Read La oscuridad más allá de las estrellas Online
Authors: Frank M. Robinson
Tags: #Ciencia Ficción
—A los niños. —Dio un sorbo de su taza y se relajó aún más—. Y a sus padres. Observo cómo funcionan los genes de generación en generación, no sólo en la forma de los huesos o en el color de los ojos, sino también en sus acciones. Observo a los niños cuando se enfurecen o cuando se ríen y sé que estoy observando también a sus padres y abuelos. Si observas el tiempo suficiente, sabes quién se apareó con quién... no es tan difícil.
Mi respeto por ella se estaba convirtiendo en asombro, y así lo dije. Sonrió:
—Todo el mundo puede hacerlo, Gorrión. Sólo que soy la única que se toma la molestia de hacerlo.
—Nadie sabe quién es su padre —dije—. ¿Por qué?
—No se puede ocultar la maternidad, Gorrión, por eso las genealogías de a bordo son matrilineales. Pero no hay ninguna forma fácil de determinar el padre.
Vació su taza y dejó que flotara hasta el mamparo, donde quedó pegada.
—La vida es algo muy escaso y valioso en este universo. También es escasa y valiosa a bordo de esta nave. La masa está limitada, así que nadie puede tener un niño hasta que la comida no esté asegurada. Eso normalmente significa que alguien tiene que morir para que pueda nacer un niño.
Se inclinó hacia delante, con los ojos resplandecientes a la suave luz del compartimento.
—Piensa en ello, Gorrión... ¡la creación de vida! Tanto para los hombres como para las mujeres, el nacimiento de un niño es un milagro. También es un acto de orgullo y de posesión, especialmente para el hombre. Así que el dejar embarazada a una mujer no se restringe a un solo hombre. Como nadie sabe quién es el padre, un niño cualquiera es hijo de todos.
Sus palabras fueron una revelación. Era demasiado joven para haberme percatado de lo que significaba para una mujer el tener un hijo... o para un hombre ser el padre de uno.
—¿Cómo se elige a la mujer?
—Normalmente por sorteo. A veces por decisión del Capitán.
—¿Y el... padre? ¿Cuántos hombres tienen oportunidad de dejarla embarazada?
—No menos de tres. A veces hasta una docena.
Me pareció un acto de barbarie, y luego me di cuenta de que carecía de base para comparar. Julda leyó mi expresión con desaprobación.
—Es una ceremonia, Gorrión. Probablemente la ceremonia más conmovedora en la que tomarás parte jamás.
El honor de la paternidad quedaría diluido. De igual manera quedarían diluidos sus sentimientos posesivos sobre la mujer o el niño. Las relaciones a largo plazo no quedarían basadas en los lazos de sangre, al menos desde el punto de vista del hombre.
—Las genealogías —dije con incomodidad—, ¿no están todas en el ordenador?
—Para algunas coasa —dijo enfáticamente—, el ordenador no es... fiable.
—¿Nadie llega a saber jamás quién es su padre? —volví a preguntar.
—No el biológico —dijo con un encogimiento de hombros—, aunque a veces es evidente. Pero todo el mundo tiene que sentir que ha tenido la oportunidad de crear vida, todo el mundo debe sentir que ha hecho de Dios al menos una vez.
Recordé lo que había dicho antes acerca de los genes.
—Pero
tú
lo sabes —dije—. Tú siempre lo sabes.
—Observo a la gente, Gorrión, eso es todo.
—Mi padre...
—¿El biológico? —Hizo un gesto de ignorancia—. No lo sé, Gorrión. Y aunque lo supiera, no te ayudaría a recordar tu pasado. Sin embargo, es importante que te esfuerces por averiguarlo. El proceso mismo de intentarlo te ayudará.
—¿Y Laertes? Cuervo y Tibaldo me dijeron que... mostró interés.
—Un montón de tripulantes mostraron interés, Gorrión.
Por alguna razón, eso no me consoló.
—Cuervo dijo que mi madre murió joven. Laertes debió ser muy importante para mí. —Me había obcecado con Laertes: si Nerisa había muerto cuando yo era muy joven, entonces Laertes debió ser la persona más importante de mi vida. Lo que no le había dicho a Julda, aunque creo que lo sabía, es que necesitaba desesperadamente un padre, quería a alguien que me considerara suyo y que yo considerara mío.
—Tienes los medios, Gorrión —suspiró Julda—. ¿Por qué no los usas? Encuentra tus propias respuestas y quizás tendrán algo de relevancia para ti. Si respondiera a todas tus preguntas, sólo tendrías más preguntas que hacerme.
Era una reprimenda, pero una que me merecía.
—La nave —dije—. ¿La vida a bordo siempre ha sido igual?
Me dedicó una mirada intensa.
