—Unos hombres trataron de asesinarme hace tres años —comentó Shigeru—. ¿Eran de la Tribu?
—Uno de ellos, sí; los demás pertenecían a los Tohan e iban disfrazados como guerreros sin amo. De hecho, Iida pagó generosamente a la familia Kikuta por el encargo, y se indignó cuando el plan fracasó. Desde entonces Kenji ha ordenado a los Muto que os dejen tranquilo; tiene cierta influencia con las demás familias, pero no con los Kikuta.
—¿Por qué me protege Kenji? A veces me da la sensación de que me trata como si yo fuera su animalillo amaestrado.
Shizuka esbozó una sonrisa.
—Algo de eso hay. Kenji es una persona muy peculiar, con poderes realmente extraordinarios, pero de alma solitaria. Muy pronto se convertirá en el maestro de los Muto; en la práctica, ya es el cabeza de la familia, pues nadie se atreve a contrariarle. La amistad con vos le intriga y le halaga al mismo tiempo. Considera que le pertenecéis; dice que os salvó la vida, aunque nunca me ha contado la historia completa. Os admira mucho. Creo que os aprecia de veras, pero tengo que advertiros que su fidelidad siempre estará en primer lugar con la familia Muto y la Tribu.
—¿Puedes trasladar mensajes a Maruyama?
—Podría llevar un mensaje de vuestra parte ahora mismo; pero, como he dicho antes, la señora Maruyama y vos no debéis volver a escribiros.
—Este intento de asesinato es desastroso para nosotros —se lamentó él, permitiéndose dar rienda suelta a sus sentimientos—. Confiábamos en solicitar permiso para casarnos el año que viene.
—Ni siquiera contempléis la posibilidad. Enfurecerá a Iida y aumentará sus sospechas.
Daba la impresión de que Shigeru había ganado una ventaja a costa de perder lo que más deseaba; había dado un paso adelante al tiempo que retrocedía otros dos.
—¿Y qué escribo en mi mensaje? —preguntó—. No puedo decir más que adiós, para siempre.
—No desesperéis —repuso Shizuka—. Seguid siendo paciente; sé que es vuestra mayor fortaleza, Iida será derrocado, continuaremos nuestra lucha contra él.
—Se está haciendo tarde. ¿Dónde dormirás esta noche?
—Iré a casa de los Muto, donde tienen la destilería.
—Vuelve mañana. Tendré una carta preparada para ti.
—Señor Otori.
Salieron juntos al silencioso jardín. La luz de las estrellas brillaba tenuemente sobre las rocas que rodeaban los estanques, donde ya se estaba formando hielo. Shigeru iba a llamar a los guardias para que abrieran la cancela, pero Shizuka se anticipó. Le hizo una seña para que se mantuviera callado y de un salto se impulsó en el aire, desapareciendo por encima de la techumbre de tejas de la tapia.
Shigeru pasó la mayor parte de la noche escribiendo a la señora Maruyama. En su carta le contaba lo que había averiguado en la conversación con Shizuka, expresaba a Naomi su pesar por el destino de la hija de ésta y reiteraba el profundo amor que sentía por ella. También le advertía de que podrían pasar años hasta que pudiera volver a escribirla, y le pedía que no se comunicara con él bajo ningún concepto. Terminó repitiendo las palabras de Shizuka: "No desesperes. Debemos ser pacientes".
Una semana más tarde comenzó a nevar copiosamente para alivio de Shigeru, pues había temido que, después del intento de asesinato, Iida renovaría sus exigencias para que Takeshi fuera enviado a Inuyama. Ahora, la decisión se pospondría al menos hasta la primavera. No le importaba el hecho de que las nevadas también cerraran las carreteras e impidieran el desplazamiento de mensajeros, pues sabía que no volvería a saber de Naomi.
* * *
En el cuarto mes del año siguiente se supo que Mori Yusuke había muerto en el continente. Comunicó la noticia un capitán de barco, quien también traía consigo el último regalo de Yusuke a Shigeru: un semental procedente de las estepas orientales. El caballo llegó en malas condiciones, delgado y falto de brío, además de agotado a causa de la travesía; sin embargo, Shigeru descubrió algo excepcional en la criatura, al igual que Takeshi, quien dispuso que lo alimentaran adecuadamente y, una vez recuperada parte de su energía, lo hizo llevar a los prados, junto a las yeguas. A pesar de su delgadez, el animal estaba bien proporcionado; era más alto y de patas más largas que los caballos Otori, con cola ondeante y largas crines, una vez que éstas se hubieron desenredado. El viejo semental había muerto el invierno anterior y este nuevo no tardó en tomar a las yeguas como propias: se ponía al mando, las mordisqueaba si no obedecían y acabó por dejarlas preñadas a todas. Shigeru confió a Takeshi el cuidado de los caballos. El único superviviente de la familia de Yusuke, Hiroki, estaba ocupado con sus deberes en el santuario; pero a menudo conversaba sobre los caballos con el hermano de Shigeru, pues retenía el interés familiar por la cría caballar, y él y Takeshi eran de la misma edad. Habían pasado diez años desde la pelea de piedras en la que Yuta, el hermano mayor de Hiroki, había muerto; diez años llevaba Hiroki dedicando sus servicios al templo del dios del río.
