—¡No pienso quedarme aquí! —musitó, y su voz ahogada tenía un tono aterrorizado—. ¡No, desde luego que no! —Su cabeza emergió entre los pliegues del vestido, y una mirada desorbitada se clavó en Strann—. ¿Qué hiciste?
—¡No hice nada! Kiszi, tú lo has visto, ¡has visto lo que pasó!
Kiszi tuvo una arcada, como si fuera a vomitar, y metió los brazos en las mangas de su túnica. Buscando frenéticamente, encontró un zapato, se lo puso en el pie equivocado, soltó una palabrota que habría escandalizado a sus padres, y buscó a tientas el otro zapato.
—¡No! —exclamó cuando Strann quiso interceptarla—. ¡Me marcho!
Salió de la cama, tropezó con el dobladillo de su vestido y cayó sobre una rodilla; Strann oyó cómo se rasgaba el caro tejido. Ella volvió a levantarse, fue tambaleándose hasta la puerta y forcejeó con el pomo hasta conseguir abrirla.
—Lo siento —dijo, mirándolo de nuevo a los ojos; estaba de pie y temblando en el umbral, y parecía una niña pequeña muy asustada—. Algo te ha pasado, Strann. No sé lo que es ni creo que tú lo sepas tampoco. Lo he sentido desde que volviste de la Isla de Verano. Algo te tocó. ¡Y no quiero saber nada más!
Dejó la puerta girando sobre sus goznes mal engrasados, y Strann oyó el ruido de sus pasos por el pasillo y luego por la escalera trasera.
Algo te ha pasado, Strann
. Ella había alcanzado el meollo del asunto, sin saberlo, inocentemente. Un atisbo de sabiduría, un atisbo de intuición, algo tan poco común en Kiszi que sonaba extraño en sus labios.
Algo ha pasado
. Lo sabía, y tuvo una sensación fría en la boca del estómago.
A su espalda, las velas del candelabro goteaban y una ráfaga inoportuna procedente del pasillo hacía oscilar sus llamas. Las monedas estaban en el suelo, todavía con aquel dibujo:
Estoy vigilando
. En dos zancadas, Strann atravesó la habitación y alzó un pie para dar una patada a las monedas y esparcirlas, pero se contuvo en el último momento. No quería tocarlas. Que se quedaran allí. Que se pudrieran.
Sus pertenencias eran pocas: una manta enrollada, una mochila que contenía algunas cosas básicas, y su precioso manzón. Como solía hacer, las había dispuesto ordenadamente junto a la ventana, siempre listas para ser recogidas, cargadas y llevadas al siguiente destino. Dónde sería eso, no lo sabía, y en aquel instante no le importaba; lo importante era salir de Shu-Nhadek sin más dilación. Se había quedado por los ojazos de Kiszi y por sus amables abrazos, aunque el instinto le había dicho que partiera. Ahora deseó fervientemente haber hecho caso a su intuición, porque, de haber sido así, a aquellas horas habría habido muchos kilómetros entre él y la ciudad. O, para ser más exactos, entre él y la Isla de Verano. De hecho, ojalá no hubiera aceptado nunca la invitación para ir a la Isla de Verano.
Si un deseo fuera un buen caballo, pensó con ironía Strann, ahora estaría a mitad de camino en dirección a la Provincia Vacía, cabalgando en el mejor corcel jamás visto. Demasiado tarde para lamentaciones. Lo hecho, hecho estaba, y ahora lo único que tenía sentido era dar la espalda al sur y ponerse en camino. Probablemente podría alcanzar el cruce de las principales pistas para ganado al amanecer si iba a buen paso, y allí no sería difícil conseguir que algún carretero lo llevara hasta la provincia de Han o incluso más lejos. Aparte de eso, sólo podía esperar —pero no rezar, porque, por encima de todo, no quería llamar la atención de ninguno de los catorce dioses— que al abandonar Shu-Nhadek dejara también atrás aquel rastro de maquinación sobrenatural, innombrable, incalificable, que lo perseguía desde la noche en que él y Karuth Piadar habían tocado a dúo en la Isla de Verano.
