La puta de Babilonia (36 page)

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Authors: Fernando Vallejo

BOOK: La puta de Babilonia
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El hijo que tuvo Enrique VIII con Joan Seymour, Eduardo VI, sucedió a su padre con tan sólo 10 años de edad para morir seis años después de tuberculosis y ser sucedido a su vez por su hermanastra María Tudor, la mencionada hija de Enrique y Catalina de Aragón, Bloody Mary o María la sanguinaria, católica como su madre y por lo tanto devota practicante de la hoguera: en sus cinco años de reinado quemó a trescientos miembros del alto clero protestante, entre los cuales el alcahueta arzobispo de Canterbury Thomas Cranmer, el obispo de Worcester John Hooper, el reformador Hugh Latimer y el obispo de Londres Nicholas Ridley, quemados estos últimos en una misma hoguera en Oxford. A un paso de las llamas Latimer exhortaba a su compañero de martirio así: "Be of good comfort, Master Ridley, we shall this day light such a candle byGod'sgrace in England as, I trust, shall never be put out" (Consuélese, maese Ridley, que por la gracia de Dios hoy brillaremos como una vela que según espero nunca se apagará en Inglaterra). ¡Valiente consuelo! No hay vela que no se apague ni héroe que no se olvide. ¡Quién recordaría hoy a Latimer y a Ridley sino yo porque ando levantándole el inventario de sus crímenes a la Puta! Y sigamos. A Juana de Arco no la cuento pues aunque también la quemaron era una loquita protagónica que oía "voces".

Sigamos entonces con una de las páginas más negras de la Historia de la Puta y de las más conocidas, la noche de San Bartolomé, la matanza de los protestantes franceses o hugonotes ocurrida al amanecer del 24 de agosto de 1572 y en que la Puta católica, por la mano de sus esbirros el rey de Francia Carlos IX y su madre Catalina de Medici, masacró a traición a los hugonotes de París y a los que habían venido de provincia a la boda de Margarita de Valois, hija de Catalina, con el hugonote Enrique de Navarra. El exterminio de los jefes hugonotes que seguían en París tras la boda fue tramado en secreto por Catalina y los nobles católicos en el palacio de las Tullerías, contiguo al Louvre. Poco antes del amanecer del 24 de agosto las campanas de la iglesia de Saint Germain l'Auxerrois rompieron a tañer, señal para empezar la matanza. Una de las primeras víctimas fue el almirante de Coligny, el jefe de los hugonotes, muerto a manos de los esbirros de Enrique de Guisa, el jefe de los católicos. Las casas y las tiendas de los hugonotes fueron saqueadas, sus ocupantes brutalmente asesinados y muchos de sus cadáveres tirados al Sena. Ni el séquito de Enrique de Navarra, que Margarita y su hijo habían alojado en el Louvre, se escapó pues violando hasta el principio universal de la hospitalidad allí los asesinaron. Todavía el día 25, pese a que una orden real había mandado terminar la carnicería, ésta seguía en París. De París pasó a Ruán, Lyon, Bourges, Orleáns, Burdeos, prolongándose hasta principios de octubre. ¿A cuántos hugonotes mató la Puta entre los de París y de provincia? Según ella a unos dos mil. Según un sobreviviente hugonote, el duque de Sully, setenta mil. Ustedes verán a quién le creen.