Cuando nacieron los potrillos la primavera siguiente, uno de ellos prometía ser de los ejemplares grises con cola y crines negras que los Otori tanto apreciaban. Takeshi le dio el nombre de
Raku.
Otro era negro, muy parecido a
Karasu
y a
Kyu,
ambos propiedad de Shigeru. El tercero era uno bayo, menos atractivo y de tono apagado, que resultó ser el caballo más inteligente y maleable que Takeshi había conocido jamás.
La viuda de Isamu se hallaba embarazada de seis meses cuando el cadáver de su marido fue descubierto. Durante todo el invierno había abrigado la esperanza de que su esposo reaparecería en la primavera, tan de improviso como en ocasiones anteriores. El sufrimiento por su pérdida sólo se le hacía soportable por el hecho evidente de que, sin portar armas, había sido asesinado. Semejante circunstancia demostraba que el arrepentimiento de Isamu con respecto a su vida anterior había sido sincero, que su conversión no había supuesto una farsa. No había pecado, y ambos volverían a encontrarse en el Cielo en presencia del Secreto, según aseguraba la antigua doctrina.
La viuda se casó con el mejor amigo de su hermano, un joven llamado Shimon junto al que había crecido y cuyas expectativas habían quedado destrozadas por la aparición del desconocido. Shimon ejerció de padre del niño, el cual nació en el séptimo mes y al que otorgaron el nombre de Tomasu, muy común entre los Ocultos.
El niño resultó ser excepcionalmente activo en el seno materno y siguió siéndolo después del parto. Apenas dormía, caminó a los nueve meses y a partir de entonces se mostró empeñado en escapar al bosque. Al principio parecía estar destinado a morir a causa de algún accidente, como ahogarse en el río durante la crecida de primavera, caerse desde la copa de un pino o, sencillamente, perderse en las montañas. Su padrastro predecía todos estos finales para él mientras trataba de controlarle a base de reprimendas, castigos y algún que otro cachete. La madre del niño, llamada Sara, se debatía entre el pánico a perder a su hijo y el orgullo ante la inteligencia, la agilidad y la naturaleza afectuosa de éste.
Tomasu tenía cinco años cuando a la remota aldea de Mino llegaron noticias de la persecución a los Ocultos por todo el Este, y su niñez quedó oscurecida por la sombra de Iida Sadamu, quien, según se decía, acorralaba a los niños como Tomasu y los mataba con sus propias manos. Pero dos años después la batalla de Yaegahara pareció desviar la atención de Iida de los elementos indeseables en los territorios de su dominio. Era bien sabido que las pérdidas en ambos bandos habían sido inmensas; los aldeanos daban gracias y no por las muertes, sino porque pensaban que los guerreros de Iida tendrían preocupaciones más urgentes en los años venideros como para pararse a recorrer aquellos bosques distantes en busca de miembros de los Ocultos.
Iida pasó a ser una especie de monstruo que las madres utilizaban para asustar a sus hijos y obligarlos a obedecer. Tanto unas como otros creían en el oscuro poder de Sadamu, pero, al mismo tiempo, se burlaban de él.
* * *
Transcurrieron los años. Los Ocultos prosiguieron con su existencia pacífica, venerando a todos los seres vivos, compartiendo su comida ritual una vez por semana, apenas sin hablar de sus creencias, limitándose a ponerlas en práctica. Tomasu sobrevivió a su infancia a pesar de las agoreras predicciones de su padrastro. Aunque no solía demostrarlo, Shimon amaba al niño casi tanto como Sara y, sin lugar a dudas, en igual medida que a las dos hijas del matrimonio, Maruta y Madaren.
Shimon y Sara no hablaban del padre biológico de Tomasu, el desconocido al que asesinaron; al ir creciendo, Tomasu no se parecía a él. En realidad no se parecía a nadie que ellos conocieran, sino que tenía una apariencia física propia, delgada y de rasgos elegantes. La única similitud que Sara apreciaba eran las curiosas líneas que le cruzaban las palmas, iguales a las de Isamu.
Tomasu gozaba de gran popularidad entre los demás niños de la aldea. Le buscaban sin cesar por su habilidad en los juegos y su conocimiento del bosque, pero daba la impresión de que siempre acababa enfrentándose a ellos.
—¿Qué te ha pasado esta vez? —preguntó entre gemidos su madre cuando Tomasu regresó a casa un atardecer, a los once años, derramando sangre de una herida en la cabeza—. Estate quieto, déjame a mí.
Tomasu trataba de lavarse la sangre de los ojos y poner freno a la hemorragia.
—Sólo fue una piedra; me puse a tiro sin darme cuenta —respondió él.
—¿Pero por qué os peleabais?
—No lo sé —repuso él con voz alegre—. Era una pelea de piedras, sin ninguna razón en particular.
