La travesía marítima fue mala. El buen tiempo se había terminado, dejando paso a lluvias a ráfagas y vientos tempestuosos del noroeste que convirtieron la Bahía de las Ilusiones en una agitada pesadilla gris, y, cuando su barco llegó a Shu-Nhadek, después de luchar durante muchas horas contra los vientos predominantes, incluso los más marineros del grupo estaban mareados y sin ganas de enfrentarse a la siguiente etapa del viaje sin un descanso previo. Luego, una vez recuperados e iniciado el viaje por tierra, pareció que todo estaba en su contra. Los caballos cojeaban, los escoltas contratados resultaron no ser de fiar, las inundaciones primaverales en las llanuras de Han los obligaron a dar un largo y penoso rodeo. Y el humor del grupo se vio todavía más amargado por el talante taciturno del Sumo Iniciado y por la evidente preocupación de Karuth, motivada por algún asunto privado que parecía no querer discutir con nadie.
Karuth estaba verdaderamente preocupada, y por primera vez en su vida se encontraba con que no podía discutir sus problemas con Tirand. Su reticencia no tenía nada que ver con la pelea en la fiesta de la boda, que por lo que a ella concernía era algo pasado y olvidado; surgía sencillamente de darse cuenta con consternación que Tirand no comprendería la naturaleza del problema al que se enfrentaba. Si intentaba explicarlo, temía que él se sentiría obligado, por una preocupación mal entendida, a prohibirle hacer investigaciones por su cuenta.
Por pura casualidad, Karuth había descubierto que su inquietante visión en la noche de la boda no había sido un incidente aislado. Había visto a Strann una única vez antes de su partida hacia el continente —como músico pagado más que invitado, no le habían pedido que se quedara— y, durante su breve despedida, él dijo de repente algo que dejó a Karuth completamente aturdida. Podía recordar sus palabras, y ver mentalmente su taimado rostro, desprovisto de pronto de la normal sonrisa despreocupada.
—Creo —había dicho— que no seré tan propenso a demostrar mi talento interpretando «Cabellos de Plata, Ojos de Oro». —De pronto la sonrisa volvió, pero era un poco forzada—. La música y el vino son una mezcla embriagadora, dama Karuth, pero he de decir con franqueza que nunca antes había estado tan borracho como para tener una visión semejante durante el sueño.
Karuth se había quedado muy quieta y había preguntado:
—¿Qué queréis decir?
—Oh, no es nada importante, estoy seguro. No parecía que la dama quisiera hacerme daño: incluso me sonrió, aunque dudo de querer ver en sueños esa sonrisa de nuevo. Aun así, me lo tomaré como un cumplido, y rezaré unas cuantas oraciones al Caos para asegurarme. —Se inclinó sobre la mano de Karuth—. Adiós, señora. Que los dioses os acompañen.
Con eso se marchó, sin que Karuth tuviera oportunidad de hacerle más preguntas. Sus palabras habían sido enigmáticas, pero Karuth no tenía la menor duda de lo que debía de haber ocurrido. Y cuando, más tarde, aquel mismo día, Calvi Alacar fue en su busca para pedirle una infusión que sirviera para alejar los sueños espantosos, las alarmas mentales volvieron a dispararse.
Había tenido más éxito en sonsacarle la verdad a Calvi, y descubrió que su visión —que, al igual que a Strann, le había llegado en sueños— era casi idéntica a la que Karuth había tenido. Una mujer de pelo blanco, con extraños ojos de color bronce, según relató Calvi, lo esperaba en los jardines de palacio al fin de la noche, y le sonreía. No parecía tener ni idea de quién era, pero el sueño lo había aterrorizado, y para Karuth aquello significó la confirmación definitiva.
Ella, Strann, luego Calvi. ¿Habría otros? No lo sabía y no se le ocurría la manera de descubrirlo sin despertar sospechas. Pero una y otra vez la pregunta resonaba en su mente: ¿Por qué? ¿Por qué había el Caos enviado la misma visión a tres personas tan diferentes? ¿Y qué mensaje había querido transmitir la visión?
Desde entonces no había tenido más visitas de aquel tipo, y, por lo que sabía, tampoco las había tenido Calvi. Sin embargo, el recuerdo de aquella experiencia la acosaba como si fuera a repetirse cada noche y había dado lugar a otros recuerdos inesperados. No había relación evidente entre ellos, pero Karuth no conseguía deshacerse de la sospecha de que existía una conexión y que, de alguna manera inquietante y arcana, era importante: sus sueños en la casa del Margrave en Shu-Nhadek la noche antes de zarpar hacia la isla; su miedo irracional a la lejana y desierta Isla Blanca; antes, el asunto de la terrible muerte de la vieja Matriarca y de la desaparición de su pupila; y, si se remontaba más en el pasado, llegaba al recuerdo infantil de las últimas horas de Keridil Toln, de pie junto a la cama de la madre muerta de Ygorla Morys, pronunciando su comentario poco claro.
