—Bien, Avali —Ria se sentó en el borde de la cama y extendió las manos hacia el fuego que chisporroteaba en la chimenea—, ¿estás cómoda? ¿Tienes todo lo que necesitas?
Avali hizo una mueca.
—La cama es dura. Aunque es mejor de lo que esperaba encontrar en esta región; al menos eso creo.
Ria sonrió débilmente.
—La Tierra Alta del Oeste no es una de las provincias más refinadas.
—No. A menudo me pregunto por qué el Círculo eligió ocupar un lugar tan desolado, cuando podrían haber ido a Chaun Meridional, a Shu o incluso a Wishet.
—Fue una elección de los dioses, niña, no de los hombres —le recordó Ria—. No te preocupes; mañana, cuando lleguemos al Castillo, todo cambiará.
Avali era lo bastante inteligente para entender el suave reproche. Vaciló un instante; después su expresión se transformó en una sonrisa dulce y de autodesprecio, tan sólo ligeramente teñida de travesura.
—Lo siento, tía. He sido una pesada carga para ti durante estos meses, ¿verdad?
La sonrisa y el gesto de la cabeza ladeada recordaban tanto a su padre, el hermano menor de Ria, que la Matriarca no pudo mantener su enfado. Avali había heredado aquel encanto natural que lograba que, incluso cuando se mostraba más exasperante, desapareciera toda furia contra ella. Ria suspiró y se dio por vencida.
—Yo no diría tanto, querida. Pero estaré agradecida cuando este… interludio, digamos, haya terminado. —Alisó una esquina de la colcha, que estaba arrugada—. De todos modos, sigo pensando que hubiera hecho mejor en mantenerme firme y no permitir que me acompañaras en este viaje.
—¡Oh, tía! —Avali la miró con una encantadora mezcla de arrepentimiento y pena—. Un acontecimiento como éste no se repetirá en mi vida. ¡Si me lo hubiera perdido no habría podido soportar la desilusión!
—Tus padres estarán más que desilusionados si te pasa algo —dijo enfáticamente Ria. Sabía muy bien que la queja de Avali era una mentira; a la chica no le interesaba la conferencia en la Península de la Estrella, pero había querido ir debido a una mezcla de curiosidad y capricho, aparte el hecho de que, tras cuatro meses en la atmósfera tranquila y ordenada del Matriarcado, estaba muerta de aburrimiento.
Avali se miró el vientre y mostró una expresión de disgusto.
—No me pasará nada, tía. Estoy asquerosamente sana y todavía faltan dos meses para que nazca el bebé. Aile, que es mi amiga más antigua… ya la conociste el año pasado en la festividad del Primer Día del Trimestre de primavera…, pues Aile montaba a caballo tan sólo quince días antes de que su hijo naciera.
—Tu amiga Aile tiene un marido que la cuida. Y no era tan tozuda como para intentar atravesar las montañas septentrionales en estado.
—Tú cuidas de mí ¿no es así? Y también la hermana Fiora. Todos saben que es la mejor sanadora de tres provincias. —La luz del fuego se reflejó en los ojos de Avali, al cambiar ésta de postura, y su mirada casi pareció maliciosa—. Querida tía Ria, ¿cómo no iba a venir? Para ver en persona al Sumo Iniciado, que anduvo con los mismos dioses hace tantos años…
—Y a quien no le gusta ahora que se lo recuerden —la interrumpió Ria con brusquedad—. Tienes la lengua demasiado suelta, niña. Ya te he dicho que todos esos acontecimientos no deben mencionarse en presencia del Sumo Iniciado y te agradecería que me obedecieras, al menos en eso.
—Sí, tía —repuso la joven, bajando la mirada—. Lo siento.
Aquella muestra de arrepentimiento no engañó a Ria ni por un instante, pero estaba demasiado cansada para insistir. Se puso en pie rígidamente.
—Bien, entonces, si no necesitas nada más, será mejor que intentemos dormir. ¿Tienes a mano tu campanilla? —Miró la mesilla de noche y vio la campanilla al alcance de Avali—. Bien; pero, por favor, no molestes a la hermana Fiora a menos que sea realmente necesario.
—Claro. —Avali dio un beso en la mejilla a la anciana cuando Ria se inclinó sobre ella; era un saludo formal pero también cariñoso—. Buenas noches, tía.
Si hubiera sido una mujer más sabia, pensó irónicamente Ria, mientras apagaba la vela junto a su cama, no habría cometido el error de oponerse a la petición inicial de Avali de acompañarla a la Península de la Estrella. La chica se había mostrado tan tenaz en su resolución precisamente por aquel empecinamiento que mostraba en salirse siempre con la suya; si se le hubiera dicho que sí desde el principio, seguramente habría dejado de interesarse y se habría conformado con quedarse a salvo en la congregación de Chaun Meridional. Pero, al primer atisbo de oposición, Avali había usado todas las triquiñuelas de su repertorio; y, como su padre, tenía un repertorio considerable.
