En ese momento llamaron a la puerta con suavidad. Suspiró, alzó la vista y dijo:
—Adelante.
Sanquar, su ayudante superior, entró en la habitación y vaciló al ver que ella todavía no había terminado de cambiarse las ropas del viaje. El destello melancólico que apareció en sus ojos antes de que pudiera disimularlo no pasó inadvertido a Karuth, quien le dio la espalda y, cogiendo la túnica que había extendido sobre la cama, se la puso sobre su ropa interior.
—¿Están bien acomodados nuestros inválidos? —preguntó con tono indiferente.
—Sí, Karuth. Yo… —Desde que ella lo había rechazado unos cuantos meses atrás, Sanquar se sentía algo incómodo en su presencia, y ahora casi tartamudeaba—. Venía a decirte que todo está bien y que no es necesario que vayas a verlos personalmente. La mayoría de ellos dormirá hasta mañana, y tú debes de estar muy cansada.
Karuth se ató la túnica, ciñéndose el cinturón más de lo necesario. Al ver que tenía las manos tensas y los nudillos blancos, se esforzó en relajar los dedos.
—Iré a verlos de todas maneras —replicó. Advirtió que su tono era irritado, aunque no era ése su propósito, y respiró hondo antes de volver a hablar—. Y quiero revisar la farmacia. Tengo entendido que andamos escasos de algunos antipiréticos.
—Gustosamente puedo hacer eso por ti.
El autocontrol de Karuth desapareció de nuevo, pues el evidente deseo de su ayudante de agradarle agotaba de manera irracional su paciencia. Se encaró con él, hablando con tono ácido.
—Gracias, Sanquar, pero, ya que por lo visto no hubo nadie que se ocupara de que nuestro almacén fuera renovado mientras estaba ausente, creo que será mejor que lo haga yo.
De inmediato se arrepintió de aquella réplica dura e injusta, pero en aquel momento no se sentía con ánimos de retractarse o de pedir disculpas por usar a Sanquar como cabeza de turco. Se calzó las zapatillas, se echó hacia atrás el pelo, despeinado y húmedo, y se dirigió a la puerta. Sanquar, sonrojado, se apartó, y Karuth se detuvo en el umbral.
La gata blanca estaba sentada en el pasillo, delante de su habitación. Ya había pasado la época de criar y disfrutaba de una cómoda vejez entre los humanos, que se lo permitían sin ningún reproche. Los grises ojos de Karuth se encontraron con los verdes del animal, que abrió la boca, mostrando sus pequeños dientes y una lengua rosada, y dio un maullido de bienvenida.
Karuth se estremeció. Le gustaban los gatos, pero su relación con aquella criatura en particular había sido ambigua desde aquella vez, hacía cinco años, en que había conjurado al elemental. Nunca había podido desechar la convicción de que la gata sabía algo que no podía, o que no quería, comunicar. Su aparición, enfrentándose a ella, recordándole aquella corriente soterrada de desasosiego, fue la gota que colmó el vaso.
Se volvió y miró a Sanquar.
—Lleva ese animal a las cocinas y asegúrate de que se queda allí. No quiero volver a verlo por aquí arriba.
Sanquar y la gata la miraron mientras se alejaba a grandes pasos por el pasillo. Karuth sintió el desánimo de Sanquar, la curiosidad de la gata y reprimió el estremecimiento que amenazaba con sacudirla. Le dolía la cabeza, le dolían los brazos y las piernas; quería descansar, quería dormir. Pero no podía descansar, no mientras el Warp siguiera aullando por encima del Castillo y mientras cada uno de sus nervios pareciera crispado, estirado hasta el límite de su aguante. El sudor le perlaba el rostro, aunque hacía frío en el pasillo, y de pronto se dio cuenta de que estaba sufriendo los primeros síntomas de la fiebre, tal como había temido. Ahora lo sabía, y ello explicaba, aunque no disculpaba, su humor. Maldición. Haría lo que pudiera antes de que la fiebre la incapacitara, y, cuando fuera demasiado alta, se enfrentaría a la fiebre, a la debilidad y al delirio e intentaría superarlos cuanto antes.
