—Siempre ha sido así. Los hombres somos codiciosos, esposa mía, y anhelamos atesorar más riquezas, más honores, más posesiones. La ambición es la palanca que nos mueve.
—Algunos hombres creen en la fuerza del espíritu.
—Los espíritus no mueven el mundo.
—¿Ni siquiera los de Roma?
—Roma creció y se hizo grande como una república, una forma de gobierno ajena y extraña a lo que conocemos aquí en Oriente, pero cuando se procuró el dominio de la mitad de la tierra se convirtió en un imperio. Sus primeros emperadores crearon la ficción de que se mantenían las antiguas formas republicanas de gobierno de las que estaban tan orgullosos, y les placía mostrarse en público y hablar ante las masas como si sus personas estuvieran equiparadas a cualquiera de los demás ciudadanos. Pero no eran sino vanas apariencias, pues con el triunfo de Julio César todo cambió: Octavio Augusto, su hijo adoptivo y primero de sus emperadores, fue divinizado y se le erigieron templos y altares; algunos de sus sucesores se proclamaron hijos de los dioses, o dioses mismos en vida, y exigieron que se les rindiera culto en los templos, que se les erigieran estatuas a manera de las divinidades y se les consagraran santuarios propios. Se alteraron sus antiguos modos republicanos de gobierno, pero no sus ansias de expansión militar ni sus deseos de conquistar el mundo. Los romanos estaban decididos a que todo el mundo fuera romano.
—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó Zenobia.
—Yo también he leído algunos libros de historia que me ha recomendado Calínico, y he sacado de ellos mis propias conclusiones. Un gobernante debe conocer el mundo en el que vive. Escúchame con atención: algún día yo desapareceré y mi hijo Hairam será mi sucesor. Cuando eso ocurra tú seguirás aquí; eres mucho más joven que yo y la ley de la Naturaleza impone que yo muera antes. Hairam es un muchacho valeroso y noble, pero carece de inteligencia para el gobierno y se siente demasiado atraído por el lujo y por el modo de vida de los persas. Tras la campaña a Ctesifonte ha decorado su tienda con estatuas, cortinajes dorados y tapices de seda requisados a los persas. Cuando yo falte tú deberás asistirlo en las tareas que caerán sobre él. Por eso quiero que aprendas cuanto sean capaces de enseñarte los mejores maestros que pueda traer a Palmira.
—¿Confías en mí hasta ese extremo?
—Eres muy inteligente, y tienes el valor y la sangre fría necesaria como para que no te tiemble la mano a la hora de adoptar decisiones trascendentes. Has aprendido más en estos dos últimos años que muchos hombres durante toda su vida. Sé que cuando yo ya no esté aquí y Hairam dude ante un problema, tú sabrás aconsejarlo bien.
—¿Estás seguro de que haré como dices?
—Completamente, porque amas Tadmor tanto como yo mismo.
Odenato ordenó a las esclavas que se llevaran a Hereniano e indicó a los eunucos que los dejaran solos. Entonces besó a su esposa y le acarició el cabello. Su rostro, ya de por sí moreno, se había oscurecido todavía más al contacto con el sol y el aire en las cacerías en las montañas del norte y en las expediciones militares. Sus ojos, profundos como la noche más oscura pero luminosos como el sol, brillaban cual perlas negras a la luz dorada de los pebeteros, donde se consumían perfumes de la más delicada mirra, que inundaban de un aroma sutil y elegante la terraza.
Las ávidas manos de Odenato recorrieron el torneado cuerpo de Zenobia, deteniéndose en cada porción de su piel, suave y delicada como la más refinada de las sedas, y volvió a sentirse el más afortunado de los hombres. Aquella noche hicieron el amor y fruto de ese encuentro se produjo un nuevo embarazo de la princesa de las palmeras.
Giorgios recibió la orden de preparar la caballería de inmediato.
—¿Una nueva incursión contra los persas? —le preguntó a Zabdas, sorprendido.
—No; en esta ocasión vamos a combatir contra los romanos —respondió el general—. El emperador Galieno ha pedido a nuestro señor Odenato que acuda con sus tropas al encuentro de dos usurpadores que se han autoproclamado emperadores de Oriente. Se trata de dos idiotas llamados Macrino y Quieto, hijos de un ilustre soldado al que la vejez ha convertido en un imbécil. ¿Los conoces?
—A sus hijos no, pero a Macriano sí. Como general todavía disfruta de gran prestigio entre los legionarios. El mismo se postuló como emperador, apoyado por dos legiones, cuando Galieno asumió el título de augusto. Es un buen soldado, y no creo que sea tan imbécil como supones. Hasta ahora siempre se ha comportado como un fiel soldado de Roma, si se ha levantado contra el hijo de Valeriano y apoya a sus hijos, sus razones tendrá.
—No te gusta Galieno —dedujo Zabdas.
