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Authors: Fernando Vallejo

La puta de Babilonia (34 page)

BOOK: La puta de Babilonia
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Volviendo a Valla, en su tratado De voluptate (Sobre el placer) sostenía que el placer era el bien supremo y que la prostituta era preferible a la monja porque aquélla hace al hombre feliz y ésta ha sido condenada a un vergonzoso celibato. Sostenía que la ley contra el adulterio era un sacrilegio, que las mujeres debían ser propiedad común y andar desnudas, y que era irracional morir por la patria o por cualquier otro ideal. Al papa lo apostrofaba en estos términos: "¿Qué más da si te destruyen tu reino? Ya lo destruiste tú. ¿Si saquean tus templos? Ya los saqueaste tú. ¿Si violan a nuestras vírgenes y matronas? Ya las violaste tú. ¿Y si inundan la ciudad con la sangre de sus ciudadanos? Ya la inundaste tú". Su última presentación en público retrata mejor que nada al gran provocador que fue: en marzo de 1457 lo invitaron los dominicos a hacer el panegírico de Tomás de Aquino en la basílica Santa María sopra Minerva de Roma durante las celebraciones del aniversario del santo. Pues lo que hizo Valla en vez del panegírico fue denigrar de este gordo vil de alma tan turbia como su latín. No alcanzaron a quemarlo los dominicos porque Dios, que es grande, lo llamó poco después a su seno.

Pero Valla no fue precursor de la Reforma. De ésa lo fueron Wyclif y Hus y Erasmo, el gran heredero del humanismo de Valla si bien con una diferencia esencial: que Erasmo en última instancia no fue sino un solapador más de la Puta y Valla en cambio fue su desenmascarador. Para encontrar a alguien más lúcido que Lorenzo Valla hay que esperar hasta el barón de Holbach, el de Le christianisme dévoilé (El cristianismo al descubierto, de 1761) y el Systeme de la nature (Sistema de la naturaleza, de 1770), con su ateísmo y sus burlas a la religión. Valla es más grande que Erasmo y el precursor de algo más amplio que la Reforma protestante: el Siglo de las Luces, el gran movimiento libertario de Occidente que, continuado por la Revolución Francesa, estuvo a un paso de liberarnos para siempre de la Puta. No se nos hizo entonces ni se nos hará en tanto permitamos que sigan surgiendo los Wojtylas y los Bush y demás bestias negras de su calaña.

Fueron los escritos de Jacobo Lefebre d'Étaples, gran figura del Renacimiento francés y comentarista de las epístolas de Pablo, los que le sugirieron a Lutero su fórmula sola fide, la doctrina de la justificación sólo por la fe que este renegado monje agustino vino a sumarle a las doctrinas de Wyclif y Hus para urdir su Reforma. Si es que se puede llamar Reforma al nuevo baño de sangre que desató. Si hay algo irreformable es la Puta. O acabamos con ella o ella acaba con nosotros. Lutero leyó en Agustín la inmoral tesis de que la virtud sin la gracia es un vicio y que Dios salva o condena sin importarle las obras del hombre. Ponerse el cristiano pasivamente en las manos del Altísimo, abandonarse a su voluntad sin oponer resistencia era el camino de la salvación. Nada de obras: fe en nuestro Redentor y basta, quedamos santificados. Así que nada de rectitud ni de bondad ni de caridad, ¡a matar, a robar, a saquear que Dios nos salva! Siguiendo el ejemplo de Wyclif y Hus que habían instigado a los príncipes de Inglaterra y de Bohemia respectivamente a incautarle en sus dominios las inmensas propiedades a la Puta, Lutero se enfrentó a León X azuzando contra éste a los príncipes germánicos para que se zafaran de su coyunda. El enfrentamiento de Lutero con la Puta de Roma empezó el 31 de octubre de 1517 cuando clavó en el pórtico de la iglesia de Todos los Santos del castillo de Wittenberg sus noventa y cinco incendiarias tesis o proposiciones en latín contra la venta de indulgencias en Alemania. Las indulgencias son la remisión mediante un pago, efectuado por los familiares, de los castigos temporales que se han ganado por sus pecados quienes no se condenan pero que, sin irse tampoco en directo al cielo, tienen que pasar antes por el purgatorio, una escala que como puede durar cien años puede durar cien mil. Pues bien, mientras más paguen los deudos más rápido sale el difuntico de las llamas del purgatorio y se va a gozar en las nubes de la presencia de Dios. Así, con unos cien mil dólares más o menos, hoy lograría el que esto escribe sacar a su papá del purgatorio donde anda el pobre purgando por las veinte mujeres que tuvo y a las que les hizo doscientos cincuenta y cuatro hijos que le dieron dos mil quinientos nietos. Lo más interesante de todo esto es que si el cristiano niega el purgatorio, que es lo que hicieron los luteranos, se van al diablo las indulgencias, pues muerto el perro se acabó la rabia.