Ante ella estaba la escalera principal. A la luz de las antorchas tenía un aire vagamente irreal, con la perspectiva distorsionada y un tenue halo que parecía envolver todo aquello en lo que posaba la vista. Sintió vibrar el Warp a través del suelo, en sus huesos, y comenzó a sentirse enferma. No cedería ante él, se dijo. No lo haría.
El pozo de la escalera pareció acercarse. Karuth se agarró a la barandilla y el mareo momentáneo pareció ceder, dejándole un pequeño sentimiento de triunfo. Estaba bien. La fiebre todavía no la había vencido.
Respiró con fuerza tres veces seguidas y comenzó a descender a la planta baja.
Kiszi estaba mohína. Vestida con su breve camisa, se encontraba arrodillada en la cama, con una pierna exquisitamente torneada colocada en un ángulo provocativo, contemplando con resentimiento a través de sus espesos rizos a su amante, que le daba la espalda, sentado con las piernas cruzadas en el suelo.
Al final no pudo mantener más el silencio. Había discutido con él, pero en vano. Había intentado halagarlo y seducirlo para que abandonara sus preocupaciones, y eso también había fallado. El prolongado y frío silencio que había empleado como última arma había surtido el mismo efecto que la presencia de una mosca en la cara de un acantilado de granito. Rodó sobre su estómago emitiendo un gruñido y apoyó la barbilla sobre los brazos cruzados.
—¿Cuánto tiempo más? —Su tono era a la vez enfadado y mimoso.
Strann no volvió la cabeza.
—No lo sé. Quizás unos minutos. Ten paciencia.
—¡Ya he tenido paciencia! ¡He tenido paciencia desde que se hizo de noche, y desde entonces han pasado horas! —Su labio inferior temblaba de autocompasión—. ¡Oh, Strann, esto es tan estúpido! Ya sabes por lo que he tenido que pasar para salir de casa sin que se enterara papá. He de regresar mucho antes de que amanezca si no quiero que me descubran, y ésta es nuestra última noche, porque mañana te vas, y ni siquiera quieres decirme por qué, y, además, no hay razón para que te marches, y…
Su voz se perdió. Strann se había vuelto para mirarla, y a la luz del candelabro de una sola vela que ella había colocado ingeniosamente al pie de la cama, su rostro tenía una expresión de paciencia hastiada.
—Ya te lo dije, Kiszi. No quiero quedarme más tiempo en Shu-Nhadek. Ni siquiera quiero quedarme en la provincia. Necesito marcharme.
—¿Por qué? No has hecho nada —replicó, dedicándole una sonrisa lasciva—. O, al menos, no te han cogido haciéndolo.
—Aun así, quiero marcharme. —Hizo una pausa y la miró, con cierto desafío en sus ojos de color avellana—. Te he invitado para que vengas conmigo.
Ella hizo una mueca con la boca.
—Y sabes muy bien que no puedo hacer tal cosa. Papá enviaría a la milicia a buscarme antes de que hubiéramos andado un kilómetro.
—Bueno, ése es el precio que tienes que pagar por ser una chica rica.
—¡Yo no pedí nacer de buena cuna! —exclamó, casi saltándosele las lágrimas, lágrimas de furiosa frustración—. ¡Odio ser rica! Quisiera…
—Kiszi, Kiszi… —Strann se levantó soltando un suspiro y se acercó a la cama. Los ojos de Kiszi se iluminaron al instante y se tumbó boca arriba, pero Strann se limitó a sentarse en el borde del lecho y a cogerle una mano.
—Lo siento, gatita.
—¡No me llames así!