—Lo conozco, y yo diría que no es el mejor de los emperadores posibles. Entre los romanos no goza de prestigio; tiene muchos enemigos en el Senado, en los gobiernos de las provincias y en el mismo ejército. En vez de preocuparse por los graves problemas que agobian al Imperio se dedica a organizar fiestas y banquetes y a lucir una imagen poco digna de un emperador. He oído que se tiñe el pelo de amarillo y que espolvorea oro sobre sus cabellos porque de ese modo se cree más próximo a la imagen de un dios. Un tipo así no es de fiar.
—Pues ahora es nuestro principal aliado.
En ese momento Odenato entró en la sala donde conversaban sus dos generales; lo acompañaba Meonio.
—Disponed todo lo necesario. Saldremos de inmediato hacia Anatolia con diez mil hombres. El emperador Galieno nos ha pedido ayuda para derrotar a dos usurpadores que no reconocen su autoridad. —Aquélla fue la primera ocasión en que denominó con ese título al hijo de Valeriano.
—Mi señor, en el Imperio florecen los candidatos que se autoproclaman emperadores. Además de Macrino y de Quieto, también se han proclamado augustos un tal Valente en la región griega de Acaya, Pisón en la de Tesalia, el general ilirio Aureolo en Panonia, el tribuno Emiliano en Egipto, y continúan su rebeldía Postumo en la Galia occidental y Britania y Tétrico en la Galia oriental. ¿Deberemos luchar contra todos ellos? —Zabdas realizó aquella pregunta con manifiesta ironía, propia de su confianza y amistad con Odenato.
—Galieno me ha pedido que mantengamos la estabilidad en Grecia y Anatolia; del resto del Imperio ya se encargarán sus generales. Teodoto, su fiel lugarteniente, va camino de Egipto para derrocar a ese Emiliano. Ahora se trata de controlar Oriente; Occidente vendrá después.
—Si ocupamos a las mejores tropas de nuestro ejército en esta campaña, dejaremos desprotegida Palmira de un posible contragolpe persa —previno Zabdas.
—¿Qué opinas tú, ateniense?
—Si Sapor se entera de que Palmira ha quedado sin guarnición, y no dudo de que sus espías lo informarán convenientemente, podría tener la tentación de atacar nuestra ciudad para vengar sus derrotas y resarcirse de las pérdidas que le hemos causado. Yo haría eso mismo en su caso —precisó Giorgios.
—Pero Sapor no lo hará. Los agentes que nosotros tenemos infiltrados en su corte nos han informado de que está hundido por las dos derrotas que le hemos infligido. Además, haremos correr el rumor de que la próxima primavera realizaremos una nueva campaña contra Ctesifonte, más contundente y rotunda que las anteriores. Eso lo mantendrá todo el próximo invierno muy ocupado en reforzar las defensas de su reino y tendremos las manos libres para ayudar a Galieno a recuperar su dominio sobre Grecia y Anatolia —comentó Odenato—. Meonio, tú te quedarás en Palmira al frente de la defensa de la ciudad.
—Preferiría acompañarte en esta campaña, primo.
—Alguien de mi confianza debe permanecer aquí por si mis previsiones resultan fallidas y los persas intentaran un ataque sorpresa.
—Está Longino.
—El filósofo no es un soldado. Longino quedará al mando del gobierno de la ciudad, pero tú serás el responsable de su defensa.
Meonio sonrió.
Las tropas de los hijos de Macriano fueron aplastadas por el ataque combinado de la caballería pesada y los arqueros de Palmira con el apoyo de la infantería de dos legiones leales a Galieno. Los inexpertos soldados reclutados a toda prisa en los campos del centro de Anatolia por el viejo general, que intentó hacer valer la autoproclamación de sus dos hijos, no pudieron resistir la acometida de los experimentados legionarios curtidos en las guerras fronterizas del Danubio contra los bárbaros combinada con la contundente carga de los jinetes acorazados dirigidos por Giorgios, cubiertos en sus flancos por los mortíferos arqueros palmirenos.
Tras tres meses de campaña y derrotados los dos usurpadores, ya bien entrado el invierno, regresaron a Palmira; a la vez, recibieron la noticia de que Egipto también había sido reintegrado a los dominios fieles a Galieno. Toda la mitad oriental del Imperio, la más rica y poblada, había sido sometida a la obediencia del hijo de Valeriano, y los usurpadores derrotados en tan sólo seis meses. Ahora le tocaba el turno a las provincias rebeldes en Occidente. Roma parecía comenzar a recuperarse del desastre.
Palmira, verano de 263;
1016 de la fundación de Roma
Pacificada y reintegrada la autoridad de Galieno en la mitad oriental del Imperio y con los sasánidas encastillados en espera de un nuevo ataque, la primavera discurrió de un modo extraordinariamente calmado. Los persas habían recibido un escarmiento de tales proporciones que Sapor, cansado y envejecido, no se atrevió a salir de las murallas de Ctesifonte y, tras algunos momentos de incertidumbre, los comerciantes pudieron organizar sus caravanas con completa seguridad a través de los caminos de Siria. Ni siquiera los bandidos se atrevieron a acosar a los convoyes más humildes.
