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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora (29 page)

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora
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La ventana estaba abierta y una suave brisa entraba en la habitación, refrescándola y trayendo aromas de flores y hierba cortada. La luz del día iba desterrando las sombras. Karuth rodó en la cama y se sentó; recogió las piernas y, apoyando la barbilla en las rodillas, contempló el tranquilo mundo exterior.

De pronto, tras el pánico, su mente razonaba con claridad y frialdad y supo que el miedo que había sentido no había sido producto de lo que había visto, sino de sus implicaciones. No temía al Caos; como adepto de quinto rango tenía suficientes tratos con sus habitantes inferiores y menos predecibles para ser víctima de los terrores que podrían haber acosado a mortales comunes, y no tenía motivo para pensar que Yandros se le mostrara adverso. Pero, desde los tiempos del Cambio, los dioses habían mantenido su promesa de no participar de forma directa en los asuntos humanos; ya hacía casi un siglo que se mantenían alejados y aislados del mundo. Entonces, ¿por qué, se preguntaba, por qué aquella noche, en aquel lugar, había regresado al mundo de los mortales alguien que tan sólo podía ser un avatar del Caos?

El anillo con su estrella de siete puntas, el viejo regalo de Carnon Imbro, le apretaba el dedo y Karuth lo torció para aliviar la incomodidad, aunque no se lo quitó. Estaba agotada, pero no quería tumbarse y cerrar los ojos. Sus sentidos psíquicos estaban despiertos y trabajaban a ritmo febril; sabía que soñaría y que sus sueños tendrían un significado, y no quería enfrentarse a lo que éstos traerían consigo.

Aquella noche, Strann y ella habían interpretado el tema de Cyllan Anassan, un homenaje a una mujer muerta hacía largo tiempo y a la nueva Alta Margravina. La visión que había tenido ¿era sencillamente un reconocimiento a ese homenaje por parte de un dominio superior?, ¿o había una conexión más sutil que no podía adivinar? Recordó su inquietud cuando el extraño y solitario relámpago había surgido sobre el mar, como si algo lanzara un aviso. A Strann también lo había inquietado aquel incidente, y Karuth tenía la sospecha de que, aunque no quisiera admitirlo, él también había sido alertado a un nivel subconsciente con la sospecha de que algo iba mal.

Pero ¿qué? No encontraba respuesta a esa pregunta; no tenía ni el más mínimo indicio que la guiara. Sólo intuición y conjeturas, y eso no era suficiente.

Por fin, Karuth abrió la cama y se tapó con la colcha. Debería haberse desvestido, lavado y alisado el cabello, pero no podía dedicarse a tareas tan cotidianas. Estaba demasiado cansada; su cuerpo pedía dormir, por mucho que su mente se resistiera a ello.

Al cerrar los ojos, se formaron imágenes en su mente. Vio de nuevo el pálido rostro de la mujer, su sonrisa, la extraña y tenue aureola que la rodeaba. Karuth apretó los puños, y el anillo se le clavó dolorosamente en la palma mientras intentaba —era una contradicción, pero pocos recursos le quedaban— relajarse. El sueño aguardaba como un depredador; sintió que se le acercaba silencioso, apagando sus sentidos, arrastrándola lejos del mundo físico. Su último pensamiento consciente fue:
¿Por qué? ¿Por qué has regresado después de tanto tiempo? ¿Y qué intentas decirme?

Una pequeña y fina mano se elevó, y un par de ojos de color esmeralda y ámbar observaron las corrientes de colores innombrables que surgían de las yemas de los dedos de Cyllan y se mezclaban con las cambiantes y resplandecientes neblinas del Caos. Habían elegido un lugar tranquilo, sólo turbado por los suaves remolinos causados por brisas que surgían de ninguna parte y se perdían en la nada. No había ojos que los contemplaran, ni oídos que escucharan su conversación. De vez en cuando, chispas de energía elemental se les acercaban, atraídas por su presencia, y quedaban flotando como diminutas joyas, esperando alguna forma de reconocimiento o recompensa, pero una amable orden de la mente de Tarod las enviaba de nuevo a volar en un curso sin propósito. Normalmente no prestaba atención a cosas tan nimias, pero en aquel momento eran una intromisión, y no quería intromisiones.