Strann no era un hombre religioso. Si se lo hubiera obligado a escoger, su carácter lo habría inclinado más hacia el Caos que hacia el Orden; pero, desde que había alcanzado la edad para comprender aquel tipo de cosas, había mantenido una pragmática determinación de no mostrar fidelidades ni escoger bando. Aparte de la pequeña ofrenda a Yandros y a Aeoris en los festejos del Primer Día de Trimestre, no prestaba especial atención a los dioses, y siempre había esperado que, a cambio, ellos tampoco se fijarían demasiado en él. Pero ahora comenzaba a preguntarse si podría seguir confiando en eso.
Pero ¿por qué yo?,
preguntaba la lógica. Podría mostrarse vanidoso de vez en cuando, pero en el fondo era lo bastante inteligente para saber que nada había en él que pudiera interesar a los grandes poderes. No era mago, no tenía capacidades extrasensoriales. No anhelaba el poder ni los conocimientos arcanos. No predicaba. Simplemente, era un hacedor de canciones e historias, aunque, eso sí —Strann era tan poco inclinado a la falsa modestia como a la vanagloria—, con un talento fuera de lo común. No era una amenaza para nadie, ni era el peón de nadie. Fuera lo que fuese lo que se estaba tramando en dominios que iban más allá de su entendimiento, no quería tener nada que ver con ello.
Pero, lo quisiera o no, algo lo había tocado. Y la cosa había empezado en la Isla de Verano, cuando la hermana del Sumo Iniciado había accedido a tocar aquella pieza musical, rara y difícil, con él y cuando el relámpago había surgido, una sola vez, en un cielo rutilante de estrellas.
Strann echó un último vistazo a la habitación que había sido su hogar durante los últimos veintidós días. Por primera vez se dio cuenta de su pobre aspecto: de la alfombra gastada y agujereada en algunos sitios; de los muebles maltrechos y desconchados, que pedían a gritos una mano de pintura; de la barra de la cortina, torcida con respecto a la ventana, que ofrecía un aspecto desconcertante, como de borracho. Incluso la cama en la que Kiszi y él habían disfrutado era desigual, verdaderamente incómoda si había que ser sincero. No le iba a costar nada marcharse.
La vela seguía ardiendo, pero torcida, y la cera goteaba del candelabro y formaba charcos. Las siete monedas de plata resplandecían donde habían caído. Seguro que el posadero las encontraría por la mañana y serían pago más que suficiente de la cuenta de Strann.
Salió al descansillo. El bodegón estaba en silencio; hasta los más intransigentes se habían ido tambaleándose a sus camas. Una ventana entreabierta en el otro extremo del pasillo golpeó con una súbita brisa, y Strann abrió las fosas nasales y olió a pescado rancio, brea, salmuera y algas secas en la bahía. No quería ver de nuevo el mar, al menos durante una temporada. Y, aunque enseguida apartó el pensamiento, no pudo evitar pensar por un instante qué cosas extrañas podrían estar acechando los sueños de Karuth Piadar aquella noche.
Cerró la puerta y se dirigió en silencio hacia la escalera.
E
l matrimonio de Blis y Jianna Hanmen Alacar anunciaba —afortunadamente, según los videntes y augures— un año tranquilo y sin sobresaltos. La fiebre de primavera se cobró muy pocas víctimas, y éstas sobre todo entre los ancianos y débiles, lo cual era de esperar. A medida que avanzaba el verano, las provincias se dedicaron a sus rutinas usuales de la estación, sin que hubiera grandes alteraciones que marcaran los largos y cálidos días.