Ria pensó que, desde el principio de aquel asunto, debería haberle dicho a su hermano Paon que la imprudencia de Avali al quedarse embarazada sin haber pasado por el matrimonio no era asunto de la Hermandad y que, desde luego, no estaba preparada para acoger a la chica bajo su manto de manera que el bebé naciera sin publicidad, fuera entregado en adopción, y que luego Avali regresara al refugio familiar sin que sus perspectivas de casamiento quedaran afectadas. Debería haberse enfrentado a su hermano y no haberlo dejado abusar de los privilegios del rango de la Matriarca. Pero siempre había sido vulnerable ante los halagos de Paon, igual que ante los de Avali, y su generosa dotación para la congregación de la Matriarca había sellado su obligación. De manera que, cuatro meses atrás, Avali había llegado a Chaun Meridional con un tren de mulas de equipaje y, desde entonces, la tranquila y ordenada vida de Ria se había visto completamente alterada.
Y no era que Ria no quisiera a su sobrina. Si lo quería, Avali podía encantar a los pájaros en los árboles y, aunque había sido completamente malcriada por sus padres, su naturaleza, dulce en el fondo, todavía no se había estropeado del todo. Pero Ria no estaba de acuerdo con que los niños tuvieran la total libertad de que Avali siempre había disfrutado, ni, desde luego, con que los padres permitieran a sus hijas solteras ampliar sus experiencias mundanas teniendo amantes siempre que quisieran. Puede que fuera anticuada, pero nunca había podido aceptar el hecho, por muy asumido que estuviera en las clases altas, de que no significaba ninguna vergüenza que una chica tuviera uno o dos hijos antes del matrimonio, siempre y cuando no se permitiera que esos hijos se convirtieran en un obstáculo para el futuro de su madre. Los bebés no deseados podían ser adoptados con facilidad y olvidados, y Paon le había sugerido a Ria que la solución más apropiada sería que la Hermandad se hiciera cargo de Avali hasta el nacimiento y que después le encontrara al bebé un buen hogar. Si era niña, había sugerido, incluso podían adoptarla en la congregación y educarla como novicia de la orden.
Al principio, Ria se había escandalizado ante aquella sugerencia. El bebé, había dicho, era el nieto de Paon; ¿es que él no tenía sentimientos? ¿Y qué tenía que decir Avali? Con paciencia —siempre la había tratado como si fuera su hermana menor, aunque en realidad era seis años mayor que él— Paon le había explicado que Avali no tenía ninguna gana de quedarse con el bebé y que no sería él quien la convenciera de lo contrario. Además, ¿qué mejor inicio en la vida podía desear un niño, y más un niño sin padre, que tener toda la riqueza y seguridad de la congregación de la Matriarca?
Fue aquella última observación, aparentemente sin importancia, la que acabó por convencer a Ria. Si ni su madre ni su abuelo estaban preparados para querer al infeliz niño, ella sí lo estaba. Reflexionó con cierto humor que ella, una solterona de toda la vida, con poca experiencia con los niños, no era precisamente la madre adoptiva ideal; pero no importaba. Su nieto o sobrino nieto sería acogido bajo su techo y ella haría cuanto estuviera en su mano por él.
Desde que había tomado aquella decisión, Ria se había preguntado con frecuencia si la razón no era un poco más egoísta de lo que estaba dispuesta a aceptar. Aunque en la Hermandad no se ponían impedimentos al matrimonio, las hermanas de más alto rango rara vez conseguían conjugar sus responsabilidades con las propias de tener marido y familia y, por lo que Ria sabía, todas las Matriarcas en la historia de la Hermandad habían sido solteras. Al dedicarse por entero a su trabajo, había sacrificado algo que la mayoría de las mujeres daban por hecho, y había una parte de su persona que lo lamentaba. El papel de Matriarca, como miembro del triunvirato que gobernaba el mundo, era solitario; más aún que el del Sumo Iniciado o del Alto Margrave, pues se suponía que ambos tendrían familia propia. Al fin y al cabo, eran hombres, y por un hecho de simple biología estaban menos implicados en la crianza de sus hijos. Para una mujer, por fuerza tenía que ser distinto, pero, aunque Ria siempre había aceptado su destino de buena gana, sus instintos maternales no estaban totalmente aplacados. Quizá, pensaba con un pequeño y desconocido sentimiento de orgullo, al fin podría dar salida a esos instintos con el hijo de Avali.
El fuego de la chimenea se estaba convirtiendo en brasas y tan sólo despedía un tenue resplandor rojizo que se reflejaba en las paredes encaladas y en el techo. Ria se arrebujó en la cama y se riñó por tener pensamientos que la mantendrían despierta. Si querían completar el paso del desfiladero en un día, no debía malgastar el precioso tiempo de descanso en aquellas cosas, o por la mañana no serviría para nada. «Duerme —se dijo con severidad—. Y deja de ser una vieja estúpida y sentimental.»
—Háblame del Sumo Iniciado, tía.
Ria volvió la cabeza y vio que la yegua gris de Avali se ponía a la altura de su caballo. Bajo el sol de última hora de la tarde que se colaba por el desfiladero, la cabellera de la chica parecía oro hilado y sus ojos brillaban excitados. La Matriarca sonrió.
