LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora (9 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora
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—Está bien, hijo. Sé lo que quieres decir. Y el Sumo Iniciado no quiere que estemos tristes. Aunque debemos quedarnos atrás, ésta es para él una ocasión de alegría, porque alcanzará la paz.

Por un instante se preguntó si sus palabras no sonaban huecas, pero el cambio en la expresión de Tirand, de triste confusión a dubitativo alivio, desvaneció sus dudas. Miró después a Karuth y se dio cuenta de que la chica la estaba evaluando con mirada profesional y preocupada. Sonrió.

—Estoy mucho mejor, Karuth. Gracias por tu amabilidad.

—Me alegro, señora. ¿Está bien la niña?

—Sí, gracias a la benevolencia de los dioses.

Karuth hizo un gesto en dirección a la frágil figura de Keridil.

—El Sumo Iniciado ha preguntado por ella, Matriarca. Antes de que llegarais. Parece preocupado por ella.

Ria sabía que Keridil había visitado inesperadamente al amanecer el velatorio de Avali. Quizá, pensó, Keridil veía en la niña un símbolo de nueva esperanza, un nuevo principio.

El pensamiento se vio interrumpido de forma brusca cuando Karuth la cogió del brazo.

—Matriarca…

—¿Qué pasa?

Entonces Ria lo sintió a su vez: un aliento frío que pasó por delante de ellos y cruzó la soleada habitación. Por instinto miró hacia la cama, y vio los ojos de Keridil abrirse perceptiblemente y cambiar de enfoque, de manera que parecía contemplar, con intensa claridad y una inteligencia nuevamente despierta, un punto preciso entre los dos pies de la cama. Después pensó que tal vez lo había imaginado, aunque nunca podría saberlo con certeza, pero en ese punto parecía haber un débil resplandor, y la sensación de una presencia, una
inteligencia
, que llenaba la habitación e iba más allá de sus dimensiones físicas, hasta otro plano inimaginable de la existencia.

La intuición se convirtió en certeza e, incapaz de contenerse, Ria avanzó.

—Keridil… —las restantes palabras murieron en su garganta.

Keridil se sentó muy derecho. La vívida inteligencia de su mirada se intensificó y, de pronto, se vio que en su rostro luchaban por sobreponerse la felicidad, el dolor y una extraordinaria comprensión. Ria sintió que Karuth estaba pegada a ella, vio a Chiro retroceder, oyó un brusco suspiro de Carnon.

—¡Espera! —No era la voz normal del Sumo Iniciado, sino más potente, más joven, casi irreconocible—. Hay algo que debo…

—¡Keridil, no te esfuerces! —Carnon lo cogió por los hombros, e intentó que se volviera a acostar. Pero, para asombro del médico, Keridil lo apartó violentamente. Seguía con la mirada fija en el mismo punto entre los postes de la cama. Carnon y Chiro siguieron su mirada pero no vieron nada, mientras que Ria y Karuth tan sólo intuían una cierta luz que se mezclaba con oscuridad, la presencia de un poder inmenso.

Pero Keridil veía con mucho más que sus sentidos físicos. Cuando el frágil hilo que lo unía con el mundo mortal se estremeció y comenzó por fin a ceder, miró más allá de la habitación, más allá de las antiguas piedras del Castillo, a un reino en el que extraños colores pulsaban y cambiaban en un arco iris enorme y chispeante, y contempló una figura alta, rodeada por un espectro sobrenatural de colores, que se erguía ante él y que lenta, muy lentamente, alzó una mano para llamar su atención y darle la bienvenida.

—Ah, sí. —Pronunció las palabras en voz alta, las oyó caer como piedras lanzadas desde un acantilado, caer y caer hacia un distante mar, siempre hambriento. Si los amigos y compañeros de este mundo, aquellos a quienes dejaba atrás, oían o entendían, no lo sabía, y no era ya una cuestión relevante. Habían caído sesenta años y Keridil Toln hablaba de nuevo con un ser de otro orden, que al fin había acudido para llevárselo.

Una cabellera como de plata fundida caía en rizos sobre unos poderosos hombros, unos ojos como dos crisoles dorados lo miraban a través de la piel, la carne y el hueso; una boca exquisitamente simétrica le sonreía. Keridil alzó una mano, queriendo tocar la aparición…

De repente, un nuevo destello captó la atención de su mirada, en el límite de su campo de visión. Giró bruscamente la cabeza y vio otra figura, aún más familiar, allí donde hacía unos instantes veía los rostros preocupados de Carnon y de Chiro.

Keridil sintió que algo se relajaba en lo más profundo de su ser. Aquél era el momento que su intuición le había dicho que llegaría. Aquello era lo último que le quedaba por hacer, el mensaje que tenía que entregar. En memoria de una vieja amistad perdida, en memoria de una lealtad que había tenido que esperar sesenta años para ser pagada.

