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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La saga de Cugel (32 page)

BOOK: La saga de Cugel
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—¡Naturalmente que estoy seguro de lo que vi! —declaró Cugel indignado—. ¿Me tomas por un estúpido?

—Por supuesto que no —dijo Varmous con voz apaciguadora—. Sigue vigilando. Aunque tus salvajes fueran sólo fantasmas, es mejor asegurarse que lamentarlo luego. Pero la próxima vez mira dos veces y verifica lo que ves antes de dar la alarma.

Cugel no tenía otra elección más que aceptar aquello, y regresó a bordo del Avventura.

La caravana continuó su camino, más allá de los ahora tranquilos arbustos, y Cugel siguió manteniéndose alerta.

La noche transcurrió sin incidentes, pero por la mañana, cuando fue servido el desayuno, Ermaulde no apareció.

Como la vez anterior, Varmous registró todo el barco y la zona delimitada por la cerca protectora, pero, como Ivanello, Ermaulde había desaparecido como si se hubiera desvanecido en el aire. Varmous llegó incluso hasta a llamar a la puerta de la cabina de Nissifer, para asegurarse de que aún seguía a bordo.

—¿Quién es? —le llegó el ronco susurro.

—Soy Varmous. ¿Os halláis bien?

—Estoy bien. No necesito nada.

Varmous se volvió hacia Cugel, con el amplio rostro fruncido por la preocupación.

—¡Nunca he conocido unos sucesos tan terribles! ¿Qué está pasando?

—Ni Ivanello ni Ermaulde se fueron por elección propia: esto resulta claro —dijo Cugel pensativo—. Ambos viajaban en el Avventura, lo cual parece indicar que la causa se halla también a bordo del barco.

—¿Qué? ¿En la «primera» clase?

—Eso es lo que parece.

Varmous apretó su enorme puño.

—¡Hay que descubrir y atajar lo que está ocurriendo!

—Concedido. ¿Pero cómo?

—¡Con vigilancia y cuidado! Nadie debe aventurarse de noche fuera de sus aposentos, excepto para responder a las llamadas de la naturaleza.

—¿Para encontrar a lo que sea la causa de todo en los servicios? Esa no es la respuesta.

—Pero no podemos retrasar la caravana —murmuró Varmous—. ¡Cugel, a tu puesto! Vigila con cuidado y discriminación.

La caravana emprendió de nuevo la marcha hacia el este. El camino rodeaba las colinas, que ahora mostraban agudas prominencias rocosas y ocasionales bosqueculos de retorcidas acacias.

El doctor Lalanke se reunió con Cugel en la proa, y su conversación derivó hacia las extrañas desapariciones. El doctor Lalanke se declaró tan desconcertado como los demás.

—Hay infinidad de posibilidades, aunque ninguna convincente. Por ejemplo, puedo sugerir que el propio barco es en sí mismo una entidad dañina que abre sus bodegas durante la noche e ingiere a los pasajeros descuidados.

—Hemos registrado la cala —dijo Cugel—. Sólo hemos encontrado artículos almacenados, equipajes y cucarachas.

—No pretendía que os tomaseis esta teoría en serio. De todos modos, si conseguimos imaginar diez mil de esas teorías, todas aparentemente absurdas, casi seguro que una de ellas será la correcta.

Las tres mimos aparecieron en la cubierta de proa y se divirtieron yendo de un lado para otro a largos pasos, con las rodillas dobladas. Cugel las contempló irritado.

—¿A qué tontería se dedican ahora?

Las tres mimos fruncieron la nariz, bizquearon los ojos y redondearon sus bocas en burlones círculos, como si se estuvieran riendo silenciosamente, y miraron de reojo a Cugel mientras iban de un lado para otro.

El doctor Lalanke dejó escapar una risita.

—Es su pequeño juego; creen estaros imitando a vos, o al menos eso me parece.