La única pequeña desilusión en las clases altas de la sociedad durante aquel agradable verano, y el otoño e invierno que vinieron a continuación, fue que todavía no había nuevo heredero en el palacio de la Isla de Verano. Se esperaba con ansiedad un anuncio, pero, transcurrido un año, no había embarazo real. Sin embargo, todo el mundo estaba de acuerdo en que el Alto Margrave y su esposa eran aún lo bastante jóvenes y que las cosas seguirían su curso y —excepto en algunos lugares proclives siempre a los rumores— la preocupación por los asuntos del Margraviato desapareció.
La vida también era tranquila en la Península de la Estrella; en algunos aspectos incluso demasiado tranquila, puesto que la pelea entre Tirand y Karuth, aunque aparentemente olvidada, parecía haber dejado una cicatriz. Nunca se decía nada, pero ambos eran conscientes de que su relación se había alterado de una manera sutil, creando ligeras tensiones que antes nunca habían existido. Por mucho que lo intentaran, les resultaba imposible desprenderse totalmente de los efectos de la vieja querella para volver a la normalidad. Los amigos íntimos y aquellos miembros del Círculo con mayor sensibilidad psíquica también notaron el cambio, y eso arrojaba una pequeña pero tangible sombra sobre la atmósfera dentro de los muros del Castillo.
Pero, aunque aquel problema sin resolver los incomodaba, Tirand y Karuth estaban decididos a que no tuviera un efecto contraproducente en sus responsabilidades y deberes. Si acaso, ambos se dedicaron con más devoción que nunca, sumergiendo los sentimientos personales en la distracción del trabajo. A la primavera siguiente, un año después de la boda de su hermano y de alcanzar la mayoría de edad, Calvi Alacar superó —con sobresaliente— sus exámenes de filosofía y ciencias naturales. En la fiesta para celebrar su éxito y el de sus compañeros de estudios, Calvi se puso en pie sobre la mesa del comedor y pronunció un discurso entusiasta, aunque no demasiado sobrio, en el que agradeció al Sumo Iniciado en particular la ayuda prestada sin regatear esfuerzos y su guía durante los años de estudiante. Tirand, aunque terriblemente avergonzado, se sintió emocionado en lo más íntimo por el elogio de Calvi. En los últimos dos años se había tomado verdadero interés en el progreso del joven, porque creía que Calvi tenía madera para ser un gran filósofo y maestro; además, entre los dos había surgido una gran amistad y aumentado el respeto mutuo. Tirand estaba contento al ver que su opinión sobre Calvi se confirmaba, y se sintió doblemente satisfecho cuando Calvi anunció su propósito de permanecer en el Castillo y seguir estudiando para conseguir más altos honores.
Y así pasó otra primavera, y otro verano floreció y comenzó a agostarse. Lejos, en el sur, en la pequeña isla que el resto del mundo creía deshabitada, Ygorla Morys había demostrado ser también una estudiante más que aplicada, aunque en un campo muy distinto. Sabía que su padre estaba satisfecho con sus progresos. Y, aunque las visitas de éste al escondite de la Isla Blanca se habían hecho menos frecuentes últimamente, ella esperaba cada ocasión con creciente ansiedad porque sabía que antes de que transcurriera mucho tiempo se producirían grandes cambios en su vida.
Una espléndida mañana, cuando el otoño empezaba a imponer su influencia en el mundo, Narid-na-Gost la visitó. Ygorla lo había estado esperando, sabiendo que vendría, aunque sin poder determinar con exactitud cuándo. Su intuición, afinada en el transcurso de más de seis años hasta tener una exactitud casi felina, todavía no podía equipararse con el impredecible y caprichoso carácter de su padre y, por mucho que se esforzaba, tan sólo podía sentir su presencia unos minutos antes de que la puerta resplandeciente entre el mundo mortal y el del Caos apareciera en la caldera del cráter.
