La oscuridad más allá de las estrellas (18 page)

Read La oscuridad más allá de las estrellas Online

Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
11.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Sabes cómo funciona? —Puse cara de confusión y él me explicó pacientemente—: La nave es una máquina, Gorrión. No sabes cómo funciona si lo único que sabes es cómo funcionan algunas piezas.

Tenía la misma expresión en la cara que le había visto en Reducción y cuando estaba usando la terminal. No tenía nada que ver con emociones como el ansia, la furia, la alegría o la satisfacción. Era la expresión de un hombre que quería saber más de lo que sabía, que siempre querría conocer más de lo que conocía, e indicaba una actitud que llegaría a admirar más que todo lo demás.

Pero en aquel momento malinterpreté sus palabras.

—No quiero saber cómo funciona Reducción —dije.

—Y no iba a enseñártelo... no por ahora —contestó con una sonrisa taimada que era tanto un ofrecimiento como un desafío.

Conocía mi trabajo, y lo conocía bien, pero no sabía gran cosa fuera de él; jamás había pensado en la nave como un único mecanismo.

Fue Zorzal el que me enseñó ese mecanismo, describiéndome cómo los enormes motores de fusió en Ingeniería estaban vinculados a la matriz de memoria del ordenador biotecnológico de la
Astron
. Luego me explicó la fragilidad inherente de éste. Era algo vivo, me explicó, y susceptible de sus propias enfermedades y dolencias. Si sus tuberías selladas se rompían, el fluido de memoria se contaminaría, la red neural moriría, y en poco tiempo la nave se convertiría en un pecio a la deriva.

También me explicó que la
Astron
era en realidad una «nave modular», no un único cilindro sino un conjunto de tres, dos de los cuales hacía mucho que habían sido abandonados. No tenía ni idea de que tantas partes de la
Astron
estuvieran desiertas y abandonadas, que según disminuía la tripulación, ésta se retiraba al cilindro central. Aunque la nave era un sistema cerrado y todo se reciclaba, seguía habiendo pérdidas inevitables. Con el paso de las generaciones, vivir en la
Astron
era como vivir en un globo con una fuga lenta.

No había nada que Zorzal no pareciera saber acerca de la
Astron
, desde las plantas en Hidropónica hasta los extractores de vacío y los sistemas de reciclaje que permitían que el aire siguiera siendo respirable, si bien no estaba libre por completo del hedor de la tripulación Su sed de conocimientos era una parte de la personalidad de Zorzal que nunca había visto antes. O quizá se trataba de una personalidad completamente diferente.

Bajo esa nueva luz, sentí un nuevo respeto por él acompañado de una nueva admiración. De vez en cuando, tenía un vislumbre de lo que sucedía realmente, pero estaba demasiado absorto en mi propia ansia de aprender. Zorzal me enseñaba sus tesoros personales, y me sentía cada vez más en deuda con él.

Me preguntaba cómo era posible que lo hubiera juzgado tan mal.

Una vez, Ofelia me acorraló y me dijo:

—No tienes niguna utilidad para Zorzal, Gorrión. Ten cuidado. —Cuando me volví hosco y no respondí, se encogió de hombros y me dijo—: Dios, pero qué idiota eres. —Y se alejó flotando. Cuervo y Gavia fueron los siguientes en intentar razonar conmigo.

—No te hará ningún bien, Gorrión —me advirtió Cuervo.

—¿Y tú qué sabes? —grité—. Todos vosotros os pusisteis en su contra hace mucho tiempo, nunca le disteis una oportunidad.

—Nunca nos dio una a nosotros —dijo Gavia en tono seco.

—No miente —dije acaloradamente.

—No con palabras, Gorrión.

No supe qué quería decir y me di la vuelta. A mi espalda, Cuero murmuró:

—Ten cuidado, Gorrión. Es uno de los Innumerables... va en contra de las costumbres de la nave.