Cugel se dio la vuelta fríamente, y las tres mimos se alejaron corriendo. El doctor Lalanke señaló hacia un cúmulo de nubes que colgaba sobre el horizonte al frente.

—Brotan del lago Zaol, al lado de Kaspara Vitatus, donde el camino gira al norte hacia Torqual.

—¡No es mi camino! Yo me dirijo al sur, a Almery.

—Es cierto. —El doctor Lalanke se alejó, y Cugel quedó solo en su labor de vigía. Miró a su alrededor buscando a las mimos, casi deseando que regresaran y aliviaran un poco su tedio, pero estaban dedicadas a un nuevo y divertido juego, lanzando pequeños objetos a los farlocks de abajo, que, al sentirse golpeados, alzaban muy enhiestas sus colas.

Cugel reanudó su vigilancia. Al sur, las rocosas laderas de las colinas, cada vez más escarpadas. Al norte, las tierras desoladas de Ildish, una extensión estriada de sutiles colores: rosa oscuro, brumoso gris negruzco, marrón, salpicados aquí y allá con la más débil pincelada de azul y verde oscuros.

Pasó el tiempo. Las mimos prosiguieron con su juego, que parecía divertir también a los pasajeros de abajo e incluso a los caravaneros; cuando las mimos arrojaban lo que fuera que estaban arrojando, los caravaneros y los pasajeros saltaban al suelo para recuperarlo.

Extraño, pensó Cugel. ¿Por qué todo el mundo se mostraba tan entusiasmado con un juego tan trivial?… Uno de los objetos relució de forma metálica al caer. Era, pensó Cugel, más o menos del tamaño y la forma de un terce. Pero seguro que las mimos no estaban arrojando terces a los caravaneros. ¿De dónde podrían haber obtenido tamaña riqueza?

Las mimos terminaron su juego. Los hombres gritaron desde abajo:

—¡Más! ¡Seguid jugando! ¿Por qué os paráis? —Las mimos iniciaron una loca gesticulación y arrojaron abajo una bolsa vacía, luego fueron a descansar.

Peculiar, pensó Cugel. En algunos aspectos, aquella bolsa se parecía a la suya, que por supuesto estaba a buen recaudo en su tienda. Miró casualmente en ella, luego volvió a mirar con mayor atención.

La bolsa no se veía por ninguna parte.

Cugel corrió furioso hacia el doctor Lalanke, que estaba sentado en la cala, conversando con Clissum.

—¡Vuestras criadas me han robado mi bolsa! —exclamó Cugel—. ¡Arrojaron mis terces a los caravaneros, y todas mis demás posesiones también, incluido un valioso tarro de cera para las botas, y finalmente la propia bolsa!

El doctor Lalanke alzó sus negras cejas.

—¿De veras? ¡Las muy tunantas! Me estaba preguntando qué retenía tanto tiempo su atención.

—¡Por favor, tomaos el asunto en serio! ¡Os hago personalmente responsable! Debéis reembolsarme mis pérdidas.

El doctor Lalanke agitó sonriente la cabeza.

—Lamento vuestra desgracia, Cugel, pero yo no puedo reparar todos los errores del mundo.

—¿No son vuestras sirvientas?

—Sólo en un sentido casual. Se hallan relacionadas en el manifiesto de la caravana con sus propios nombres, lo cual sitúa la responsabilidad de sus actos sobre Varmous. Podéis discutir el asunto con él, o incluso con las propias mimos. Si ellas tomaron la bolsa, haced que devuelvan los terces.

—¡Esas ideas no son prácticas!

—He aquí otra más práctica: ¡volved a proa antes de que nos metamos de cabeza en el peligro! —El doctor Lalanke se dio la vuelta y prosiguió su conversación con Clissum.

Cugel regresó a la cubierta de proa. Miró al frente, al deprimente paisaje, considerando la mejor forma de resarcirse de sus pérdidas… Un siniestro movimiento captó su atención. Cugel saltó hacia delante y enfocó su mirada hacia la colina, donde un cierto número de rechonchos seres grises estaban apilando enormes peñascos allá donde la colina gravitaba sobre el camino.

