

—¡Basta! ¡Acabemos!

Angélica, más muerta que viva, no conseguía discernir contra quién iban aquellos gritos. Se llevó las manos a la cabeza. Vio levantarse a Masseneau y se esforzó en oírle.

—Señores, la sesión continúa en vista de que el testigo capital de última hora anunciado por la defensa, reverendo padre Kircher, acaba de ser hallado muerto, y de que el señor teniente de policía, aquí presente, no ha podido descubrir sobre él ningún documento que pudiera atestiguar
post mortem
lo que el señor letrado Desgrez nos ha comunicado. En vista, asimismo, de que sólo el reverendo padre Kircher hubiera podido dar fe de una supuesta acta redactada en secreto, el tribunal considera este incidente como nulo y no acaecido y procederá a retirarse para deliberar sobre el veredicto.

—¡No hagáis tal cosa! —clamó la voz desesperada de Desgrez—. Aplazad el veredicto. Encontraré testigos. El padre Kircher ha sido asesinado.

—¡Por vosotros! —chilló Bourié.

—Calmaos, señor letrado —dijo Masseneau—. Confiad en las decisiones de los jueces.

La deliberación ¿duró algunos minutos o más? A Angélica le pareció que aquellos jueces no se habían movido, que estaban allí desde siempre, con sus birretes cuadrados y sus togas rojas y negras, y que allí estarían para siempre jamás. Pero ahora estaban de pie. Los labios del presidente Masseneau se movían. Temblándole la voz, articulaban:

—En nombre del rey digo que Joffrey de Peyrac de Morens ha sido declarado culpable de los crímenes de rapto, seducción, impiedad, magia, brujería y otras abominaciones mencionadas en el proceso, y para reparación de las cuales será entregado en manos del ejecutor de alta justicia y conducido al atrio de Nuestra Señora, donde pedirá perdón de sus culpas con la cabeza descubierta y descalzo, con la soga al cuello y sosteniendo en las manos un cirio de quince libras. Hecho esto, será llevado a la plaza de Gréve y quemado vivo en una hoguera que será preparada para este fin, hasta que su cuerpo y sus huesos se consuman y queden reducidos a cenizas, las cuales serán dispersadas y lanzadas al viento. Y todos sus bienes serán confiscados y pasarán a ser propiedad del rey. Y antes de ser ejecutado se le someterá a la tortura ordinaria y extraordinaria. Digo también que el sajón Fritz Hauer ha sido declarado su cómplice y, para reparación, condenado a ser colgado y estrangulado hasta que sobrevenga la muerte en un cadalso levantado para este efecto en la plaza de Gréve. Digo también que el moro Kuassi-Ba ha sido declarado su cómplice y, como reparación, condenado a galeras de por vida.

Junto al banquillo de la infamia, la alta silueta, apoyada en dos bastones, vaciló. Joffrey de Peyrac levantó hacia el tribunal su rostro pálido.

—¡Soy inocente!

Su grito resonó en un silencio de muerte. Entonces repuso con voz tranquila y sorda:

—Señor barón de Masseneau de Pouillac, comprendo que ya no es hora para mí de protestar de mi inocencia, por lo cual me callaré. Pero antes de alejarme quiero rendiros homenaje públicamente por la preocupación de equidad que habéis procurado mantener en este proceso, cuya presidencia y conclusión os han sido impuestas. Recibid de un noble de vieja alcurnia la seguridad de que sois más digno de llevar el blasón que aquellos que os gobiernan.

El rostro rojizo del parlamentario tolosano se crispó. De pronto se le vio llevarse la mano a los ojos y exclamar, empleando la lengua de oc que sólo Angélica y el condenado podían comprender:

—¡Adiós, adiós, hermano de mi país!

IL
El veredicto.
Angélica, abandonada por todos

Fuera, en la noche profunda que ya se acercaba al alba, caía la nieve, y el viento hacía volar enormes copos. Tropezando sobre el espeso tapiz blanco, los concurrentes salían del Palacio de Justicia. En las portezuelas de las carrozas balanceaban las linternas.

Angélica se fue, silueta solitaria, a través de las calles tenebrosas de París. Al salir del Palacio un remolino de gente la había separado de la religiosa. Maquinalmente volvió a tomar el camino del Temple. No pensaba en nada. Sólo aspiraba a volver a su cuarto a inclinarse sobre la cuna de Florimond.