—Querida niña, ¿qué podría decirte? —Apretó la boca fingiendo seriedad—. ¡Si hubieras prestado atención a tus tutores cuando eras pequeña, no tendrías ahora que pedirme que te recordara lo que debiste haber aprendido entonces!
Avali se rió, lo cual provocó miradas y sonrisas en los cuatro hombres armados que iban con la pequeña caravana.
—Oh, conozco toda la historia. ¡Mi profesor de historia decía que yo era su mejor alumna! Pero tú conoces en persona al Sumo Iniciado desde hace muchos años. De eso quiero que me hables.
Ria contempló la senda que serpenteaba ante ellos entre los riscos. Calculaba que llegarían al final de las montañas en una media hora o quizás algo menos; apenas tiempo suficiente para dar su punto de vista acerca del ser humano más inteligente, complejo y al mismo tiempo inefablemente triste que jamás hubiera conocido. Además, muchos de sus recuerdos estaban anclados en el pasado, y la carta de Chiro le había avisado que Keridil había experimentado un serio declive en los últimos meses. Tal vez era de esperar en alguien de su edad, pero Ria se lamentaba por el hombre que había sido.
—Oh, querida —dijo en voz alta—, ¿cómo puedo esperar condensar lo que Keridil Toln es, o fue, en unas pocas palabras? —Su caballo comenzó a salirse de la senda, atraído por uno de los pocos arbustos enanos que conseguían crecer entre el esquisto, y ella tiró de las riendas—. ¿Sabes?, es una de las pocas personas vivas que recuerdan los días anteriores al Cambio, cuando los dioses del Caos desafiaron el gobierno de los dioses del Orden y los mortales nos ganamos el derecho a adorar a quien quisiéramos.
—¿La época en la que se restauró el Equilibrio?
—Sí. —De manera que Avali no había descuidado del todo su catecismo, observó Ria—. En nuestras vidas no hemos conocido otra cosa que el
statu quo
. Decimos que el Orden impera de día y el Caos por la noche, y que así es como debe ser. Pero intenta pensar cómo te sentirías si hubieras nacido en un tiempo en el que no había otros dioses que Aeoris del Orden y sus seis hermanos. —Alzó la mano en un gesto reflejo con los dedos separados, el tradicional signo de respeto hacia los dioses, antes de continuar—. Cuando Keridil Toln se convirtió en Sumo Iniciado, Yandros y los otros señores del Caos no tenían lugar en nuestro mundo. Habían sido desterrados. —Sonrió con un pequeño gesto mohíno—. Eran considerados demonios.
Avali abrió mucho los ojos y también hizo el gesto, como para protegerse del disgusto de los dioses.
—Como a todo hombre, mujer o niño, a Keridil le enseñaron a adorar únicamente el Orden y a despreciar el Caos como si fuera el mal —continuó Ria—. Por ejemplo, ¿sabías que antes nos llamábamos la Hermandad de Aeoris, y no la Hermandad a secas?
Avali negó con la cabeza.
—Oh, sí, nosotras también servíamos al Orden, y sólo al Orden, por muy extraño que pueda parecer en estos días ilustrados. Eso es lo que intento explicarte, Avali. Nuestro Sumo Iniciado fue educado para ver en el Caos a un enemigo, pero durante sesenta años ha sido el jefe religioso de un pueblo que rinde igual homenaje al Caos que al Orden. ¿Puedes empezar a imaginar lo que debe de haber significado para él?
Durante unos instantes no se oyó más que el ruido apagado y rítmico de las herraduras. Avali frunció el entrecejo mientras intentaba captar la importancia de lo dicho por la Matriarca, y Ria se dio cuenta, con cierto pesar, de que su discurso no tenía verdadero sentido para la chica. Para la generación de Avali —y también para los seglares de la generación de Ria— el tiempo del Cambio quedaba demasiado lejano para tener importancia. Avali rezaba a Aeoris por la mañana y a Yandros al anochecer, asistía a los ritos del Primer Día de Trimestre que marcaban el cambio de las estaciones y la munificencia del Equilibrio, pero no tenía ningún interés adicional en la estructura religiosa del mundo. En aquellos días pacíficos los dioses no exigían nada más.
—Lo que intento explicarte, Avali —añadió Ria—, es que las experiencias por las que pasó Keridil Toln hace tanto tiempo deben de haberle dejado huella. Ha sido un Sumo Iniciado noble y excelente pero también creo que ha sido un hombre que ha estado muy solo. —Sonrió con ironía—. Mi posición me ha hecho relacionarme mucho con Keridil a lo largo de los años, pero no puedo decir que lo conozca realmente. —Hizo una pausa antes de agregar—: Dudo que alguien pueda decirlo.
Un resplandor en la periferia de su visión captó su atención en ese momento y alzó la vista para contemplar el sol, que, hinchado y carmesí en aquella estación y latitud, desaparecía detrás de los grandes bloques de granito que se alzaban a ambos lados del desfiladero. Quedó una franja de luz, ardiendo y perfilando de fuego los contornos de los riscos; después, súbitamente, el desfiladero quedó sumido en intensas sombras y un frío húmedo cayó sobre los viajeros como un manto.