La saga de Cugel (36 page)

Read La saga de Cugel Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La saga de Cugel
5.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tengo entendido que afirmas que no existen otros Emosinarios excepto nosotros —dijo con voz recia.

—No he afirmado nada tan definitivo —dijo Cugel, algo a la defensiva—. Observé que había viajado mucho y que no había llamado mi atención ninguna otra agencia «Emosinaria»; y especulé inocentemente que es posible que ninguna esté operando en la actualidad.

—En Gundar concebimos la «inocencia» como una cualidad positiva, no simplemente como una insípida ausencia de culpabilidad —afirmó el nolde—. No somos los estúpidos que pueden suponer algunos sucios rufianes.

Cugel reprimió la acerba observación que brotó a sus labios y se limitó a encogerse de hombros. Maier se alejó con el nolde y, durante varios minutos, ambos hombres conferenciaron, con frecuentes miradas en dirección a Cugel. Luego el nolde se fue, y el posadero regresó a la mesa de Cugel.

—Hay que reconocer que el nolde de Gundar es un tanto brusco —dijo—, pero es muy competente.

—Sería presuntuoso por mi parte hacer algún comentario —dijo Cugel—. ¿Cuál es exactamente su función?

—En Gundar damos gran importancia a la precisión y al método —explicó Maier—. Creemos que la ausencia de orden anima el desorden; y el oficial responsable de impedir el capricho y la anormalidad es el nolde… ¿De qué estábamos hablando? Oh, sí, mencionasteis nuestra llamativa calvicie. No puedo ofrecer ninguna explicación definida. Según nuestros sabios, la condición significa la perfección final de la raza humana. Otras personas dan crédito a una antigua leyenda. Un par de magos, Astherlin y Mauldred, rivalizaban por el favor de los gunds. Astherlin prometió la ventaja de una extrema pilosidad, de modo que la gente de Gundar nunca necesitase llevar ropas. Mauldred, por el contrario, ofrecía a los gunds la ausencia de pelo, con todas las ventajas consecuentes, y ganó fácilmente la confrontación; de hecho, Mauldred se convirtió en el primer nolde de Gundar, el puesto que ahora ocupa, como habréis podido ver, Huruska. —Maier el posadero frunció los labios y miró hacia el otro lado del jardín—. Huruska, de naturaleza desconfiada, me ha recordado mi regla inalterable de pedir a todos los huéspedes de paso que liquiden diariamente sus cuentas. Naturalmente, le he asegurado que vos erais de completa confianza, pero aunque sólo sea para complacer a Huruska, os presentaré la cuenta por la mañana.

—Eso es el equivalente a un insulto —declaró altaneramente Cugel—. ¿Tenemos que doblegarnos todos a los caprichos de Huruska? ¡No yo, puedes estar seguro de ello! Liquidaré mi cuenta de la forma habitual.

El posadero parpadeó.

—¿Puedo preguntaros cuánto tiempo pensáis permanecer en Gundar?

—Mi viaje me lleva al sur, utilizando el transporte más rápido posible, que supongo debe ser el barco fluvial.

—La ciudad de Lumarth está a diez días de caravana cruzando el Lirrh Aing. El río Isk pasa también por Lumarth, pero se considera poco aconsejable debido a las tres regiones que cruza antes de llegar a ella. Las marismas de Lallo están infestadas de insectos picadores; los árboles enanos del bosque de Santalba bombardean a las barcas que pasan por allí con desechos; y los rápidos Desesperados destrozan tanto barcas como huesos.

—En ese caso viajaré en caravana —dijo Cugel—. Mientras tanto permaneceré aquí, a menos que las persecuciones de Huruska se vuelvan intolerables.

Maier se humedeció los labios y miró por encima del hombro.

—Aseguré a Huruska que me atendría a la letra estricta de mi regla. Seguro que armará un gran alboroto con el asunto, a menos que…

Cugel hizo un gesto de condescendencia.