—¿Quieres decir si cambia de generación en generación? No, Gorrión, siempre es igual. La vida permaneció inalterable en el antiguo Egipto durante cientos de años y lo mismo ocurrió en los shtetls
[3]
de Rusia. El cambio procede del exterior, rara vez del interior. Y creo que cuando tuvo lugar el Lanzamiento, se aseguraron de que nada cambiara jamás a bordo de la nave.
No comprendí aquello, y quise hacer más preguntas, pero sus ojos habían perdido el brillo y encorvó los hombros, adpotando otra vez la pose de pequeña matrona. Era hora de irme.
—Gracias por tu tiempo —dije formalmente. Me volví y casi choqué con Bisbita que atravesaba en ese momento la pantalla de intimidad con varios manojos de hierbas en la mano. Parecía sorprendida y empezó a recular.
—No te vayas —dije—. Ya me marcho. —Y entonces me quedé mirándola con atención y luego miré a Julda—. ¿Tu hija? —dije. No me creía que hubiera pasado por alto el parecido antes.
—Has usado tus ojos —dijo Julda con tono de aprobación.
Bisbita flotó hacia su madre y el retrato de familia estuvo completo. No podía estar seguro de quién era su padre, pero creí ver rastros de Noé en ella. Entonces recordé la enfermería y los muchos períodos de sueño que pasó sentada a mi lado, velándome, y sus esfuerzos para que me recobrara.
—Debí darte las gracias hace mucho —dije.
Pareció avergonzada.
—Hice poca cosa, Gorrión.
Me acerqué a ella y la besé suavemente en la mejill.a
—Entonces te agradezco esa poca cosa —dije y me deslicé al pasillo. Era mi primera disculpa, pero sabía que no sería la última y estaba muy orgulloso de mí mismo por haberla hecho. Bisbita era amable, de espíritu generoso y era bonita. Podía entender la adoración que sentía Cuervo por ella.
Pasaron varios períodos de sueño y cada vez era más consciente, a veces de forma dolorosa, de que dormía solo. Como la mayoría de los jóvenes, encontraba escapatoria en mis sueños. A veces soñaba con Bisbita, sintiéndome tan culpable cuando despertaba que la evitaba durante varios períodos enteros. Un período me desperté sudando y me di cuenta, escandalizado, de que había estado soñando con Ofelia. No tenía sentido, aunque me ruborizaba cuando la veía en Exploración y tartamudeaba cuando me hacía una pregunta. Me miraba de forma curiosa y tras la conferencia me preguntó qué era lo que me pasaba. Le aseguré que nada en absoluto, y al instante siguiente demostré que mentía huyendo de ella por el pasillo.
Pero la mayor parte del tiempo soñaba con Agachadiza, en situaciones y posiciones que estaba seguro que nadie había pensado antes. La observaba en las representaciones y encontraba excusas para ir a visitarla a la cubierta hangar. En aquellos momentos, estaba seguro de que ella no sabía el motivo; más tarde descubriría que a los diecisiete años yo era emocionalmente mucho más joven que la mayoría de los tripulantes de mi misma edad y Agachadiza era mucho mayor. Finalmente decidí hablar de ello con Tibaldo en uno de los turnos.
—¿Agachadiza? —dijo, incrédulo—. Es algo flacucha. Me temía que nadie se fijara en ella nunca.
—Pues yo sí —dije, ruborizándome de nuevo.
Tibaldo sonrió.
—Hay gustos para todo. ¿Por qué no le pides que duerma contigo?
Tartamudeé diciendo que desde luego ella no tenía interés en mí, que su única reacción posible sería el rechazo. La semisonrisa de Tibaldo se desvaneció.
—Me sigo olvidando de lo tuyo —dijo lentamente—. Gorrión, nadie a bordo de la
Astron
rechaza a nadie la primera vez. Nadie. Y nadie lo pide una segunda vez a menos que estén seguros de que se trata de algo mutuo. —Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas. Era obvio que se trataba de una costumbre de la nave que no sabía cómo explicar.
Hubo un momento de silencio incómodo, roto cuando pregunté:
—Niños, ¿qué pasa con...?
—¿Los anticonceptivos? —Alzó una ceja—. Están en la comida... creía que lo sabías. —Entonces murmuró—: Por supuesto que no lo sabías. —Y finalmente gruñó—: No es sano que la gente sea un misterio para los demás, Gorrión. Vivimos demasiado apretujados. —Se encogió de hombros—. Es algo muy sencillo. No conozco a nadie al que le sea un problema.
Pero resultó que para
mí
sí era un problema. Finalmente conseguí tartamudear mi petición a Agachadiza, que no pareció especialmente alegre ni deprimida ante la idea. Vino a mi compartimento ese período de sueño e hice con ella lo que creía que era el amor, y luego pasé el resto del tiempo disculpándome. Físicamente, Agachadiza ya no era un misterio, pero el amor en sí seguía siéndolo. No tenía ni idea de cómo podía estar tan cerca de Agachadiza y al mismo tiempo tan lejos.
