La lluvia se hacía más intensa y repiqueteaba en el suelo de la caldera. A espaldas de Narid-na-Gost, la atmósfera tembló y se distorsionó, y la puerta por la que había entrado en el mundo mortal reapareció, suspendida en el aire. Una gama de colores oscuros se agitó alrededor del portal mientras éste se abría lentamente.
El demonio la atrajo hacia sí.
—Adiós —dijo—, por el momento.
Sus rostros estaban a la misma altura. Ella podía ver las marcas que afectaban su pálida piel, y percibía el olor a almizcle que lo rodeaba, mezclado con algo que recordaba al hierro candente. Por un instante, los ojos como brasas de Narid-na-Gost se clavaron en los suyos; entonces los labios del demonio se entreabrieron y la besó, deliberadamente, con apetencia. Ella se quedó un instante parada; pero entonces algo en su interior respondió y le devolvió el beso con un ansia igual a la del demonio.
Por fin, Narid-na-Gost se apartó. No dijo nada; sólo sonrió con total satisfacción y luego retrocedió hasta el óvalo de luz estremecida. El óvalo se volvió rojo sangre y lanzó una espeluznante radiación sobre la deforme silueta del demonio cuando éste se detuvo en el umbral. Después, un sonido suave, de implosión, afectó al siseo de la lluvia, y Narid-na-Gost y el portal desaparecieron.
Ygorla se quedó bajo la lluvia, mirando el lugar donde había estado la puerta. Después del beso de despedida de su padre, tenía la mente entumecida, incapaz de poner orden a los confusos pensamientos que surgían en su cabeza. Sólo cuando el agua comenzó a resbalarle por el cabello empapado y a caerle por el rostro, consiguió volver a la realidad y, con un estremecimiento, sintió que sus sentidos recobraban el control consciente.
La lluvia era ahora un diluvio. Ygorla alzó la vista a tiempo para ver un relámpago que rasgaba el cielo sulfuroso, cuyo trueno escuchó tan sólo un instante más tarde. La tormenta estaba casi encima de la isla, y ella se recogió la capa alrededor del cuerpo y se dirigió hacia la senda que la conduciría al saliente y a refugio. Al volverse, algo en el suelo lanzó un resplandor dorado a la luz momentánea de un segundo relámpago e Ygorla se paró.
Era el broche del iniciado. Su padre lo había tirado con desprecio, pero Ygorla se agachó y lo recogió. El recuerdo de una era perdida, el símbolo del Orden triunfante. ¿Quién, se preguntó, habría llevado aquella insignia en el día en que los dioses caminaban por el mundo? ¿Podría haber pertenecido a Keridil Toln en persona? Apenas importaba: Sumo Iniciado o mero acólito, sus huesos se estarían deshaciendo ahora, sus sueños convertidos en polvo. Una sonrisa cruel se dibujó lentamente en el rostro de Ygorla. Conservaría aquella chuchería como recuerdo. Se lo pondría en el hombro, como burla de los orgullosos hombres y mujeres que se habían creído tan sabios e invencibles y que tan equivocados estaban. Ella, sola en aquel paraje desolado, solitaria Margravina de la Isla Blanca, hechicera, demonio, ostentaría el símbolo del Orden y se reiría en la cara del Orden mientras reclamaba su herencia del Caos. Cerró con fuerza la mano en torno al broche mientras el trueno sacudía de nuevo las paredes del cráter. Después recogió su capa y, riéndose de la tormenta y de sus propios feroces pensamientos, comenzó a correr bajo la intensa lluvia hacia el sendero.
—D
amas, caballeros —dijo el Sumo Iniciado, echándose hacia atrás en su asiento—. Creo que este asunto puede darse finalmente por concluido. Hemos repasado los hechos conocidos con todo detalle, y creo que no hay nada más que ninguno de nosotros pueda añadir para arrojar más luz sobre el tema. —Sonrió al pequeño grupo sentado alrededor de la mesa, como si se disculpara—. Tan sólo lamento haberlos entretenido durante tanto tiempo.
Hubo murmullos de agradecimiento y de aprobación, y la atmósfera de la habitación se relajó un poco, al permitirse el grupo una cierta distensión. Tirand, obedeciendo un gesto de su padre, cruzó la habitación para correr los pesados cortinajes y abrir una rendija en la ventana. La luz de la luna y el aire frío se colaron en la habitación, y del fuego casi apagado de la chimenea se alzó humo hacia el techo en un rápido remolino. Tirand frotó el cristal empañado y miró afuera. Vio que la primera luna se había puesto y que la segunda comenzaba a ocultarse detrás del alto muro del Castillo. Habían discutido hasta muy entrada la noche, pero no estaba cansado. Se sentía demasiado inquieto para verse afectado por el cansancio.
Chiro se levantó de su asiento.
—Permítanme que al menos les ofrezca algún refresco antes de que nos retiremos a nuestros lechos —dijo, dirigiéndose a un armario muy adornado en el otro extremo de la habitación—. Sugiero vino calentado con especias para reconfortarnos… Por favor, Tirand, reaviva el fuego y yo mezclaré hidromiel con una botella de la cosecha de la provincia de Han y lo pondré a calentar en el hornillo. Veamos, ¿dónde puso Karuth las especias para el vino?