—Pero lo eres —insistió él, cogiéndole un mechón de cabello y jugueteando con él—. Una gatita. Una gatita de pelaje amarillo.
Kiszi comenzó a olfatear la victoria, pero no estaba dispuesta todavía a ceder del todo.
—De pelaje dorado —lo corrigió con burlona aspereza.
—Ah, sí, claro. Las prostitutas tienen el pelo amarillo, las chicas ricas lo tienen dorado. Había olvidado esa sutil distinción.
—Ohhh… —El disimulo coqueto de Kiszi se vino abajo; ahora estaba de verdad enfadada con él, y amargamente desilusionada—. ¡Cerdo! No tienes derecho a ensañarte conmigo, no es justo. Sólo porque algo desagradable ocurrió en la Isla de Verano y volviste a toda prisa a Shu-Nhadek, antes de que terminaran las fiestas…
—No me invitaron a quedarme, si recuerdas —la interrumpió Strann. Entonces su mirada adquirió una rara introspección y añadió en voz baja—: y tampoco me habría gustado hacerlo.
—¿Qué quieres decir?
Strann abrió la boca para contestar de mala manera, pero la cerró porque su sentido de la justicia consiguió salir a la superficie. Estaba siendo injusto. Kiszi no tenía la culpa de la inquietud que lo atenazaba desde la noche de la boda del Alto Margrave, y convertirla en blanco de su mal humor era una vergüenza. Pero no podía expresarle las complicaciones de su actual estado de ánimo, porque en todo menos en las cosas más obvias Kiszi era una ingenua y, sencillamente, no lo entendería.
Volvió a mirar el lugar donde se alzaba incongruente en el suelo la pequeña pirámide de monedas. Abajo, en el bodegón de la posada, y antes de la furtiva llegada de Kiszi y la apresurada fuga de ambos al dormitorio de Strann, había estado repasando mentalmente el viejo truco de feria. No lo había querido probar entonces, a la vista de todos los parroquianos, que lo habrían importunado pidiéndole una actuación; pero, si lo había recordado fue, según sospechaba, porque era el único truco de su repertorio que nunca le había salido bien. Según la anciana que se lo había enseñado, hacía tantos años que no podía recordarlos, era una versión degradada de una auténtica habilidad paranormal, practicada por los lectores de piedras de las grandes llanuras del este. Muchos «milagros» de buhonero tenían un origen parecido, pero aquel truco en particular, a pesar de la destreza de Strann, parecía resistirse a ser degradado; como si algo extraño, inexplicable, se encontrara demasiado cerca de la superficie y no consintiera en ser mal empleado.
Aquella noche, sin un motivo lógico, recordó el truco y tuvo una intuición. No estaba del todo seguro de que le gustara la sensación, e intentó convencerse a sí mismo para no efectuar el experimento. Pero la curiosidad —que, se recordó, había causado la caída de hombres más importantes que él— ganó la partida, como ocurría casi siempre, y no fue capaz de resistir la tentación de probar. Algo, le decía su persistente intuición, sería distinto esta vez. Algo sucedería.
Pero todavía no había ocurrido nada. Intentó enseñar el truco a Kiszi, quien, suponiendo que era un juego tonto como preludio al verdadero juego amoroso, le siguió la corriente de buena gana en un principio. Sin embargo, igual que en sus viejos días en las ferias, Strann no consiguió que funcionara la prestidigitación. Primero reaccionó ante su fracaso encogiéndose de hombros, sin darle demasiada importancia, y decidió intentarlo una vez más antes de desechar su intuición como una tontería y dedicarse a asuntos más placenteros. Pero, cuando también falló su segundo intento, el propósito dejó paso al orgullo herido. No se daría por vencido. No eran más que triquiñuelas de prestidigitador, y él era tan buen prestidigitador como el que más; siempre se había sentido orgulloso de su habilidad. Maldita sea, antes de que su talento le abriera las puertas del gremio, se ganaba la vida con aquello.
