Una extraña gama de colores brilló con luz mortecina en torno al perfil de la puerta por un instante; luego desapareció y sólo quedó el resplandor uniforme y opalescente. Ygorla vio que una mano, con los nudillos deformes como afectados por alguna enfermedad infecciosa, recorría el quicio de la puerta. Otra sombra se proyectó sobre el suelo y pareció vacilar en la luz nacarada. Se oyó una suave risa.
—Qué… —Ygorla se contuvo. Podía estar asombrada, pero no asustada; su intuición le decía que, fuera cual fuese aquel fenómeno, nada tenía que temer de él. Lo intentó de nuevo y esta vez su voz sonó fuerte y clara—. ¿Quién anda ahí?
Silencio. Los ecos de la risa se habían desvanecido; sólo quedaba la mano que poco a poco empujaba la puerta, abriéndola.
Los ojos fueron lo primero que vio. Eran como un fuego apagado, del que sólo quedasen las brasas, ardientes, carmesíes y penetrantes. Los ojos parecían sonreírle, reírse de ella, y la boca voluptuosa y sensual, bajo una nariz aguileña, sonreía también. El cabello, reluciente como una moneda de cobre recién acuñada, caía en bucles salvajes alrededor de un rostro esculpido como a navaja y sobre unos hombros deformados por una horrible joroba; el tronco, blanquecino, estaba desnudo, apergaminado, sostenido por unas zancas ahuesadas que terminaban en unas garras como si fueran las extremidades de una extraña ave.
Las retorcidas manos se aferraron al espectral marco de la puerta y, saliendo del óvalo resplandeciente, la figura lo atravesó para aterrizar en el suelo con suavidad.
Ygorla no se acobardó. Permaneció inmóvil, sabiendo con una mezcla de instinto y conocimiento qué tipo de criatura era aquélla. Aunque pareciese humana —o semihumana—, no era del mundo mortal sino que procedía de una dimensión fuera del alcance del mundo. No era un dios, no podía serlo aquella criatura retorcida. Incluso Yandros, la más impredecible y caprichosa de las catorce deidades, tenía su vanidad. Tampoco era un emisario de Aeoris, porque el Orden aborrecía aquella fealdad deforme. No, aquel ser era de otra categoría completamente diferente.
En la habitación reinaba una calma agobiante. El óvalo nacarino todavía resplandecía suspendido en el aire, pero la puerta de su interior había desaparecido. Sólo había la noche y el silencio. Y su visitante sobrenatural.
Ygorla habló con voz clara y totalmente tranquila.
—¿Quién eres?
Una sonrisa afilada y rápida; los ojos brillaron brevemente, con una expresión que podría haber sido de diversión. Aquel ser tenía los dientes peculiarmente blancos, con los caninos más largos de lo normal, como los colmillos de un animal depredador. Entonces habló a su vez, y la voz que surgió de la sonriente boca fue la más persuasiva e inteligente que Ygorla hubiera oído jamás.
—Mi nombre es Narid-na-Gost —dijo.
Una sensación de fuego y hielo a la vez recorrió la espina dorsal de Ygorla con dedos sobrenaturales. Nunca había oído ese nombre, pero en una parte de su cerebro, que no podía sondear ni controlar, tenía un emocionante toque familiar. Y su naturaleza —las duras sílabas, la astucia implícita en su pronunciación— convirtió su sospecha en certeza. Ygorla entrecerró sus brillantes ojos.
—Narid-na-Gost —pronunció el nombre ella misma, y el sonido le gustó—. ¿Por qué habría de enviarme el Caos a uno de sus demonios?
Su visitante se mostró sorprendido por un instante. Después se rió, una risa silenciosa que muchos mortales habrían encontrado terrorífica. Pero Ygorla no se inmutó. Se limitó a sonreír, satisfecha por su pequeña victoria, y Narid-na-Gost, cuando su risa cedió, hizo una reverencia burlona.