Unos ojos verdes, invisibles para todos menos para él, observaron al Sumo Iniciado que agonizaba, y, después de tanto tiempo, Keridil sintió otra vez la presencia del amigo al que había traicionado, el amigo que había recuperado su verdadera identidad y regresado, en el amanecer de la nueva era de este mundo, al reino al que debía su existencia.

El hombre mortal y el señor del Caos se contemplaron por encima del abismo del tiempo y el recuerdo, y Keridil Toln pronunció sus últimas palabras.

—No es como Sashka. Ten cuidado, Tarod. Ten cuidado.

Unos labios finos se curvaron, los ojos como esmeraldas se cerraron y la visión se desvaneció. Keridil giró de nuevo la cabeza y miró hacia donde todavía lo esperaba, inmóvil, la aparición de resplandeciente cabellera de plata. Escuchó el suspiro final que se escapó suavemente de sus pulmones —sin estertores, tal como habrían podido esperar los médicos—, y con aquella exhalación la habitación adquirió nuevas dimensiones y su conciencia partió libre de su mortaja.

Se alzó. Su cuerpo, la mortaja que estaba abandonando, se estremeció una vez y luego se hundió lentamente en las almohadas de la cama. La mano extendida de Keridil cogió la otra mano inhumana y ya no oyó el suave llanto de una mujer cuando abandonó los límites del mundo.

Siete prismas de luz cegadora giraban lentamente por encima de un paisaje cambiante. Sus colores iridiscentes centelleaban y se mezclaban en un arco iris gigantesco que temblaba surcando el inquieto cielo. Surgió un sonido, una nota larga y sobrenatural, que se convirtió en silencio interrumpido tan sólo por el gemido intermitente del viento.

Desde donde se hallaba, sobre un gigantesco acantilado negro que a su retorcida manera recordaba los bloques de granito de la Península de la Estrella, el mundo mortal no era más que una diminuta llama que flotaba en el límite de la percepción, casi perdida contra el telón de fondo titánico y siempre cambiante del Caos. En el núcleo de aquella llama, un alma humana exhalaba sus últimos suspiros y su breve transición desde la vida a lo que esperaba más allá de ésta había tocado una fibra que despertó sus recuerdos.

Su forma era tan impredecible como su caótica mente pero, al renovarse los recuerdos, adoptó el aspecto de un hombre. Era el único de los Siete que alguna vez había sabido lo que significaba ser humano. Aquella manifestación era un homenaje a los viejos tiempos, aunque algo irónica; un homenaje al hombre que agonizaba en la Península de la Estrella, puesto que era el último superviviente del Cambio, el último de los mortales que habían contemplado el rostro de un señor del Caos. Una larga cabellera negra enmarcaba un rostro orgulloso y ascético; unos ojos verdes se volvieron lentamente para contemplar los últimos instantes del Sumo Iniciado, y unos labios finos sonrieron con una expresión que se movía entre la compasión, el desprecio y el afecto.

Podría haber llevado consigo a Keridil Toln al Caos. Era algo que estaba al alcance de sus poderes, puesto que el
statu quo
entre los dioses, que los hombres y mujeres denominaban ingenuamente Equilibrio, había sido alterado desde el día siempre bien recordado en que Yandros había triunfado sobre Aeoris del Orden y había rehecho las leyes del mundo mortal para que siguieran los propósitos del Caos. Pero, por muy grande que fuera la tentación de seguir ese capricho, se contentó con dejar que la decisión de Keridil fuera el árbitro final. Sesenta años antes, según el cómputo humano del tiempo, al Caos le había divertido trastocar las restricciones largo tiempo impuestas por los señores del Orden y conceder al mundo un grado de libertad desconocido en toda su historia. La oposición, como había dicho una vez Yandros, era un factor a tener muy en cuenta para prevenir que cualquier poder cayera en la autosatisfacción. Ahora, cada individuo podía elegir a quién servir y el Caos, con toda la perversidad propia de su naturaleza, se había mostrado firme a la hora de mantener su juramento de contenerse y no manipular las vidas de los humanos. Aunque externamente Keridil había cumplido con su deber de dar a cada parte lo suyo, en el fondo siempre había permanecido fiel al Orden. Que fuera con Aeoris, tal y como había rogado en sus oraciones. Hubo un tiempo en que había sido un amigo y, aunque la amistad acabó en traición, Tarod no le guardaba rencor.

Pero, mientras la chispa que era la vida de Keridil se apagaba, pareció de pronto que algo quería gritar a través de las dimensiones, que quería tocar por última vez los ecos y recuerdos que una vez habían atado al agonizante Sumo Iniciado a otra devoción. El tiempo se detuvo y, desde la cama de la silenciosa habitación del Castillo, se asomó un rostro del que habían desaparecido bruscamente las huellas de los años, y una mente asolada con viejas culpas y anhelos y confusiones proyectó un último mensaje urgente.

No es como Sashka. Ten cuidado, Tarod. Ten cuidado
.