—Tráeme lacre. Sellaré mi bolsa, que contiene una fortuna en ópalos y alumes. Depositaremos la bolsa en tu caja fuerte, y tú puedes conservarla como garantía. ¡Ni siquiera Huruska podrá protestar!

Maier alzó asustado las manos.

—¡No puedo aceptar tanta responsabilidad!

—Olvida los temores —dijo Cugel—. He protegido la bolsa con un conjuro; al instante mismo que cualquier criminal rompa los sellos, las joyas se verán transformadas en piedras.

Maier aceptó dubitativo la bolsa de Cugel bajo aquellos términos. Juntos aplicaron el lacre y depositaron la bolsa en la caja fuerte del posadero.

Cugel se dirigió entonces a su habitación, donde se bañó, pidió los servicios de un barbero y se vistió con ropas limpias. Se colocó el sombrero en un ángulo apropiado, y salió a la plaza.

Sus pasos le condujeron hasta la estación del Emosinario Solar. Como antes, dos jóvenes trabajaban diligentemente en ella, uno removiendo el fuego y ajustando las cinco lámparas, mientras el oro movía los reguladores para orientarlos al descendente sol.

Cugel inspeccionó el ingenio desde todos los ángulos, y finalmente la persona que atendía el fuego dijo:

—¿No sois vos ese notable viajero que hoy expresó sus dudas sobre la eficacia del Sistema Emosinario?

—Les dije a Maier y Huruska esto —señaló cautelosamente Cugel—: Que Brazel se ha hundido en las aguas del golfo de Melantine y que casi ha desaparecido del recuerdo; que la ciudad amurallada de Munt está desierta y abandonada desde hace mucho; que no he oído hablar nunca ni de Azor Azul ni de Vir Vassilis. Esas fueron mis únicas afirmaciones positivas.

El joven que avivaba el fuego lanzó petulante una brazada de troncos al pozo.

—Pero se nos ha dicho que consideras inútiles nuestros esfuerzos.

—Yo no iría tan lejos —dijo Cugel educadamente—. Aunque las otras agencias Emosinarias hayan sido abandonadas, es posible que el regulador de Gundar sea suficiente; ¿quién sabe?

—Os diré esto —declaró el alimentador—. Trabajamos sin recompensa alguna, y en nuestro tiempo libre debemos cortar y transportar combustible. El proceso es tedioso.

El operador del dispositivo de orientación amplificó la queja de su amigo:

—Huruska y los ancianos no hacen nada del trabajo; simplemente ordenan que lo hagamos nosotros, lo cual es la parte más fácil del proyecto. Janred y yo somos de una nueva generación más sofisticada; rechazamos por principio todas las doctrinas dogmáticas. Yo, por mi parte, considero el sistema Emosinario Solar una pérdida de tiempo y esfuerzos.

—Si las demás agencias han sido abandonadas —argumentó Janred—, ¿quién o qué regula el sol cuando pasa por debajo del horizonte? El sistema es pura tontería. de —¡Voy a demostrarlo ahora mismo, y nos libraremos este poco agradecido trabajo! —declaró el operador de las lentes. Accionó una palanca—. Observad que dirijo el rayo regulador lejos del sol. ¡Mirad! ¡Brilla como antes, sin recibir la menor atención de nuestra parte!

Cugel inspeccionó el sol, y de hecho parecía brillar como antes, parpadeando de tanto en tanto y estremeciéndose como un viejo con escalofríos. Los dos jóvenes observaron con similar interés, y a medida que pasaban los minutos empezaron a murmurar satisfechos.

—¡Esto nos da la razón! ¡El sol no se ha apagado! Mientras observaban, quizá fortuitamente, el sol sufrió un espasmo caquéctico, y se inclinó alarmantemente hacia el horizonte. Tras ellos sonó un ultrajado aullido, y el nolde Huruska avanzó corriendo.

—¿Qué significa esta irresponsabilidad? ¡Dirije el regulador a su objetivo, e inmediatamente! ¿Quieres que vayamos tanteando en la oscuridad todo el resto de nuestras vidas?

