—¡Deja de hacer preguntas! —lo cortó Tirand, pero enseguida logró controlarse—. Lo siento —se disculpó, al tiempo que se volvía para cerrar y apagar metódicamente las antorchas—. Estoy demasiado cansado; perdóname. Nada está mal.
Calvi recogió la vela y se dejó conducir hacia la escalera.
—Karuth parecía… —comenzó a decir.
—Karuth está algo enfadada, sencillamente —repuso Tirand, y una sonrisa nada convincente afloró a sus labios—. Probablemente ha sido su sueño. Olvídalo, Calvi. Te lo aseguro, no hay nada que esté mal.
Calvi no quedó satisfecho, pero no tenía la suficiente confianza para presionar a Tirand. Y presentía que tampoco sería prudente preguntarle en aquel momento al Sumo Iniciado qué opinaba de su propia pesadilla y sus posibles implicaciones; así que permaneció callado, aunque por dentro rebosaba de interrogantes, mientras salían de la biblioteca y subían la escalera. Cuando llegaron al patio no se veía a Karuth por ningún lado, y Tirand se adelantó por la avenida de columnas y subió los escalones hasta la puerta principal. Cuando entraron, Calvi creyó oír pasos en el descansillo del final de la escalera, pero no se veía a nadie.
—Te deseo buenas noches —dijo Tirand volviéndose hacia él, y la mirada que le lanzó frenó cualquier comentario que pudiera haber hecho el joven. Entonces, como si algo que hasta el momento hubiera estado reprimido saliera a la superficie a pesar de sí mismo, la expresión de Tirand se relajó un tanto y se volvió casi triste, a juicio de Calvi—. No hay por qué preocuparse, Calvi, ni por qué dar vueltas a los acontecimientos de esta noche. Todo está bien.
Con la vela goteando en la mano, Calvi observó al Sumo Iniciado que se alejaba, no en dirección a la escalera sino hacia su estudio, y le pareció que el andar erguido de Tirand era una máscara, una defensa que ocultaba algo que no podía ni quería compartir con nadie. Sus aseveraciones de que todo andaba bien eran dolorosas y evidentes mentiras, pero Calvi se dijo que quizás el Sumo Iniciado había repetido aquellas mentiras tanto en su propio beneficio como en el de Calvi. Tirand parecía agobiado por las preocupaciones. Más que eso, parecía viejo. Apenas tendría diez años más que Calvi, pero la distancia que los separaba era mucho mayor que el mero tiempo físico de los años. Pertenecían a mundos distintos, pensó Calvi. Y, con una intuición de la que nunca había disfrutado antes, de repente sintió una profunda compasión por Tirand.
D
os horrores alados fueron a buscarla. Surgieron a toda velocidad del pasadizo y cayeron sobre la criatura, que se había agazapado, aterrorizada, junto al pozo. El fuego líquido que salía de sus fauces le quemó la piel y la hizo gritar, y sus gritos se renovaron cuando, llevada por garras que le desollaban la carne, arrancada a una velocidad de vértigo de su refugio, salió arrastrada por sus captores a la cegadora luz del extraño mundo exterior.
Ascendieron a gran altura en un cielo que rugía y escupía relámpagos. Azotada por los vientos, desgarrada por los ululantes elementos, incapaz de entender qué estaba ocurriéndole o por qué, la criatura se debatía indefensa, agarrada por las dos quimeras que la transportaban implacables hacia adelante. Y al fin, acobardada por la gigantesca magnitud de su terror e incapaz ya de luchar, vio una pared de roca negra que se alzaba ante ella y que terminaba unos trescientos metros por encima de su cabeza. Más allá de la cara del acantilado, en medio del torbellino de la estridente tormenta, seis prismas monstruosos y espectrales giraban lentamente en el cielo, pulsando con tenebrosa luz propia, y su visión casi acabó con los últimos vestigios de su cordura.
