Narid-na-Gost salió de la boca del túnel y, agradecido, aspiró hondo el aire de la atmósfera más limpia del exterior. Los siete señores de aquel mundo habían escogido, por el momento, crear un paisaje colosal de llanuras verdes y ámbar, sobre las que discurrían finos jirones de nubes en un cielo púrpura. Una única estrella negra flotaba pulsante en el horizonte, enmarcada por géiseres en erupción que, dado que la perspectiva se convertía en una broma debido a la tremenda dimensión del terreno, podrían encontrarse a uno o a mil kilómetros de distancia del punto donde se encontraba el demonio. Oyó chisporrotear energía en alguna parte, seguida por un aullido agudo, extraño y estremecedor cuando algo cantó en respuesta, y miró instintivamente por encima del hombro. Pero no había nada interesante que ver, y tras unos instantes comenzó a descender la ladera de la colina en la que había salido a la superficie.
Resultaba interesante que entre el panorama siempre cambiante y siempre en movimiento del mundo que habían creado, los dioses hubieran tenido la poca imaginación de dar estabilidad a sólo un pequeño número de lugares muy precisos. Siete señales que nunca alteraban su forma; era una indicación de lo más evidente de que aquellos lugares tenían un significado especial. ¿Es que los señores del Caos tenían tal fe en su invulnerabilidad que nunca se les había ocurrido la posibilidad de que otras mentes reconocieran y sondearan su secreto? ¿Nunca habían pensado que el enemigo podía acechar dentro de sus muros, además de fuera de ellos? Narid-na-Gost se llevó un dedo a la boca para reprimir la risa y se preguntó qué habría dicho Aeoris del Orden si hubiera sabido de la imprudencia de sus adversarios. Yandros y sus hermanos, que se decían dioses, que se consideraban amos de Narid-na-Gost y de todos los de su raza, eran estúpidos. Estúpidos cortos de miras y pagados de sí mismos.
Estaba andando hacia el espejismo de un castillo de muchas torres que brillaba a cierta distancia cuando escuchó el aire agitarse a sus espaldas, anunciando que algo se aproximaba. Al volverse, vio un carro volador que se acercaba a toda velocidad, tirado por cinco enormes caballos negros con cuellos de serpiente y crines llameantes. El carro tenía una única ocupante, que sostenía un halcón de plata en su muñeca; por un instante, su penetrante mirada ambarina se encontró con la de Narid-na-Gost, quien la reconoció de inmediato. Se arrodilló, humillándose, y sintió la intensidad de su mirada mientras el carro pasaba de largo. Era la amante de Tarod, la mujer humana a quien Yandros había elevado de la mortalidad a un trono de grandeza al que no tenía ningún derecho. El demonio volvió a sentir la punzada interior del desprecio y los celos. Sin duda, ella iba a distraerse cazando las criaturas creadas por su propia imaginación. Otro pasatiempo sin sentido, mientras que el mundo mortal seguía su camino sin tropiezos y olvidaba el temor al poder del Caos. Se sintió asqueado, y se volvió para escupir. Un sapo de color amarillo y carmesí surgió allí donde cayó el escupitajo e intentó alejarse, pero se desintegró cuando el demonio consiguió controlar su momentánea ira. Paciencia, se dijo a sí mismo, paciencia. Había aprendido bien la lección con el paso de los años; podía aplicarla por un poco más de tiempo. Sólo un poco más. Y entonces no sólo el Caos, sino todos los mundos de dioses y hombres verían un cambio que debería haber ocurrido hacía tiempo.
P
ermaneció agachada largo tiempo junto al borde del pozo, antes de conseguir calmar sus alterados nervios y deslizarse en el agua. Estaba fría y, cuando se dejó sumergir, se cerró sobre ella como seda oscura, cubriéndole las patas, el cuerpo, los brazos y finalmente la cabeza, y la hundió en una cambiante oscuridad.
Tardó unos momentos en acostumbrarse a la extrañeza de estar bajo la superficie y encontró un inesperado placer al pasar desde una existencia terrestre a aquel mundo acuático y tridimensional, donde podía moverse en la dirección que quisiera con una lánguida facilidad que, para ella, resultaba incluso elegante. Contrariamente a lo que había temido, el pozo no era del todo oscuro. Un poco de luz se filtraba desde la caverna, y había otro resplandor, débil pero tranquilizador: un brillo fosforescente que parecía llegarle de algún lugar muy, muy abajo.
Esperó durante un rato y luego, cuando nada acudió a investigar su presencia o a desafiarla y acusarla de que no tenía derecho a estar allí, su confianza comenzó a afianzarse. Experimentando su nueva libertad, giró y pateó con fuerza hacia abajo. Instintivamente, su cola completó el movimiento, sorprendiéndola y deleitándola con el ímpetu que dio a su cuerpo, y se sumergió más, dejando que el distante resplandor la guiara y aprendiendo con rapidez los movimientos culebreantes y de pez que la impulsaban hacia abajo con un mínimo esfuerzo.
