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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora (23 page)

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora
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Zapatillas negras, el borde de una rica túnica de seda azul, unas pieles negras que brillaban como si poseyeran luz interior… El pescador alzó los ojos y vio con claridad la figura que tenía ante sí.

—¡Oh, pobre desgraciado! —Unos ojos de profundo azul en un rostro que podría haber estado hecho con la más delicada de las porcelanas; el hombre gruñó, convencido de que aquello era una terrible visión, enviada para tentarlo en sus últimos momentos, antes de ser despedazado y devorado. No podía asimilar su juvenil belleza, no podía creer en ella; era un fantasma, tenía que ser forzosamente un fantasma.

Pero la fina mano que le tocó los cabellos era muy real, y un agudo estremecimiento le recorrió desde la nuca toda la columna vertebral. Había soñado con mujeres como aquélla. ¿Se trataba de otro sueño?

—¡Cuánto has sufrido, pobre hombre indefenso! —La voz de Ygorla era como la miel y sus dedos trazaron un complicado dibujo sobre la mejilla derecha del pescador, haciendo que éste se estremeciera instintivamente con un deleite que no podía reprimir. Ella se inclinó, como un ave oscura, y su capa de piel encerró al pescador en pliegues intensamente perfumados—. Ahora no tienes nada que temer. Ahora eres mío.

Una gélida y punzante intuición inundó de terror el cerebro del hombre al escuchar aquellas palabras, pero reacciones más a flor de piel y más poderosas ahogaron la duda. ¡Era tan hermosa! No podía resistirse, no quería resistirse.

—Te quedarás aquí conmigo. Serás mi mascota. —Ahora la voz de Ygorla cambiaba, la dulzura se veía atenuada por algo más que el hombre, confuso y aturdido, no acababa de aprehender. Ansia; pero mezclada con otra emoción, otro deseo.

«Codicia —dijo una parte de él, que todavía retenía la cordura—. Poder.»

—Uhhhh… —Era una protesta inarticulada, pero no era capaz de nada más. El frío, el cansancio y el miedo se estaban combinando en una mezcla irresistible, y cuando ella se inclinó más sobre él y sus blancos dedos comenzaron a jugar con sus cabellos y a tirar de sus ropas y tocarle la piel, el pescador no pudo hacer otra cosa que retorcerse impotente mientras el deseo animal y el pánico ciego pugnaban por imponerse.

—Te guardaré y te tendré y jugaré contigo cuando me apetezca. ¡Puedo enseñarte tantas cosas! —Puso tres dedos bajo su barbilla y lo obligó a levantar la cabeza; le hacía daño, y el pescador gimió al ver aquel rostro hermoso cada vez más cerca, los labios entreabiertos que mostraban unos dientes perfectos y una lengua lista para un beso estremecedor y angustioso…

—¡Hija!

Ygorla se giró con rapidez. Dos peldaños más arriba, envuelto en un aura que pulsaba en un tono carmesí oscuro, se encontraba Narid-na-Gost.

—Padre… —El instinto y una vieja costumbre la hicieron retroceder y ponerse en pie, recogiendo la capa en torno a su cuerpo. Sus mejillas se arrebolaron.

La puerta sobrenatural por la que había llegado el demonio se cerró y desapareció, y él la miró con encendidos ojos carmesíes.

—¿Qué es esto, Ygorla? —inquirió, señalando al pescador humillado, quien se había quedado rígido y lo contemplaba con horror.

Ygorla encogió sus pequeños hombros, pero sus ojos mostraron un destello nervioso.

—Nada importante, padre. Una simple diversión. —Su voz adquirió un tono que era a la vez defensivo y ligeramente suplicante—. Me aburría.

El demonio giró lentamente sobre un pie, y el pescador se encogió cuando los terribles ojos inhumanos parecieron atravesarle el cráneo para mirar su cerebro. Intentó gritar una queja, consciente de que aquello debía de ser una tremenda pesadilla de la que pronto despertaría, pero lo único que su lengua y su garganta pudieron emitir fue un débil gruñido.