Las quimeras cambiaron de trayectoria bruscamente y fueron subiendo y subiendo mientras el acantilado se cernía sobre ellas a una velocidad aterradora. Con los ojos medio velados por lágrimas de dolor y miedo, la criatura vio que el muro negro pasaba a su lado, al parecer a escasos centímetros de su rostro. Entonces lo superaron y se elevaron sobre su cima y, cuando miró hacia abajo, perdió toda esperanza.
El gran pico estaba truncado y formaba una enorme meseta, negra y monótona como un dedo negro. En la meseta esperaban dos figuras. En toda su simple vida subterránea nunca los había visto, pero aun así los reconoció. Aunque para ellos no significaba nada, aunque era tan inferior que no ocupaba ningún lugar en sus titánicas mentes, ella les pertenecía por completo, porque ellos y sus hermanos habían sido sus creadores.
Una de las figuras alzó despacio la cabeza y miró a las quimeras, que ahora trazaban lentos círculos. Había asumido la forma y proporciones de un hombre, pero incluso a aquella distancia la criatura sintió el terrible poder que irradiaba, un poder que abarcaba todas las dimensiones y que se burlaba de la mera estatura física. En su adusto cráneo brillaban unos ojos que eran como estrellas blancas, y su largo cabello dorado flotaba y se ondulaba en la tormenta. En su pecho, cuando alzó una mano imperiosa y ordenó bajar a las quimeras, la criatura vio una luz pulsante y mortífera que arrojaba siete lanzas resplandecientes a la noche: la estrella de siete puntas, el símbolo de la autoridad absoluta del Caos.
La criatura comenzó a implorar de forma incoherente; las palabras se amontonaban en su garganta, y sus miembros se agitaban débilmente en un último esfuerzo por escapar de sus captores. Pensó que sería mejor caer, precipitarse gritando a las profundidades y hacerse añicos, igual que había ocurrido con el último regalo precioso y deseado de su traicionero señor, antes que sufrir aquel horror y el destino que seguramente traería consigo. Pero no podía hacer nada. Despacio, horriblemente despacio, las quimeras descendieron trazando círculos. De pronto las garras la soltaron, y cayó como una piedra sobre la superficie de la meseta mientras sus torturadores batían sus grandes alas y se perdían en la oscuridad.
No podía moverse. Había chocado contra el suelo con tremenda fuerza y el dolor la consumía mientras yacía con el rostro destrozado, aplastado contra la roca. Cuatro de sus extremidades manoteaban débilmente el vacío; las otras dos estaban torcidas y aplastadas bajo su cuerpo. Un gran ruido zumbaba en sus oídos, como el latido de un horrible corazón, y un fluido blanco le goteaba de las esquinas de los ojos.
Sintió la presencia ante ella, que la obligaba a vencer su terror y dejarlo de lado, y atravesaba su conciencia para llegar a las profundidades más elementales de su ser. Por muy golpeada, sangrante y dolorida que estuviera, no tuvo más remedio que obedecer la compulsión de levantar su maltrecha cabeza, dolorosamente, centímetro a centímetro, y alzar la vista.
La miraban, y, cuando los ojos de Yandros cambiaron de blanco a dorado, luego a verde y por último a negro intenso, ella vio ira, desprecio y sed —una sed enorme, insaciable— de venganza. A su lado, la segunda figura, cuyos ojos eran como esmeraldas mortíferas y oscuras, y cuyo cabello era tan negro como el humo de una pira funeraria, la contemplaba con una indiferencia que le pareció tan terrible como la rabia de Yandros. Abrió la boca e intentó emitir un sonido, pero no lo consiguió. Estaba muda, la esperanza reducida a frías cenizas en su interior, y mentalmente repetía una y otra vez una súplica fútil pero desesperada: «
Amado mío, ¡no me abandones ahora! ¡Vuelve! ¡Ayúdame! Por favor, oh, por favor
…»
El pensamiento se interrumpió cuando Yandros volvió a alzar su fina mano. Un largo dedo la señaló, y un atormentador espasmo le sacudió el cuerpo, renovando el sufrimiento. Y el señor del Caos habló con voz sibilante que contenía todo el poder reprimido de la tormenta que rugía sobre sus cabezas.
