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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La saga de Cugel (35 page)

BOOK: La saga de Cugel
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Finalmente fue mencionado el
Avventura
, y se llegó a un acuerdo con una sorprendente facilidad. Varmous pagó doscientos cincuenta terces por la propiedad del barco.

Los dos hombres se separaron con la mayor satisfacción mutua. Varmous fue en busca de los pescadores, mientras Cugel, disfrazándose con una capa con capucha y una falsa barba, se alojó en la hostería de la Estrella Verde, usando la identidad de Tichenor, proveedor de intiguas inscripciones tumbales.

Por la tarde pudo oírse un gran tumulto, primero en las inmediaciones de los muelles y luego en la posada de Kanbaw, y las personas que entraron en la Estrella Verde identificaron a los alborotadores como un grupo de pescadores locales en conflicto con una pandilla de viajeros recién llegados, con posterior inclusión de Varmous y sus caravaneros.

Finalmente se restableció el orden. No mucho después, dos hombres entraron en la sala común de la Estrella Verde. Uno de ellos gritó con voz ronca:

—¿Hay alguien aquí llamado Cugel?

El otro dijo con más contención:

—Se necesita urgentemente la presencia de Cugel. Si está aquí, por favor, que dé un paso adelante.

Cuando nadie respondió, los dos hombres se marcharon, y Cugel se retiró a su habitación.

Por la mañana Cugel se dirigió a unas caballerizas cercanas, donde adquirió un corcel para proseguir el viaje al sur. El muchacho de las caballerizas lo acompañó luego a una tienda, donde Cugel compró una nueva bolsa y un par de sacas para la silla, donde metió todo lo necesario para el viaje. Su sombrero estaba muy ajado y además hedía allá donde había entrado en contacto con Nissifer. Cugel retiró la «Estallido Pectoral», la envolvió en una densa tela, y la metió en su nueva bolsa. Compró una gorra de visera corta de terciopelo verde oscuro que, además de distar mucho de ser ostentosa, gustó a Cugel por su aire de contenida elegancia.

Cugel pagó su cuenta con los terces de la bolsa de cuero de la cabina de Nissifer; también hedían. Cugel se disponía a comprar una nueva bolsa, pero fue disuadido por el muchacho.

—¿Por qué malgastar vuestros terces? Tengo una bolsa muy parecida a ésta que puedo ofreceros completamente gratis.

—Es muy generoso de tu parte —dijo Cugel, y ambos regresaron a las caballerizas, donde Cugel transfirió sus terces a la nueva bolsa.

Fue traído el caballo. Cugel montó, y el muchacho ajustó las sacas en su sitio en la parte de atrás de la silla. En aquel momento, dos hombres de aspecto brutal entraron en las caballerizas y se acercaron con largas zancadas.

—¿Te llamas Cugel?

—¡Definitivamente no! —declaró Cugel—. ¡En absoluto! ¡Soy Tichenor! ¿Qué deseáis de ese Cugel?

—Nada que sea asunto tuyo. Ven con nosotros; tu aspecto es poco convincente.

—No tengo tiempo para bromas —dijo Cugel—. Muchacho, pásame la bolsa de cuero.

El muchacho obedeció, y Cugel aseguró la bolsa en su silla. Espoleó el caballo para alejarse, pero los dos hombres se pusieron en su camino.

—Tienes que venir con nosotros.

—Imposible —dijo Cugel—. Voy camino de Torqual —Dio una patada a uno en la nariz y al otro en la barriga, y lanzó el caballo al galope Avenida de las Dinastías abajo, y así partió de Kaspara Vitatus.

Al cabo de un tiempo se detuvo para averiguar si le perseguía alguien.

Un olor desagradable alcanzó sus fosas nasales, procedente de la bolsa de cuero. Ante su perplejidad, demostró ser la misma bolsa que había tomado de la cabina de Nissifer.

Cugel miró ansiosamente dentro, para hallar, en vez de terces, pequeños objetos de corroído metal.

Lanzó un gruñido de decepción y, haciendo dar la vuelta al caballo, emprendió el regreso a Kaspara Vitatus. Pero entonces divisó a una docena de hombres inclinados sobre sus sillas, avanzando hacia él en acalorada persecución.

Lanzó otro grito de rabia y frustración. Arrojó la bolsa de cuero al suelo y, haciendo dar de nuevo la vuelta al caballo, emprendió el camino al sur a toda velocidad.

Libro Quinto
DE KASPARA VITATUS
A CUIRNIF
1
Las diecisiete vírgenes

La caza prosiguió durante mucho tiempo y hasta muy lejos, y lo condujo hasta aquella zona de deprimentes colinas color hueso conocidas como las Rugosas Pálidas. Finalmente Cugel utilizó un hábil truco para librarse de la persecución, saltando de su montura y ocultándose entre las rocas mientras sus enemigos pasaban a toda velocidad por su lado, a la caza del caballo sin jinete.

Cugel aguardó escondido allí hasta que el furioso grupo regresó en dirección a Kaspara Vitatus, peleándose entre ellos. Emergió de su escondite y, tras agitar el puño y gritar maldiciones hacia las ahora distantes figuras, se volvió y prosiguió su camino al sur por entre las Rugosas Pálidas.