—¿De manera que hay algo fuera de lo normal? —inquirió.

Cyllan encogió sus desnudos hombros y su plateada cabellera se movió.

—Sí, eso creo. Pero, en cuanto a su origen…, no lo sé, Tarod. No pude ni comenzar a imaginarlo. No encontré nada concreto, pero hay corrientes subterráneas en algunas de las mentes humanas con mayor capacidad psíquica: sueños extraños, miedos sin fundamento, sospechas… Pero no poseo tus poderes. No puedo estar segura de que no sea más que una agitación inofensiva.

Tarod suspiró.

—No podemos intervenir de manera directa sin romper nuestro viejo juramento. No nos han pedido que intervengamos; y, si lo hicieran, no tengo la seguridad de que Yandros quisiera responder.

—¿Aun cuando la petición viniera de alguien como Karuth Piadar?

Tarod reflexionó y negó con la cabeza.

—Dudo que significara alguna diferencia. Sé que está bien dispuesta hacia el Caos, y tiene el potencial para convertirse en un valioso avatar. Pero nunca ha utilizado ese potencial; es demasiado prudente y gran parte de su talento natural se desperdicia. Es una pena. Esperaba más de ella.

—Me preguntaba —dijo Cyllan— si alguno de los tres que vieron algo extraño en la noche podrían ser instigados a invocar al Caos en busca de consejo. —Sonrió débilmente, con el mismo gesto endiablado que le había helado la sangre a Karuth en el oscuro pasillo del palacio del Alto Margrave—. Karuth era mi más profunda esperanza; pero tienes razón: decidió seguir el camino de la prudencia y no hizo nada. Creo que está demasiado influida por la actitud de su hermano.

—Ah, sí, el respetable Tirand. Cada año se vuelve más estirado, ¿no crees? Las responsabilidades del liderazgo parecen haber extinguido las últimas chispas de independencia que pudiera haber tenido. A este paso, no será más que un simulacro de su padre.

Cyllan miró a lo lejos.

—Para él no debe de ser fácil. Que le caiga encima una carga tan pesada a su edad… es suficiente para aplastar el espíritu de cualquier hombre. Y su hermana le es muy fiel; sabe lo importante que es no socavar su autoridad.

Tarod entrelazó su mano con la de Cyllan y la apretó con suavidad.

—Siempre estás dispuesta a ver el lado bueno y a encontrar excusas para los defectos.

—En el caso de mortales como Tirand y Karuth, sí —repuso con una sonrisa, una sonrisa muy íntima que traía viejos recuerdos compartidos—. Igual que tú hiciste cuando viviste entre ellos.

—Puede ser… pero, sea como sea, no creo que podamos seguir con esto por el momento. Has visitado el mundo de los mortales y no has descubierto fuego tras el humo; desde luego, nada que nos permita actuar. Nada más podemos hacer. —Hizo una pausa y luego prosiguió—: Sólo quisiera poder desechar mi sospecha de que hay alguna relación entre este asunto y el incidente ocurrido en Chaun Meridional.

Cyllan lo miró fijamente.

—Creía que habías olvidado ese asunto hacía tiempo.

—Y lo hice, pero ahora comienzo a darle vueltas. Ha habido una o dos extrañas coincidencias: en aquella ocasión, ciertos individuos en el mundo de los mortales se vieron asaltados por pesadillas; y ahora esos mismos individuos vuelven a tener pesadillas. Sabemos también que hay una turbulencia en las corrientes psíquicas de ese mundo. Es pequeña, pero con la suficiente intensidad para que la hayamos sentido y nos hayamos decidido a examinarla más de cerca. —Se paró un instante para ordenar sus pensamientos—. Decidimos no contestar al Sumo Iniciado cuando nos pidió ayuda hace cinco años. No estoy diciendo que nos equivocáramos, pero sí que la mente humana no saca a la luz estas cosas sin motivo.

—Los señores del Orden no han demostrado ningún interés, ni entonces ni ahora —señaló Cyllan—. Seguro que, si Aeoris tuviera la sensación de que algo se estaba tramando, no se habría mantenido en silencio.