—Aburrida —dijo con desprecio Narid-na-Gost, y el aura parpadeó en torno a su silueta deforme—. De manera que desperdicias tus poderes para causar un pequeño desastre con un barco y con esta criatura que se retuerce, ¡sólo para satisfacer un capricho infantil! —Se encaró de nuevo con Ygorla, y su voz estalló con furia—. ¿Es que no has aprendido nada?

—Padre…, no, por favor… —Ygorla retrocedió al ver que el demonio alzaba la mano izquierda.

Algo, que al hombre petrificado le pareció un rayo, saltó en el espacio que separaba a padre e hija; Ygorla gritó, giró sobre sí misma y cayó de rodillas cuando el rayo la alcanzó. Su cabello se alzó alrededor de la cabeza, desprendiendo chispas, y se vieron danzar luces por la crujiente piel de su capa.

—Aaahh… —Su cuerpo se agitó de forma convulsiva, mientras intentaba ponerse en pie. El demonio se colocó ante ella.

—¡Te castigo por tu estupidez! —dijo con furia—. ¡He sido paciente e indulgente, pero no voy a tolerar esto! ¿Crees que te he criado y que te he educado para ver cómo pones en peligro tu destino y el mío con estas lamentables distracciones en las que te complaces? Tormentas y naufragios; ¿cuánto tiempo crees que pasará antes de que el mundo sepa que algo se está tramando? Y, cuando lo sepa el mundo, ¡lo sabrán los dioses! Pero no; ¡tú tenías que desobedecer mi autoridad y practicar juegos para satisfacer tu vanidad! —Se agachó y le cogió con fuerza la barbilla, entre su pulgar y su índice acabados en garras—. ¿Sabes lo que me ha costado envolver esta isla en un velo de secreto? Secreto: ¡ésa debe ser nuestra consigna, Ygorla! ¿De quién es el poder que ha mantenido el secreto? ¿De quién es el poder que ha mantenido en secreto todas nuestras actividades, incluso para el mismo Yandros? ¡Respóndeme!

Lágrimas de dolor corrían por las mejillas de Ygorla; los dientes le rechinaban.

—T… tuyo.

—Mío. Y, si lo vuelves a olvidar, si te atreves a olvidarlo, ¡no seré tan magnánimo una segunda vez!

—Lo s… siento…, lo siento, ¡lo siento!

Además de miedo, había verdadero arrepentimiento, observó Narid-na-Gost, y su tono de voz se hizo más tranquilo.

—Muy bien. La vanidad tiene su lugar, niña, pero de esta manera. ¿Lo comprendes?

Ella hizo un gesto de asentimiento.

—Bien.

De una manera fría e inhumana, la furia del demonio se había evaporado con tanta rapidez como había venido y, poniéndose en pie, contempló al pescador, quien durante todo aquel rato había sido incapaz de moverse, hablar o siquiera de pensar con coherencia. Narid-na-Gost lo señaló despreocupadamente y dijo:

—Mátalo.

La mirada del hombre era desorbitada.

—N… no… —Era un sueño. Tenía que serlo; tenía un ataque de fiebre, no estaba en aquel lugar de locura, sino que yacía enfermo en el saliente por encima del mar, y aquello era una pesadilla. No era real, ¡no podía estar ocurriendo!

Ygorla sorbió por la nariz y dijo con voz vacilante:

—¿No podría quedármelo, padre? Mi mascota…, pensé que podría ser mi mascota.

—Y, si aflojaras tu vigilancia y se escapara, ¿qué ocurriría entonces? —Los ojos de Narid-na-Gost comenzaron a llamear otra vez—. ¿Entonces qué, hija?

—No podría escapar. No tiene forma de abandonar la isla.

—Puede ser… pero no podemos permitirnos ningún riesgo. Ninguno.

Ella inclinó la cabeza.

—Sí, lo comprendo. Perdóname.

—Entonces haz lo que te digo. ¿O es que no tienes estómago para hacerlo?