Sara había empapado un trapo viejo que ahora sujetaba con firmeza en la sien de su hijo. Éste apoyó la cabeza sobre su madre unos segundos, haciendo una ligera mueca de dolor. Por lo general, forcejeaba para librarse de los abrazos de Sara y se acababa zafando.
—Mi niño salvaje —murmuró ella—. Mi pequeño halcón. ¿Qué va a ser de ti?
—¿Se estaban burlando de ti los otros chicos? —preguntó Shimon. Era bien conocido que Tomasu perdía los nervios con facilidad, y a los demás muchachos les encantaba provocarle.
—Puede ser. Un poco. Dicen que tengo manos de brujo —Tomasu bajó la vista a sus manos, de largos dedos y atravesadas por la línea recta—. Decidí enseñarles cómo lanzan piedras los brujos.
—No se debe responder a los ataques —sentenció Shimon sin alzar la voz.
—Siempre son ellos los que empiezan —protestó Tomasu.
—No es asunto tuyo terminar lo que otros empiezan. Que sea el Secreto quien te defienda.
La sugerencia de brujería preocupó a Shimon. A partir de entonces observó a Tomasu atentamente, alerta ante cualquier señal que le diferenciara de los demás niños, que pudiera ser indicación de una posible posesión diabólica. Mantenía a Tomasu junto a él siempre que podía, le prohibió vagar solo por el bosque —donde extraños seres podrían embrujarle—, y rezaba noche y día para que el Secreto le protegiera, no sólo de los peligros del mundo sino también de su propia y extraña naturaleza interior.
Con el tiempo, la herida dejó una cicatriz plateada que resaltaba en su tez de color miel como una luna de tres días.
* * *
Varios años después, un día de principios de primavera, se hallaban padre e hijo trabajando juntos a la orilla del río, cortando alisos jóvenes cuya corteza se utilizaría para confeccionar paño. La corriente, que había crecido por el deshielo, hacía remolinos en la base del bosquecillo de alisos y fluía a toda velocidad sobre las rocas del lecho fluvial con un ruido ensordecedor que recordaba a una multitud vociferando. Shimon ya había tenido que regañar a Tomasu. En primer lugar, el chico se había empeñado en perseguir a un cervatillo y la madre de éste, que bebían del estanque; luego, se había distraído ante la presencia de una pareja de martín pescadores. Shimon se inclinó para recoger los finos troncos ya cortados, los ató formando un hatillo y los trasladó ladera arriba para que el agua no los arrastrara a su paso. Dejó solo a Tomasu no más de un instante, pero cuando se giró para mirar atrás vio que su hijastro desaparecía corriente abajo en dirección a la aldea.
—¡Eres una calamidad! —gritó inútilmente a voz en cuello, vacilando entre continuar la tarea o perseguirle para darle un castigo. La furia que sentía prevaleció: agarró uno de los troncos jóvenes y se puso en camino corriente abajo. "Por una vez, le azotaré como es debido. Somos demasiado blandos con él. A la larga, le perjudicará."
Aún mascullaba para sí, cuando al rodear una curva del río vio a su hija pequeña, Madaren, forcejeando en el agua embarrada. La niña debía de haber intentado atravesar el río por las piedras que lo cruzaban y resbalado sobre una zona profunda; ahora trataba de salvarse agarrándose a las raíces al descubierto de la orilla.
Tomasu ya había llegado hasta ella. La niña lanzaba alaridos, pero Shimon apenas podía oírla por encima del rugido del agua. Dejó caer el palo que acarreaba y vio cómo la corriente lo arrastraba a toda velocidad. Tomasu consiguió ponerse de pie en el lugar donde la pequeña había caído. Le separó los dedos de la raíz a la que se aferraba y Madaren se lanzó en brazos de su hermano, agarrándose a él como una cría de mono se agarra a su madre. Tomasu la apretó con fuerza contra su hombro y, nadando y gateando, la llevó hasta la orilla, donde Shimon la tomó de entre sus brazos.
Sara llegó corriendo, dando gracias por el hecho de que su hija se encontrara a salvo, regañando a Maruta por no haber cuidado de su hermana, alabando a Tomasu.
Shimon se quedó mirando a su hijastro mientras éste se plantaba de un salto en la orilla, sacudiéndose el agua de encima como si fuera un perro.
—¿Qué te impulsó a salir corriendo de esa manera? ¡Llegaste justo a tiempo!
—Me pareció oír que me llamaba... —respondió Tomasu con el entrecejo fruncido—. Pero no sé cómo...
El estruendo del río los envolvía, apagando cualquier otro sonido.
—El Secreto debió de avisarte —concluyó Shimon, impresionado. Tomando la mano del muchacho, trazó el signo de los Ocultos en la palma. Sentía que Tomasu había sido elegido con algún propósito: para ser el líder de los Ocultos, tal vez, y reemplazar a Isao en el momento oportuno. Por las noches empezó a hablar con su hijastro con más profundidad sobre asuntos espirituales y a involucrarle más íntimamente en las creencias de los Ocultos. A pesar del vivo temperamento y el nerviosismo de Tomasu, Shimon consideraba que el muchacho tenía una gentileza natural y una innata aversión a la violencia, características que ambos progenitores trataban de fomentar.