Se llenaron las copas y el Sumo Iniciado volvió a su asiento soltando un suspiro. Todos bebieron, degustando el vino apreciativamente, y durante un rato reinó el silencio. Las lámparas estaban casi apagadas y la atmósfera era soporífera. Como sólo serían ocho personas —que luego se redujeron a siete, cuando Karuth fue reclamada por una urgencia médica—, Chiro había decidido que la reunión se celebrara en su propio estudio en lugar de en la vasta y poco acogedora sala del Consejo, pero ahora se dio cuenta de que le sería muy fácil adormilarse si no prestaba atención. Estaba pensando en algo que decir para mantenerse despierto cuando Lias Barnack carraspeó.
Aunque Lias era ya bastante mayor —Chiro suponía que su jubilación estaba próxima—, como enviado más veterano del Alto Margrave, había considerado su deber asistir a la conferencia en persona, en lugar de enviar a algún subordinado con menos experiencia. Durante la discusión se había mantenido casi siempre en un segundo plano, interviniendo de vez en cuando para ofrecer alguna información acerca de los actos de la milicia o para hacer alguna pregunta pertinente; pero, al ver sus astutos ojos, Chiro supo que había prestado más atención de lo que las apariencias sugerían.
—Sumo Iniciado —dijo Lias—, puede que éste no sea el momento más oportuno para expresar lo que tengo en mente, pero…, creo que necesito ser sincero.
Todos lo miraron. La hermana Fiora, sentada entre la hermana Corelm y uno de los dos cancilleres superiores del Círculo presentes, se estremeció ligeramente y se ajustó la banda púrpura de luto en el hombro. Lias manoseaba el tallo de su copa.
—He de confesar —prosiguió— que, tras lo que he escuchado esta noche, tengo muy pocas esperanzas de que se encuentre a la niña. La milicia no ha escatimado esfuerzos en su búsqueda, y tanto el Círculo como la Hermandad —hizo un gesto serio de asentimiento a Fiora y Corelm— han utilizado sus habilidades en otros planos, y todo ello sin resultado. Debo decir que creo que la chica está muerta.
Esta vez el silencio fue tenso. Parecía que nadie quería encontrarse con la mirada de los demás, y al final Lias hizo un gesto de impotencia.
—Lo siento, amigos, pero no veo motivo en seguir dándole vueltas.
—Tienes razón, Lias —Chiro contempló los rostros rígidos y con expresión infeliz en torno a la mesa—. Creo que, aunque nos cueste admitirlo, en el fondo todos estamos de acuerdo contigo. —Tirand y los otros adeptos hicieron un breve gesto afirmativo; Corelm miraba su copa de vino, y Fiora se llevó un puño apretado a la boca y emitió un pequeño sonido que podría haber sido un sollozo. La mirada del Sumo Iniciado volvió a posarse en Lias y en los ojos del otro hombre vio reflejado lo que él había sospechado. Lias nunca decía o hacía nada sin una buena razón, y Chiro creía saber qué lo había empujado a hablar.
—Creo, Lias —dijo en tono suave—, que tus pensamientos y los míos han seguido caminos paralelos.
—No puedo decir eso, Chiro. Ni por un momento pensé en hablar en tu nombre, o en el del Círculo.
La indirecta era clara. Chiro asintió.
—Muy bien. No tenía intención de sacar a colación esto ahora, porque es tarde y no quiero provocar más discusiones hasta que todos hayamos dormido un poco. Pero tal vez sea justo que os comunique la propuesta que quiero plantear a un pleno del Consejo de Adeptos mañana.
Tirand clavó la vista en su padre, y los otros adeptos observaron al Sumo Iniciado con atención. Chiro vaciló unos instantes antes de proseguir.
—Amigos míos, sería un estúpido si aparentase no estar profundamente preocupado por las posibles implicaciones de esta tragedia. De hecho las considero lo bastante serias para justificar la realización de un ritual del Círculo para invocar directamente a los dioses en busca de su inspiración.
Tirand sintió un intenso y gélido estremecimiento de excitación. Lias asintió; los rostros de las hermanas se convirtieron en máscaras inmóviles. Sólo los dos consejeros permanecieron imperturbables, y Tirand sospechó que habían esperado aquello todo el tiempo. El mismo había pensado desde el principio que sería un acto sabio aunque drástico, pero, conociendo la innata precaución de su padre, no había supuesto que tomara la decisión con tanta rapidez.
—Piensas entonces —dijo Lias— que hay algo de verdad en la idea de que algún agente sobrenatural ha tenido algo que ver.
—Sí, lo pienso.
—¿Y tienes alguna noción de cuál sería la naturaleza de ese agente?
Estaba sondeándolo con descaro, pero Chiro no se dejó arrastrar.
—No —contestó, y Tirand supo que estaba refrenando su lengua deliberadamente, y también supo por qué—. Pero creo que lo descubriremos.