—Una pregunta, compadre: y si el difunto se fue al infierno, ¿de qué sirven las indulgencias que se le compran?

—Sirven para lo que sirven las tetas de los hombres.

—¿Y el dinero pagado lo devuelven?

—Más devuelve un tiburón al que se traga. La Puta jamás ha devuelto un centavo.

—¿Y el limbo?

—No existe. Benedicto acaba de suprimirlo de un plumazo.

—Y entonces los indios que murieron antes de la cristianización de América, ¿dónde están hoy?

—Doctores tiene la Santa Madre Puta que saben responderlo.

El 22 de febrero de 1300 el irascible Benedetto Caetani o Bonifacio VIII promulgó la bula Antiquorum habet que empieza diciendo: "La fiel relación de los antiguos nos cuenta que a quienes se acercaban a la honorable basílica del príncipe de los Apóstoles les fueron concedidos grandes perdones e indulgencias de sus pecados. Nos, teniendo por ratificados y gratos todos y cada uno de esos perdones e indulgencias, por autoridad apostólica los confirmamos y aprobamos". Con esa bula, emitida con el pretexto de celebrar el nuevo siglo pero en realidad para lanzar en grande la venta de indulgencias, Bonifacio convocaba el primer año santo o año del jubileo, invento genial suyo que tanto oro le habría de dar a él, y en los siglos sucesivos a la Puta. Doscientos mil peregrinos de toda Europa se volcaron entonces sobre Roma, una ciudad de treinta mil habitantes, a llenarle de dinero las arcas al insaciable Vicario de Cristo a cambio de esas indulgencias que le evitaban al pecador más empedernido el paso por el purgatorio y le abrían de par en par las puertas del cielo. Dos clérigos instalados ante el altar mayor de San Pedro recibían día y noche las limosnas del interminable flujo de peregrinos. Durante ese primer jubileo (caprichos del Altísimo) muchos de esos peregrinos perecieron aplastados en el puente Sant'Angelo durante una estampida de la multitud al estilo de las que se dan en nuestros días durante las peregrinaciones anuales de los musulmanes a La Meca. Dante habría de plasmar el suceso en una escena de su Divina Comedia en que un montón de almas perdidas se precipitan por el nefasto puente hacia el infierno. En fin, Bonifacio VIII fue uno de los papas más autocráticos y avorazados de poder y de dinero de toda la Historia de la Puta; ascendió al papado desbancando con los más sucios manejos al octogenario y pobre de espíritu Pietro del Murrone o San Celestino V, a quien confinó en la torre de Castel Fumone y a quien, según dicen, mandó asesinar: le martillaron un clavo como los de Cristo en la cabeza.