A pesar de sus errores iniciales, empezaba a divertirse. Aunque las instrucciones de Narid-na-Gost estaban firmemente grabadas en su mente, fue capaz por el momento de dejarlas a un lado y concentrarse únicamente en el placer de aquella nueva y fascinante experiencia. Siguió descendiendo, y el resplandor se hizo más intenso hasta adquirir una maravillosa tonalidad azul, como el primer destello de un invaluable zafiro visto a través de una grieta en una pared de obsidiana. Suaves corrientes la acariciaban, la emocionaban y seguían su curso, y el frío inicial se estaba transformando en una calidez que animaba su sangre y sus huesos. Adelante, más abajo. ¿Por qué no se había atrevido antes a aventurarse aquí? Nada había que temer. No había guardianes que le impidieran el paso, ni amos que la castigaran por el atrevimiento. Había sido una idiota, estúpida, tímida y asustadiza. Aquello formaba parte de su mundo y era hermoso.
Entonces, una nueva corriente procedente de abajo la alcanzó sin previo aviso y la hizo girar en un torbellino de aguas agitadas; su frío helado la sacó bruscamente de su feliz ensueño y devolvió su mente a la realidad. Vaciló, habiendo perdido de pronto el sentido de la dirección, pero después, de forma instintiva, se dio cuenta de que aquello no era una amenaza, sino una señal de que casi había alcanzado su destino.
La excitación disparó su adrenalina. ¡Casi había alcanzado el lugar donde encontraría el regalo que llevaría a su amado señor! Se retorció en el agua, recurriendo a toda su habilidad y fuerza recién descubiertas para girar hacia la corriente y nadar contra ella. Turbulencias plateadas surgieron de su cuerpo cuando lo convirtió en un venablo, y su restallante cola la impulsó hacia abajo con nuevo y asombroso vigor, lejos, más lejos, venciendo la presión que intentaba alejarla de su meta. La luz azul se hizo de repente más intensa, convirtiéndose en un resplandor cegador que pulsaba como una estrella de siete puntas… Salió del agua al aire de repente, y cayó pesadamente sobre una superficie sólida.
Al chocar lanzó un aullido de dolor, el espinazo vibró de manera horrible y durante unos instantes permaneció inmóvil, tumbada de espaldas, demasiado asustada para moverse, no fuera a descubrir alguna lesión irreparable en su cuerpo. Por encima de ella, veía el agujero del pozo abierto en un techo negro y bajo, donde el agua resplandecía y formaba dibujos que la mareaban. Le dolían la espalda y la cola, y la cabeza le retumbaba, pero transcurrido un rato —no supo cuánto tiempo— el dolor comenzó a disminuir y se atrevió a mover las extremidades.
Parecía ilesa. Lenta y torpemente se enderezó, mientras sus miembros se adaptaban al brusco cambio de volver a soportar su peso. Había llegado. Aquél era el sitio que le había dicho Narid-na-Gost: el mundo en el fondo del pozo. Y de una manera estúpida, irracional, se sintió desilusionada. Había esperado encontrar algo maravilloso y arcano; en lugar de eso, parecía haber ido a parar a una caverna oscura, húmeda, sin nada que destacar, que no era más que un reflejo de su lóbrego dominio en la parte superior del pozo.
A excepción, notó de pronto, de la luz.
Un maravilloso resplandor de zafiro inundaba la caverna, y, al girar despacio para investigar, advirtió que procedía de una grieta en la pared de roca a unos diez pasos a su izquierda. Su pulso se aceleró con la ansiedad. La grieta era angosta, pero podría pasar por ella, sabía que podría. Y la luz de zafiro era la señal que su amado le había dicho que buscara; era el camino, la vía que la llevaría hasta el regalo.
Avanzó dando tumbos por el suelo irregular y metió el cuerpo en la estrecha grieta. Era realmente un espacio muy justo, pero consiguió pasar, y, mientras lo hacía, mientras empujaba entre las opresivas paredes, la luz se iba haciendo más y más intensa, hasta que tuvo que cerrar los ojos ante su brillo. Entonces irrumpió por fin en un espacio abierto y, a cuatro patas, se quedó contemplando sorprendida la escena que se desplegaba ante sus ojos.
Oía cánticos. Ése fue el primer pensamiento consciente que tuvo, aunque era una irrelevancia insignificante en medio del asombroso e impresionante conjunto. El sonido era hermoso pero con una aterradora disonancia, y tardó unos momentos en darse cuenta de que era provocado por el paso del aire a través de una red de cámaras y pasadizos que perforaban la roca de la cámara esférica a la que había salido. Toda la cámara resplandecía con una luz pulsante que se reflejaba en las paredes curvas y ondulaba como si se tratara de agua. Enormes columnas de la misma luz se movían majestuosas por la caverna, como si siguieran los movimientos de una danza arcana; al pasar, desprendían deslumbrantes reflejos plateados de las estrías de la roca, que centelleaban y resplandecían como relámpagos encadenados.
