—Ah, sí. —El rostro de Keridil adquirió por fin una expresión serena—. Como decía, en esto puedo confiar en mi instinto. Te elijo a ti, Chiro, para que seas mi sustituto —dijo, mirando al adepto—. Creo que sabes, mi buen amigo, lo que quiero decir, ¿verdad?
Chiro fue incapaz de mirar a Carnon o de ofrecer una respuesta. Clavó la vista en el suelo, y el Sumo Iniciado siguió hablando con voz suave.
—También quiero que escribas dos cartas en mi nombre, Chiro. Una para el enviado personal del Alto Margrave en la Isla de Verano y otra para la Matriarca en Chaun Meridional. Ruégales que acudan a la Península de la Estrella tan pronto como sus obligaciones lo permitan. —Vio la expresión apenada de Chiro y añadió—: Sé que no es una tarea que te agrade, pero el protocolo de estos asuntos impide que las cartas sean de mi puño y letra.
—Sumo Iniciado, yo… —Chiro calló, comprendiendo que no había nada que decir.
Keridil flexionó los hombros.
—Bien. Debe de ser tarde y os estoy entreteniendo. —Contempló la niebla pulsante que los rodeaba en la estancia—. Volveré a mis aposentos y quisiera que vosotros hicierais lo mismo. Lamento haber interrumpido vuestro descanso durante tanto tiempo.
Apartó la mano de Carnon, con educación pero con firmeza, y comenzó a andar con dignidad hacia la puerta.
—El Warp puede estar ya encima de nosotros —comentó, deteniéndose—. Será emocionante presenciar uno después de tanto tiempo. Pero desde un mirador seguro, ¿eh, Chiro?
—Sí, señor —repuso Chiro débilmente—. Desde un mirador seguro.
Bastante después de que la segunda luna hubiera desaparecido en el oeste, una solitaria luz seguía ardiendo en una ventana del ala norte del Castillo. El Warp había llegado aullando, como un furor de brillo y truenos, y había seguido en dirección al sur, pero Keridil Toln seguía sentado junto a la ventana de su habitación más íntima, con el codo apoyado en el alféizar de piedra, agachado sobre su única vela, contemplando la noche. Faltaba poco para el amanecer, pero no sentía necesidad de descansar. Su deseo y necesidad de sueño habían ido menguando con los años, y aquél era el único momento del día en el que podía estar verdaderamente a solas, sin las constantes interrupciones de los bienintencionados siervos o adeptos.
Aunque se sentía agradecido por la preocupación mostrada por Carnon y Chiro, le alegraba que se hubieran marchado. Aquella noche no había estado precisamente en forma; mencionar a Grevard había sido un error imperdonable, y esperaba que ése hubiera sido el peor de los errores cometidos. Aquellos lapsos eran cada vez más frecuentes; Carnon decía que eran una consecuencia inevitable de su declinar, pero Keridil seguía encontrándolos muy frustrantes. La mayor parte del tiempo seguía tan lúcido como siempre, pero empezaba a ser imposible saber cuándo su mente se deslizaría de nuevo a aquella cenagosa tierra de nadie entre la realidad y la imaginación, confundiendo el pasado y el presente en una mezcla imposible.
No debería haber ido al Salón de Mármol aquella noche. Debería haber aceptado la realidad hacía tiempo: que ni todas las plegarias y rituales del mundo podrían conseguir lo único que anhelaba y que permanecería para siempre fuera de su alcance. Pero, en vez de eso, se había mostrado tenaz, no había querido escuchar a su propia voz interior que lo prevenía, y acababa de sufrir la humillación definitiva al darse cuenta de que ya no podía controlar ni siquiera las habilidades más sencillas de lo oculto. Su poder —tal y como lo había disfrutado— había desaparecido.
Por un instante consideró la posibilidad de salir de aquella habitación, ensillar un caballo y alejarse por la elevada calzada que unía el Castillo con el continente, sin decir nada a nadie. No importaría el destino: sería sencillamente degustar por última vez la libertad. Pero no; pensando con realismo, dudaba de tener las fuerzas para ensillar un caballo sin ayuda, mucho menos para montarlo. Y ser egoísta ahora, cuando el final estaba tan cerca, sería eludir su última obligación.
El deber. Sonrió al pensar en ello. Durante más de sesenta años, desde que la muerte de su padre lo había lanzado —joven, inexperto e idealista como era entonces— al papel de cabeza de lo oculto y lo religioso en el mundo, había antepuesto el deber a todo lo demás. La obligación de seguir el ejemplo de su padre, el deber para con el Círculo, el deber para con la tradición…
Se movió un poco, y, a la luz de la vela, algo brilló en su hombro con un pequeño destello dorado. Keridil miró y vio que todavía tenía prendida a su capa ribeteada de piel la insignia del rango de Sumo Iniciado. La tocó, palpó los contornos del símbolo que incluso después de tantos años no acababa de aceptar del todo. Una estrella de siete rayos forjada en filigrana dorada, y un rayo dorado que partía la estrella. En los días antiguos el rayo iba encajado en un doble círculo, pero desde el Cambio se acordó que el emblema estrellado del Caos debería fundirse con el del Orden con el propósito de simbolizar la postura oficial del Círculo como servidores de los dos titánicos poderes.