—En el pasado, Aeoris fue un estúpido pagado de sí mismo; puede que todavía no haya aprendido la lección. Me preocupa asegurarme de que no cometamos el mismo error que él cometió una vez, no haciendo caso de algo que puede tener cierto fundamento. —Tarod se puso en pie e, invitándola a acompañarlo, comenzaron a andar lentamente por el cambiante terreno—. El furor por la muerte de la antigua Matriarca se extinguió hace tiempo, pero el misterio nunca ha sido resuelto. Decidimos que era un asunto demasiado trivial para prestarle mayor atención; pero ahora pienso que quizá deberíamos volver sobre él. —Se detuvo y le cogió con suavidad el rostro entre las manos—. No tengo nada más para guiarme que mi intuición y la tuya. Pero sé que hay una relación, Cyllan, lo presiento. Y no me gusta ese presentimiento.

Ella reflexionó durante unos instantes. Tres centellas elementales más se le acercaron y se posaron en sus cabellos; Tarod hizo ademán de espantarlas, pero cambió de parecer y dejó caer el brazo.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó al fin Cyllan.

—Vigilar —respondió Tarod—. Estar alerta en busca de signos extraños en el mundo de los mortales, y también vigilar si hay algún indicio de que Aeoris y los suyos están saliendo de su letargo. —Miró a su alrededor, con los ojos entrecerrados—. Por el momento no le diré nada a Yandros: no tiene sentido mientras no tengamos algo más concreto que contarle. Puede ser que no haya nada malo y que estemos siguiendo una conjetura sin sentido, después de todo. Sin embargo, creo prudente que no pensemos eso por el momento.

Las tres chispas doradas cayeron de los cabellos de Cyllan cuando ésta y Tarod siguieron andando. Un caprichoso remolino las atrapó y desaparecieron dando vueltas en la neblina, girando y centelleando de manera irregular. Aquellos diminutos seres eran la mínima expresión de vida en aquel plano, como plancton en el gran mar cambiante del Caos. Apenas sensibles, sus vidas eran un ciclo sin inteligencia, vagando y danzando, reflejando todo lo que pasaba junto a ellas sin entenderlo. Eran burbujas, naderías, hermosas y completamente inofensivas.

Completamente inofensivas…

Una silueta cobró forma, surgiendo de la niebla donde instantes antes no había nada. Las tres chispas temblaron, atraídas por aquella nueva presencia; sopló un ligero céfiro que las empujó, y danzaron hacia la figura que las esperaba. El recién llegado alzó una mano retorcida y las dejó girar en ella; mientras bailaban y centelleaban, los ojos carmesíes las observaron con fijeza y vieron algo de lo que ellas habían visto y el ser escuchó algo de lo que habían oído. Era un rompecabezas incompleto, sin coherencia ni lógica, pero era suficiente para alarmarlo.

Narid-na-Gost arrojó a los elementales, que volaron, separándose, y se desvanecieron, y se volvió para contemplar el lugar donde habían estado sentados el señor del Caos y su dama. Sus ojos brillaban con amargura y odio, y una nueva sensación de urgencia se reflejó en ellos mientras en su interior se agitaba la intranquilidad como un gusano. Luego se alejó. Por un instante, la niebla se hizo oscura y a jirones, semejante a humo o a una nube cargada de lluvia y arrastrada por el viento. Cuando volvió a aclararse, el demonio había desaparecido.

—Hermano…

Un rayo de luz pura entraba oblicuamente por un alto ventanal y se derramaba sobre el suelo de mosaico, resaltando su perfecta simetría. El visitante recibió permiso para acercarse y se deslizó hasta donde se hallaba el más importante de sus hermanos, contemplando el paisaje de tonos pastel.

Aeoris alzó la cabeza. Sus ojos, sin pupilas, eran dos esferas gemelas doradas en su cráneo; el cabello blanco le caía sobre los hombros, enmarcando un rostro de facciones duras pero atractivo. No sonreía; raras veces lo hacía. Pero sus mandíbulas se tensaron ligeramente, como por el efecto de una ansiedad reprimida.