Cuando la noticia del baño de sangre llegó a Roma el papa Gregorio XIII la celebró con fiestas y un solemne Te Deum, le encargó al pintor Vasari que lo inmortalizara en un fresco que hoy se puede ver en la Sala Real del Vaticano, mandó acuñar una medalla conmemorativa y le escribió a Carlos IX felicitándolo: "Os acompañamos en vuestra alegría porque por la gracia de Dios habéis librado al mundo de esos desgraciados herejes". Este Gregario XIII (de soltero Ugo Buoncompagi y profesor de leyes) no bien llegó al papado y nombró a su hijo bastarlo Giovanni gobernador de Castel Sant'Angelo y después cardenal. Sucesor del gran asesino, inquisidor y antisemita San Pío V, fue sucedido a su vez por el gran asesino, inquisidor y simoníaco Sixto V. Un zafiro, como quien dice, entre dos diamantes. Fue él el que se inventó los nuncios papales o agentes diplomáticos que enviaba a espiar a los príncipes católicos y a urgirlos a quemar protestantes y a fundar seminarios. Él mismo fundó uno en Roma trasformando un hospicio de peregrinos ingleses en un semillero continuo de misioneros que mandaba a la Inglaterra de Isabel I, quien allí se los convertía en mártires (esta gran reina se escabechó a ciento veintitrés curas católicos, en su mayoría jesuitas). Respecto a los judíos llegó a la conclusión de que su culpa por haber rechazado a Cristo y haberlo crucificado "aumentaba de generación en generación, condenándolos a la esclavitud perpetua". Y sin embargo este mismo papa declaró que no era homicidio matar un embrión de menos de cuarenta días pues todavía no era humano. Y así es, en efecto, un embrión de cuarenta días apenas si es algo más que un gusano, matarlo es un vermicidio. Crimen es acuchillar una vaca, que tiene recuerdos como yo y un sistema nervioso como el mío que le hace sentir el dolor, la angustia, el miedo, el pánico como yo. El sucesor de Gregorio XIII, el simoníaco e inquisidor Sixto V se echó para atrás y en su bula Effraenatum decidió que el aborto temprano sí era homicidio y lo castigó con la excomunión. Luego Gregorio XIV, retomando la tesis de Gregorio XIII, dio por no emitida esa perversa bula que en nuestros días habrá inspirado sin duda al Pablo VI de la Humanae vitae y al infame Wojtyla, los más grandes azuzadores de la paridera.

—¿Cuáles son, en orden cronológico, niños, los tres santos pirómanos de la Contrarreforma católica?

—En orden cronológico son: San Pío V, San Carlos Borromeo y San Roberto Belarmino.

—¿Ya cuántos quemaron entre herejes, judíos, protestantes y brujas?

—A tres mil quinientos millones de trillones de septillones.

—No exageren, niños: si acaso a cien. ¿Y por qué, aparte de quemar congéneres humanos, también es digno de recordación San Pío V?

—Porque le encargó al artista Daniel de Volterra, il braghettone, que a los hombres desnudos que pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina les tapara el pipí.

—¿Y cómo era San Pío V?

—Gordo, miope, de barbita y mostacho y muy bruto y muy malo.

—¿Y San Roberto Belarmino?

—Mucho peor: un lameculos de papa que traicionó a Galileo y se lo entregó a la Inquisición.

Exacto, un lameculos de papa y traidor. En su libro De Romano Pontifice escribió: "El papa es el juez supremo en cuestiones dudosas de fe y de moral. Si yerra imponiendo pecados y prohibiendo virtudes, la Iglesia deberá considerar como buenos tales pecados y como vicios tales virtudes; si no, pecará contra conciencia".

—¿Qué es pecar contra conciencia, niños?

—Hacerse la paja pensando en mujeres.

—No. Eso es heterosexualidad.

Y no sólo San Roberto Belarmino le entregó a Galileo a la Inquisición sino que fue también el que le echó más leña a la hoguera en que quemaron a Giordano Bruno por defender antes que Galileo la tesis copernicana de que la tierra gira en torno al sol y por sostener que las estrellas son soles distantes con sus propios planetas, que el universo es infinito, que se puede convocar a las almas de los muertos por la necromancia y la magia y que lo de la Santísima Trinidad es puro cuento, o sea la vieja tesis antitrinitaria que le costó la vida a Miguel Servet. Como éste, Giordano Bruno acabó en la hoguera: en la plaza romana de Campo dei Fiori empezando el 1600 lo quemaron.