Mientras intentaba una y otra vez que le saliera el truco, una vocecita interior no cesaba de repetirle que aquello era ridículo. A dos pasos tenía una chica bonita y adorable, y cada vez más impaciente, que lo esperaba en la cama, y aquélla era su última oportunidad de pasar unas horas íntimas y deliciosas con ella. ¿Qué locura era aquello de permanecer en cuclillas sobre la mugrienta alfombra con aquella tontería sin sentido, aquella chuchería, aquel juguete? Seguramente había vuelto a beber demasiado anoche, la bebida trajo de nuevo los sueños, y los sueños evocaron el recuerdo de un montón de monedas y de un truco que no quería salir. Y allí estaba Kiszi, que, para cuando él regresara a Shu-Nhadek —¿y quién podía saber cuándo sería eso?—, seguramente habría encontrado un esposo joven y rico y habría olvidado su breve pero feliz relación. Su última oportunidad y la estaba desaprovechando. «Eres un idiota», se dijo Strann.
Miró de nuevo a Kiszi.
—Lo siento, gatita. Tienes razón: soy un cerdo o algo peor —dijo—. ¿Qué hora crees que es? —añadió, mirando hacia la ventana.
—Todavía es temprano —aseguró ella, enroscando los brazos alrededor del cuello de Strann—. Deja tus trucos, Strann. Yo te enseñaré uno realmente bueno.
Strann hizo ademán de acercarse más a ella, pero se detuvo. Aquellas malditas monedas resplandecían a la luz de la vela como ojos de gato incorpóreos que lo observaran… Rápidamente se inclinó para dar a Kiszi un beso que prometía mucho más y luego se apartó de la cama y recogió el montón de monedas de plata con un diestro movimiento. Incapaz de resistirlo, lanzó las siete monedas con gesto de consumado malabarista, y las miró caer en su mano.
—Malditos sean los trucos de prestidigitador —exclamó, y con otro rápido movimiento de muñeca arrojó las monedas en un arco descuidado. Subieron… y se detuvieron flotando en el aire. Luego, con tanta velocidad que Strann no pudo reaccionar y Kiszi sólo fue capaz de lanzar un apagado aullido de temor, comenzaron a girar sobre sí mismas, en círculo.
«¡Dioses! —Strann fue incapaz de recobrar el control a tiempo para detener el movimiento reflejo de coger las monedas voladoras. Algo lo golpeó con fuerza en el pulgar, de forma punzante y dolorosa, y el músico dio un salto hacia atrás, lanzando una maldición. Las monedas giraban cada vez más deprisa, volviéndose borrosas con la velocidad, y de pronto vio cómo se formaba un rostro en el diminuto torbellino, de plata y sombra incolora, una boca que sonreía con cinismo, unos ojos —ojos enormes— que lo miraban, traspasándolo hasta llegar a su alma.
Strann lanzó un grito. El rostro desapareció, y las monedas cayeron al suelo con un sordo sonido metálico.
Su grito quedó resonando en medio de un silencio abrumador, y miró las monedas como si fueran serpientes venenosas. No se movieron. Ahora no tenían vida, detenida su momentánea animación tan repentina y violentamente como había comenzado. Pero formaban un dibujo, y Strann lo reconoció de forma inmediata. Era una notación musical, la breve secuencia que, en el Código de la Mano del gremio, significaba:
Estoy vigilando
.
Un sonido inarticulado a sus espaldas rompió el ensimismamiento de Strann. Giró sobre sí mismo y vio a Kiszi estirada sobre la cama, pataleando sin coordinación alguna, mientras intentaba alcanzar el otro lado del colchón, donde estaban sus zapatos y su vestido.
—Kiszi… —Se dirigió hacia ella en el mismo momento en que recogía su vestido y comenzaba a ponérselo por la cabeza—. ¡Kiszi!