Era extraño que aquellos recuerdos destacaran con tanta claridad entre los incontables incidentes y acontecimientos decisivos de su vida. Aunque debían de haber transcurrido cinco años o más, recordaba todavía las palabras del acertijo que el elemental conjurado por ella había propuesto y que, como el misterio de la Residencia de la Matriarca, nunca se había resuelto. ¿Sería posible que los incidentes de los últimos días fueran un nuevo eslabón en la vieja cadena? No había conexión lógica, pero Karuth sentía en los huesos que los acontecimientos del pasado y del presente no eran tan dispares como parecían.
Ahí estaba el núcleo del problema. Lo sensible y razonable habría sido discutir sus sospechas con Tirand. No sólo era el confidente íntimo de toda una vida; también era su Sumo Iniciado, y aquello debería ser un asunto para el Círculo. Sin embargo, conocía lo suficiente a Tirand para saber que, en el mejor de los casos, reaccionaría ante su historia de manera equívoca. Querría algo más que sus endebles sospechas sin fundamento antes de aprobar cualquier investigación y, en todo caso, argumentaría que el Círculo ya había realizado dicha investigación hacía cinco años, sin resultados. Karuth podía intentar persuadirlo para que un intérprete de sueños hiciera una pequeña salida a los planos astrales inferiores, pero era posible que se mostrara tan contrario a resucitar aquellas cuestiones viejas y olvidadas que prohibiera cualquier tipo de indagación. Si hacía eso, Karuth tendría las manos atadas, a menos que decidiera romper el juramento de lealtad del adepto y desafiarlo.
De manera que estaba a solas con su dilema, y, a medida que el grupo se acercaba cada día más y más al Castillo, se sentía más oprimida por sus pensamientos. Tirand también se pasaba las horas del día en una oscura meditación, pero, mientras que Karuth no parecía percibir el humor de su hermano, él, por el contrario, era muy consciente del comportamiento de su hermana y había interpretado de manera totalmente equivocada sus razones.
El Sumo Iniciado estaba muy enfadado y resentido con su hermana. Su pelea en la boda había sido breve y trivial, pero ahora le parecía que, a pesar de que ella decía no guardar ningún resentimiento, Karuth seguía de mal humor. Desde aquella noche se había mostrado distante y evasiva y, cuanto más se acercaban a casa, más y más hosca se volvía. Aquello no era propio de ella, y le resultaba imposible creer que de verdad se hubiera tomado tan en serio algo tan insignificante. Unas palabras duras acerca del presuntuoso comportamiento de aquel engreído baladista… En nombre de los catorce dioses, ¿qué le pasaba a aquella mujer?, se preguntaba Tirand indignado. ¿Quién creía que era él? ¿Un niño pequeño todavía, dispuesto a ceder una y otra vez ante su hermana porque le llevaba unos pocos años? Karuth no tenía derecho a comportarse de ese modo. Ni derecho, ni motivo.
Pero, aunque deseaba expresar sus quejas e intentar despejar el ambiente, no se veía con ánimo de enfrentarse a Karuth. Algo en el talante de ésta impedía el menor acercamiento y, sumándose a la confusión mental de Tirand, estaba la sensación ineludible de que cualquier cosa que dijera provocaría otra discusión. No quería volver a pelearse con ella; sólo deseaba cerrar la herida y volver a la normalidad. Pero, dado el presente estado del humor de Karuth, aquello parecía imposible. Y, acechando como un depredador venenoso y sin forma, en el rincón más oscuro de la conciencia de Tirand, estaba el miedo de que algo le había ocurrido a su hermana en la Isla de Verano. Algo que podía agrandar la herida en lugar de cerrarla y que, en un día aciago, podría arrebatársela para siempre.
Así, acallados por una incomprensión total de la situación del otro, Tirand y Karuth siguieron adelante con su séquito, cruzando la punta norte de la provincia de Chaun para entrar por fin en la Tierra Alta del Oeste y con ello en la última etapa del triste viaje. El tiempo era terrible, como si los elementos septentrionales se negaran tozudamente a reconocer la proximidad del verano, y varios miembros del grupo habían caído víctimas de una enfermedad febril que había surgido recientemente en la Provincia Vacía y que comenzaba a extenderse hacia el oeste. Conociendo desde siempre estas fiebres virulentas, Tirand decidió continuar hacia la Península de la Estrella en lugar de desviar al grupo hacia La Residencia de la Hermandad, en la Tierra Alta del Oeste, que quedaba más cerca. Si todo el grupo contraía las fiebres, lo que parecía probable dadas sus continuas desgracias, el Castillo estaba mejor preparado y sus sanadores más calificados para tratar una epidemia. Las hermanas estarían más que dispuestas a cuidar a los enfermos, pero sería injusto llevar la fiebre a su hogar sin necesidad. Sólo rezaba con pesimismo para que nadie muriera antes de que llegaran a su destino.
