La séptima mujer (22 page)

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Authors: Frederique Molay

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: La séptima mujer
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—Ahora mismo voy. Procura que el escenario del crimen permanezca intacto, es muy importante. No quiero que nadie pise alrededor del cuerpo de Amélie.

—De acuerdo. Te espero. Date prisa, Nico.

Era una súplica. A Kriven estaba a punto de írsele la cabeza. Perder a un colega en acto de servicio era una situación especialmente difícil de sobrellevar, y más si las circunstancias eran atroces. Nico tenía ganas de aullar. Le había dicho que se fuera a descansar… Un sentimiento de responsabilidad se apoderó de él. Amélie era una joven muy capacitada y con un gran futuro por delante. ¿Por qué ella? El caso adquiría un cariz realmente personal; quería cargarse a ese chiflado y lo conseguiría.

Notó una mano que le apretaba cariñosamente el hombro. Caroline… Se acurrucó unos segundos contra ella para recobrar energía.

—Tengo que irme.

—¿Otra víctima?

—Sí. Una joven del «36», imagínate, una poli.

—Vete rápidamente.

—No te muevas de aquí, ¿de acuerdo?

—Me quedo aquí con Dimitri. ¡No te preocupes por nosotros!

—¿Caroline?

—¿Sí?

—Te deseo con toda mi alma, lo sabes…

Ella le sonrió.

—Otra vez será —respondió con picardía.

Después de haber impartido las consignas a los dos agentes de policía encargados de la protección de Dimitri y de Caroline, Nico arrancó el coche. Pensó en la sucesión de los últimos acontecimientos. En primer lugar, el misterio del juez Becker: el registro de su despacho que había hecho Jean-Marie Rost no había arrojado nada, como tampoco la comprobación de su material informático realizada por Gamby. Con Cohen, había dirigido personalmente la inspección de su domicilio, pero no habían descubierto nada aparte de un maletín que contenía viejas fotos. El pasado de Alexandre Becker se reducía a esos modestos recuerdos: en ellas se veía a Arnaud Briard de bebé o de niño, solo o con su madre. Su mujer era la única que lo sabía. Le había parecido amable y equilibrada. El cielo acababa sencillamente de desplomarse sobre su cabeza. Los abuelos maternos acudieron para recoger a los dos niños con el consentimiento de Nico; no había razón alguna para mezclarlos en esa desdichada historia. El grupo de Kriven había examinado la agenda del juez con lupa. Había algunas zonas oscuras; era en efecto imposible verificar las llamadas anónimas y justificar las salidas repentinas de su despacho. Resultado: el hombre estaba retenido en el «36». Y los testimonios de los antiguos educadores o psicólogos no cambiaban nada, a pesar de que todos habían reconocido su excepcional capacidad para superar la tragedia que había vivido.

Nico había dejado al juez Becker apenas dos horas antes, concediéndose una pausa para ver a su hijo y a Caroline. Dimitri estaba en su casa con sus cosas apretujadas en las maletas. Sylvie se había ido sin ni siquiera esperarlo. Sólo había dejado un sobre cerrado dirigido a él encima del mueble de la entrada. Era un texto que rezumaba angustia y que dejaba planear numerosas incertidumbres sobre el futuro. Se marchaba sin decir adonde. Quería someterse a tratamiento; no volvería hasta que estuviera mejor. Prometía enviarle noticias a Dimitri. Le daba las gracias a Nico por su ayuda y le pedía que no intentase encontrarla; ante todo debía aprender a vivir sin él. Esa era la clave de su curación.

Luego había llegado Caroline bien escoltada, tal como había exigido. El encuentro entre ella y su hijo no podía haber ido mejor. La joven poseía dotes de psicóloga y aparentemente sabía cómo tratar a los jóvenes. Dimitri la había adoptado de inmediato sin quedarse ni un solo momento sorprendido por esa inesperada visita. Sin duda necesitaba tener a su lado una presencia femenina sólida y cariñosa.

Antes de desaparecer en su cuarto, Dimitri les había dirigido una sonrisa que lo decía todo y que le había llegado al corazón. Después de eso, Nico sólo había tenido una idea en la cabeza: llevar a Caroline a su cama. Habían coqueteado un rato y luego habían llegado a las manos, incapaces de contenerse más tiempo. ¡Hasta que Kriven le comunicó la muerte de la capitán Amélie Ader, segunda de su grupo!