—Me inclino ante tu percepción, Ygorla, aunque debo corregirte en un punto. Pertenezco, como dices, al Caos; pero no ha sido el Caos quien me ha enviado. De hecho —dio unos lentos pasos por la habitación, mirándola calculadoramente mientras tanto—, mis amos —sus labios se encogieron levemente— no saben que estoy aquí. Se trata de un asunto estrictamente personal entre tú y yo.
Ygorla no contestó. Su pulso se había acelerado hasta hacerse doloroso, pero estaba decidida a mantener su aspecto de tranquilidad. Por dentro, sin embargo, sus pensamientos bullían. Un demonio que decía tener un asunto personal con ella; y aquél era su decimocuarto cumpleaños, una ocasión de gran importancia. Debía de haber alguna relación. ¡Debía de haberla!
—El día es importante. —Narid-na-Gost se detuvo y volvió a reír al ver su expresión de asombro—. No, Ygorla, no puedo leer hasta tus más mínimos pensamientos. Sin embargo tus ojos son ventanas a través de los cuales brilla tu mente como un faro. —Volvió a pasear, dirigiéndose con su extraña cojera hacia la ventana. Al llegar a ella, miró hacia el patio, más allá del monumento, a las ventanas iluminadas del refectorio.
»He aguardado esta noche durante catorce años —prosiguió, sin mirarla—. Más de catorce años, porque he estado esperando y vigilando desde la noche en la provincia de la Perspectiva en que un joven con varias copas de más quiso seducir a una chica rica y lanzada de diecisiete años. —Hizo una pausa y sus ojos como brasas se clavaron de nuevo en los de Ygorla—. ¿O quizá éste no es un tema adecuado para alguien tan joven como tú?
Ygorla sonrió con arrogancia.
—No soy una cría. Sé perfectamente qué hacen hombres y mujeres cuando buscan placer.
—Sí, ya lo suponía. —Narid-na-Gost se apartó por fin de la ventana y contempló la habitación. Su espartana decoración, que Ygorla siempre había odiado, parecía divertirlo—. Entonces también te habrás enterado, por las conversaciones escuchadas a escondidas a tus mayores, que tu madre concedió sus favores de manera bastante generosa antes de morir prematuramente. Un rostro atractivo, unos cuantos gestos galantes, unos cuantos cumplidos —de nuevo, no hizo ningún esfuerzo por ocultar su desprecio— eran suficiente para que cediera ante un nuevo amante. —Hizo una pausa, y una intuición muy superior a sus años le dijo a Ygorla que aquello era un desafío, un guante arrojado. Él esperaba que ella picara, como lo habría hecho cualquier niña. Ygorla sonrió.
—Mi madre era una fulana, y yo soy la hija bastarda de su prostitución. No vaciles en decirlo; no es más que la verdad.
Al hablar, experimentó una rápida subida de adrenalina. Nunca, en toda su vida, se había atrevido a decir aquellas palabras a nadie, aunque había perdido la cuenta de las veces que había deseado gritarlas, escupirlas a la cara de su tía abuela o de la hermana Corelm o de cualquiera de sus cloqueantes tutoras o compañeras. Por mucho que otros quisieran ocultarlo, ella sabía la verdad y no se avergonzaba. De hecho, el saberlo siempre había despertado en ella un perverso orgullo, porque, a falta de otras cosas, al menos su madre no había sido normal.
Narid-na-Gost inclinó la cabeza, reconociendo la verdad de sus palabras.
—¿La odias por eso?
—Por eso no —repuso Ygorla encogiendo los hombros—. La odio por haber muerto y haberme dejado a merced de la Hermandad.
—Ah, entonces, ¿no deseas ser novicia?
La mirada de Ygorla se hizo más dura.
—No.
—¿Y no deseas encontrar un marido rico y atractivo?
La chica arqueó los labios.
—Muéstrame a un hombre rico y atractivo en esta provincia o en cualquier otra y me habrás mostrado a un estúpido.