Cugel miró con atención durante varios segundos. Las criaturas estaban claras ante sus ojos: distorsionados armloides semihumanos con el cuero cabelludo en forma de pico y cabezas carentes de cuello, de modo que sus bocas se abrían directamente en la parte superior de sus torsos.

Cugel efectuó una última inspección y se decidió a dar la alarma:

—¡Varmous! ¡Trasgos de las rocas en la colina! ¡Grave peligro! ¡Detén la caravana y haz sonar el cuerno!

Varmous tiró de las riendas de su carruaje y dio el aviso.

—¿Qué es lo que ves? ¿Dónde está el peligro?

Cugel agitó los brazos y señaló.

—¡En ese alto promontorio veo trasgos de las montañas! ¡Están apilando rocas para dejarlas caer sobre la caravana!

Varmous estiró el cuello y miró hacia donde había señalado Cugel.

—No puedo ver nada.

—¡Son grises, como las rocas! ¡Avanzan de lado y permanecen constantemente agachados!

Varmous se puso en pie en su pescante y lanzó señales de emergencia a todos los caravaneros. Hizo descender el barco al camino.

—Les daremos una gran sorpresa —dijo a Cugel, y llamó a los pasajeros—. ¡Bajad, por favor! Tengo intención de atacar a los trasgos desde el aire.

Varmous llamó a diez hombres armados con pistolas de dardos y lanzaflechas incendiarias a bordo del Avventura. Ató la cuerda de amarre a un resistente farlock.

—Ahora, Cugel, haz que la cuerda se extienda de modo que ascendamos más arriba de ese promontorio y podamos enviarles nuestros cumplidos desde arriba.

Cugel obedeció la orden; el barco, con su complemento de hombres armados, ascendió muy arriba en el aire y derivó por encima del promontorio.

Varmous estaba de pie en la proa.

—Ahora: el lugar exacto de la emboscada.

Cugel señaló.

—Exactamente ahí, en ese montón de rocas. Varmous inspeccionó la colina.

—Por el momento no veo ningún trasgo.

Cugel escrutó el promontorio con cuidado, pero los trasgos habían desaparecido.

—¡Mejor! Han visto nuestros preparativos y han abandonado sus planes.

Varmous lanzó un hosco gruñido.

—¿Estás seguro de tus hechos? ¿Estás seguro de que viste trasgos de las rocas?

—¡Por supuesto! No me estoy volviendo histérico.

—Quizá te engañaste con algunas sombras entre las rocas.

—¡Absolutamente no! ¡Los vi con tanta claridad como ahora te veo a ti!

Varmous miró a Cugel con unos pensativos ojos azules.

—No pienses que te estoy criticando. Creíste ver un peligro y, muy adecuadamente, diste la alarma, aunque al parecer se trató de un error. No voy a ahondar en el asunto, excepto para señalar que esta falta de discernimiento nos hace perder un tiempo valioso.

Cugel no pudo hallar ninguna respuesta a las acusaciones. Varmous fue a la barandilla y llamó al conductor del carruaje de cabeza.

—¡Haz avanzar la caravana hasta más allá del promontorio! Montaremos guardia para garantizar una absoluta seguridad.

La caravana pasó más allá del promontorio sin ningún percance, tras lo cual el Avventura fue bajado de modo que los pasajeros de «primera» pudieran volver a embarcar.

Varmous llevó a Cugel a un lado.

—Tu trabajo no merece ningún reproche; sin embargo, he decidido aumentar la guardia. Shilko, al que ves allá, es un hombre de razonado juicio. Él permanecerá a tu lado, y cada uno comprobará lo que vea el otro. Shilko, ven aquí, por favor. Tú y Cugel trabajaréis en equipo.

—Encantado —dijo Shilko, un hombre robusto de cara redonda con el pelo color arena y un retorcido bigote—. Puede ser una buena asociación.

