Yandros se volvió a mirar la tierra atormentada que se movía abajo, muy abajo del risco en el que se encontraban, y, mientras contemplaba la aterradora vista, un resplandor frío apareció en el cielo, a baja altura en el horizonte de estremecedora lejanía. Del resplandor cobró forma una estrella de siete rayos que comenzó a latir con un ritmo lento e implacable, enviando destellos de luz nacarada que atravesaron la noche.
—Destruiría al mundo de los mortales, y todo cuanto contiene, si con eso recuperáramos el alma de nuestro hermano —dijo Yandros pensativo. Su voz era vieja, salvaje, letal—. Pero no ganaríamos nada con eso. Estamos en un punto muerto, Tarod, y hasta que nos llamen desde el mundo de los mortales, no podemos hacer nada. —Miró de reojo al otro señor del Caos y sus ojos adquirieron de pronto un vivo tono escarlata—. Nada más que esperar y vigilar. Pero ya llegará el momento en que encontremos la forma de salir de este callejón sin salida. Y cuando lo hagamos…
La luz fluctuante de la gran estrella de repente latió con más intensidad, poniendo de relieve su rostro en forma inhumana, y, por un momento, todo lo que Yandros era, todo lo que representaba —la pura y enloquecedora encarnación del Caos— irradió de su enjuta silueta y empequeñeció a la lejana estrella.
—Y, cuando lo hagamos —concluyó en voz baja Yandros—, ajustaremos cuentas.
Estaban juntos en lo alto de la gigantesca escalinata que descendía por la abrupta ladera de la Isla Blanca. La tormenta se alejaba; sólo se escuchaban algunos ecos de lejanos truenos y, hacia el sureste, una franja de pálida luz solar interrumpía la negra cobertura de nubes cerca del horizonte, donde el cielo comenzaba a clarear.
Desde allí, la estrecha cala del antiguo puerto no parecía más grande que una vena en la mano de Ygorla. La joven la contempló unos instantes; entonces una mano se posó en su hombro y Narid-na-Gost, ahora a su lado, dijo:
—¿Estás dispuesta, hija mía?
—Sí. —Sus ojos casi igualaban la luz de zafiro de la gema del alma—. ¡Estoy dispuesta!
Extendió una mano imperiosa en dirección a la escalinata y sintió que el poder crecía en su interior. Comenzaron a moverse, deslizándose sobre los grandes escalones sin siquiera tocarlos, y, avanzando con suavidad y elegancia, sin esfuerzo, bajaron la gran escalinata. El cabello de Ygorla ondulaba a sus espaldas, aunque no había viento, y Narid-na-Gost contempló su rostro con orgullo y satisfacción. ¡Había provocado en ella tantos cambios desde aquella primera noche en que había realizado vacilantes e incontrolados intentos de explorar sus poderes latentes! Ahora Ygorla utilizaba sus habilidades con una facilidad consumada y descuidada que ponía en ridículo al precioso Círculo de este mundo, cuyos miembros se engañaban tanto como para llamarse a sí mismos adeptos de las artes ocultas. Comparados con Ygorla eran como débiles velas al lado del sol del mediodía. Como hechicera no tenía igual, como belleza nadie podía comparársele; y Narid-na-Gost recordó una vieja e irónica maldición, apenas disimulada de bendición.
Que vuestras vidas sean profundamente interesantes
. Aunque todavía no lo sabían, las vidas de mucha, muchísima gente estaban a punto de volverse mucho más interesantes de lo que hubieran podido imaginar en sus peores pesadillas. Desde su privilegiada ubicación en el fondo del escenario donde actuaría Ygorla, en el teatro del mundo de los mortales, Na-ríd-na-Gost disfrutaría plenamente del espectáculo.
Salió de su ensimismamiento y se dio cuenta de que se acercaban al pie de la gigantesca escalinata. A ambos lados se alzaban enormes muros de roca que ocultaban el cielo, cada vez más brillante a medida que la escalinata se abría camino a través de los acantilados que protegían la isla. Doblaron una última y amplia curva, y el puerto apareció ante ellos.
