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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora (5 page)

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora
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Ria tembló. Muy arriba, el cielo seguía claro; el día terminaba deprisa, pero el tiempo, siempre impredecible en la provincia de la Tierra Alta del Oeste, se mantenía apacible. Agradeció en silencio la bondad de los dioses y luego miró a Avali. La chica también miraba el punto en el que había desaparecido el sol y su rostro tenía una expresión pensativa.

—El Sumo Iniciado nunca se ha casado, ¿verdad? —inquirió.

—No, nunca.

—Entonces no tiene un hijo que lo suceda.

—Es cierto.

—Y por ese motivo ha convocado la conferencia. —Apartó la vista de las cimas y la fijó con atención en Ria—. Para escoger un sucesor. Se muere, ¿no es cierto?

Ria cerró los ojos. Deliberadamente no le había contado nada a Avali acerca de los motivos de su visita al Castillo, pero ahora no parecía tener mucho sentido seguir disimulando, y se sintió presa de la desolación.

—Sí, niña —dijo en voz baja—. Se muere.

Delante de ellas, un caballo relinchó y se oyó el grito de un hombre; los ecos rebotaron en las paredes de los riscos y confundieron las palabras. Ria abrió los ojos y miró la senda, hasta ver al jefe de su escolta que le hacía gestos y sonreía.

—¡Matriarca! —esta vez lo oyó con más claridad—. Ahí está el fin del desfiladero. ¡Hemos llegado!

De pronto, Ria advirtió que le llegaba el olor del mar. Desapareció la sensación de tristeza y espoleó a su caballo, consciente de que los demás la seguían. La senda dobló una curva cerrada, y escuchó el suspiro de Avali, seguido por las voces de las hermanas más jóvenes cuando salieron de las sombras de las montañas y ante ellas divisaron la Península de la Estrella.

La cordillera se abría a una extensión de vertiginosas cimas, cuyas laderas marcaban el límite septentrional del mundo. Desde donde se encontraban los jinetes, comenzaba una pradera de verde césped que descendía suavemente hasta acabar en un contrafuerte que sobresalía del continente, sobre un océano que se extendía ante ellos hacia el infinito. Más allá de los riscos quedaba un vasto y resplandeciente horizonte desde el que el sol poniente parecía explotar como en el principio del mundo. El cielo se teñía de oro, ámbar y carmesí, fundiéndose con el enorme brillo de espejo del mar; las penínsulas e islas semejaban cicatrices en aquel gigantesco paisaje. Y más cerca, más oscuro que los riscos que contrastaban con el brillo ensangrentado del sol, se encontraba su destino.

El Castillo de la Península de la Estrella se alzaba en la cima pelada de un enorme y antiguo macizo de granito que surgía orgulloso del límite del contrafuerte. Las cuatro grandes torres cortaban la grisácea tonalidad del cielo, y su enorme sombra se cernía sobre el estrecho y peligroso puente de roca que separaba el macizo del continente.

Al contemplar el paisaje, Ria sintió emociones encontradas. El Castillo y su titánico telón de fondo eran una visión impresionante, y la impresión no disminuía con la familiaridad. ¿Cuántos cientos de generaciones de hombres y mujeres, ya fueran peregrinos, prisioneros o buscadores del conocimiento arcano, se habían parado en aquel mismo lugar y habían tenido la misma sensación de completa insignificancia que el Castillo había producido en su larga y turbulenta historia? No habían sido manos humanas las que habían colocado aquellas piedras inmensas y amenazadoras. Aunque durante siglos antes del Cambio había sido la fortaleza de quienes adoraban el Orden, el Castillo había sido creado en una época muy anterior al principio de la historia conocida, por un capricho de Yandros, el impredecible y veleidoso señor del Caos, y durante siglos —milenios quizá— sus habitantes habían gobernado un mundo enloquecido en el que el Caos era el único señor. Mucho tiempo había transcurrido desde aquellos días, y también desde los tiempos del reino sin oposición del Orden, pero, incluso ahora, la paz no parecía del todo asentada entre las torres y defensas del Castillo. Las negras murallas sin sol todavía conservaban un intenso eco de poder antiguo y ominoso que el tiempo había sido incapaz de borrar.

El caballo de Ria dio un paso a un lado, movió la cabeza impaciente, y la Matriarca se dio cuenta de que había permanecido inmóvil, absorta en sus pensamientos, durante algunos minutos. Sus acompañantes esperaban obedientemente una orden suya; se volvió hacia ellos, sonrió como disculpa e hizo un gesto hacia el vertiginoso puente de piedra.

—El paso es bastante más ancho de lo que parece desde aquí, y bastante seguro —dijo—. Nuestros caballos son de la región y han sido adiestrados para no temerlo, pero si alguien se siente mejor yendo a pie, o dejando que le cojan las riendas, no tiene más que decirlo.

Una de las hermanas más jóvenes, agradecida, desmontó de inmediato, y Avali miró dubitativa en dirección al puente. Dos mojones de piedra señalaban el comienzo de su arcada; tras ellos había un precipicio de trescientos metros. Ria sonrió comprensiva y extendió la mano.