Las palabras lo alcanzaron como un dardo helado, y el viento que soplaba a través del reino del Caos se alzó un instante hasta convertirse en aullido huracanado. Tarod levantó un brazo y lo apaciguó; después su mano se cerró en torno a la llama del mundo, como si ésta fuera una luciérnaga que hubiera atrapado en la palma de la mano. Su conciencia se movió, volvió a centrarse y contempló al anciano, el que antaño había sido su compañero, y vio que los envejecidos ojos de color avellana lo reconocían y que el hombre sabía que había escuchado sus palabras.

El contacto no duró más que un instante. Otra presencia esperaba al alma de Keridil, y Tarod se retiró elegantemente, dejando tan sólo una ligera turbulencia en el aire del dormitorio y una caricia en la mente del Sumo Iniciado que era su forma de despedirse. Se había terminado. El último defensor de las viejas costumbres del Círculo se había ido, y el futuro se abría a nuevas influencias. Sería, pensó, una era interesante.

Se volvió y dejó atrás el desolado acantilado, permitiendo que regresara hacia el espectro de luz y oscuridad siempre cambiante a partir del cual lo había creado. Reflexionó en el extraño mensaje de Keridil:
No es como Sashka
. Le intrigaba aquella referencia, porque hacía mucho tiempo que nada le recordaba aquel nombre. Por mera curiosidad, formó una imagen a partir de las resplandecientes neblinas que lo rodeaban, la imagen de una mujer joven, alta y adorable, con ojos marrones y una melena de cabellos castaño rojizos. Como ejemplo de egoísmo humano, codicia y corrupción, Sashka no había tenido rival. También había poseído una exquisita belleza, una rara inteligencia y la capacidad de ocultar a los hombres la verdad que acechaba tras su máscara. Había sido maligna, lo cual era una noción divertida, teniendo en mente las acusaciones que en época de Sashka se habían hecho contra los que eran como él.

Pero hacía tiempo que Sashka había sido expulsada del mundo mortal y de los otros mundos. Incluso el gusano que habitaba el núcleo de su corazón debía de haberse convertido ya en nada, en el infierno sin dimensiones al que la había enviado. Era una lástima que Keridil no hubiera sabido cortar los últimos lazos para abandonar su vana esperanza de volverla a encontrar. Se habría merecido algo mejor, pero incluso con su último aliento había musitado su nombre.

No es como Sashka
. Ociosamente, Tarod se preguntó qué espejismo, qué fantasía distorsionada había estado en la mente de Keridil en aquel momento. Parecía haber querido avisarle algo, pero sus pensamientos habían sido demasiado débiles y confusos para que el mensaje tomara forma y consistencia. ¿Un fantasma del pasado? ¿Algún demonio amante creado por su propia mente? Tarod sonrió con cierta compasión. El Caos no tenía nada que temer de los fantasmas.

Hizo desaparecer la hermosa imagen de Sashka, que giraba lentamente sobre sí misma, y alzó la vista al ominoso cielo. Un relámpago rojo sangre estalló en el firmamento y, siguiendo un capricho, Tarod lanzó su conciencia hasta unirse con él, mientras los fragmentos de su forma humana se esparcían como un millón de diamantes. Uno de los siete prismas que seguían pulsando con ritmo lento e incansable en el vasto horizonte resplandeció repentina y brevemente; después el relámpago se repitió y rasgó la bóveda celeste, y una oscura sombra se extendió sobre el paisaje cambiante y luminoso para desaparecer en el chisporroteante arco iris, muy arriba.

Capítulo V

—¡N
o comprendo por qué razón tengo que saberlo! —Unos ojos azules, en una cara con forma de corazón cuya belleza infantil quedaba estropeada en aquel momento por una expresión de irritación, miraban acusadores a la superiora Corelm Simik—. ¡Me importa un comino si puedo o no nombrar todas las provincias y sus Margraves sin equivocarme! ¡Y también me importan un comino el Alto Margrave, su padre y su abuelo! ¡Me importa un comino si se van todos a…!

—¡Ygorla! —Los labios de la hermana Corelm se tensaron y la reprimenda surgió con más dureza que de costumbre, al tiempo que daba una palmada en la mesa. Pero tras la furia de su mirada acechaba una cansada desesperación, y sospechaba que su alumna de diez años era consciente de ello.

—Ygorla —repitió, recuperando el autocontrol—. No te lo repetiré. ¡No voy a tolerar esa mala educación ni esa falta de respeto para con el Alto Margrave! Estás aquí para aprender, y el hecho de que la Matriarca te haya concedido el privilegio de estudiar en la Residencia, en lugar de acudir a la escuela de la Hermandad junto a otros niños, no significa que no espere el máximo rendimiento por tu parte; al contrario. —Se levantó, y la larga falda blanca de su túnica barrió el suelo mientras andaba por la pequeña aula; luego se detuvo y volvió a mirar con severidad a su alumna—. ¿Quieres ser una niña sin educación, Ygorla? ¿Quieres que en el futuro tus iguales te señalen con el dedo y se rían de tu ignorancia?

El ataque surtió efecto y la niña se encogió de hombros a la defensiva, aunque su mirada seguía siendo de resentimiento.

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