LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora (26 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora
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—Quizá si yo pulsara mi tercera cuerda, veríamos qué es lo que está desafinado.

Karuth dio un respingo, y sus dedos pellizcaron dos cuerdas que soltaron un desagradable sonido disonante. Las silenció rápidamente y miró al desconocido que se le había acercado tan calladamente y que ahora sostenía con ademán descuidado su propio manzón en la mano. No le vio el rostro con claridad, puesto que en gran parte quedaba oculto por el ala de un sombrero ostentosamente adornado con cintas y plumas, pero la sonrisa que se apreciaba bajo las sombras era franca y amigable. En el hombro izquierdo llevaba prendida la insignia de Maestro del gremio de la Academia.

Karuth relajó los hombros y le devolvió la sonrisa.

—Gracias. Creo que el aire nocturno debe de haberlo afectado —repuso, y luego añadió más sinceramente—. Eso o ha sido mi descuido. Debería haberme preparado más a fondo.

El desconocido se puso en cuclillas y colocó su instrumento sobre las rodillas.

—Debéis de haber tenido muy poco tiempo para estos placeres dadas las recientes circunstancias. —Unos ojos cuyo color Karuth no podía definir brillaron bajo el ala del sombrero—. No estoy muy ducho en protocolo, de manera que no sé qué debería ofreceros primero, si mis condolencias por la muerte de vuestro padre o mi felicitación por el honor concedido por el gremio.

—Ah. —Karuth volvió a sentirse un poco tensa—. Entonces conocéis mi nombre. Lleváis ventaja.

Él rió silenciosamente.

—Apenas ventaja, dama Karuth. Mi nombre es bastante menos distinguido que el vuestro —dijo, quitándose el sombrero y haciendo una pequeña inclinación de cabeza—. Mis amigos me llaman Strann.

Tenía los ojos de color avellana, un rostro huesudo presidido por una nariz que habría estado mejor en una cara más grande, boca generosa, y pelo nada a la moda y muy largo, del color de la piel de un ratón, que el desconocido apenas se había esforzado en peinar y desenredar. Karuth calculó que tendría la misma edad que ella, y vio que sus ropas eran una peculiar mezcla de lo teatral y lo estrictamente práctico, de colores chillones, pero —aparte del sombrero— bastante usadas. Un músico ambulante, pensó Karuth. Pero, desde luego, no era un músico ambulante corriente. La insignia, y su presencia en aquella sonada ocasión, contradecían su aspecto, y la joven se sintió a la vez confusa e intrigada.

Strann pasó una mano bronceada por las cuerdas de su manzón.

—Así que, ¿puedo seros de utilidad? —La sonrisa, que no había desaparecido del todo en ningún momento, de repente se hizo muy amplia—. No he hecho nada más que ver y mirar desde que llegué aquí. Si puedo ser útil en algo, me sentiré menos desplazado en medio de tanta gente importante.

Karuth no estaba segura de si la pulla iba dirigida contra sí mismo o contra ella, pero prevaleció el sentido práctico.

—Gracias —respondió—. Desde luego que agradecería una segunda opinión.

Él asintió y, cogiendo una silla, se sentó y pulsó la tercera cuerda de su manzón. Karuth hizo lo mismo, y Strann entrecerró los ojos.

—Está alta. Sólo un ápice. —La observó mientras ella ajustaba la afinación y luego volvió a escuchar—. Mejor… Os habéis pasado. Sí…, un poco más. Más… Ya está. Volved a tocar. —La sonrisa apareció de nuevo—. Ahí.

—¡Perfecto! —La voz de Karuth demostraba alivio—. ¡Os estoy muy agradecida!

Él se encogió de hombros con modestia, o aparentando modestia.

—Ha sido un placer, señora —dijo, y Karuth detectó un toque de malicia en su mirada—. Aunque creo que deberíamos probar los dos instrumentos al unísono para estar seguros. —Y, antes de que ella pudiera responder, tocó una serie de rápidas y deslumbrantes notas en el manzón que sostenía.

Karuth se puso rígida, al tiempo que el asombro y la desazón la asaltaban en igual e inesperada medida. En tan sólo un momento, Strann se había revelado como un músico de un virtuosismo sorprendente; y al mismo tiempo se había saltado todas las reglas del protocolo, lanzando un desafío descarado y agresivo. En el gremio lo llamaban «el lenguaje de las manos», un complejo código —casi un idioma en sí mismo— mediante el cual los alumnos más aplicados podían conversar usando notas musicales. Karuth había estudiado el lenguaje de las manos durante su aprendizaje, y reconoció enseguida el mensaje que Strann había tocado. Quería decir:
Si tu virtuosismo puede compararse con el mío, entonces te consideraré digna de mí
.

Sus mejillas se ruborizaron con irritación. ¿Cómo se atrevía a lanzar un desafío tan jactancioso? Y, además, utilizando el código del gremio cuyo uso estaba estrictamente circunscrito. Se estaba saltando todas las reglas, todas las normas…

Y de pronto empezó a ver el lado gracioso del asunto, y tuvo que reprimir las ganas de reír al darse cuenta de lo que había detrás del desafío. Strann la estaba poniendo a prueba. Sabía quién era, sabía que le habían concedido un rango igual al suyo en el gremio, y se preguntaba si de verdad merecía aquel honor o si sencillamente se lo habían otorgado por el afortunado accidente de su alta cuna.