—Cuánto cinismo en alguien tan joven —comentó el demonio con un gesto de lástima, que no engañó a Ygorla ni por un instante. Luego su expresión se endureció—. Aunque no habría esperado otra cosa de ti. De hecho, estoy contento, muy contento de oírlo. —Dio un paso hacia ella y pareció satisfecho al ver que no retrocedía—. Pero alguna ambición debes de tener. ¿Cuál es, Ygorla? ¿Qué es lo que más deseas en el mundo mortal?
Por primera vez desde que había comenzado aquel extraño encuentro, Ygorla se sintió insegura. La cara del demonio estaba sólo a unos centímetros de la suya, y su mirada la tenía hipnotizada, igual que una serpiente hipnotiza a su presa. Miró en lo más profundo de aquellos ojos, más allá de los iris carmesíes, más allá de los puntos negros de las pupilas, y, por un instante que la dejó sin respiración, pareció asomarse a otra dimensión imposible donde reinaba algo similar a la locura. En aquellas profundidades se agitó un gusano de deseo que alzó su cabeza.
Sabía la respuesta a la pregunta del demonio y no se atrevió a mentirle. Y se dio cuenta con repentina claridad meridiana de que tampoco quería hacerlo.
—Quiero
poder
—declaró.
Se produjo un silencio que pareció durar una eternidad. Entonces Narid-na-Gost exhaló un suspiro que pareció adquirir vida propia, murmurar por la habitación y llenarla de ecos.
—Ah, Ygorla, cuánto me alegra. Cuánto me alegra. —Alzó una mano y se la ofreció. El gesto era amable pero imponía; aunque no lo deseaba conscientemente, Ygorla entrelazó sus dedos con los del demonio. Su piel era cálida y suave, como un pergamino antiguo y preciado. Las uñas ásperas le rozaron la palma.
—Tu madre gozaba en cualquier parte —dijo con suavidad Narid-na-Gost—. Pero el joven que la cortejó aquella noche hace más de catorce años estaba demasiado borracho para poder disfrutar de los favores que ella le ofrecía. De manera que mientras roncaba y dormía la mona, otro abrió la puerta que él dejó entreabierta. Y Avali Troi, inflamada también por el vino, pero sin verse afectada por sus desgraciadas consecuencias, recibió a aquel otro, creyendo que era su amante elegido.
Ygorla no dejó de mirarlo mientras la verdad penetraba como un cuchillo en su cerebro. No podía hablar, no podía articular sonido. Tan sólo sus ojos, iluminados por la llama súbita de la comprensión, reflejaron el asombro naciente que le producía aquella revelación.
Narid-na-Gost llevó la mano de Ygorla hasta sus voluptuosos labios y la besó. Cuando de nuevo habló, su voz era un susurro sibilante que atravesó el corazón de Ygorla como una estaca de hielo y fuego.
—He esperado catorce años a que me conocieras, Ygorla. Porque tú eres mi hija.
—E
ntonces, soy… —Ygorla no reconoció su propia voz. Venía de demasiado lejos, era demasiado extraña, y de pronto sintió como si unas enormes manos invisibles la hubieran agarrado y partido en dos. Una parte, la adolescente frustrada y con los pies en el suelo, cuyo mundo giraba, lo quisiera o no, en torno a la Residencia de la Hermandad, no podía menos que temblar ante la inminencia del trauma. Pero la otra parte —y ella sabía bien que ésa era la verdadera Ygorla— sentía una corriente desbocada de salvaje excitación que lanzaba su mente a un mundo de posibilidades asombrosas.
La gloriosa exultación no duró más que un instante antes de que la razón forzara su mente a regresar a la coherencia. Aquello era una locura. La historia de un bufón, increíble, imposible. No podía creerlo. No se atrevía a creerlo, no sin pruebas. De repente su excitación se vio eclipsada por una enorme desilusión.
—¡No! —dijo con aspereza.
—¿No? —Narid-na-Gost repitió la palabra con mucha suavidad. Había observado su lucha, el rápido juego de emociones en su rostro, pero la expresión del demonio no revelaba nada.
Ygorla apretó los labios hasta que su boca se convirtió en una delgada línea.