Nunca le pregunté qué quería decir con eso y jamás me percaté de loque era obvio para Cuervo, Ofelia y todos los demás. Envidiaba la inteligencia de Zorzal y también le envidiaba sus otros dones. Me apartaba de mi camino para ir a verlo mientras se ejercitaba en el gimnasio, y admirar el movimiento de los músculos bajo la piel delgada como pergamino. Cuando volaba por los pasillos, sus movimientos eran fluidos y precisos, la señal de un hombre que sabía exactamente dónde estaba en el espacio en cada momento. Era grácil, más que ningún otro a bordo.

En resumen, me cegaban su brillantez, su belleza física y lo que había llegado a considerar su generosidad. Lo que nunca hubiera creído, y lo que nadie podía haberme contado, es que estaba siendo seducido y que toda la nave era testigo de ello. Debería haberlo adivinado, por supuesto; los celos de Garza deberían haber sido advertencia suficiente.

A lo que me aferraría más tarde es que nunca me abrí a Zorzal de la manera en que me abrí a Cuervo, ni bromeaba ni compartía cotilleos con él. Y mientras que durante la mayor parte del tiempo que pasaba con Cuervo estaba relajado, jamás lo estuve con Zorzal. A veces intentaba hablarle de mis recuerdos perdidos y lo que significaban para mí, pero nunca me daba ánimos para hablar de ello y sabía que le estaba aburriendo.

A su vez, rara vez hablaba de sí mismo. Pero me sorprendió muchísimo cuando finalmente me contó que el Capitán «había mostrado interés» en él. Una vez que Zorzal me contó aquello, debería haber anticipado la invitación a comer con él y el Capitán. Zorzal ocultó sus sentimientos de autoimportancia, pero yo estaba apropiadamente impresionado y, por supuesto, apropiadamente agradecido.

No se lo conté a nadie más, sino que aparecí antes de la hora en el puente, y le conté al guardia que estaba esperando a Zorzal. Abel se fue justo antes de que llegara Zorzal, con las comisuras de la boca fruncidas hacia abajo al verme, y su saludo formal y agrio. Entonces llegó Zorzal y nos impulsamos a través del área del puente hacia el compartimento anexo, las cámaras privadas del Capitán.

El Capitán estaba al lado de una enorme portilla, contemplando las estrellas que había más allá, con una mano tocando ligeramente el cristal y la otra a la espalda. Me pregunté si no sería una pose para impresionarme, pero cuando nos fuimos, volvió a adoptarla. Sabía que jamás podría ver el Exterior de la forma en que lo veía él, y le envidié por ello.

Su saludo a Zorzal fue informal, un gesto con la cabeza, el que me dedicó a mí algo menos. Me tendió la mano y se la estreché, formalmente, luego eché un vistazo al compartimento mientras el capitán hablaba con Zorzal. Había cuadros en los mamparos, junto a intrincados tapices de cables y sillas cómodamente acolchadas; un escritorio y una mesa de comedor ocupaban el centro. Cuando las examiné de cerca, descubrí que las imágenes eran desiertos, bosques y valles en un planeta que sólo el Capitán recordaba de primera mano.

Me llegó un murmullo de conversaciones de algún lugar detrás de mí y me di la vuelta, sobresaltado. Creía que éramos los únicos. Donde los mamparos se unían al techo, había una hilera de pantallas, docenas de ellas, que mostraban escenas de los interiores de los compartimentos con tripulantes comiendo y durmiendo, y pasillos con diminutas figuras que se dirigían flotando a sus puestos en Hidropónica e Ingeniería.

Me preocupó que el Capitán pudira mirar cualquier área de la
Astron
cuando quisiera, que mientras las pantallas de intimidad nos daban intimidad entre nosotros, no había intimidad alguna cuando se trataba de él. Había visto los monitores esparcidos por la nave, pero nadie me había dicho que se trataban de los ojos y oídos del Capitán.