Nadie murió, pero, cuando el grupo llegó por fin a la Península de la Estrella, mientras llovía a cántaros en un anochecer empapado y triste, nadie quiso ni remotamente celebrar el regreso al hogar. Para entonces, seis personas padecían la fiebre, incluido Calvi, que iba en su caballo envuelto en mantas, temblando, y que miraba con desánimo el peligroso puente de roca que unía el macizo del Castillo con el continente. Cruzaron en una silenciosa fila india, Karuth sin quitar el ojo de uno o dos de los enfermos cuyas mentes habían comenzado a divagar con la enfermedad. Al acercarse al final del puente de piedra, todos oyeron el primer y débil sonido ululante que llegaba resonando del norte, más allá del horizonte barrido por la lluvia.
Tirand, que abría la marcha, lanzó un juramento por lo bajo, y entrecerró los ojos para protegerse de la lluvia mientras contemplaba el mar. Al principio no vio nada más que una grisura sin rasgos, y por unos instantes, en que el rugido del mar ahogó los lejanos y macabros ecos, tuvo la esperanza de haber imaginado aquel aviso revelador. Pero entonces, de una manera tenue, con el cielo cargado de nubes como fondo, los primeros colores horribles y antinaturales comenzaron a adquirir forma, y las bandas de luz y de sombra iniciaron su recorrido, girando lentamente por los cielos mientras el débil ulular se convertía en algo más terrible.
—¡Un Warp! —Tirand hizo bocina con una mano para gritar al grupo, aunque ya todos habían visto el horror que se acercaba—. Entrad en el Castillo, ¡deprisa!
Los caballos, impelidos por un miedo mucho mayor que la posible cautela, iniciaron un rápido trote. Tirand fue el primero en llegar al refugio del macizo y se detuvo para observar y contar las cabezas a medida que el grupo pasaba junto a él en dirección a las puertas abiertas del Castillo. Sólo quedaba un jinete rezagado. Vio a Karuth, cuya montura pateaba y sudaba mientras ella sujetaba con fuerza las riendas y miraba fijamente al cielo tenebroso que se iba oscureciendo.
—¡Karuth! —El viento arrastró la voz de Tirand hacia ella, pero no hizo caso—. ¡Karuth!
Al ver que seguía sin hacerle caso, Tirand, maldiciendo, espoleó a su reticente caballo para acercarse a su hermana. Al aproximarse, ella salió del trance; los ojos muy abiertos, asombrados, que se clavaron en Tirand fueron los de una desconocida.
—¡Dioses! —De repente, Karuth se dio cuenta del peligro y aflojó las riendas. Los dos caballos galoparon tras sus compañeros, atravesaron el gran arco negro y entraron en el familiar patio del Castillo cuando el primer rayo esmeralda surcó el cielo, en tanto unos hombres corrían a cerrar las puertas tras ellos. Criados y mozos acudieron apresuradamente a recibir al grupo; surgieron atropelladas conversaciones mientras la gente desmontaba, se descargaba el equipaje y se ayudaba a los afectados por la fiebre a llegar hasta el cálido refugio. Karuth seguía montada en su caballo, contemplando las cosas como si no reconociera lo que la rodeaba. No reaccionó cuando se acercó un mozo de las cuadras para ayudarla a desmontar, y Tirand dejó su caballo y se acercó apresuradamente a ella.
—Karuth, Karuth, ¿qué pasa?
Ella lo miró y arrugó la frente. Entonces, de pronto, rechazando toda ayuda, pasó una pierna por encima de la silla y desmontó.
—No pasa nada —contestó con un tono peculiarmente lejano—. Sólo estoy cansada.
—Ve a tu habitación y descansa. Haré que te envíen algo de comer.
—No. —Lo miró con cansancio y, según le pareció a Tirand, con cierta amargura—. Hay enfermos a los que atender y es mi deber supervisar sus cuidados. Al fin y al cabo, el deber es lo primero.
Antes de que Tirand pudiera responder, dio media vuelta y se alejó en dirección a la puerta principal.
Karuth no quería atender a su trabajo. Lo único que deseaba era tumbarse y olvidarse del mundo hasta que desaparecieran el dolor de sus músculos y el cansancio de sus huesos. Pero no podía hacer eso. Tenía obligaciones que cumplir. Había seis afectados con la fiebre, y debía atender sus necesidades iniciales y preocuparse de que sus subordinados supieran qué hacer después.
Lamentó haber hablado de manera tan hosca a Tirand, y esperó que no se hubiera tomado su comentario sobre el deber como una pulla personal. No lo había dicho con esa intención; pero no estaba segura de que su hermano se diera cuenta y lo entendiera.
Su ventana tenía los postigos cerrados y la cortina echada, evitando cualquier visión del Warp que se desataba sobre sus cabezas. Pero incluso a través de los gruesos muros del Castillo escuchaba el canto terrible y siniestro y, lo que era peor, sentía su presencia que le invadía el cuerpo y el alma. Por mucho que lo intentara, nunca había conseguido liberarse del miedo innato a aquellas tormentas surgidas del Caos, ni del sentimiento de insignificancia e impotencia que despertaban en ella. Se sentía expuesta a poderes que escapaban a su comprensión y que, desde luego, no podía ni soñar en controlar, y aquella sensación le desagradaba intensamente.