La región era tan desolada y melancólica como la superficie de un sol muerto, y así era evitada por criaturas tales como los sindics, los shambs, los erbs y los visps, lo cual constituyó para Cugel una única y melancólica fuente de satisfacción.

Avanzó lentamente, paso a paso: subiendo una colina para dominar una interminable sucesión de desnudas ondulaciones, bajando la otra vertiente hasta la oquedad donde a raros intervalos un riachuelo de escaso caudal alimentaba una enfermiza vegetación. Allí encontró Cugel rampo, bardana, escuallix y algún que otro ocasional tritón, que impidieron que se muriera de hambre.

Un día siguió a otro. El sol se alzaba frío y opaco en un cielo azul oscuro, y parecía parpadear de tanto en tanto, velado por una película lustrosa azul negra, para ponerse finalmente como una hermosa perla púrpura por el oeste. Cuando la oscuridad hacía imposible el avance, Cugel se envolvía en su capa y dormía de la mejor manera posible.

Por la tarde del séptimo día Cugel cojeó ladera abajo de una de las colinas hacia un antiguo huerto. Encontró y devoró unas pocas y mustias manzanas, luego siguió avanzando a lo largo de un viejo camino.

El sendero avanzaba durante más de un kilómetro antes de desembocar en una cortada que dominaba una amplia llanura. Directamente debajo, un río rodeaba una pequeña ciudad, seguía trazando una amplia curva hacia el sudoeste, y finalmente desaparecía entre la bruma.

Cugel examinó el paisaje con profunda atención. A lo largo de la llanura vio jardines muy cuidados, todos exactamente cuadrados y de idéntico tamaño; por el río avanzaba la chalana de un pescador. Una plácida escena, pensó Cugel. Por otra parte, la ciudad estaba edificada con una arquitectura extraña y arcaica, y la escrupulosa precisión con que las casas rodeaban la plaza central sugería una probable inflexibilidad en los habitantes. Las propias casas no eran menos uniformes, construcciones formadas por dos, o tres, o incluso cuatro bulbos achaparrados de tamaño cada vez menor, uno encima del otro, y el inferior pintado siempre de azul, el segundo de rojo oscuro, el tercero y el cuarto respectivamente de ocre mostaza mate y de negro; y cada casa estaba rematada por una espira de varillas de hierro extravagantemente retorcidas, de mayor o menor altura. Una posada a la orilla del río mostraba un estilo algo más sencillo y normal, y estaba rodeada por un agradable jardín. A lo largo del camino que bordeaba el río, hacia el Oeste, Cugel observó entonces la aproximación de una caravana de seis carromatos de altas ruedas, y sus recelos se disolvieron; evidentemente la ciudad era tolerante con los extraños, y Cugel empezó a bajar confiado la colina.

En los arrabales de la ciudad se detuvo y extrajo su vieja bolsa, que aún retenía, pese a que colgaba vacía y fláccida. Cugel examinó su contenido: cinco terces, una suma completamente inadecuada para sus necesidades. Reflexionó un momento, luego recogió un puñado de guijarros y los metió en la bolsa, para crear una tranquilizadora rotundidad. Se sacudió el polvo de los pantalones, se ajustó su gorra verde de cazador, y siguió adelante.

Entró en la ciudad sin que nadie le dijera nada o siquiera le mirase. Cruzó la plaza y se detuvo para inspeccionar un artilugio aún más peculiar que la curiosa arquitectura general: una especie de pozo hecho de piedras donde ardían varios troncos con unas llamas muy altas, orillado por cinco lámparas sostenidas por postes de hierro, cada una de ellas con cinco mechas, y encima del conjunto un intrincado entrelazado de espejos y lentes cuya finalidad sobrepasaba la comprensión de Cugel. Dos hombres jóvenes atendían con diligencia el dispositivo, recortando las veinticinco mechas, removiendo el fuego, ajustando las palancas y tornillos que controlaban los espejos y lentes. Llevaban lo que parecía ser el atuendo local: voluminosos pantalones azules largos hasta las rodillas, camisas rojas, chaquetas negras con botones de latón y sombreros de ala ancha; tras lanzarle miradas desinteresadas se desentendieron completamente de Cugel, y éste siguió su camino hacia la posada.

En el jardín adyacente había un par de docenas de ciudadanos sentados ante varias mesas, comiendo y bebiendo a placer. Cugel los observó un instante o dos; su formalismo y sus gestos elegantes sugerían los modales de tiempos muy pasados. Como sus casas, eran de una clase única para la experiencia de Cugel: pálidos y delgados, con cabezas en forma de huevo, largas narices, ojos oscuros y expresivos y orejas recortadas en varios estilos. Los hombres eran uniformemente calvos, y sus cráneos brillaban a la rojiza luz del sol. Las mujeres llevaban su pelo negro con raya en medio, cortado bruscamente a poco más de un centímetro encima de las orejas: un estilo que Cugel consideró indecoroso. Observando a la gente comer y beber, Cugel no pudo evitar el recordar la dieta que lo había sustentado durante su travesía de las Rugosas Pálidas, y dejó de pensar en sus terces. Entró en el jardín y se sentó a una mesa. Un hombre corpulento con un delantal azul se le acercó, frunciendo ligeramente el ceño ante el aspecto general de Cugel. Este se apresuró a sacar dos terces y se los tendió.