Keridil, que había mirado a la cara tanto a Aeoris del Orden como a Yandros del Caos, sabía que, en lo más hondo de sí, su aceptación externa del Equilibrio era una farsa. Mucho tiempo atrás, cuando el Caos había resultado victorioso en la última batalla por la supremacía entre los dioses, había respondido al burlón desafío de Yandros a su lealtad prometiendo que no cambiaría de bando para salvar el cuello o el alma. Había mantenido ese juramento durante más de medio siglo, lo que era un rescoldo de alivio en sus últimos días. No sabía qué sería de él después de muerto. Pero su conciencia, al menos, estaba tranquila.
¿O no? De pronto, un lejano recuerdo apareció en la divagadora mente de Keridil. Un compañero iniciado, su amigo de la infancia, traicionado, no por el deber que había sido el yugo de toda su vida, sino por los celos amorosos. Un amigo que, triunfante al fin y revelando su verdadero poder, había intercedido ante Yandros para salvar la vida de Keridil y devolverlo a su lugar en la Península de la Estrella.
Y que había matado a la única mujer que Keridil había amado.
La vela chisporroteó y silbó. Keridil parpadeó y advirtió a su pesar que las lágrimas habían empezado a correr por su rostro, hasta caer sobre el alféizar. Lágrimas. Dioses, eran el último refugio de un anciano. Pero ¿por qué no habría de llorar? ¿Por qué no habría de guardar luto por ella? Fuera lo que fuese: una conspiradora, una traidora, incluso una asesina… Oh, sí, de nada servía negar la verdad; todos en el Castillo conocían la historia. También había sido hermosa y encantadora, y él la había amado. Pero había muerto de manera horrible, tremenda, castigada por el mal que su retorcida mente había traído. Todas las ceremonias, todos los rituales, todas las plegarias que su alma repudiaba incluso en el mismo momento en que las formulaba, no habían servido para hacerla regresar, porque sólo el Caos tenía ese poder, y el Caos no era amigo de Keridil.
¿No es amigo?
No fue un sonido; fue un hálito intangible y sobrenatural que pareció deslizarse por la habitación en silencio, acariciando la superficie de la conciencia de Keridil, sobresaltándolo como si fuera un animal sorprendido por el cazador. Esa voz —eran imaginaciones suyas, nada más, se dijo a sí mismo— resultaba terriblemente familiar. No era la voz de Sashka, que ya no podía recordar, sino otra, una que nunca podría olvidar.
Keridil se volvió de espaldas a la ventana y miró la habitación envuelta en sombras.
—¿Tarod…? —preguntó en voz baja.
Sólo el silencio le respondió. Los doseles de la cama se estremecieron como movidos por una brisa y luego volvieron a quedar inmóviles. No había una presencia sobrenatural, ni una mano invisible en el pomo de la puerta, ni el brillo de unos felinos ojos verdes o la suave risa y la negra luz del Caos abriéndose paso a través de la máscara humana. Tarod, cuyo cuerpo mortal había ocultado el alma de un dios, que había enviado a Sashka a su perdición, estaba tan ausente de aquella habitación como de la fría piedra de la estatua en el Salón de Mármol unas horas antes. Tarod habitaba ahora en otro reino; no escuchaba, no respondía. No tenía nada que decir.
La vela goteó de pronto —nada más que una gota— y se apagó. La oscuridad se cernió sobre la habitación y borró la débil e insustancial sombra de Keridil, quien por un momento agradeció las tinieblas, porque eran un lugar donde podía ocultarse.
Pero nada ganaría sentado allí sin propósito alguno. No había tenido ni visiones ni visitas; pronto el sol saldría y comenzaría otro día. Otro día. Ya no quedaban muchos más. Mañana, el bueno y leal Chiro escribiría las dos cartas y las aves mensajeras las llevarían hacia el sur. Sus destinatarios entenderían el significado del mensaje y vendrían para ayudarlo a escoger al hombre que, pronto, ocuparía su lugar. Keridil estaría contento, muy contento, de abandonar por fin su pesada carga.
Se puso en pie y se acercó lentamente a la cama. Aunque no le llegara el sueño, por lo menos estaría más cómodo entre las frescas sábanas y almohadas, y quizá durante un breve lapso podría descansar sin soñar con cosas que era mejor olvidar.
—N
o debería haber venido. —La superiora Fiora se asomó un poco desde el rincón de la chimenea para observar a la chica, que, ayudada por una novicia de hábitos blancos, subía lenta y torpemente la escalera que llevaba al primer piso de la posada—. Lamento si hablo fuera de lugar, Matriarca, pero tan sólo expreso lo que todas nosotras hemos pensado. No está en condiciones de viajar. Por su bien y el de la criatura, deberíamos dejarla aquí y partir mañana sin ella.
Las otras dos hermanas que compartían la mesa habían bajado la mirada porque no querían entrar en la discusión. A Ria Morys no le hacían falta sus capacidades de vidente para saber lo que pensaban y apartó su plato con un suspiro, al tiempo que hacía un gesto para que alguien llenara de nuevo su copa de vino.