Karuth flexionó los dedos y lo miró a los ojos con un desafío propio al tiempo que tocaba una rápida respuesta en el lenguaje de las manos:
El juicio de valor es el privilegio de aquellos que son a su vez respetables
.

Strann inclinó la cabeza, admitiendo el argumento.
Mi señora dice la verdad
—tocó—.
¿Querrá entonces juzgarme?
Terminó la secuencia de notas con una filigrana que hizo que Karuth, admirada, contuviese la respiración.

No podía competir con él. Karuth era una buena instrumentista, pero habían bastado unos instantes para que comprendiera que Strann era un virtuoso innato.

—No —dijo en voz alta, permitiendo por fin que aflorara en su rostro la sonrisa que llevaba tiempo reprimiendo—. No os juzgaré. No me atrevería.

Él pareció sorprendido e inclinó de nuevo la cabeza.

—Señora, me halagáis.

—No hago tal cosa —aseguró Karuth—. No soy tan tonta como para no saber cuando me superan, ni tan vanidosa como para no poder admitirlo. —Dejó su instrumento y se echó hacia atrás en su silla—. Tan sólo me sorprende no haberme encontrado antes con vos. Hace dos años, en el cónclave del gremio…

—No estaba presente —la interrumpió Strann, sonriente—. Me temo que he convertido en costumbre el no asistir a los actos oficiales del gremio.

—Pero es que ni siquiera he oído mencionar vuestro nombre.

Él se rió.

—Estoy seguro de que se me menciona a menudo, señora, pero probablemente no sea ante compañía educada. De hecho, supongo que debería ser sincero y confesar que, desde el Primer Día de Trimestre del invierno pasado, mi pertenencia al gremio ha prescrito.

Karuth se quedó desconcertada.

—¿Habéis dimitido?

—Bueno…, sería más exacto decir que mi nombre fue borrado de las listas por mutuo acuerdo. «Por desacreditar al gremio», fue la frase que usaron los ancianos. —Strann se rió—. Me halagó saber que mi mala reputación se había difundido tanto que mereció su atención.

—¿Qué hicisteis para molestarlos?

—Oh, nada en particular. Pero nunca conseguí obedecer todas las reglas. —Le sonrió y comenzó a contar con los dedos—. No pagaba los diezmos del gremio, no seguía el código de conducta del gremio, y desde luego que no mantenía su elevado nivel ético. —La sonrisa se hizo todavía más amplia—. Mi breve pero deliciosa aventura con la hija del anciano Kyen Skand fue la gota que desbordó el vaso e hizo caer sobre mi cabeza el escándalo oficial. Se me sugirió que quizá preferiría seguir mi carrera sin el beneficio del protector abrazo del gremio. Desde luego, se me sugirió con toda educación.

Karuth se llevó una mano a la boca para reprimir la risa.

—Claro —repuso en tono guasón—. Pero seguís conservando vuestro título, ¿no es así?

—¿Maestro de las Artes Musicales? Oh, sí, eso no lo pueden revocar, por mucho que les gustara. Debo reconocerles algo; al menos honran el talento genuino en lugar de vender sus títulos a los postores más influyentes.

Karuth no supo a ciencia cierta si aquella última afirmación era una arrogancia descarada o sencilla franqueza. Lo dejó pasar; al fin y al cabo, era un cumplido indirecto hacia ella.

—Bien —dijo—, ¿y qué hacéis ahora?

—Lo que siempre he hecho. Viajo, interpreto mi música, canto mis canciones, y llevo historias y chismes de una provincia a otra. A veces, la pequeña insignia prendida en mi hombro me abre puertas que de otro modo permanecerían cerradas —explicó, señalando la habitación en la que se encontraban con un rápido y expresivo parpadeo—, y desde luego no le hago ascos a aprovecharme de ello. Todos necesitamos pan y carne para prosperar, después de todo, y yo tengo un apetito muy sano. —La sonrisa apareció de nuevo—. Podría decirse que soy un oportunista profesional.

Karuth no podía imaginar qué se sentiría al llevar una vida tan desarraigada y despreocupada. Por un instante deseó experimentar aquella libertad. La palabra «deber» no parecía existir en el vocabulario de Strann: un agudo contraste con las cargas de su vida en el Castillo. En los últimos días probablemente había visto más cosas del mundo que en sus anteriores treinta años de vida, y aquello la había hecho darse cuenta de lo limitado —y restrictivo— que era su historial. Strann, reflexionó irónicamente, era su completo opuesto en casi todos los aspectos, y no le costaba nada envidiarlo.

Un mayordomo de palacio se presentó en la puerta para anunciar que todo estaba dispuesto, y un hombre de mediana edad, a quien Karuth no conocía, recogió su lira y siguió al mayordomo en dirección a los invitados que aguardaban. Strann lo vio marchar y dijo en voz baja:

—Ah; ése es Cadro Alacar, primo del Alto Margrave. Parece ser que esta noche el rango tiene prioridad sobre el talento.