—No pongas esa cara de preocupación, Gorrión... los monitores son una medida de precaución. Rara vez me dedico a mirarlos.

Hizo un gesto en dirección a la mesa y Zorzal y yo flotamos hasta ésta. Un tripulante de rostro pétreo, Escalus, nos sirvió la comida en silencio, y luego montó guardia justo por fuera de la escotilla que conducía al dormitorio. Mantuvo el ojo puesto en nosotros mientras comíamos, por lo que deduje que Escalus era tanto guardián como sirviente.

La comida tenía buen aspecto y era sabrosa, aunque no era mejor que las que había compartido con Noé y Julda, o las que Bisbita servía en el comedor de la división. De hecho, estaba un poco por debajo de esa última, la única indicación de que el Capitán no estaba al tanto de
todo
lo que ocurría a bordo.

—Dice Tibaldo que te has vuelto muy competente con la terminal.

Esta vez no era tan ingenuo. Iba a ser una partida de ajedrez verbal, y tenía la impresión de que el Capitán era mejor jugador que Noé.

—Zorzal también aprende rápido —dije.

El Capitán pareció medianamente sorprendido. Zorzal me dedicó una mirada acerada y me di cuenta demasiado tarde de que eso era algo que no quería que supiera el Capitán. Otro bocado de comida y entonces:

—¿Y qué más ocurre en tu vida, Gorrión?

Supuse que quería que le diese detalles sobre el motín, pero esquivé la oportunidad.

—Tibaldo me ha contado cosas sobre sus aterrizajes. —Me di cuenta al instante de que había cometido un error.

—¿Oh? ¿Y qué te ha contado?

—Me ha contado sus encuentros con alienígenas... sus casiencuentros.

Hubo un repentino silencio, casi absoluto excepto por los leves ruidos que hacíamos al comer. Zorzal estaba concentrado en su plato, pero el Capitán apartó el suyo de sí y se reclinó hacia atrás en la silla, sus ojos oscuros llenos de curiosidad.

—¿Por qué dices «casiencuentros»?

—Porque nadie más los vio —dije a la defensiva.

Su sonrisa se tensó.

—Quizá es que nadie más los estaba buscando. —Se salió de la silla suspendida y se impulsó hacia la portilla de una patada, haciéndome señas para que lo siguiera. Ante la portilla, volvió a ponerme la mano en el hombro, como en aquella otra ocasión y me sentí como si estuviera otra vez en el puente.

—No todo el mundo cree en nuestra misión, Gorrión, lo sé. —Me tensé, y luego me maldije, sabiendo que leía mis reacciones con su mano con tanta facilidad como yo podía leer la terminal usando la mía.

—Relájate, Gorrión, ya sé sus nombres.

Lo dijo con la nota justa de dolor en la voz, herido porque no todo el mundo compartiera su visión. No dije nada y me di cuenta demasiado tarde de que mi silencio le decía lo que quería saber: que yo también había dejado de creer.

—Todavía no hemos encontrado vida, Gorrión, aunque los informes de Tibaldo son esperanzadores. Sé que hay miembros de la tripulación que te han dicho lo contrario, Gorrión. Tengo curiosidad por saber qué te han dicho.

Examiné su rostro, pero sólo vi una sincera curiosidad. No quería decir nada de nada, pero ésa había sido su jugada de apertura y no podía quedarme allí callado.

—Que han sido cien generaciones, mil quinientos planetas y que no hemos encontrado nada —dije con voz temblorosa.

—Mil quinientos planetas... —sonrió—. Tantos... —Contempló las estrellas durante un largo momento y luego dijo—: ¿Y cuántos planetas supones que hay ahí fuera, Gorrión? ¿Quieres hacer una suposición?

—Millones —dije débilmente.

—Más bien decenas de millones, diría yo. ¿Y las probabilidades de que haya vida, Gorrión? ¿Qué te dijeron tus amigos al respecto?