Cugel lo admitió a regañadientes a bordo del barco, y mientras la caravana reanudaba su marcha ambos fueron a proa y ocuparon sus puestos. Shilko, un hombre de amable volubilidad, habló de todo lo imaginable con infinito detalle. Las respuestas de Cugel fueron secas, lo cual desconcertó a Shilko. Con voz agraviada explicó:

—Cuando realizo este tipo de trabajo, me gusta un poco de conversación para matar el tiempo. De otro modo es un aburrimiento permanecer aquí sin mirar a nada en particular. Al cabo de un tiempo, uno empieza a observar retazos de su propia imaginación y a considerarlos como reales. —Hizo un guiño y sonrió—. ¿Eh, Cugel?

Cugel consideró que la broma de Shilko era de mal gusto y miró hacia otro lado.

—Oh, bueno —dijo Shilko—. Así anda el mundo. Al mediodía, Shilko fue al comedor. Se atiborró de comida y vino, de modo que durante la tarde empezó a amodorrarse. Observó el paisaje y le dijo a Cugel:

—No hay nada ahí fuera excepto uno o dos lagartos: Este es mi juicio considerado, y ahora propongo dar una cabezada. Si ves algo, despiértame. —Se arrastró a la tienda de Cugel y se puso cómodo, y Cugel se quedó pensando amargamente en sus terces perdidos y en la irrecuperable cera para las botas.

Cuando la caravana se detuvo para pasar la noche, Cugel fue directamente a Varmous. Le citó la frívola conducta de las mimos y se quejó de las pérdidas que había sufrido.

Varmous escuchó con suave pero desprendido interés.

—Supongo que el doctor Lalanke te resarcirá.

—¡Esta es precisamente la cuestión! ¡Rechaza su responsabilidad en la acción y en la suma! Declara que tú, como jefe de la caravana, debes hacerte cargo de todos los daños.

Varmous, cuya atención era un tanto errante, se puso inmediatamente alerta.

—¿Dijo que yo debía pagar las pérdidas?

—Exacto. De modo que te presento la cuenta.

Varmous cruzó los brazos y dio un rápido paso atrás.

—La opinión del doctor Lalanke es impropia.

Cugel agitó indignado la cuenta bajo la nariz de Varmous.

—¿Me estás diciendo que te niegas a cumplir con esta obligación?

—¡No tiene nada que ver conmigo! El hecho ocurrió a bordo del Avventura. Es tu barco, ¿no?

Cugel volvió a mostrarle la cuenta a Varmous.

—Entonces preséntale al menos la cuenta al doctor Lalanke y exígele el pago.

Varmous se tironeó la barbilla.

—Ese no es el procedimiento correcto. Tú eres el responsable del Avventura. En consecuencia, en tu capacidad oficial, eres tú quien debe someter al doctor Lalanke a un procedimiento y presentarle todas las acusaciones que consideres pertinentes.

Cugel miró dubitativo hacia el doctor Lalanke, allá donde estaba charlando con Clissum.

—Sugiero que abordemos juntos al doctor Lalanke, y unamos nuestras autoridades para hacer mejor justicia.

Varmous retrocedió otro paso.

—¡A mí no me impliques! Sólo soy Varmous el conductor de caravanas, que cumple inocentemente con su trabajo en el suelo.

Cugel propuso más argumentos, pero Varmous adoptó una expresión de terca obstinación y no se dejó impresionar. Al fin Cugel fue a sentarse a una mesa, donde se puso a beber vino y a contemplar hoscamente el fuego.

La velada transcurrió con lentitud. Un humor sombrío oprimía a todo el campamento; aquella noche nadie recitó, ni cantó, ni se contaron chistes, y la compañía permaneció sentada en torno al fuego, conversando en voz baja y apagada. Una pregunta no formulada llenaba todas las mentes: ¿Quién sería el próximo en desaparecer?

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