—Lo sé, Fiora. Y, si pudiera hacer que el tiempo retrocediera, cambiaría mi decisión y haría frente a los berrinches que se producirían. Pero ahora es demasiado tarde. Si la dejamos aquí, alguien deberá quedarse con ella, y tú eres la única sanadora de nuestro grupo. No puede ser. Nadie más es lo bastante veterana como para ocupar tu lugar en la conferencia. —Bebió un poco de vino, y frunció el entrecejo tanto por el gusto ligeramente rancio como por sus incómodos pensamientos—. Sea acertado o no, Avali debe acompañarnos al Castillo.
Fiora resopló y apretó sus regordetas manos.
—Pero, Matriarca, hablando como sanadora, debo resaltar el hecho de que…
—No. —Ria no utilizaba aquel tono a menudo, pero cualquier hermana de la congregación de Chaun Meridional, desde la más alta superiora a la novicia más joven, sabía que en esas ocasiones más valía no discutir. Algunos parroquianos de las mesas cercanas se volvieron curiosos, para apartar luego la vista rápida y respetuosamente; el posadero lanzó una mirada ansiosa desde detrás del mostrador. Fiora se sonrojó.
—Hermana Fiora, aprecio y comparto tu preocupación. —Ria bajó el tono de voz y colocó las palmas de las manos sobre el mantel con firmeza—. Pero Avali está aquí y ya tengo suficientes preocupaciones como para además hacer frente a una larga lista de «síes», «peros» y «no obstantes» acerca de por qué no habría de estar. Me complacerás, por favor, si no vuelves a hablar del tema.
Siguió un embarazoso silencio.
—Sí, Matriarca —dijo Fiora al cabo.
En ese instante apareció una sirvienta para retirar los platos y preguntar si deseaban algo más. Su llegada rompió el embarazoso silencio y Ria, agradecida, se echó hacia atrás en su silla y apoyó la cabeza contra el cálido muro de piedra de la chimenea mientras intentaba con disimulo aliviar la tensión de su espalda. Estaba agotada, lo sabía; en contra de las predicciones, el clima no se les había mostrado favorable, y once días de viaje a través de tormentas de granizo y vientos gélidos habían mermado su energía. Mañana les esperaba el desfiladero y prometía ser el peor día de todos, pero al anochecer —si no pasaba ninguna desgracia, y en todo caso más valía no pensarlo— habrían alcanzado su destino.
Y entonces habría otra clase de preocupaciones a las que enfrentarse.
La sirvienta se retiró en silencio y durante unos minutos reinó una tranquilidad amigable, tan sólo teñida por las consecuencias de la discusión. Ria cerró los ojos y se dio cuenta de que podría dormirse con facilidad, a la vez que comprendía que, por una cuestión de dignidad, no debía hacerlo. Sospechaba que, desde hacía unos meses, roncaba al dormir, aunque no tenía un marido que lo confirmara y ninguna de sus correligionarias, en caso de oírla, se atrevería nunca a mencionárselo. Otra señal de la edad, pensó con amargura. Sería impensable que la Matriarca de la Hermandad se quedara apoltronada, roncando y gruñendo como un animal ahito, en una posada repleta de viajeros. Sería mejor acostarse. Los días de otoño eran cortos en estas latitudes septentrionales, y deberían ponerse en camino al amanecer si querían terminar su viaje sin una nueva parada.
Se levantó, con una gracia que sólo se veía algo reducida por la edad y, sonriendo, dio las buenas noches a sus compañeras. Las hermanas se pusieron en pie y se inclinaron ante ella; los cuatro hombres de escolta que les había ofrecido el Margrave de Chaun Meridional saludaron con solemnidad. Sin ella presente, se relajarían y hablarían con más tranquilidad, pensó Ria, y podría aprovechar la oportunidad para visitar a Avali y ver si todo iba bien.
El posadero, agradecido e impresionado por albergar a la Matriarca, había ofrecido a Ria su mejor habitación, que ocupaba una zona orientada al sur y por lo tanto en la parte más protegida del piso superior del edificio y que además estaba lo más alejada posible de la ruidosa sala del bar. Para no ofenderlo, Ria había reorganizado con disimulo la disposición de habitaciones, ofreciendo su habitación a Avali, ocupando ella una pequeña habitación adyacente y colocando a Fiora al otro lado por si hacían falta sus servicios. Ahora, rechazando amablemente el ofrecimiento de una sirviente de iluminar su camino, abrirle la cama y encender el fuego, subió por los escalones de madera que crujían bajo sus pies y se dirigió —con precaución, puesto que el suelo era viejo e irregular— a la puerta de Avali. Llamó y entró.
Avali estaba en la cama. Su rubia melena le cubría los hombros, y el bulto de su vientre era claramente visible, tapado por las mejores mantas del posadero. La novicia que le hacía compañía y que estaba preparando las ropas de viaje para la mañana se inclinó ante Ria y, obedeciendo un gesto de ésta, salió de la habitación y las dejó solas.