Intenté desesperadamente que mi voz desapareciera por completo.

—Que no es muy probable.

Volvió a sonreír, pero sin ningún rastro de humor.

—No sabía que tuviéramos tantos científicos a bordo.

Señaló con la mano al exterior y recordé cómo me había hecho sentir importante en el puente y cómo me comunicó su propósito y su misión. Sospeché que sabía que ya no sentía las cosas de esa manera. Pero lo que no sabía era lo mucho que lamentaba el no sentirlas así.

—He vivido demasiado tiempo, Gorrión. He visto explotar estrellas y llenar el vacío con una luz tan brillante que cegaron todas las pantallas de la nave y he contemplado cómo quedaban reducidas a cenizas ennegrecidas... estrellas cuya muerte era tan breve como la de cualquier persona a bordo. He explorado planetas donde soles rojos ocupan un tercio del cielo al amanecer. He visto planetas donde las mareas eran de roca fundida, he estado bajo lluvias que duran un centenar de millones de años, y he oído el restallar del relámpago bajo un cielo tan cubierto de nubes que ninguna criatura viva podría ver jamás el cielo.

Sabía que podía sentir mi temblor, pero no importaba. Ya cambiaría de opinión más tarde, eso era algo que también sabía, pero una vez más, hubiera muerto por él. Me hizo girar y me agarró de los hombros con ambas manos mientras me miraba a los ojos, leyendo lo que me pasaba por la mente con tanta facilidad como si leyera un libro.

—La galaxia es enorme más allá de lo imaginable, Gorrión. Procedemos de una porción infinitesimal de ella y ni siquiera conocemos todas las leyes que la gobiernan. Al conocer tan poco sobre nuestro propio diminuto rincón, ¿tiene sentido el proponer teorías sobre lo que es posible en el resto de la galaxia? ¿Tiene sentido para ti, Gorrión?

—No, señor —grazné.

Me soltó y miró a Zorzal.

—¿Y qué dices tú, Zorzal? ¿Tiene sentido para ti?

Zorzal negó con la cabeza.

—No, Capitán, no lo tiene. —Se las arregló para decirlo sin parecer servil y me pregunté si lo creía de verdad o simplemente era mejor actor que yo.

—¿Qué más te contaron, Gorrión? —Su ánimo se había vuelto sombrío y sentí un alfilerazo de miedo.

—Que quiere llevar la
Astron
a la Oscuridad.

—¿Y?

—Que no tenemos ninguna posibilidad de sobrevivir.

—¿Y tú qué crees, Gorrión?

Durante un instante, tuve la sensación de que no me estaba haciendo la pregunta a mí, sino a otra persona. Y que esa pregunta ya se la había hecho muchas veces antes.

—No soy quién para juzgar, señor.

Frunció el ceño.

—No te pregunto por las opiniones de otros. Te pregunto por la tuya.

Inhalé profundamente.

—La
Astron
se cae a pedazos. No creo que la nave pueda lograrlo.

Esperé que el techo se desplomara y que los mamparos se colapsaran, pero en vez de eso, el Capitán se volvió hacia la portilla y una vez más me puso el brazo sobre los hombros.

—¿Te suena el nombre de Magallanes, Gorrión? Zarpó desde un país llamado España, allá en la Tierra, hace siglos, con la esperanza de circunnavegar el mundo. Tenía cinco barcos con griestas en el casco y un par de centenares de hombres. Algunas de sus naves naufragaron y algunos de sus hombres murieron, pero tres años después uno de sus buques regresó a España. Había cumplido su misión, había demostrado que la Tierra era redonda.

Other books

Apparition by C.L. Scholey
Forsaken by Bec Botefuhr
Dead Low Tide by Eddie Jones
Will Eisner by Michael Schumacher
Family Affair by Saxon Bennett
Moonlight Secrets by R.L. Stine