—Bueno, pues yo lo agradezco, aunque vos no lo hagáis —replicó Karuth con énfasis—. No me gustaría tener que salir después de vuestro concierto con mis pocos medios.

—Sois injusta con vos misma. —Strann hizo una pausa—. Aunque se me ocurre que el espectáculo podría animarse un poco si alguien rompiera el orden establecido. Decidme, dama Karuth, ¿sabéis «Cabellos de Plata, Ojos de Oro» de la epopeya
Equilibrio
?

—Sí, aunque hace mucho tiempo que no la toco.

—Tocadla conmigo, aquí, esta noche.

Ella lo miró con sorpresa.

—Oh, no…, ¡no podría!

—¿Por qué no?

—Porque… —Karuth buscó las palabras adecuadas, un argumento que él no pudiera rebatir.
Equilibrio
era una de las grandes obras musicales más famosas del siglo pasado, la historia de la gran batalla entre los dioses. La epopeya completa era una partitura para más de treinta músicos y cantantes, pero contenía numerosos fragmentos individuales, algunos de ellos de extrema dificultad. El dúo al que Strann se refería era uno de los más difíciles; el tema de la pastora Cyllan Anassan, que había jugado un papel decisivo en el conflicto histórico y quien, según la leyenda, había recibido un lugar entre los dioses como recompensa. Era una de las piezas favoritas de Karuth, pero ahora no podía tocarla. No delante de semejante público; y desde luego no con un virtuoso como Strann como pareja.

—No —repuso al cabo—. Gracias, pero no puedo aceptar.

La expresión de Strann cambió e hizo un gesto de asentimiento.

—Claro, señora —dijo con rigidez—. Entiendo la dificultad. Ha sido un atrevimiento por mi parte el pedíroslo. —Hizo ademán de levantarse y marcharse.

Karuth se sintió humillada. Él había malinterpretado completamente lo que había querido decir y apresuradamente también ella se puso en pie.

—Strann, por favor, no me comprendéis. No quería decir que vuestro rango… —Se paró cuando vio un destello de humor diabólico en su mirada y comprendió que había caído en la trampa.

Strann sonrió e hizo una reverencia.

—Entonces, dama Karuth, tendréis que reconocer que no hay excusa posible para que os neguéis a tocar el dúo conmigo.

Ella se ruborizó.

—Oh, sí que la hay.

—No puedo ver otro impedimento —replicó él enarcando una ceja, un gesto que Karuth había siempre querido poder hacer, desde niña.

—Muy bien —dijo con un suspiro—. Si insistís en que os lo diga: no me apetece que mis limitaciones sean evidentes delante de todo el mundo tocando con vos, y ésa es la única verdad.

De repente, el rostro de Strann adquirió una expresión seria.

—Señora, si me honráis con semejante cumplido, entonces debéis tener también algo de fe en el juicio que hago de vuestro talento —declaró—. Recordad que os oí tocar antes de osar presentarme ante vos y eso me dijo todo lo que quería saber. —Olvidando la etiqueta, le cogió la mano—. Además, ¿qué motivo podría tener yo para querer humillaros?

Karuth abrió la boca para responder, pero se dio cuenta de que él tenía razón. Una vocecita impetuosa dentro de ella la animaba, diciéndole:
Sí, acepta, toca el dúo. ¿Cuántas oportunidades tendrás de tocar con una pareja tan brillante? Y, si fallas, ¿quién lo notará en esta noche tan festiva?

Strann la miraba, sin soltarle la mano, y Karuth bajó la vista, cuando el equilibrio entre la precaución y la tentación comenzó a romperse.

—Bueno…

—Trato hecho —dijo Strann con tono decidido—. ¡Y será un regalo exquisito para este público tan notable! Sugiero que dediquemos la pieza a la Alta Margravina Jianna, para agradar a nuestros anfitriones.

Karuth se echó a reír.

—¡Sí que sois un oportunista!

—Desde luego que lo soy —replicó Strann—. No puedo permitirme el lujo de ser otra cosa. Y ahora, además de agradar al Alto Margrave, me he congraciado con la hermana del Sumo Iniciado —añadió, volviendo a lucir su contagiosa sonrisa—. Una noche de trabajo completamente satisfactoria, ¿no lo creéis?

Karuth se preguntó qué habría dicho Tirand ante un reconocimiento tan descarado, y reprimió la risa. Le gustaba Strann. Era una persona sin complicaciones y estimulante, un gran cambio respecto a las compañías que normalmente tenía ella. Y, si la arrastraba por un camino arriesgado, si ella hacía el ridículo más completo aquella noche, por una vez, no le importaba.

Volvió a sentarse, cogió su manzón y se lo puso sobre la rodilla.

—Muy bien —dijo Karuth con un tono serio que a la vez encerraba burla—. Me habéis convencido. Pero será mejor que ensayemos la pieza…; ¡o terminaréis la noche lamentando con amargura vuestra precipitación!

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