Ygorla dejó de controlar la pequeña energía mágica que los había transportado por la escalinata, y se posaron en el pavimento del muelle del puerto. La cala, húmeda y cubierta de musgos, siempre a la sombra del sol debido a los escarpados acantilados, apestaba a desolación. A unos diez metros debajo del muelle, el mar parecía estancado y oleoso, mientras se movía, golpeando incesantemente contra la piedra erosionada.
Narid-na-Gost lo contempló todo, y sus labios se torcieron en un gesto de disgusto y una pizca de desprecio.
—Hace muchos años, estaba atracado aquí un barco muy especial —dijo, y las paredes de los acantilados resonaron con el frío eco de su voz—. Lo llamaban el Barco Blanco; la nave del propio Aeoris, se decía, una reliquia de los siglos de gobierno del Orden.
Ygorla lo miró de reojo.
—¿Qué ocurrió con él?
—¿Quién sabe? —contestó el demonio, encogiéndose de hombros—. Tal vez zarpó rumbo a otro puerto más allá de esta dimensión, o quizá se hizo pedazos, como debería haberle sucedido siglos antes, y se hundió. Fuera lo que fuera, hace tiempo que desapareció y fue olvidado, y ya no tiene más importancia que la que tienen los que se hacían llamar peregrinos que vinieron después de él. Peregrinos… —Pronunció la palabra con tremendo sarcasmo—. Los piadosos y los curiosos, y los codiciosos que esperaban encontrar tesoros o reliquias y pensaban regresar a sus hogares con una fortuna escondida entre las ropas. —Se inclinó sobre el borde del muelle y escupió al agua. El mar siseó brevemente, como si una tea al rojo hubiera caído a su superficie.
Ygorla contempló la escena pensativa, con los ojos entrecerrados, mientras imaginaba el aspecto que debía de haber tenido el puerto con los barcos de los peregrinos amarrados a los gigantescos cabrestantes, empequeñecidos por el asombroso paisaje que los rodeaba. Debían de haber pasado muchos, muchos años desde que el último barco había visitado aquellas costas.
—Muchos años, en efecto. —De vez en cuando, la capacidad que tenía Narid-na-Gost de leer sus pensamientos le ocasionaba un escalofrío brusco y repentino. Giró la cabeza y vio que el demonio sonreía.
—Pero hoy —continuó—, la Isla Blanca se verá distinguida con la presencia de un nuevo bajel. —Volvió el rostro a la triste cala, echó la cabeza hacia atrás y emitió el sonido más terrible que Ygorla jamás oyera. Era como la voz de un horrible y sobrenatural cuerno de caza: áspera, clara, ominosa; resonó espantosa sobre el agua, entre los acantilados que descendían, y su eco volvió helado del cielo. Un millar de gélidos alfileres parecieron clavarse en la piel de Ygorla cuando lo escuchó; y entonces algo apareció, saliendo de una curva de la cala. Era enorme, negro, sin forma y, aunque no podía distinguírselo en la penumbra, mientras avanzaba despacio, pesadamente, en dirección a ellos, Ygorla escuchó el crujir y gemir de la madera, el latigazo y el batir de las lonas en el aire viciado, el triste rumor de la marea bajo el empuje de su quilla.
Y el enorme barco entró en el puerto y se deslizó con terrible elegancia hasta atracar con suavidad en el muelle.
—Señora —dijo Narid-na-Gost, y se llevó la mano de Ygorla a los labios, para besarla en una parodia afectada—, ¡vuestra embarcación os aguarda!
Era completamente negra. Velas negras, como las alas de un ave de mal agüero. Mástiles negros que se alzaban hacia el cielo. Un casco negro, alto, orgulloso y temible, con el castillo de proa que se erguía ante Ygorla arrojando una sombra oscura. En la proa ardía un fanal que emitía una radiación negra, que no daba luz, sino que parecía absorber y devorar la pálida luz del día.