Ella disimuló su resentimiento rápidamente.

—Lo tengo, padre. Pero no sé si tengo el poder. Un poder así, no lo sé todavía.

—¡Ah! —dijo Narid-na-Gost en voz baja—. De manera que eres lo bastante lista para conocer tus limitaciones. Eso está mejor, me satisface. Muy bien. —Se volvió hacia el pescador, y el cerebro del hombre se paralizó en un rictus de terror total. En su mente, gritaba y babeaba, las palabras se amontonaban unas sobre otras: «No, por favor, haré cualquier cosa, te adoraré seas lo que seas, no, por favor, ten piedad, déjame…».

La incoherente súplica nunca sería pronunciada. Vio la luz carmesí y sintió un fuego desgarrador, y tuvo tiempo de lanzar un loco aullido de agonía antes de que el hilo de su vida fuera cortado.

Ygorla contempló el cadáver carbonizado con una especie de fascinación carente de emociones. Sentía una cierta pena por haber perdido su juguete, pero su padre tenía razón; no podían correr riesgos. Había sido una tonta al pensar lo contrario.

—Ven, hija —dijo el demonio, cogiéndola del brazo—. Ven conmigo. Quiero enseñarte algo.

Ella se apartó del muerto y, al hacerlo, dos formas sombrías se materializaron y se dirigieron con pasos silenciosos hacia los restos. Los felinos demoníacos que había conjurado para atraer a su presa eran poco más que criaturas fantasmales, pero incluso los fantasmas ansían alimento, y sus criaturas se cebarían bien con el cadáver. El pescador ya no significaba nada para Ygorla y, olvidándolo, siguió a su padre y comenzó a subir la inmensa escalinata. Cuando alcanzaron la cima y el gran pórtico cuadrado, Na-rid-na-Gost se detuvo y se volvió para contemplar la isla y el mar.

—Mira a lo lejos —indicó en voz baja—. Dime qué ves.

Ella miró a través de la lluvia.

—El océano.

El demonio soltó una risita y, colocándose detrás de ella, tocó las sienes de Ygorla con los dedos.

—Mira otra vez.

Un estremecimiento sacudió a Ygorla, la sensación de poder que despertaba en lo más profundo de su alma, y de repente la escena que tenía ante sus ojos adquirió una increíble nitidez. Las rocas de la Isla Blanca la deslumbraron; vio a través de la lluvia, a través de las nubes grises hasta donde el sol flotaba en el cielo. Y lejos, muy lejos vio un resplandor blanco que interrumpía el horizonte, reflejando la monótona luz del día como una atalaya.

—La Isla de Verano… —Su voz denotaba asombro y arrobamiento.

—Sí. Mírala bien, hija mía; absorbe la visión. ¿Recuerdas que te dije que un día tendrías un poder que superaría a todos los sueños mortales? Ahí está el centro de ese poder, Ygorla; allí se encuentra el trono de tu futuro reino.

Ella aspiró con fuerza y excitación, sintiendo de nuevo el estremecimiento orgásmico. La Isla de Verano. Era la corona del poderío y majestad humanos, la meta definitiva de los logros mortales.

—Sí, es todo eso y más. —Narid-na-Gost conocía sus pensamientos, y sus labios se abrieron en una sonrisa mortífera y brutal—. Pero para ti no será más que el principio. Se acerca la hora, Ygorla. Cada día que amanece te acerca un paso más a tu destino.

Se apartó, dejándola sola durante unos instantes, mientras sus quedas palabras resonaban en la mente de Ygorla y arraigaban. Vio cómo le temblaban las manos al verse casi vencida por sus sentimientos, y sonrió otra vez, una sonrisa más privada, una sonrisa de satisfacción. Ella estaba muy excitada ante lo que él le había contado, pero sólo le había dicho una pequeña parte de la verdad. El resto —y sobre todo la revelación final— llegaría a su debido tiempo. Pero aún no. Todavía no.

Se adelantó de nuevo y puso las manos sobre los hombros de Ygorla.