En vista del éxito inmenso de la máquina de hacer dinero que se inventó Bonifacio, Clemente VI celebró su propio jubileo en 1350 y en adelante el año santo se siguió celebrando ya no cada nuevo siglo como había sido la idea original, sino cada cincuenta años. Todavía en mi niñez lo seguían convocando, pues recuerdo que en 1950 Pío XII celebró uno solemnísimo, que Dios sabrá cuánto billete verde le dejó. El de 1350 lo convocó Clemente VI el 25 de enero de 1343 con una bula, la Unigenitus Dei Filius (El Hijo único de Dios) que empieza afirmando que el Unigénito Hijo de Dios adquirió para la Iglesia militante un tesoro, el de las indulgencias, y que "se lo encomendó al bienaventurado Pedro, llavero del cielo, y a sus sucesores y vicarios suyos en la tierra para que lo dispensaran sabiamente a los fieles y lo aplicaran con misericordia por causas razonables, ya fuera para la total, ya fuera para la parcial remisión de la pena temporal debida a los pecados, tanto de modo general como especial, según conocieren por Dios lo que conviniere". Con esta verborrea mierdosa el representante del Unigénito aquí en la tierra sacó lo que anunció al comienzo, su buen tesoro.

Digno también de recordación es el jubileo de 1450 convocado por Nicolás V y durante el cual Dios le mandó a su rebaño estúpido, en castigo por su estulticia y para que aprenda aunque nunca aprende, una peste que llenó de cadáveres los caminos de Italia y que dejó chiquitos los cementerios de Roma. Nicolás, por supuesto, salió huyendo de la Ciudad Eterna hasta que cedió el flagelo y pudo volver pero para encontrarse con que, al caer de la tarde del 19 de diciembre y ya en la última semana de ese infausto jubileo, el corcoveo de una mula provocó una segunda estampida en el mismo puente Sant'Angelo en que doscientas almas necias cayeron al Tíber y se fueron a buscar en el más allá de sus turbias aguas las indulgencias plenarias. Los cadáveres que lograban sacar del traicionero río los iban colocando en devotas filas en la cercana iglesia de San Celso para su identificación. Muy triste todo, sí, pero si muchos se ahogaron, Nicolás V financieramente se salvó, gracias a Dios: en el solo banco de los Medici depositó cien mil florines de oro, más que la tercera parte de todas sus entradas anuales y casi tanto como lo que le daban los Estados Pontificios. Y pocos años después, el 3 de agosto de 1476 y en una bula en favor de la Iglesia de San Pedro de Saintes, Pío II afirmaba que "queriendo Nos socorrer por autoridad apostólica del tesoro de la Iglesia a las almas que están en el purgatorio, concedemos y juntamente otorgamos que si algunos parientes, amigos u otros fieles cristianos, movidos a piedad por esas mismas almas expuestas al fuego del purgatorio para expiar las penas por ellas debidas según la divina justicia, dieren cierta cantidad o valor de dinero durante dicho decenio para la reparación de la iglesia de Saintes, según la ordenación del deán y cabildo de dicha iglesia o de nuestro colector, visitando dicha iglesia, o la enviaren por medio de mensajeros que ellos mismos han de designar durante dicho decenio, queremos que la plenaria remisión valga y sufrague por modo de sufragio a las mismas almas del purgatorio, en relajación de sus penas, por las que, como se ha dicho antes, pagaren dicha cantidad de dinero o su valor". ¡Qué redacción, por Dios!

Y no bien el sucesor del sucesor de Nicolás V, el conspirador, asesino y nepotista de Sixto IV vació el tesoro papal con sus campañas militares y sus prodigalidades con su familia, y ya no le alcanzaban los puestos de la Curia que duplicó para ponerlos doblemente en venta, entonces echó mano de la milagrosa fórmula de la venta de indulgencias. Y así en su bula del 9 de agosto de 1479 Licet ea condenaba los errores de Pedro de Osma, entre los cuales uno que le afectaba muy especialmente porque se refería a su bolsillo, el que ese hereje afirmara que el Romano Pontífice no podía perdonar la pena del purgatorio: "Declaramos que todas estas proposiciones son falsas, contrarias a la santa fe católica, erróneas, escandalosas, totalmente ajenas a la verdad evangélica, contrarias también a los decretos de los santos Padres y demás constituciones apostólicas, y que contienen manifiesta herejía".