Dándose cuenta de que no averiguaría nada más por el momento, Lias cedió y no dijo nada más, pero la revelación de Chiro había amargado un tanto el ambiente. Por prudencia, los adeptos se reservaban su opinión, para darla a conocer más tarde y con menos testigos presentes, y las dos hermanas, sintiéndose en terreno desconocido, consideraron prudente no añadir nada. Terminaron el vino en un silencio sumiso y al final, con evidente alivio, el grupo abandonó sus asientos, se desearon unos a otros las buenas noches y dejaron el estudio. Lias fue el último en salir al pasillo tenuemente iluminado; cogió el brazo de Chiro en un gesto de despedida y le dedicó una sonrisa ligeramente irónica.
—Lamento si he soltado un gato en el palomar, Chiro. No fue ésa mi intención.
—No —replicó el Sumo Iniciado—. Hiciste bien en incitarme. Y podré decirte algo más sobre mis planes en un par de días. ¿Te quedarás algún tiempo?
—Oh, sí; si no me hago pesado. Tengo intención de pasar algún tiempo con el joven Calvi. Se lo echa mucho de menos en la Isla de Verano, y el Alto Margrave quiere que le lleve un informe completo de sus progresos.
—Estoy seguro de que Calvi se mostrará encantado de verte —repuso Chiro, sonriendo con cansancio—. Buenas noches, Lias.
—Buenas noches, amigo mío.
Chiro cerró la puerta y se volvió hacia la habitación. Tirand estaba recogiendo las copas y colocándolas en una bandeja para que un criado las retirara por la mañana; el Sumo Iniciado retiró el hornillo de la chimenea y comenzó a cubrir el fuego. Ninguno de los dos habló durante un rato, pero Chiro era consciente de que su hijo le daba vueltas a algo.
—Puedes decir lo que piensas, Tirand —dijo al cabo—. ¿Qué te inquieta?
Tirand había terminado con las copas y ahora estaba ordenando los papeles del escritorio. Se detuvo y alzó la cabeza; sus castaños ojos tenían una expresión seria.
—El ritual, padre. Me preguntaba a qué dioses piensas invocar.
—Ah. —Chiro se humedeció los dedos y se tocó con ellos los labios—. Sí. ¿De manera que viste por dónde iban las insinuaciones de Lias?
Tirand asintió.
—No debería haber intentado esa táctica. Debería saberlo.
—Es un privilegio de su rango, Tirand; y, además, no me cabe duda de que tiene instrucciones estrictas del Alto Margrave para hacer todo lo posible con tal de conseguir información.
—Pero intentar engatusarte de manera tan descarada…
—No ha pasado nada. De todas maneras, sospecho que Lias sólo buscaba una confirmación a sus propias opiniones. —Chiro cerró con llave las puertas del armario de los vinos—. A pesar del Equilibrio, es prácticamente imposible no sentir preferencias en un sentido u otro, y conozco a Lias Barnack desde hace el tiempo suficiente como para saber adonde se inclina su lealtad. No tiene por qué ocultarlo; pero, como tú sabes muy bien, mi posición es muy distinta. Como Sumo Iniciado tengo igual lealtad por el Orden que por el Caos, tal y como exige mi deber. Pero, como hombre, no puedo quitarme de encima fidelidades más fundamentales, y una de esas fidelidades está arraigada en mis recuerdos de Keridil Toln.
—Sabes que siento lo mismo.
—Claro que lo sientes; tú también recuerdas a Keridil, aunque no fueras más que un niño cuando él murió. Sin embargo, no podemos expresar nuestros sentimientos de la misma manera que pueda hacerlo Lias u otros como él. Debemos mantener el
statu quo
y demostrar al mundo que nuestros tratos con los dioses no se ven alterados por prejuicios.
—Pero en privado… —dijo Tirand.
Chiro lo miró con seriedad.
—En privado, Tirand, creo que no tengo que decírtelo, o recordarte que lo que hablo es sólo para tus oídos. Los hechos son bastante simples: sospecho la mano del Caos en este desgraciado asunto.
Tirand aspiró aire entre los dientes y luego lo exhaló lentamente.
—¿Pedirás entonces la ayuda de Aeoris?
—No. Invocaré por igual a Aeoris y a Yandros.
—Pero desde luego…
—Apaga esa lámpara, ¿quieres? Se ha vaciado y está quemándose la mecha. —Chiro aguardó hasta que la luz se hubiera apagado, trayendo consigo más sombras—. Invocaré al Orden y al Caos porque así es como debe ser. Al fin y al cabo, mis sospechas carecen de pruebas.
—¿Hacen falta pruebas? —replicó Tirand—. Las tienes en el incendio del monumento y en la forma en que murió la Matriarca —concluyó con un estremecimiento.
—Los demonios pueden adoptar muchos disfraces, Tirand. Sean cuales sean mis puntos de vista personales, no me atrevo a hacer suposiciones sin pruebas. —Anduvo por la habitación y apagó la segunda y última lámpara. Una tenue penumbra inundó la habitación, rota tan sólo por los últimos destellos del fuego, y el Sumo Iniciado se encaminó cansinamente hacia la puerta.