Estaba hipnotizada. Durante lo que pareció una eternidad no pudo hacer otra cosa que contemplar y contemplar la absoluta belleza del lugar, mientras los cánticos sobrenaturales vibraban a su alrededor. Y así podría haberse quedado, en trance e inmóvil, de no ser por la premura que de repente volvió a hacerse notar en su conciencia, recordándole, con una punzada de remordimiento, su misión. Avergonzada, hizo un esfuerzo para que su mente venciera el encantamiento que la retenía, y comprendió de inmediato que se enfrentaba a un nuevo dilema. ¿Se atrevería a entrar en aquel increíble lugar? ¿Se atrevería a avanzar hacia las olas de luz, entre las columnas de niebla, y a mancillarlas con su presencia? Sí, dijo con fuerza una voz en su interior.
Por tu amado te atreverías a hacer cualquier cosa. Se lo prometiste. ¿Le vas a fallar ahora?
El recuerdo de las dolidas y punzantes palabras de Narid-na-Gost acerca de la fidelidad la atravesó, e inclinó la cabeza. No podía fallarle. No debía hacerlo, o demostraría no ser digna de él. Y temía aquel estigma más que a cualquier otra cosa en el mundo.
Alzó de nuevo la cabeza y dio un paso adelante.
No estaba segura de qué esperaba, pero cada fibra de su ser se tensó inconscientemente para defenderse del horror inidentificable que podría acabar con ella, por su terrible atrevimiento. Cerró los ojos en un acto reflejo y, cuando se detuvo después de dar tres pasos vacilantes, esperando que llegara el castigo, tardó un rato en comprobar que no había castigo, ningún cambio violento en la atmósfera, ninguna voz tonante que surgiera de la luz azul para acusarla, ningún terrible y rugiente poder venido de arriba para fulminarla. Las extrañas voces de la roca seguían cantando su lánguida tonada y, cuando se atrevió por fin a abrir los ojos, se vio de pie entre las corrientes de luz, que seguían con su elegante minueto en torno a ella.
Soltó el aire que había retenido y escuchó el eco de su suspiro resonar de manera incongruente en la cámara. Dio otro paso adelante. Ahora se sentía valiente; el miedo la abandonaba como una piel gastada. Otro paso. ¿Cambiaba la música? Sonaba más dulce y hermosa que nunca, pero parecía haber una urgencia nueva y soterrada en sus notas. La luz azul se movía a su alrededor, jirones de luz le acariciaban el cuerpo. Era tan cálida, tan maravillosamente cálida… Y las columnas estaban cambiando su movimiento; unas se apartaban a la izquierda, otras a la derecha, para formar una avenida —una guardia de honor, pensó, y quiso reír ante aquella estúpida ocurrencia— que se extendía ante ella hasta el otro extremo de la caverna.
Al final de la avenida, algo aguardaba.
Azul
. En aquel momento, la palabra, el concepto, adquirió un significado totalmente nuevo, y los maravillosos colores de la luz que bañaba la cámara se desvanecieron, insignificantes. Nunca había habido un azul como aquél: ardía, radiaba, estaba vivo. Y la atraía con una fuerza que no podía resistir. Avanzó entre las hileras de columnas resplandecientes, y sus seis manos se extendieron intentando desgarrar el aire ante ella, tratando de atrapar la luz como si ésta fuera una barrera tangible, ansiosas por tocar, agarrar, poseer. Echó a correr y, tras unos últimos pasos trastabillantes, cayó de rodillas y se desgarró la áspera piel, pero no hizo caso del dolor porque había llegado a su meta y se encontraba cara a cara con lo que había ido a buscar.
¡Había encontrado el regalo! Una vertiginosa sensación de júbilo la inundó; sintió ganas de alzar la cabeza y gritar debido a la alegría completa de su victoria. ¡Había triunfado! Y el regalo… El regalo era todo lo que él había prometido y mucho más. Era hermoso, era maravilloso, era… Sus deformes manos acabadas en garras se movieron en torno a él, temblando. Era. No conocía palabras que pudieran describirlo. Sencillamente, era.
La gigantesca gema permanecía suspendida dentro de una columna de negrura aterciopelada. Tenía mil facetas y cada una de ellas parecía brillar con un tono ligeramente distinto de azul, desde el casi negro de un océano a la luz de las estrellas hasta la etérea palidez helada de un glaciar. En sus profundidades, las facetas se fundían y giraban en un núcleo central de color de tal intensidad que apenas se atrevía a mirarlo. Aquélla era su salvación. Aquélla era la joya que le daría el amor de Narid-na-Gost.
No pensó en preguntarse ni por un momento qué podría ser la gema, o por qué había sido colocada allí. En el instante del descubrimiento, del éxito, todos los miedos y dudas habían sido barridos de su mente; lo único que le importaba era terminar su misión. Canturreando de felicidad, con el corazón a punto de estallarle, cerró con fuerza las manos en torno a la joya y la arrancó de la oscuridad.
El resplandor de brillo intensísimo duró una fracción de segundo, pero la cegó y la hizo retroceder violentamente, al tiempo que su canturreo se convertía en un grito de protesta. Una imagen había quedado grabada en su retina —una estrella de siete puntas— pero en un instante el brillo y la imagen se desvanecieron y se vio agachada en la roca, con el zafiro todavía entre los dedos.