—¿Qué noticias hay? —preguntó.

Su hermano, de apariencia idéntica a Aeoris en todos los aspectos, movió la cabeza.

—Algo se agita en el Caos, no cabe duda. Anoche enviaron un mensajero al reino de los mortales…

—¿Rompieron su juramento? —lo interrumpió Aeoris con brusquedad.

—No, no; era una criatura de orden inferior, no uno de la sucia familia de Yandros, y por lo que podemos saber no se ha hecho ningún intento de intervenir en los asuntos humanos. Aun así, no habrían dado ese paso, por pequeño que sea, sin una buena razón, y viene a confirmar nuestras sospechas. Algo se está tramando, y puede ser algo perjudicial para el Caos.

Aeoris volvió a mirar por la ventana, ponderando las noticias. Su aspecto externo era de tranquilidad, pero su hermano vio el significativo color blanco de los nudillos cuando agarró el alféizar de la ventana, y sintió la nueva excitación que crecía en su interior.

—Daría mucho por saber qué han descubierto —habló por fin Aeoris, y su tono revelaba una profunda frustración—. Pero no podemos penetrar en sus dominios, de la misma manera que ellos no pueden penetrar en los nuestros. —Bruscamente miró de nuevo al otro señor del Orden—. ¿Y qué hay del mundo de los mortales, Ailind? ¿Ocurre algo nuevo allí?

—Nada que no supiéramos ya —repuso Ailind—. Hay una sensación de presagios en algunas de las almas más sensibles, aunque ni ellos ni nosotros ni, por lo que parece, el Caos, podamos darle un nombre o un motivo. Pero el Círculo no muestra signos de preocupación.

Aeoris reflexionó unos momentos.

—Muy bien —dijo al cabo—. Entonces seguiremos como hemos hecho hasta ahora: esperaremos. —Sus ojos adquirieron una nueva e inquietante tonalidad—. Puede que nos equivoquemos, Ailind. Puede que esto no acabe en nada. Pero, si hay una oportunidad, por muy pequeña que sea, de atacar al Caos, quiero asegurarme de que estamos preparados para aprovecharla. —Apretó los puños y, clavando la vista en ellos, controló su voz con esfuerzo—. Le debo a Yandros una deuda de venganza que ardo en deseos de reparar. Si hay problemas en los dominios del Caos, estaré esperando para aprovecharme de ello. ¡Un error, un momento de descuido, y le daré a Yandros tal golpe que destrozará su arrogante supremacía y lo hará venir arrastrándose a mis pies! —Respiró honda y lentamente, obligándose a tranquilizarse antes de volverse a Ailind, esta vez con más calma—. Vigila, Ailind. Es todo lo que pido por el momento. Vigila —repitió, sonriendo al fin, una sonrisa gélida y feroz—. Y asegúrate de que nada escapa a tu atención.

Capítulo XIV

E
l viaje de regreso del grupo del Círculo a la Península de la Estrella no resultó ser el alegre trayecto que había sido el de ida. Las prolongadas celebraciones de la boda habían sido seguidas por una gran fiesta para celebrar el vigésimo primer cumpleaños de Calvi, de manera que, cuando terminaron todos los festejos, los visitantes del Castillo habían pasado un total de once días en la Isla de Verano, y para Tirand ya eran más que suficientes. Sufría una creciente ansiedad por lo que pudiera estar ocurriendo en el Castillo durante su ausencia, y según pasaban los días comenzó a ponerse irritable y a desear la partida con impaciencia. Karuth se habría quedado de buena gana un poco más, para disfrutar de la rara oportunidad de estar tranquila y relajada en el delicioso clima sureño; la Matriarca y su séquito no tenían pensado partir de manera inmediata, y Karuth no veía por qué no habían de seguir su ejemplo. Pero Tirand se negó a considerar la idea y ni siquiera el Alto Margrave consiguió hacerlo cambiar de opinión. El deber lo llamaba de vuelta al hogar, decía Tirand, y el deber era lo primero. De manera que, a regañadientes, Karuth hizo su equipaje y se dispuso para partir.

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