—¡No me fío de ti! ¿Cómo sé que no estás burlándote de mí? Puede que ni siquiera seas lo que dices ser. ¡Puede que seas un íncubo que ha venido a engañarme, igual que dices que le ocurrió a mi madre!
—¿Eso crees?
—Yo… —Ygorla se interrumpió, al advertir que no podía responder a la pregunta. Sencillamente, no lo sabía. Y su confusión era peor por el hecho de que deseaba que lo que él le había dicho fuera verdad, con una intensidad que casi era un dolor físico.
Narid-na-Gost dijo en voz baja:
—Puedo demostrarlo.
Ella alzó la cabeza con rapidez y lo miró con desconfianza.
—¿Cómo? —Su corazón palpitaba descontrolado.
El demonio hizo un gesto en dirección a la ventana.
—Mostrándote algo del poder que yace durmiente en tu interior y que espera a ser despertado. —Esbozó una sonrisa débil, lobuna—. Dices que deseas el poder por encima de todo. Tienes poder, Ygorla. Más poder que esos miserables entrometidos que se hacen llamar adeptos de los dioses. Más poder que el Sumo Iniciado y todos sus acólitos juntos. Más poder que ningún mortal de este mundo. Lo único que te falta es el conocimiento para utilizarlo.
Ygorla dejó escapar el aire lentamente, entre los dientes apretados.
—Entonces —contestó con una fría tranquilidad que estaba muy lejos de sentir—, enséñamelo. Demuéstramelo, si eres capaz.
El demonio soltó una risita.
—Dudas de mi promesa. Bien. Te habría despreciado si no lo hubieras hecho. Acércate a la ventana.
Ella comenzó a andar, pero luego vaciló. Narid-na-Gost la miró con aire de burla, la cabeza ladeada como la de un ave.
—¿De qué tienes miedo? ¿Del fracaso… o del éxito?
Ygorla alzó la barbilla.
—¡No tengo miedo! —Se recogió la enagua que se doblaba en torno a los tobillos y fue a colocarse junto a él. Sus rostros quedaron al mismo nivel. Narid-na-Gost sonrió.
—Mira por la ventana, Ygorla. Dime qué ves.
Ella volvió la cabeza.
—El patio. Las ventanas del refectorio. El monumento.
—Ah, sí, el monumento. Siento tu desprecio por ese memorial a la piedad humana. Quémalo. Invoca tu poder y redúcelo a cenizas.
Sorprendida, Ygorla miró rápidamente de nuevo al demonio.
—¿Quemarlo? ¡Eso es imposible! La piedra no arde.
—Quizá no con fuego mortal. Pero las llamas del Caos son otro asunto. —El demonio sonrió de nuevo—. Quémalo, Ygorla. ¡Enfréntate a tu verdadero linaje y aprende lo que eso significa!
Mientras hablaba, las brasas carmesíes que eran sus ojos llamearon como un fuego reavivado, e Ygorla sintió una corriente de energía que la atravesaba en el momento en que la mente del demonio conectó con la suya. Durante una fracción de segundo, la sensación fue tremendamente extraña, pero después un increíble sentimiento de familiaridad la alcanzó, como si una llave hubiera girado en la cerradura de su percepción para abrir de par en par la puerta de su yo más profundo. Lanzó un grito, el asombro se transformó en monstruoso júbilo, y sus ojos llamearon al tiempo que algo enorme, incontenible, no humano, estallaba en su conciencia y se concentraba…
El monumento estalló en una cortina de fuego verde azulado. Una luz cegadora llegó a la ventana e inundó la habitación, al tiempo que un rugido como de catarata hacía temblar las paredes. Ygorla retrocedió, tambaleándose y gritando, mientras el poder que había surgido de su mente la abandonaba. Giró sobre sí misma, chocó contra una silla y cayó a cuatro patas; después miró a Narid-na-Gost, quien a su vez la contemplaba impasible. Una infernal danza de luces y sombras procedente de las llamas del Caos iluminaba la silueta retorcida del demonio y convertía su piel en una extraña y terrible mezcla de colores. Ygorla sabía ahora que le había dicho la verdad.