El alimentador señaló resentidamente a Cugel con el pulgar:

—El nos convenció de que el sistema era innecesario y de que nuestro trabajo era inútil.

—¿Qué? —Huruska hizo girar su formidable cuerpo para enfrentarse a Cugel—. ¡Hace sólo unas horas que has puesto el pie en Gundar, y ya estás alterando la trama misma de nuestra existencia! ¡Te advierto, nuestra paciencia no es ilimitada! ¡Márchate, y no vuelvas a acercarte una segunda vez a la agencia Emosinaria!

Atragantándose de furia, Cugel giró sobre sus talones y se alejó cruzando la plaza.

En la terminal de caravanas preguntó por transporte hacia el sur, pero la caravana que había llegado al mediodía partiría de nuevo al día siguiente hacia el este, volviendo por el mismo camino por el que había venido.

Cugel regresó a la posada y entró en la taberna. Observó a tres hombres que jugaban a cartas, y se situó como observador. El juego resultó ser una versión simplificada del zampolio, y finalmente Cugel pidió unirse al juego.

—Pero sólo si las apuestas no son demasiado altas —protestó—. No soy muy ducho en el juego, y me disgusta perder más de uno o dos terces.

—Bah —exclamó uno de los jugadores—. ¿Qué es el dinero? ¿Quién se lo gastará cuando estemos muertos?

—Si perdemos todo nuestro oro —dijo chistosamente otro—, no tendremos que seguir cargando con él.

—Todos tenemos que aprender —aseguró a Cugel el tercer jugador—. Eres afortunado de tener ante ti a los tres mejores expertos de Gundar como instructores.

Cugel retrocedió, alarmado.

—¡Me niego a perder más de un solo terce!

—¡Oh, vamos! ¡No seas cobarde!

—Muy bien —dijo Cugel—. Me arriesgaré. Pero estas cartas están arrugadas y sucias. Por casualidad, tengo una baraja nueva en mi bolsillo.

—¡Excelente! ¡Empecemos el juego!

Dos horas más tarde los tres gunds arrojaban sus cartas, lanzaban a Cugel prolongadas y duras miradas, y luego, como movidos por un mismo impulso, se ponían en pie y se marchaban de la taberna. Cugel inspeccionó sus ganancias: contó treinta y dos terces y unas cuantas monedas de cobre. Más animado, se retiró a su habitación para pasar la noche.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba, observó la llegada del nolde Huruska, que inmediatamente entabló conversación con Maier el posadero. Unos minutos más tarde Huruska se acercó a la mesa de Cugel y miró a éste con algo parecido a una sonrisa de amenaza, mientras Maier permanecía inmóvil, ansioso, unos pasos más atrás.

—Bien, ¿qué ocurre esta vez? —preguntó Cugel con tensa educación—. El sol ha salido; mi inocencia respecto al rayo regulador ha quedado establecida.

—Ahora estoy preocupado por otro asunto. ¿Estás al corriente de las penas por fraude?

Cugel se alzó de hombros.

—Es un asunto que no me interesa.

—Son severas, y volveré a ellas dentro de un momento. Primero permíteme preguntarte: ¿confiaste a Maier una bolsa que se suponía que contenía valiosas joyas?

—Lo hice. Debo añadir que la propiedad está protegida por un conjuro; si se rompe el sello, las gemas se convertirán en vulgares guijarros.

Huruska mostró la bolsa.

—Observa: el sello está intacto. Corté una ranura en la piel y miré dentro. El contenido era entonces, y es ahora —volcó el contenido de la bolsa sobre la mesa con un floreo— guijarros idénticos a los que hay ahí fuera en la calle.

Cugel lanzó una ultrajada exclamación.

—¡Las joyas son ahora piedras sin ningún valor! —¡Te hago responsable del hecho, y deberás resarcirme!

Huruska lanzó una ofensiva risotada.

—Si puedes cambiar gemas por piedras, también puedes cambiar piedras por gemas. Maier te presentará ahora la cuenta. Si te niegas a pagar, tengo intención de encerrarte bajo grilletes en la más oscura celda hasta que cambies de opinión.