—Dame las riendas de tu yegua, niña —indicó—. Así podrás cerrar los ojos mientras yo te guío. Nadie dirá nada por eso. —Y, en tono de conspiración, añadió—: Cuando vine aquí por vez primera, mis superioras tuvieron que arrastrarme hasta el puente, mientras yo daba patadas y gritaba. Ya te acostumbrarás.

Avali se mordió los labios. Aunque había oído muchas historias dramáticas acerca del cruce hasta el Castillo, no estaba preparada para los terrores reales que significaba. Por un instante deseó haberse quedado en Chaun Meridional; luego pensó en lo que le esperaba al otro lado del puente y eso fortaleció su resolución. No podía volverse atrás. Si todas las amigas que envidiaban aquella oportunidad única llegaban a enterarse, no sobreviviría a la vergüenza.

Sonrió débilmente a Ria y asintió.

—Sí, tía.

El viento, en un súbito golpe procedente del noroeste, le cogió la cabellera y la levantó como si fuera un aureola alrededor de su cabeza; la yegua gris pateó y Avali cerró los ojos con fuerza, se encomendó en silencio a los catorce dioses para que la protegieran, y los caballos comenzaron a descender hacia la Península de la Estrella.

Capítulo III

L
as primeras formalidades del cónclave tendrían lugar el día después de la llegada de la Matriarca. Ria agradeció no tener obligaciones durante su primera noche en el Castillo, pues eso le daría tiempo para establecerse con su séquito en sus aposentos sin prisas inoportunas. Su preocupación inicial por Avali resultó ser infundada, lo que la alivió sobremanera: su sobrina no había sufrido con el viaje y se mostró encantada con la severa magnificencia del Castillo. Se comportó a la perfección, encantadora y solemne con todos. Tras una buena cena, servida en privado al grupo de la Hermandad, que estaba demasiado cansado para afrontar la atmósfera más social del comedor principal, Ria dio gracias mentalmente porque Avali no estaba resultando un inconveniente, y durmió con una tranquilidad que no experimentaba desde que habían salido de Chaun Meridional.

Pero por la mañana su humor volvió a empeorar. Primero tuvo un encuentro breve pero chocante con Keridil, quien por su debilidad no había podido darle la bienvenida la noche anterior. Ria se entristeció al ver cómo había cambiado y, cuando se besaron en las mejillas, tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para que su expresión no traicionara lo que sentía. Ni siquiera el aviso que contenía la carta de Chiro la había preparado para el grado de declive de Keridil: era como si su llama se hubiera reducido hasta no ser más que un ascua. Ya no era, pensó con pena, el hombre que había conocido y tenido por amigo; era un desconocido.

Alterada por el encuentro, Ria dio como excusa un dolor de cabeza para tomar un ligero almuerzo a solas en su habitación, deshaciéndose con amabilidad de la hermana Fiora. Todavía estaba toqueteando la comida cuando alguien llamó con suavidad a su puerta; pensando que sería otra vez Fiora, que podía ser muy insistente, Ria habló con voz cansada y algo enojada.

—Adelante —dijo y, cuando alzó la vista, se encontró con un hombre alto y enjuto en el umbral.

—Matriarca —el visitante esbozó una sonrisa—, Carnon Imbro me dijo que te encontraría aquí. Lo siento, ¿te molesto?

—¡Lias Barnack! —Ria se levantó, desaparecido su enojo, y extendió las manos—. ¡Vamos, si deben de haber pasado casi cinco años!

—Cuatro y medio. —La sonrisa se hizo más amplia y, cogiéndole las manos, se inclinó ante ella—. Triste es reconocer que mis deberes no me permiten visitar Chaun Meridional tan a menudo como me gustaría.

—Bueno, es un verdadero placer volver a verte. Siéntate, siéntate.

Él vaciló.

—Interrumpo tu comida.

—Nada de eso. No tengo hambre. Si he comido algo ha sido para que la hermana Fiora deje de darme la lata —contestó la Matriarca, a la vez que se relajaba en su silla; él tomó asiento a una cierta distancia—. Me reuní esta mañana con el Sumo Iniciado, y la experiencia me ha quitado el apetito.

—Ah, sí… —Lias inclinó la cabeza. Ria observó con cierta envidia que su rubio cabello no mostraba ninguna cana; llevaba muy bien sus años—. Yo me entrevisté con él ayer. —Hizo una pausa y aspiró entre los dientes—. Perdóname Ria, pero por eso quería verte cuanto antes. Dado que ambos estaremos en el cónclave, pensé que valdría la pena que discutiéramos algunas cosas en privado, y, con franqueza, pensé que sería mejor que lo hiciéramos cuanto antes.