—Es hora de tu próxima lección, Ygorla.

Ella se volvió y el demonio se rió por lo bajo, para sus adentros, al ver el ansia y la ambición y el deleite que centelleaban en sus brillantes ojos.

—Sí —dijo ella con ansiedad—. Sí, padre. Muéstrame. ¡Enséñame todo lo que pueda aprender!

La mirada carmesí de Narid-na-Gost ardió de satisfacción. Estaba orgulloso de su hija. No le fallaría. Y, en tiempos venideros, el mundo mortal —y más, mucho más que el mundo mortal— aprendería a temer tanto el nombre de Ygorla como el suyo.

Capítulo XI

I
ncluso Karuth Piadar había olvidado a Ygorla hacía mucho tiempo. Según fueron pasando los años, el misterio de Chaun Meridional se desvaneció en la lejanía y otros temas que exigían su tiempo y atención erosionaron poco a poco su preocupación anterior, hasta que llegó un momento en que incluso el críptico acertijo del elemental no fue más que un recuerdo vago que pocas veces le venía a la memoria.

Había muchas otras preocupaciones que llenaban su tiempo. Poco después de cumplir los 32 años —y como todo el mundo esperaba en el Círculo— pasó las pruebas que la elevaban al quinto rango entre los adeptos. Y un mes más tarde recibió una distinción más seglar, pero que, como decían en broma su padre y su hermano, seguramente significaba para ella más que cualquier galardón del Círculo. El gremio de la Academia de Músicos le otorgó el título de Maestra de las Artes Musicales.

A pesar de las bromas, Chiro estaba inmensamente orgulloso del logro de su hija, porque sabía cuánto significaba la música para Karuth y sabía, también, que en ocasiones ella sentía una profunda frustración al disponer de tan escaso tiempo libre para practicar. Chiro era lo bastante ducho en aquellas lides para saber que el nombramiento ocultaba un cierto grado de maniobra política, puesto que el gremio era plenamente consciente de que, honrando a su hija, se ganarían el favor del Sumo Iniciado; aun así, el galardón era bien merecido. Chiro también esperaba que la nueva posición de Karuth en el gremio podría ayudar a convencerla para que dedicara algo más de tiempo a sus intereses particulares y un poco menos a sus obligaciones en el Castillo que, en su opinión, se tomaba demasiado en serio. Ninguno de sus hijos se había casado todavía. En el caso de Tirand, eso estaba bien, puesto que se esperaba del hijo y heredero del Sumo Iniciado que se dedicara exclusivamente a prepararse para el cargo que algún día heredaría. Cuando llegara el momento adecuado, sería un buen partido; hasta entonces no había por qué preocuparse. Pero Karuth era otro asunto. Para empezar, era cinco años mayor que su hermano, y, mientras que un hombre podía incluso esperar a estar en mitad de su vida antes de encontrar una esposa, para una mujer, según creía Chiro, el tema era totalmente distinto. Lo que más lo inquietaba era la sensación de que Karuth no tenía intención de contraer matrimonio ni ahora ni en el futuro. La idea intranquilizaba a Chiro, que quería, por encima de todo, que ella fuera feliz. Y, aunque ella nunca lo admitiría y ni siquiera querría discutirlo, Chiro tenía la clara sensación de que, a veces, la soltería era algo que Karuth lamentaba profundamente.

Pero el asunto siguió sin ser aireado y Karuth continuó cumpliendo sus deberes con la misma dedicación de siempre. Calvi Alacar, que había regresado a casa, a la Isla de Verano, durante un año, regresó a la primavera siguiente, con la piel morena y el cabello rubio por los efectos del sol meridional, y casi tres centímetros más alto. Tenía veinte años y, de ser un adolescente torpón, se estaba convirtiendo en un atractivo joven, delgado y enjuto; también ganaba confianza en sí mismo y en modesto encanto, y su nivel de logros en los estudios que había escogido justificaba plenamente la confianza que Tirand había depositado en él al principio. La vida en el Castillo era tranquila y agradable.

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