Pero esta vez, aun antes de que Narid-na-Gost llegara, supo que algo sería distinto. Lo sintió como un cosquilleo que se insinuó como arañas de hielo que corrieran por su columna vertebral, y, cuando salió de su cueva en el momento en que los rayos del sol comenzaban a acariciar las cimas del cráter, volvió a sentirlo: algo casi visible, que flotaba en el aire. En la periferia de su visión aparecían colores extraños, las perspectivas se presentaban deformes, y entre las paredes de roca se veían destellos y muecas de rostros a medio formar, que siempre desaparecían como espejismos que eran cuando ella intentaba encararse con ellos y retarlos. La atmósfera rezumaba poder y, por una vez, no era suyo.
De pie ante el altar roto que en otros tiempos había sostenido la lámpara votiva de Aeoris, Ygorla sonreía. Algo se estaba tramando. Algo estaba cambiando en el mundo de su padre. Aunque todavía no sabía qué forma adoptarían, o cuál era su propósito, sentía las corrientes moverse a su alrededor y el eco de respuesta en la pulsación de su propia sangre medio humana.
Cuando llegó Narid-na-Gost no hubo, para sorpresa de Ygorla, ni ceremonia ni espectáculo. Dio la espalda al altar un instante para mirar de reojo el sol y, cuando volvió a mirar la piedra, él estaba allí, su figura deforme entre los dos fragmentos de roca. Durante unos segundos que parecieron interminables se contemplaron mutuamente. Ella se fijó en su fealdad, que con los años de conocerlo había adquirido a sus ojos una especie de perversa belleza; él, a su vez, la contempló, sopesando la criatura en que se había convertido.
Ygorla era toda una mujer. Con veinte años, había adquirido una belleza por la que muchas mujeres normales habrían matado. El cabello le llegaba casi hasta las rodillas, como una resplandeciente cascada de color negro azulado; brillaba y se ondulaba como agua, de una manera que ningún cabello mortal habría hecho. Sus ojos eran fríos zafiros en el marco de su delicado rostro; su cuerpo, pequeño, con pechos totalmente desarrollados, pero esbelto, y las piernas y los brazos de una delicada hermosura. Parecía el epítome de la perfección humana y —para cualquiera que no se fijara demasiado en aquellos brillantes ojos azules— de la ingenuidad, y su visión satisfizo grandemente a Narid-na-Gost. Los hombres morirían de buena gana por su hija, sólo por verla. Encontró aquella idea muy divertida.
Se adelantó y, cogiéndole la mano, se la llevó a los labios en un viejo gesto caballeresco mientras se inclinaba ante ella.
—Hija mía, eres la encarnación de la belleza. ¡Realmente, eres una emperatriz!
Ygorla lo miró asombrada.
—¡Padre! —exclamó, confundida, pues aquello era impropio de él—. ¿Qué ha ocurrido?
Los carmesíes ojos del demonio brillaron con aprobación.
—Ah, entonces ¿lo sientes?
—Siento algo, pero no puedo darle un nombre.
Narid-na-Gost le soltó la mano y giró lentamente para contemplar el desolado paisaje del cráter con una mezcla de disgusto e interés distante.
—Has estado sola en este lugar largo tiempo, Ygorla —dijo al cabo—. Sé que tu vida aquí no ha sido nada fácil. —La miró de nuevo y sus labios se torcieron en una rápida sonrisa de complicidad—. Has sido paciente y obediente, y ya falta poco para que recojas la recompensa que te prometí hace mucho tiempo.
Ygorla sintió que el corazón le daba un vuelco de alegría. Abrió la boca para hacer una ansiosa pregunta, pero el demonio alzó una mano, obligándola a guardar silencio.
—No —declaró—. No estoy listo para explicar lo que he dicho, todavía no. No del todo. Falta por completar una fase de mi plan, la más crucial y la más peligrosa de todas. Cuando haya sido realizada, habrá grandes cambios, Ygorla. Habrá llegado entonces la hora de que abandones este lugar miserable en busca de un nuevo hogar más acorde con tu destino.