¿Cuánto tiempo duró su marcha vacilante…? Las calles estaban desiertas. Con aquel tiempo espantoso, hasta los malandrines se escondían. Las tabernas estaban poco ruidosas, porque era ya el fin de la noche, y los borrachos que no habían regresado a sus casas roncaban debajo de las mesas o confiaban sus desdichas a alguna moza medio dormida. La nieve cubría la ciudad de un silencio hosco. Al acercarse al recinto fortificado del Temple, Angélica recordó que las puertas deberían estar cerradas, pero oyó el sonar ahogado del reloj de Nuestra Señora de Nazaret y contó cinco campanadas. Dentro de una hora el bailío mandaría abrir. Pasó el puente levadizo y fue a acurrucarse bajo la bóveda de la entrada. Corríanle por el rostro copos de nieve. Afortunadamente el traje de religiosa de gruesa lana, con sus múltiples sayas, su gran toca y su manto con capucha, la habían protegido bien. Pero tenía los pies helados. El niño se agitaba dentro de ella. Se llevó las manos al vientre y lo apretó con ira repentina. ¿Por qué quería vivir este niño cuando Joffrey iba a morir…?

En aquel instante el tapiz movedizo de la nieve se abrió, y una forma monstruosa saltó ágilmente bajo la bóveda, jadeando.

Pasado el primer momento de susto, Angélica reconoció al perro
Sorbona.
Le había apoyado las patas en los hombros y le lamía el rostro. Angélica lo acarició, escrutando la oscuridad donde continuaba la apretada danza de los copos de nieve.
Sorbona
era Desgrez. Desgrez iba a llegar, y con él, la esperanza. Tenía una idea. Le diría lo que era necesario hacer aún para salvar a Joffrey.

Oyó los pasos del joven sobre los tablones del puente. Caminaba con precaución.

—¿Estáis ahí? —preguntó en voz queda.

—Sí.

Se acercó. No lo veía, pero le hablaba tan de cerca que el aroma a tabaco de su aliento le recordó atrozmente los besos de Joff rey.

—Intentaron detenerme cuando salía del Palacio de Justicia.
Sorbona
ha estrangulado a uno de los guardias. He podido huir. El perro, que siguió vuestra pista, me ha traído hasta aquí. Ahora es preciso que desaparezcáis. ¿Habéis comprendido? Ni nombre, ni trámites, ni nada. Si no, os encontrarán en el Sena una mañana como al padre Kircher, y vuestro hijo será dos veces huérfano. En cuanto a mí, había previsto el espantoso desenlace. Me espera un caballo en la puerta de San Martín. Dentro de algunas horas estaré lejos.

Angélica se agarró a la casaca del abogado.

—¿Os marcháis…? ¿Vais a abandonarme?

Desgrez sujetó las delgadas muñecas de Angélica y desprendió sus manos crispadas.

—Lo he jugado todo por vos, y todo lo he perdido, menos el pellejo.

—Pero decidme… Decidme qué puedo hacer aún por mi marido.

—Todo lo que podéis hacer por él… —Vaciló, y después habló precipitadamente—: Id a ver al verdugo y dadle treinta escudos para que lo estrangule antes de la hoguera. Así no sufrirá. Tomad…, treinta escudos.

Angélica sintió que le deslizaba una bolsa en la mano.

Sin añadir palabra, el abogado se alejó. El perro casi vacilaba en seguir a su amo. Volvía hacia Angélica y levantaba hacia ella sus ojos llenos de amistad. Desgrez silbó. El perro enderezó las orejas y desapareció galopando en la noche.

L
Visita al verdugo

El verdugo, maese Aubin, vivía en la plaza de la Picota, en la manzana del mercado de pescados. Tenía que vivir allí y en ninguna otra parte. El título de verdugo de París estipulaba ese detalle desde tiempos inmemoriales. Le pertenecían todas las tiendas y tenduchos de la plaza, que alquilaba a pequeños comerciantes. Además tenía derecho a llevarse de cada puesto del mercado un buen puñado de legumbres o granos, un pez de agua dulce, un pescado de mar y una gavilla de heno. Si las pescaderas eran las reinas del mercado, el verdugo era el señor oculto y maldito.

Angélica fue a su casa al caer la noche. El joven Cordeau la guiaba. Aún en aquella hora tardía el barrio estaba muy animado. Por las calles de los alfareros y queseros Angélica se adentró en aquel barrio característico donde resonaban los pregones extraordinarios de las vendedoras, que, célebres por sus caras rubicundas y su lenguaje pintoresco, formaban un gremio privilegiado. Los perros se peleaban en los arroyos por los sucios desperdicios. Carretas de heno y leña cerraban las calles. Sobre todo ello reinaba el olor de los puestos de pescadería. Humores nauseabundos, procedentes del cercano cementerio de los Santos Inocentes y de sus espantosos osarios, donde se amontonaban desde hacía quinientos años los huesos de los parisienses, se mezclaban a aquellos fuertes olores del pescado, de carnes y de quesos.

La picota se erguía en mitad de la plaza. Era una especie de torrecilla octogonal con techo puntiagudo. La construcción constaba de una planta baja y un piso con altas ventanas ojivales por las cuales podía verse la gran rueda movediza de hierro colocada en el centro de la torre.