—Esto es para ti, mi buen amigo, para asegurarme un buen servicio. Acabo de completar un difícil viaje; estoy muerto de hambre. Puedes traerme una bandeja idéntica a la que está comiendo aquel caballero de allá, junto con una selección de platos de guarnición y una botella de vino. Luego sé tan amable de pedirle al posadero que me prepare una habitación confortable. —Cugel tomó descuidadamente su bolsa y la dejó caer sobre la mesa para que su peso produjera una impresionante implicación—. También necesitaré un baño, ropa limpia y un barbero.

—Soy Maier, el posadero —dijo el hombre corpulento con obsequiosa voz—. Veré que tus demandas sean atendidas inmediatamente.

—Espléndido —dijo Cugel—. Me siento favorablemente impresionado por tu establecimiento, y quizá me quede varios días.

El posadero hizo una agradecida reverencia y se apresuró a supervisar la preparación de la cena de Cugel.

Cugel disfrutó de una excelente comida, aunque el segundo plato, langostinos rellenos con carne picada y tiras de mangoneel escarlata, le pareció un poco demasiado picante. El pollo asado, sin embargo, era irreprochable, y el vino complació tanto a Cugel que encargó una segunda botella. Maier el posadero le sirvió la botella personalmente, y aceptó los cumplidos de Cugel con un rastro de complacencia.

—¡No hay mejor vino en Gundar! Es caro, por supuesto, pero vos sois una persona que apreciáis lo mejor.

—Exacto —dijo Cugel—. Siéntate y toma un vaso conmigo. Confieso mi curiosidad respecto a esta notable ciudad.

El posadero aceptó de buen grado la sugerencia de Cugel.

—Me sorprende que encuentres notable Gundar. Llevo viviendo aquí toda mi vida, y me parece completamente ordinaria.

—Citaré tres circunstancias que considero dignas de notar —señaló Cugel, ahora algo expansivo a causa del vino—. En primer lugar: la bulbosa construcción de vuestros edificios. Segundo: esa maraña de lentes sobre el fuego, que como mínimo estimula el interés del extranjero. Y tercero: el hecho de que todos los hombres de Gundar sean absolutamente calvos.

El posadero asintió pensativo.

—La arquitectura al menos puede explicarse rápidamente. Los antiguos gunds vivían en enormes calabazas. Cuando una sección de la pared se debilitaba era reemplazada por tablas, hasta que al cabo del tiempo la gente descubrió que estaba viviendo en casas completamente hechas de madera pero con la forma original de la calabaza, y el estilo ha persistido. En cuanto al fuego y a los proyectores, ¿no conoces la Orden Universal de los Emosinarios Solares? Estimulamos la vitalidad del sol; mientras nuestro rayo de vibración simpática regule la combustión solar, nunca se extinguirá. Existen estaciones similares en otras localizaciones: En Azor Azul; en la isla de Brazel; en la ciudad amurallada de Munt; y en el observatorio del gran Mantenedor de las Estrellas en Vir Vassilis.

Cugel agitó pesaroso la cabeza.

—He oído que las condiciones han cambiado. Hace mucho tiempo que Brazel yace bajo las aguas. Munt fue destruida hace un millar de años por los distrofos. Nunca he oído hablar ni de Azor Azul ni de Vir Vassilis, pese a que he viajado mucho. Es posible que aquí en Gundar seáis los únicos Emosinarios Solares que aún existen.

—Esa es una noticia decepcionante —declaró Maier—. La apreciable debilitación del sol resulta así explicada. Quizá será mejor que doblemos el fuego bajo nuestro regulador.

Cugel sirvió más vino.

—Una pregunta ronda todavía por mi mente. Si, como sospecho, ésta es la única estación Emosinaria Solar que aún opera, ¿quién o qué regula el sol cuando pasa por debajo del horizonte?

El posadero agitó la cabeza.

—No puedo ofrecer ninguna explicación. Puede que durante las horas de la noche el sol se relaje y duerma, aunque esto, por supuesto, es pura especulación.

—Permíteme ofrecer otra hipótesis —dijo Cugel—. Es concebible que la debilitación del sol haya avanzado más allá de toda posibilidad de regulación, de modo que vuestros esfuerzos, aunque antiguamente útiles, resultan ahora ineficaces.

Maier alzó perplejo las manos.

—Estas complicaciones superan mis alcances, pero ahí está el nolde Huruska. —Atrajo la atención de Cugel hacia un grueso hombre con un enorme pecho y una hirsuta barba negra que estaba de pie en la entrada—. Disculpadme un momento. —Se puso en pie y, dirigiéndose al nolde, habló con él unos minutos, señalando a Cugel de tanto en tanto. El nolde hizo finalmente un brusco gesto y avanzó cruzando el jardín hacia Cugel.

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