Palmira volvió a bullir de actividad. Las rutas estaban abiertas y la ciudad del desierto mantuvo su trasiego de gentes y de mercancías entre oriente y occidente. Los mercados se abastecieron con productos de medio mundo y la riqueza de los palmirenos recuperó la bonanza de tiempos de los grandes emperadores Trajano y Adriano.
Zenobia gestó a su segundo hijo con plena tranquilidad. El amuleto de aetita contra los abortos funcionó de nuevo y dio a luz a un segundo niño al que Odenato impuso el nombre de Timolao. Los palmirenos estaban orgullosos de su soberano: había vencido a los persas en cuantas ocasiones se había enfrentado a ellos, había restituido la riqueza de la ciudad y estaba casado con la mujer más bella de Oriente, tal vez de todo el mundo, la cual le había dado dos hijos varones, y, por su juventud y su lozanía, estaba en condiciones de proporcionarle muchos más. Los genios del destino les sonreían.
La mitad de los mercenarios contratados para las campañas contra los sasánidas y contra los usurpadores fueron licenciados y regresaron a sus aldeas en Armenia, en Siria o a los campamentos de sus tribus beduinas en el desierto árabe, todos con una considerable paga en sus bolsas tras haber jurado lealtad eterna a Odenato. Antes de la partida fueron congregados a un gran banquete en la explanada de las afueras de la puerta de Damasco, donde se asaron corderos y bueyes, corrió con abundancia el vino blanco de Grecia y el rojo de Siria y Anatolia y se cantaron canciones de guerra y de victoria.
Zenobia, que había parido a su segundo hijo hacía apenas un mes y ya se encontraba repuesta, se unió a la fiesta como un soldado más.
Giorgios departía con algunos de los comandantes de la caballería, uno de los cuales acababa de vencer en la carrera de caballos que se había celebrado antes del banquete y en la que habían participado los mejores jinetes del ejército palmireno; entre ellos estaban el joven príncipe Hairam, que había sido derrotado, pese a disponer de uno de los mejores caballos, y que alardeaba del ardor en la cama de sus tres esposas persas como un pavo real. Uno de los comandantes le recomendó moderarse, pues ocurría a veces que demasiada práctica podía acarrear impotencia. Hairam le respondió que era joven y que su virilidad era capaz de satisfacer a tres de sus concubinas cada noche, y que, en cualquier caso, si en alguna ocasión desfallecía, sabía de un remedio afrodisíaco infalible. Consistía en tomar un brebaje elaborado con el jugo del guiso de un lagarto escinto mezclado con granos de jaramago, aceite de mirra y pimienta, un preparado también efectivo para otros males, pues aplicado en forma de apósito servía para curar las heridas provocadas por flechas envenenadas. Ante las bravuconadas de Hairam, Meonio sonreía y animaba a su sobrino aplaudiendo todas sus ocurrencias.
Entonces la vio acercarse. Atardecía y el sol del noveno mes del calendario romano teñía de rojo las colinas de Palmira, que parecían esculpidas en fuego. Vestía unos pantalones de seda verde y se ceñía el cuerpo con una faja de seda de color púrpura de la cual colgaban varios engarces de piedras preciosas entre las que destacaba, justo en el centro, a la altura del vientre, un enorme broche en forma de caracol, un regalo de Odenato, la joya más exquisita de las capturadas en el tesoro de Sapor.
—¿Estáis disfrutando de la fiesta? —les preguntó Zenobia.
Los soldados respondieron con afirmaciones, algunos balbuceando ante la presencia de la mujer a la que tanto admiraban.
—Mi señora —tomó la palabra Giorgios—, ha sido un enorme privilegio servir a las órdenes de tu esposo.
—Acompáñame, general.
Zenobia dio unos pasos y se giró hacia Giorgios, que permanecía quieto al lado de sus comandantes.
—¿Acaso te da miedo una débil mujer? —le preguntó.
—No, no, por supuesto que no, señora.
Meonio miró al ateniense conteniendo su ira. Aquel extranjero parecía haberse ganado el favor de Zenobia, mientras él, aspirante en silencio al trono de Palmira, siempre había sido ignorado por la esposa de su primo.
Zenobia esperó a que Giorgios llegara a su lado e iniciaron un paseo hacia las palmeras, ante los ojos celosos de Meonio.
—Háblame de Atenas —le pidió.
—Es la ciudad más brillante del mundo, señora. Sus templos, sus teatros y sus escuelas no tienen igual en ninguna otra ciudad del Imperio, aunque creo que en los últimos tiempos han cerrado algunas debido a la inseguridad provocada por los ataques de los bárbaros y por las penurias económicas, pero Atenas resurgirá de nuevo, cual el Ave Fénix.
—¿Es más hermosa que Palmira?
—En Atenas están la Acrópolis, con sus magníficos templos, el ágora, el gran teatro donde estrenaron sus obras Sófocles, Eurípides y Aristófanes, el inacabado templo de Zeus, la Academia de filosofía que fundara Platón… Pero en Palmira estás tú, mi señora —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—; sólo por eso, creo que Palmira supera a Atenas y a cualquier otra ciudad del mundo.