—Tus insinuaciones son a la vez intolerables y absurdas —declaró Cugel—. ¡Posadero, presenta tu cuenta! Terminemos con esto de una vez por todas.

Maier avanzó con un trozo de papel en la mano.

—El total asciende a once terces, más cualquier gratificación que consideréis merecida.

—No habrá gratificaciones —dijo Cugel—. ¿Importunas a todos tus huéspedes de esta manera? —Arrojó once terces sobre la mesa—. Toma tu dinero y déjame en paz.

Maier recogió avergonzado las monedas; Huruska lanzó un sonido inarticulado y se dio la vuelta. Cugel, una vez finalizado su desayuno, se fue a pasear de nuevo por la plaza. Allí se cruzó con un individuo que reconoció como el camarero de la taberna, y le hizo señas de que se detuviera.

—Pareces una persona despierta y de fiar —dijo Cugel—. ¿Puedo preguntarte tu nombre?

—Generalmente me llaman «Zeller»

—Supongo que conoces bien a la gente de Gundar.

—Me considero bastante bien informado. ¿Por qué lo preguntas?

—Primero —dijo Cugel—, déjame preguntarte si no te importaría sacarle a tus conocimientos un buen provecho.

—Naturalmente, siempre que eluda la atención del nolde.

—Muy bien. Observo allí una barraca desocupada que servirá para nuestros propósitos. Dentro de una hora tendremos en marcha nuestra empresa.

Cugel regresó a la posada, donde, a petición suya, Maier trajo una tabla, pincel y pintura. Cugel compuso un letrero:

EL EMINENTE CUGEL, VIDENTE

CONSEJOS, INTERPRETACIONES, PRONÓSTICOS

¡PREGUNTAD! ¡SERÉIS RESPONDIDOS!

CONSULTAS: TRES TERCES

Cugel colgó el cartel encima de la barraca, puso unas cortinas, y aguardó la llegada de los primeros clientes. Mientras tanto, el camarero se había ocultado discretamente en la parte de atrás.

Casi de inmediato la gente que pasaba por la plaza empezó a pararse para leer el cartel. Una mujer recién entrada en la madurez terminó acercándose.

—Tres terces es una buena suma. ¿Qué resultados puedes garantizarme?

—Ninguno en absoluto, por la naturaleza misma de las cosas. Soy un hábil vidente, conozco las artes de la magia, pero el conocimiento acude a mí desde fuentes desconocidas e incontrolables.

La mujer pagó su dinero.

—Tres terces es barato si puedes resolver mis preocupaciones. Mi hija ha gozado durante toda su vida de la mejor salud, pero ahora languidece y sufre de morosidad. Todos mis remedios no sirven de nada. ¿Qué debo hacer?

—Un momento, señora, mientras medito. —Cugel corrió la cortina y se inclinó hacia donde podía oír las susurradas observaciones del camarero. Luego volvió a descorrer la cortina.—. ¡He sido uno con el cosmos! El conocimiento ha entrado en mi mente! Tu hija Dilian está embarazada. Por tres terces adicionales puedo proporcionarte el nombre del padre.

—Los pagaré con placer —declaró la mujer hoscamente. Pagó, recibió la información, y se fue con paso firme.

Se acercó otra mujer, pagó tres terces, y Cugel se concentró en su problema.

—Mi esposo me aseguró durante toda su vida que había puesto de lado un cofre lleno de monedas de oro en previsión del futuro, pero desde su muerte no he conseguido hallar ni una de cobre. ¿Dónde ocultó el oro?

Cugel cerró las cortinas, recabó consejo del camarero, y reapareció ante la mujer.

Other books

Stranglehold by J. M. Gregson
African Dragon by David M. Salkin
Murder at Beechwood by Alyssa Maxwell
A Noble Radiance by Donna Leon
Sex and the City by Candace Bushnell
Underbelly by Gary Phillips
Need by Jones, Carrie
Clean Sweep by Andrews, Ilona
Smashed by Trina M. Lee