La guerra civil entre católicos y hugonotes continuó en Francia, pero no me voy a explayar en ella porque se acaba de morir Wojtyla, le están cantando sus nueve misas y ya lo van a enterrar en el pudridero de los papas con bombo y platillo, entre pedos y relinchos y mucha pompa y circunstancia. Hablaré tan sólo de pasada de los camisards (del occitano "camisa"), así llamados por sus camisas blancas que simbolizaban la pureza y que se ponían de noche cuando, poseídos por el fervor del Espíritu Santo, salían a quemar iglesias y a matar curas católicos. No bien Luis XIV decidió imponerles el catolicismo a todos sus súbditos y revocó el Edicto de Nantes que había consagrado en Francia la tolerancia religiosa, miles de protestantes se vieron obligados a emigrar del país o a refugiarse en la región montañosa de las Cevenas, en el Languedoc. Predicadores espontáneos como los del Hyde Park de Londres surgían de las entrañas de la tierra por generación espontánea y entre ellos un grupo de niños alucinados que en el mejor estilo de la cruzada infantil que dirigió en la Edad Media el pastorcito Stephen de Vandóme iban de pueblo en pueblo anunciando el inminente regreso de Cristo a la tierra para destruir al Anticristo de Roma. Guiados por una niña de luminosa belleza, "la bella Isabel", los pequeños profetas protestantes arrastraban multitudes que lloraban, se agitaban como serpientes en serpentario y caían en trance. En julio de 1702 los camisards ajusticiaron en Pont de Monvert al malvado abate de Chayla, mano derecha del intendente del Languedoc, que dirigía la persecución. Con ello quedó marcado el comienzo de la guerra de los camisards y de la sangrienta represión que desencadenó contra ellos Luis XIV. Décadas después de la muerte de este rey la represión seguía y sólo terminó en 1744. Es más, hasta 1950 en Francia los matrimonios entre católicos y protestantes eran casi como el de Romeo y Julieta y la intolerancia perseguía a los enamorados hasta en la tumba pues en los cementerios católicos no se podía enterrar a los protestantes ni en los protestantes a los católicos, y en unos y otros los cadáveres sólo eran comidos por gusanos correligionarios.

Buenos conocedores de sus montañas, apoyados por la población local y conducidos por caudillos populares como Jean Cavalier, un aprendiz de panadero, o Pierre Laporte, un castrador de chivos, unos cuatro mil camisards tuvieron en jaque durante años a un ejército de sesenta mil católicos. Con una táctica de emboscadas y ataques nocturnos les hicieron la vida imposible. Mandaban avanzadas de mujeres y niños histéricos a gritar, a aullar y a temblar poseídos por el Espíritu Santo; creían que las balas enemigas se convertían en agua, veían visiones y oían voces que los animaban a luchar por el Señor. Los dos primeros años de la guerra fueron los más sangrientos. A las ejecuciones y masacres de los católicos a manos de los camisards seguían las de los camisards a manos de los católicos. Un día los guerrilleros camisards masacraban a un pueblo católico; al siguiente el ejército católico masacraba a un pueblo camisard. Como cuando durante la Reforma en Escocia el cardenal David Reaton quemaba a los jefes protestantes George Wishart (el traductor al inglés de la Primera Confesión Helvética) y Patrick Hamilton (quien según el obispo Leslie había ido en peregrinación a la luterana Wittenberg de donde volvió "lleno de la pócima venenosa y mortal de Lutero mezclado con otros archiherejes"), y en respuesta los seguidores de éstos colgaban a Beaton de un muro del castillo de Saint Andrews. En el otoño de 1703 el rey tomó la decisión de arrasar a las Cevenas: cuatrocientas sesenta y seis aldeas y pueblos fueron entregados a las llamas y exterminados sus habitantes. Fue el llamado brûlement des Cévennes o "quema de las Cevenas", para beneplácito de Clemente XI, que sancionó el baño de sangre protestante con una bula. El espíritu de Inocencio III revivía en Luis XIV. En febrero del año siguiente una insurrección de los camisards del Vivarais fue ahogada en sangre, los de Camargue fueron masacrados, el pueblo de Franchassis destruido, los Cadets de la Croix exterminados y el jefe camisard Jean Cavalier derrotado. En los años siguientes los otros jefes camisards fueron siendo ejecutados: Castanet, Ravanel, Catinat, Bourgade, Couderc... El último fue Abraham Mazel, caído en 1710 cerca de Uzes. Con su muerte terminaron los combates pero no la represión, que continuó hasta 1744. Y no sé para qué doy nombres. Si me pongo a enumerar una por una a las víctimas de las Putas católica y protestante no me caben en las páginas del directorio telefónico de la ciudad México. Baste decir que la sola Guerra de los Treinta Años, que se inició con el enfrentamiento de la Unión Protestante a la Liga Católica a raíz de la llamada "segunda defenestración de Praga" y que duró de 1618 a 1648, le bajó la población a Alemania de dieciocho a cuatro millones. No hay como una guerra de éstas o una buena peste bubónica para contrarrestar a un Wojtyla. Viene en camino el virus ébola que en cualquier momento empieza a hacer lindezas Dios mediante. En fin, en 1715 Luis XIV acuñó medallas para celebrar el exterminio de sus súbditos protestantes, hugonotes o camisards o como los quieran llamar.