Y ahora sí llegamos a León X, el papa que desencadenó la Reforma. Todavía un año después de que Lutero clavara sus noventa y cinco tesis en el pórtico de la iglesia del castillo de Wittenberg, ese papa frívolo y pederasta que cabalgaba de lado como mujer a causa de una úlcera anal ganada en batallas amorosas no se daba por enterado de que se le venía encima un tsunami, y el 9 de noviembre de 1518 emitía su despreocupada bula Cum postquam que empieza afirmando: "El Romano Pontífice, sucesor de Pedro el llavero y Vicario de Jesucristo en la tierra, por el poder de las llaves con que le corresponde abrir el reino de los cielos, puede por causas razonables conceder a los mismos fieles de Cristo, que ora se hallen en esta vida ora en el purgatorio, indulgencias de la sobreabundancia de los méritos de Cristo y de los santos. Y por tanto que todos, lo mismo vivos que difuntos, que verdaderamente hubieren ganado todas estas indulgencias, se vean libres de tanta pena temporal debida conforme a la divina justicia por sus pecados actuales, cuanta equivale a la indulgencia concedida y ganada. Y decretamos por autoridad apostólica a tenor de estas mismas presentes letras, que así debe creerse y predicarse por todos bajo pena de excomunión latae sententiae".

—¡Eureka, compadre! Ya sé qué quiere decir "encíclica".

—¿Qué?

—Mierda de papa.

—Se va a ir al infierno sin pasar por el purgatorio por boquisucio.

—¡Que me vaya! De ahí me saca mi mujer con una mula que le dé al papa.

El 15 de junio de 1520, casi tres años después de lo de la iglesia del castillo de Wittenberg, León X se dignó emitir su bula Exsurge Domine (Expúlsalo, Señor) condenando cuarenta y una de las noventa y cinco tesis de Lutero. He aquí, como muestra, cuatro de esos errores de Lutero según el papa que los condenaba: "Las indulgencias son piadosos engaños de los fieles y un abandono de las buenas obras. Las indulgencias no sirven para la remisión de la pena debida a la divina justicia por los pecados actuales. Se engañan los que creen que las indulgencias son saludables y útiles para provecho del espíritu. No hay forma de probar que el purgatorio esté en el canon de las Sagradas Escrituras". La bula terminaba con la siguiente censura: "Condenamos, reprobamos y de todo punto rechazamos todos y cada uno de los antedichos artículos o errores como heréticos, escandalosos, falsos y ofensivos a los oídos piadosos, como engaños a las mentes sencillas y como opuestos a la verdad católica". Y mandó quemar los escritos de Lutero en Roma. ¿Y saben qué hizo Lutero? Pues le aplicó a León X su misma medicina: quemó su bula en Wittenberg. Y es que una bula arde como una tesis y un católico como un luterano. Ecuánimes como siempre han sido, las llamas no hacen distinción, queman parejo. "Porque has corrompido la verdad de Dios, que Él te destruya en esta hoguera", así imprecó Lutero a la bula Exurge Domine, volviéndola cenizas que se llevó el viento. Medio año después el mismo León X emitía la bula de excomunión Decet Romanum Pontificem (Conviene al Pontífice Romano). Qué hizo con ella Lutero no lo sé. La ha debido de haber quemado como la otra o se habrá limpiado con ella el trasero, habida cuenta de que era un hombre tosco y vulgar que se alzó con una monja, Catalina de Bora, y que como los perros de su Biblia alemana meaba contra la pared. Carlos V, por su parte, instó al renegado a presentarse a la Dieta de Worms y a retractarse. ¡Presentarse! ¡Retractarse! El taimado monje se refugió en el castillo de Wartburg donde le dio refugio Federico el Sabio, elector de Sajonia, y donde tradujo del griego al alemán el Nuevo Testamento. Años después en Wittenberg habría de traducir del hebreo el Antiguo, completando así su Biblia traducida, que hizo del alemán lo que la Divina Comedia de Dante hizo del italiano: una lengua hecha y derecha con siglos de porvenir.

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