Fui a la cubierta hangar con tanta frecuencia como antes para observarla en las representaciones y para mi sorpresa descubrí que todavía había algo que quería de ella. Lloré cuando murió como Julieta, me entusiasmó su Catalina frente a un plúmbeo Cuervo como Rey, y la encontré irresistible como la grácil y vivaz Rosalinda fingiendo ser un muchacho.
Había algo más en Agachadiza que simplemente huesos unidos por poca piel y una pelambrera, como solía describirla Tibaldo. Quería desesperadamente descubrir en qué consistía ese «más». Me fascinaba al mismo tiempo que me irritaba: podía ser fríamente pragmática en un momento y salvajemente irracional al siguiente; superior y distante al comienzo de una conversación y cálida y comprensiva al final.
Tampoco me ayudaba el percatarme de que la personalidad de Agachadiza se estabilizaría con el tiempo y que al final me acabaría irritando menos y fascinándome aún más. A los diecisiete, no tenía ganas de esperar tanto.
E
n nuestro puesto, Tibaldo y yo trabajábamos bien juntos, y él solía comentarlo a menudo. También logré una gran compenetración con la terminal. Como me había dicho Tibaldo, su superficie carnosa respondía mejor a un toque delicado que a una presión brusca. A veces incluso me despellejaba las yemas de los dedos de forma que las terminaciones nerviosas estuvieran más cerca de la superficie. Podía hacer que los gráficos y las ecuaciones en el globo de proyección fluyeran con tanta rapidez que no se podían distinguir unas de otras, pero seguía pudiendo detenerlo en el punto deseado para mostrar el gráfico que quería.
Podía hacer que los números bailaran. Nadie más en la división podía.
Un turno, Abel vino con Zorzal pegado a sus talones y me observaron mientras manipulaba la terminal. Cuando hube terminado, Zorzal dijo en tono evasivo:
—Eres muy bueno. Enséñame.
No era una petición, era una orden, y miré en dirección a Tibaldo en busca de su aprobación. Abel no esperó a la aprobación de Tibaldo, sino que me gruñó nerviosamente:
—Hazlo.
Así que le mostré a Zorzal una serie simple de movimientos. Observó mis manos con la misma expresión de concentración que le había visto en Reducción, y luego duplicó mis movimientos sin error. Hice otra serie más complicada.
Esta vez cometió un error y luego se reclinó en la silla del operador con una sonrisita de triunfo.
—Lo único que hace falta es práctica, ¿no es cierto?
—Hace falta algo más que eso —dije rechinando los dientes.
Salió limpiamente del asiento suspendido y me golpeó ligeramente en el hombro.
—No lo creo, Gorrión.
Volvió a sonreír cuando se iba y esta vez leí su expresión sin dificultad. Éramos competidores, él y yo, aunque no tenía ni idea de en qué, ni sabía cuál podría ser el premio para el ganador.
Pasaron una docena de períodos antes de que Tibaldo volviera a mencionar sus aventuras. Para entonces, las aceptaba como lo que eran: recuerdos de cosas que no había visto del todo; e hice todo lo posible para cribar los hechos de las fantasías. Antes me había quedado boquiabierto de asombro pero ahora, gracias a Ofelia, tenía cada vez más dudas... y me odiaba por tenerlas.
Estábamos a solas y Tibaldo se sentó en la silla suspendida del cuartel general, esforzándose para que su pierna mutilada quedara libre de la red de sujeción. Sacó su pipa y puso en marcha el extractor.
—Te he contado los primeros aterrizajes en los que estuve, ¿no?
—Vuelve a contármelo —le animé. Los nombres de los planetas cambiaban a cada relato y ya no estaba seguro de cuáles
eran
sus primeros aterrizajes.
—Eran Alfa y Omega, planetas gemelos en el sistema Tau —comenzó—. Eran planetas muertos, sin lunas y sin actividad tectónica, helados hasta el núcleo. No teníamos esperanzas de encontrar vida en ellos, sabíamos que esos planetas jamás habrían sido cuna de la vida. Alfa era una exploración de rigor, todo cenizas, piedra volcánica y hielo. Omega era más interesante... mucho más interesante.
Una vez más, estaba embelesado ante sus historias.
—Omega estaba tan muerto como Alfa, por supuesto. Pero encontramos el rastro de
algo
que alguna vez se perdió allí. Nos tropezamos con enormes losas de piedra que formaban un enorme cobertizo... se podían ver las marcas en el precipicio cercano donde las habían cortado. Y había un rastro en la superficie de piedra pómez donde algo enorme se había arrastrado hacia el cobertizo en busca de refugio. El rastro había quedado casi destruido por pequeños cráteres: algo había disparado a la criatura y la había herido.