—Larva traicionera, ¿qué has hecho?
La tormenta terrenal comenzó con un gigantesco relámpago que arrojó una luz cegadora sobre el pico del volcán, seguida de un trueno que pareció sacudir la Isla Blanca hasta los cimientos. Desde su mirador en el saliente que presidía la caldera del cráter, Ygorla sintió un arrebato de impaciencia que la hizo querer desafiar el rugido de la tormenta con un grito de júbilo. Aquél era el día. Lo había sabido, lo había deseado, había aguardado que llegara con todo el autocontrol de que era capaz su formidable cerebro. Ahora por fin llegaba el amanecer, y el heraldo estaba haciendo sonar su trompetazo. Su cumpleaños. Siete veces tres. El momento de mayor significado desde la noche en que había salido del vientre de su madre muerta, lejos, en aquel adusto Castillo de la Península de la Estrella. Había alcanzado la mayoría de edad. ¡Y su salida de la crisálida de la adolescencia para alcanzar la edad adulta pondría el mundo a sus pies!
Al oír el primer siseo de la lluvia torrencial, se puso en pie y alzó el rostro hacia el círculo de cielo oscuro, muy por encima de ella. Un gigantesco resplandor triple iluminó la caldera, e Ygorla se rió salvajemente mientras el trueno daba su resonante respuesta. Él venía. Lo sabía, lo sabía. Los largos años de espera habían terminado, y en este día reclamaría su herencia.
El relámpago y el trueno cantaron de nuevo, y en el suelo del cráter, donde descansaban los destrozados restos del viejo altar votivo, comenzó a brillar una luz ardiente, como el ojo feroz e incorpóreo de un horno. Ella retuvo la respiración, mirando fijamente a través de la lluvia e intentando contener su nerviosismo mientras la puerta entre este mundo y el del Caos tomaba forma lentamente y se solidificaba dentro de la luz. Vio cómo se alzaba el pomo, vio que la puerta empezaba a abrirse. Sonriente, con una nueva y triunfante seguridad reflejada en el rostro, Narid-na-Gost atravesó el portal y entró en el mundo de los mortales.
—¡Padre! —exclamó con un grito agudo que quedó ahogado por un trueno. Ygorla echó a correr por la empinada senda hacia él. El demonio la vio, y una mano de largas uñas hizo un rápido y violento gesto de rechazo.
—¡Espera, hija! ¡No te acerques!
Confundida, Ygorla se paró de golpe en una roca que ya estaba resbaladiza por la lluvia. El demonio giró sobre sí mismo y, encarándose con la puerta otra vez, alzó ambos brazos y pronunció una palabra extraña que hizo estremecerse violentamente de excitación a Ygorla, pese a no entenderla.
La luz y el portal que contenía implosionaron. El resplandor fue diez veces más brillante que los relámpagos; Ygorla quedó cegada momentáneamente y retrocedió lanzando un juramento de sorpresa. Cuando su visión se recuperó y pudo mirar de nuevo la caldera, vio que no quedaba ni el más mínimo resto de la puerta. Sólo había el cráter vacío, y la figura de su progenitor que todavía sonreía.
Narid-na-Gost la miró. Sus ojos eran como brasas.
—Está hecho —anunció—. El camino entre este mundo y el Caos está cerrado. Por fin he vuelto contigo, hija, y no volveré a dejarte.
Ygorla le devolvió la mirada, y se echó a reír. Era un sonido cantarino de alegría, de triunfo; riendo, corrió senda abajo por el cráter y se arrojó a los brazos abiertos del demonio. Narid-na-Gost también reía, de forma inhumana, maníaca; la alzó en vilo, la besó apasionadamente y por último la soltó, de forma que ella dio un par de vueltas y se detuvo, con los brazos extendidos y las manos cogidas todavía a las del demonio.