Aquella noche estaba expuesto en ella un ladrón, con la cabeza y las manos metidas en los agujeros de la rueda. De cuando en cuando uno de los ayudantes del verdugo la ponía en marcha. Aparecían entonces el rostro amoratado por el frío y las manos colgantes del ladrón pasando de ventana en ventana como el muñeco macabro de un reloj de autómatas. Los haraganes reunidos en la plaza se reían de sus muecas.

—Es Jactante —decían—, el mejor rapabolsas del mercado.

—¡Oh, ahora lo van a conocer bien!

—En cuanto aparezca por aquí, criadas y vendedores gritarán: «¡El rapabolsas!»

—¡Puedes guardarte las tijeras, amigo, que de nada te van a servir!

Había bastante gente en la picota. Pero si se estrujaban en aquel sitio era menos por contemplar al ladrón que para entenderse con dos lacayos que en la planta baja repartían fichas.

—Ved, señora —dijo Cordeau con cierto orgullo—. Son gente que quiere conseguir puesto para la ejecución de mañana. Seguro que no habrá para todo el mundo. Con la insensibilidad inherente a su profesión, que permitiría hacer de él un excelente verdugo, le mostró el aviso que los pregoneros habían dado a conocer aquella mañana en todas las esquinas:

«El señor Aubin, verdugo de la villa y arrabales de París, advierte que alquilará puestos sobre el cadalso, a precio razonable, para ver la hoguera que se prenderá para un brujo mañana en la plaza de Gréve. Los billetes se despacharán en la picota en casa de sus señores ayudantes. Los mismos estarán marcados con una flor de lis, y las fichas con la cruz de San Andrés.»

—¿Queréis que os alquile un puesto si tenéis con qué? —propuso el muchacho con amable solicitud.

—¡No, no! —dijo Angélica horrorizada.

—Sin embargo, tenéis derecho —dijo el otro con filosofía—. Porque sin eso no podréis acercaros, os lo prevengo. Para ver colgar no acude mucha gente; ya están acostumbrados. Pero la hoguera es más rara. Va a haber apreturas. ¡Oh, maese Aubin dice que se le revuelve el estómago por adelantado! No le gusta que haya demasiada gente gritando en derredor. Dice que nunca sabe uno por dónde lo van a tomar. Aquí es, señora. Entrad.

La pieza en que Cordeau la introdujo estaba limpia y bien arreglada. Acababan de encender las candelas. En derredor de la mesa, tres niñitas de cabellos rubios bajo las gorritas de lana, limpiamente vestidas, comían gachas en escudillas de madera. Cerca del hogar, la mujer del verdugo recosía el jubón escarlata de su marido.

—Salud, maestra —dijo el aprendiz—. He traído a esta mujer porque quiere hablar con el patrón.

—Está en el Palacio de Justicia. No tardará. Sentaos, hermosa.

Angélica se sentó en un banco pegado a la pared. La mujer la miraba de reojo, pero no le dirigió preguntas como hubiera hecho cualquier otra comadre. ¡Cuántas mujeres espantadas, madres doloridas, hijas desesperadas, había visto sentarse en aquel banco, llegadas para implorar del verdugo un socorro último, el alivio de los dolores para el ser amado…! ¡Cuántas con las manos llenas de oro o la amenaza en la boca habían entrado en aquella morada apacible, para reclamar del verdugo una suprema e imposible complicidad de evasión!

La mujer callaba o por indiferencia o por compasión, y no se oían más que las risas apagadas de las niñas que hacían rabiar a «Cuerda al Cuello».

Al sentir pasos en el umbral Angélica se levantó a medias. Pero no era aún el que esperaba. El recién venido era un sacerdote joven que antes de entrar restregó cuidadosamente sus zapatones embarrados.

—¿No está maese Aubin?

—No tardará. Entrad, señor abate, y acercaos a la lumbre, si os place.

—Sois muy amable, señora. Soy un sacerdote de la Misión, y me han designado para asistir al condenado de mañana. He venido a ver a maese Aubin para presentarle mi credencial, firmada por el señor teniente de policía, y pedirle que me deje entrar a ver a ese desdichado. Una noche de oración no está de más para prepararse a morir.

—Claro está —dijo la verduga—. Sentaos, señor abate. Y tú, «Cuerda al Cuello», echa leña a la lumbre. Dejó a un lado la labor y tomó la rueca.

—Tenéis valor —dijo—. ¿No os da miedo un brujo?

—Todas las criaturas de Dios, hasta las más culpables, merecen que uno se incline con piedad hacia ellas cuando les llega la hora de la muerte. Pero este hombre no es culpable. Es inocente del crimen espantoso de que se le acusa.

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
13.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fearless by Douglas, Cheryl
In the Silks by Lisa Wilde
TogetherinCyn by Jennifer Kacey