Fue de lo último que hizo el Roi Soleil pues poco después dejó su terrestre reino para irse a brillar en la eternidad de Dios, de quien fuera (aunque así no lo registre la Historia, que en ocasiones es alcahueta, muda y sorda) uno de sus más eficaces carniceros. ¡Cómo es que se nos murió Wojtyla sin canonizar a Luis XIV! Ni a Hitler ni a Mussolini ni a Pol Pot... ¡Ah papa haragán e inepto!

Pero la gran lacaya de la Puta no ha sido Francia sino España la cerril. La cerril, la prepotente, la obtusa, la cabra tumba montañas y el país más bruto de Europa y el más cruel con los animales incluyendo a las cabras que desbarrancan por escarnio. Raza perseguidora de judíos, de moros, de herejes, de brujas, de protestantes, de indios americanos, dispuesta siempre a abrazar las causas más innobles de sus reyezuelos zánganos en el nombre de Dios en quien (al menos de palabra, que no de obra pues como su nombre lo indica el Altísimo les queda muy arriba en el cielo) de cuando en cuando se cagan. Porque además de zafia y cerril esta raza patipuerca es blasfema. La llamada raza hispánica no son en última instancia sino los criados de Fernando e Isabel, de Carlos V, de Felipe II, de los Borbones, una chusma arrodillada capaces de gritar, como cuando los franceses los estaban liberando del tirano Fernando VII: "¡Vivan las cadenas!". De este monstruo de maldad y cerrazón mental desciende el actual cazador furtivo Su Majestad Don Juan Carlos, don bellaco, don Borbón, un hombre frívolo y casquivano que se divierte matando osos a mansalva. En estos zánganos reales, en sus principitos e infantas y en la tauromaquia se agota la hispanidad, que nos hincha de orgullo el alma.

El sábado 2 de abril de 2005, tras veintiséis años, diez meses y diecisiete días de pontificado durante los cuales ayudó como nadie a sumarle a la población mundial dos mil millones y casi revienta el santoral con los cuatrocientos ochenta y dos nuevos santos y los mil trescientos treinta y ocho nuevos beatos en espera de canonización que como por la magia de Aladino produjo su mano suelta, por fin murió Wojtyla, el papa más dañino, pérfido y malo que haya parido en sus putos días la puta tierra. Mentía en once lenguas además del polaco en que lo amamantó la Mentira. No bien se montó al solio de Pedro por un golpe de la suerte tras el fugaz pontificado de Albino Luciani (que Dios sabrá si no murió asesinado) y puso a funcionar todo el aparato vaticano al servicio de su vanidad que no conocía más límites que los del universo. Quería que lo vieran, lo oyeran, lo aplaudieran, ser el centro de todos y de todo, todo el tiempo. ¿Y qué decía? Estupideces. Era homofóbico sin irle ni venirle, salvo que hubiera sido una mariquita de clóset, que bien puede ser. La idea del semen per angostam viam lo enloquecía como al Doctor Angélico y a la Inquisición. En cambio le importaba un carajo que acuchillaran en los mataderos a las vacas. Ni un solo niño o perro abandonado recogió. ¡Y cuántos niños no nacieron con sida en África mientras él predicaba contra la interrupción del embarazo y el condón! De los setecientos millones de espermatozoides que se pierden, por lo bajito, en cada eyaculación, y de las incontables eyaculaciones que se pierden en el curso de la vida de cada hombre nada decía este truhán tonsurado. Vivía en palacios entre comodidades y criados y más protegido que el tesoro de Tutankamon. Viajaba en jet privado, salía en televisión día y noche e inundaba con su santurrona efigie el planeta. Impúdicamente disfrutaba de los logros de la ciencia atea que la Puta que él encarnaba combatió y obstaculizó por siglos, opuesta siempre a todo progreso e investigación. A la Puta la manejó como un autócrata y nunca permitió la más mínima disensión. Viajó siempre en jet privado y en su impúdica agonía de meses ocupó un piso entero del Hospital Gemelli como si fuera príncipe saudita y no el más humilde entre los humildes que pretendía ser.

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