—Hija mía —dijo el demonio; de pronto, todo el júbilo había desaparecido de su voz, aunque el placer y un gélido orgullo seguían allí—. ¡Ah, mi dulce hija! Vengo a felicitarte en éste, el más feliz de los días. Y te traigo el regalo que te prometí hace tantos años. —Sonrió con ferocidad—. Te traigo el poder que has ansiado esgrimir desde la noche en que diste tu primer paso vacilante en los misterios de la hechicería.
Ygorla sintió que el corazón comenzaba a latirle con tal fuerza que creyó que se le desencajarían los huesos de la caja torácica, y sus brillantes ojos azules despidieron una luz ávida. Éste era el día que había esperado durante todos aquellos largos y frustrantes años, y, ahora que el momento estaba cerca, apenas podía contener su nerviosismo.
Pero Narid-na-Gost estaba saboreando su triunfo y no iba a permitir que le metiera prisa.
—¿Recuerdas aquella noche, Ygorla? —preguntó en voz baja—. ¿Recuerdas lo que sentiste, hija, cuando la columna de piedra ardió a una orden tuya? ¿Recuerdas las llamas del Caos que obedecieron tu voluntad?
Lo recordaba, del mismo modo que recordaba a las mujeres que gritaban y a los hombres asustados. También recordaba la última mirada aterrada en el rostro de su tía abuela, la vieja Matriarca, un momento antes de que el fuego del Caos la consumiera. Esbozó una sonrisa que armonizaba con la del demonio.
—Has recorrido un largo, largo camino desde entonces —prosiguió Narid-na-Gost, sin hacer caso de otro ensordecedor trueno—. Esos pequeños hechizos son ahora juegos de niños para ti. Pero el ansia sigue ahí, ¿verdad? El ansia de poder, más y más poder; todo el que tu alma pueda contener.
—¡Sí! —jadeó Ygorla—. ¡Oh, sí!
—Entonces, mi demoníaca hija, tendrás ese poder. O, mejor, lo tendremos. Porque yo también tengo mis ambiciones. Mientras que tú conseguirás la grandeza en el mundo de los mortales, yo pienso adquirir otro tipo de poder en otro reino.
Echó a andar por el cráter y, por encima de los hombros encorvados y deformes, su cabeza se volvió para mirar siniestramente al cielo. Un relámpago surcó las alturas, poniendo de relieve sus rasgos, y, cuando volvió a hablar, su voz rezumaba un veneno dulzón.
—Hoy en el Caos hay una tormenta de otra clase —dijo—. Y esa tormenta no ha hecho más que empezar. Una nueva era está a punto de comenzar, tanto para los dioses como para los humanos.
Ygorla lo miró con ojos febriles. No entendía lo que quería decir, pero sentía como respuesta un impulso de impaciencia en su alma.
—Mis amos —prosiguió Narid-na-Gost con furia— se han vuelto autocomplacientes. Han olvidado su propósito y han olvidado el linaje que una vez les dio la voluntad y la fuerza para romper el yugo del Orden sobre el mundo mortal. Desde que Aeoris y sus anémicos paniaguados fueron vencidos, ha habido paz. —El desprecio llenó su rostro de fealdad—. ¡Paz! ¿Qué placer encuentra el Caos en ello? ¿Dónde está la gloria, dónde el pandemónium, dónde el terror que antes imponía el Caos? ¡Yandros nos ha fallado! Permanece ausente, satisfecho con que prevalezca el Equilibrio, y permite que los hombres nos adoren o no a su gusto; ¡y con eso ha demostrado ser un pusilánime y un estúpido!
Ygorla miró inquieta al cielo. ¿Oirían los dioses aquella blasfemia? Porque si lo escuchaban, entonces…