Ria comprendió. Por dolorosas que fueran, había que cumplir con las formalidades, y era evidente que a Keridil no le quedaban muchos días. Su voto como Matriarca, y el del Alto Margrave Solas Jair Alacar, tendrían bastante peso a la hora de elegir al nuevo Sumo Iniciado. Solas Jair Alacar no podía asistir en persona, puesto que, por una ley antigua y establecida, el Alto Margrave nunca abandonaba su corte de la Isla de Verano en el extremo sur, excepto en casos de extrema necesidad. El propósito y origen de aquella tradición se perdían en la noche de los tiempos; popularmente se suponía que procedía de una era más despótica, cuando el hecho de que un Alto Margrave viajara entre sus subditos hubiera podido ser una invitación al asesinato. Ria pensaba que en aquellos tiempos pacíficos la ley no tenía sentido y era un estorbo. Pero nunca se había roto el precedente, de manera que Lias, como enviado del Alto Margrave, tenía la potestad de hablar en nombre de su señor.

—En mi opinión —dijo Ria—, no es ningún secreto quién debe suceder a Keridil. Chiro Piadar Lin es, creo, la única elección adecuada.

Lias asintió.

—Desde luego tiene el favor de Keridil. También he hablado con un cierto número de adeptos en el Castillo, de manera extraoficial, claro está, y creo que el Concilio del Círculo se mostrará prácticamente unánime.

—¿Y el Alto Margrave?

A Ria no se le escapó el débil destello de cinismo que asomó a los ojos de Lias.

—La verdad, Ria, y entre nosotros, no creo que al Alto Margrave le interese lo más mínimo quién coja las riendas en la Península de la Estrella. Siempre que se le asegure que Chiro no lo apartará de sus fiestas y placeres, ratificará la elección sin pensarlo dos veces.

Ria le lanzó una mirada perspicaz.

—Supongo que se le ha garantizado eso…

Lias se encogió de hombros.

—Claro, sentí que era mi deber más elemental tranquilizarlo en ese aspecto. En un momento como éste, lo que menos necesitamos son complicaciones innecesarias. Le he dicho a Keridil que el punto de vista del Alto Margrave coincide con el de la mayoría.

La Matriarca dejó escapar un pequeño pero significativo suspiro de alivio. Personalmente, no creía que ni ella ni el Alto Margrave estuvieran cualificados para decir nada con respecto a la elección del nuevo Sumo Iniciado, y pensaba que aquello debería ser un asunto exclusivo del Círculo. Al fin y al cabo, ellos conocían a Chiro mejor que nadie; su familia tenía relaciones desde antiguo con el Castillo, y él había vivido desde muy joven entre los hombres y mujeres del Círculo. El mismo Keridil lo había iniciado a la edad de catorce años, y sólo el Círculo podía juzgar con seguridad su capacidad y su valía. Pero cuando el Sumo Iniciado no tenía hijo que lo sucediera, el protocolo dictaba que la elección de sucesor debía ser materia de un debate más amplio.

El problema era, reflexionó Ria, que, de todos los miembros del triunvirato que gobernaba el mundo, el papel del Sumo Iniciado era el más complejo. Ante todo, debía ser un maestro en las artes de la magia, puesto que era el intermediario entre los mortales y sus dioses, guardián de todos los aspectos de la religión y la filosofía, y en los asuntos arcanos su palabra era ley. En los tiempos que corrían, debía ser también un político, un diplomático, capaz de aconsejar y apoyar al Alto Margrave en temas más mundanos, sobre todo cuando, como ahora, el Alto Margrave era incapaz de afrontar las responsabilidades del gobierno, o no quería molestarse en ello. Keridil había sido el perfecto señor espiritual para los señores seglares encarnados en Solas Jair Alacar y su padre, Fenar, y Ria creía que Chiro seguiría el ejemplo de Keridil. Pero ¿era ella, o Solas, o cualquiera que no fuera del Círculo, un juez capaz? Desde luego se hacía pocas ilusiones respecto a su propio papel en todo aquello; la Hermandad, compuesta por poco más que adivinas, sanadoras y maestras, tenía mucha menos influencia que el Círculo y el Alto Margraviato, y la Matriarca era la menos importante de las tres cabezas supremas del mundo. ¿Cómo podría osar dar su opinión acerca de quién debería gobernar el mundo, con lo poco que sabía de los trabajos arcanos?

Lias la estaba observando y de pronto dijo:

—Ria, sospecho que algo no va bien. Por tu expresión se diría que tu conciencia y tú no sois las mejores amigas.

Ria comprendió que su expresión la había traicionado; en silencio deseó que los demonios se llevaran la sagacidad de Lias. Consciente de que su curiosidad no se vería satisfecha con evasivas, suspiró y contestó:

—Sencillamente me preguntaba si nosotros, unos extraños, tenemos algún derecho a imponer nuestros puntos de vista en algo que debería ser asunto exclusivo del Círculo.

—Es lo que se espera, Ria —repuso Lias, con una sonrisa de comprensión—. Por encima de todo, debe verse al triunvirato conferenciar y llegar a un acuerdo. Como político de toda la vida, puedo asegurarte que un espectáculo semejante tiene un efecto milagroso en la confianza que el pueblo llano deposita en sus gobernantes. Lo ven como un seguro contra el desequilibrio, y con ello pagan satisfechos sus diezmos y nos dejan que cumplamos nuestros deberes sin interferencias.

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