En el puente principal, la tripulación del barco ocupaba sus puestos entre los obenques. Unos cuantos —muy pocos— todavía tenían carnes en sus cuerpos, pero el tono de esa carne era el desagradable gris verdoso del lecho marino, y sus cabellos se habían transformado en tendones rancios de algas. Los otros, los que no tenían ni carne ni cabellos, sólo podían sonreír con el espectral rictus de quien lleva muerto largo tiempo. Sus cabezas eran calaveras de huesos pardos y podridos. Iban vestidos de algas y conchas marinas, que reemplazaban a las ropas que se habían podrido hacía años. Y, como fieros puntos en medio de la negrura del barco que todo lo abarcaba, brillaban ascuas blancas en las cuencas vacías donde antes habían estado sus ojos.
Ygorla contempló el barco y su espectral tripulación y sonrió. Suyo. Suyo para mandarlo, para darle las órdenes que quisiera. Un bajel adecuado para sacarla de aquella isla en la que tanto tiempo había estado confinada y para devolverla al mundo de la humanidad. Ahora sabía cuál sería su destino: el trono de los tronos, el Margraviato de Margraviatos, la sede del principal gobernante del mundo. Un viaje triunfal y una entrada triunfal, en un barco del Caos tripulado por muertos a quienes la hechicería había arrancado de su tumba marina, con los estandartes de terror de Ygorla ondeando en lo alto del palo.
Se volvió y miró a su padre demonio, y entre ellos hubo algo que trascendía el entendimiento de los mortales. Narid-na-Gost también sonreía y extendió una mano en dirección al barco, en un elegante gesto.
Ygorla se rió; fue una risotada breve y áspera que rebotó disonante entre los acantilados. Se contempló a sí misma, hizo un rápido gesto con los dedos y quedó vestida con un traje plateado que flotaba en torno a su cuerpo como si fuera un ser vivo simbiótico. Una capa de pieles negras la envolvía, y en su cabello, colocadas sobre su frente como una constelación, siete gemas de brillo cegador desafiaban la luz del triste día.
Por fin cogió la mano de su padre y se encaró con la nave negra. De su puente emergió una oleada de oscuridad intensa, que se acercó a ellos hasta cubrir el vacío entre el muelle y el bajel ahora silencioso. Sin dudarlo, Ygorla la pisó y anduvo con elegancia soberana hacia el puente. Unas formas se movieron para recibirla; una mano de esqueleto, en la que aún quedaban algunos jirones de tejido carnoso, hizo ademán de ayudarla a subir. Ella la despreció y subió a la negra tablazón de cubierta con Narid-na-Gost siguiendo sus pasos. Mientras se volvía para contemplar su nueva posesión, unos extraños sonidos rompieron el silencio: el suave roce de las algas y el entrechocar de huesos, cuando su tripulación de muertos se inclinó respetuosa en señal de homenaje.
Las enormes velas negras gimieron al alzarse un viento sobrenatural que las hinchó. Manos muertas, pero todavía imbuidas con los conocimientos de las mentes, desaparecidas largo tiempo atrás, que las habían controlado, cogieron los cabos. Las abruptas laderas de los acantilados se movieron, adoptando una nueva perspectiva, mientras el bajel viraba lentamente para encarar la salida de la cala y la Bahía de las Ilusiones más allá.
Como una reina demoníaca en medio de sus abominables legiones, Ygorla estaba en la proa, una silueta brillante, etérea. Tenía la vista fija al frente, los ojos tan duros y brillantes como las gemas que le adornaban la frente. Y su risa, salvaje y alegre, resonó en la mañana cada vez más luminosa, al tiempo que el barco zarpaba hacia el mar abierto.
LOUISE COOPER
, (nacida el 29 de mayo de 1952, fallecida el 20 de octubre de 2009) era una escritora inglesa de literatura fantástica. Comenzó escribiendo en el colegio, espoleada su imaginación por los cuentos de Hans Christian Andersen, los hermanos Grimm y la mitología, aunque Michael Moorcock fue quien le descubrió, a partir de
Stormbringer
, el mundo de la literatura fantástica. Su primer gran éxito se produjo en 1984 cuando amplió a una trilogía un libro que pasó discretamente por los estantes:
Lord of No Time
(1977), que pasó a ser la trilogía de
El Señor del Tiempo
. Posteriormente, ha publicado las series
Índigo
,
La Puerta del Caos
entre otras.