Nico llegó a la Place de Fürstenberg. Los faros y las luces giratorias de los coches de policía proyectaban su resplandor amarillo y azul sobre las paredes. Las ventanas estaban iluminadas; los vecinos se habían despertado debido a la febril y desacostumbrada actividad que reinaba a una hora tan temprana. El capitán Pierre Vidal fumaba un cigarrillo. Todo el mundo sabía que hacía casi dos años que había dejado de fumar. La noticia de esa noche había hecho mella en su resolución. Sus colegas de grupo estaban junto a él, inmóviles y silenciosos. También estaban los hombres de Théron; normal…

Un automóvil cruzó el cordón levantado en las inmediaciones de la plaza. Cohen salió de él acompañado de Nicole Monthalet en persona. La presencia de la directora regional de la Policía Judicial no pasó desapercibida; los rostros presentes se habían vuelto hacia ella. Estrechó las manos de todos y dijo algunas palabras reconfortantes. Se solidarizaba con esa familia a la que todos pertenecían: la policía. Nico apreció el gesto. Juntos, subieron las escaleras que conducían al piso de la capitán Ader. Pierre Vidal los había seguido, listo para empezar su trabajo en cuanto recibiera la orden. Nico le había propuesto cederle su sitio por haber trabajado codo con codo con Amélie todos los días, pero había rehusado. Rost y Kriven los esperaban; a su lado, Máxime Ader, al que Nico había tenido la oportunidad de conocer en las fiestas organizadas en el «36», intentaba mantener la compostura.

—Amélie está en el salón —anunció el comandante Kriven con una voz en la que se traslucía la emoción.

La visión del cuerpo desnudo y mutilado de Amélie era una pesadilla. La locura de un hombre le había hecho perder toda forma humana.

—No he tocado nada —comentó Máxime Ader—. Sin duda un automatismo que me inculcó ella.

—Otro mensaje —anunció Nicole Monthalet señalando el sobre que había dejado sobre un muslo de la víctima.

La directora regional se puso los guantes que le tendió el capitán Vidal y cogió la misiva. En su interior, había una hoja doblada en cuatro y dos cortas frases escritas a mano.

—«¿Acaso no sabes proteger a tus mujeres, Nico? Yo soy Dios, tú no eres nada» —leyó la señora Monthalet.

—¡Ese perro! —no pudo evitar gritar Cohen.

—Una cosa parece evidente —advirtió Nico—. La inocencia de Becker. He enviado a Amélie a su casa cuando he ido al despacho del juez. A partir de ese momento, ya no me he separado de él. No es cuestión de seguir manteniéndolo retenido.

Había tres salas de detención muy cerca de su despacho. Había confinado al juez Becker en una de ellas y lo había dejado sentarse en el estrecho banco que contenía el minúsculo cuarto acristalado. Dos agentes de policía lo vigilaban como exigía el protocolo. Las paredes estaban cubiertas de pintadas, huellas indelebles del paso de algunos maleantes pendencieros. Nico no había tenido más remedio que encerrar a Becker en ese lugar tan poco atractivo hasta que la situación se aclarase. Había visto la cara descompuesta del juez ante la idea de encontrarse ahí, pero no podía permitirse apiadarse de él. Ahora se sentía aliviado al pensar que iba a liberarlo. Después de todo lo que Becker había vivido en su infancia, era tranquilizador comprobar que había podido salir adelante. Había que reanudar la investigación sobre nuevas bases…

—Vamos, registradlo todo —ordenó Nico—. Hay que sacar a Amélie de aquí. ¿La doctora Vilars ha sido informada?

—Sí —respondió el comisario Rost—. Ya está en el Instituto Médico Forense.

—Muy bien, ocúpate del cuerpo, Jean-Marie —decretó Nico.

Todos se pusieron a trabajar bajo la mirada curtida de Nicole Monthalet. Cuando el cadáver de Amélie Ader cruzó el piso, envuelto en una funda protectora, echada en una camilla, interrumpieron su actividad y miraron a la joven alejarse en un pesado silencio. Máxime Ader había decidido acompañar a su esposa; las lágrimas corrían por su rostro lívido.

—¡Tengo la huella de una oreja en la puerta! —dijo el capitán Vidal con voz atronadora.

Nico se acercó.

—Nuestro hombre quizá escuchara antes de llamar —prosiguió Vidal.

La muestra sería comparada cuando llegara el momento con la oreja del culpable, y sería un elemento de acusación suplementario…

—Hay polvo blanco sobre la mesa del comedor —adelantó Nicole Monthalet—. Venga a ver, comisario Sirsky.

—Talco quizá —comentó Nico—. Utiliza guantes quirúrgicos. Al abrir el sobre esterilizado, se esparce el talco que hay en el interior.

No obstante, enseguida tuvieron que rendirse a la evidencia: no descubrirían nada más. El asesino no perdía la cabeza y cometía muy pocos errores. Era exasperante y frustrante. Monthalet y Cohen decidieron ir al Instituto Médico Forense para asistir a la autopsia. Nico prohibió a sus hombres que los siguieran, a pesar del manifiesto descontento de Kriven; ni hablar de que vieran a su colega bajo el bisturí del forense.

De camino al «36», Nico no pudo evitar obsesionarse con el último mensaje del asesino. Nadie había abordado el problema de su significado, pero el malestar de todos era palpable cuando lo leyó Nicole Monthalet. «¿Acaso no sabes proteger a tus mujeres, Nico? Yo soy Dios, tú no eres nada». El cabrón lo acusaba directamente a él. ¡Como si no hubiera sabido proteger a Amélie Ader! Quizá era verdad… ¿Por qué le había exigido que volviese a casa, que descansase? ¿Por qué no le había dejado continuar su trabajo en el «36», como ella deseaba? ¿Para recompensarla por su descubrimiento con respecto al juez Becker? ¿Porque sus equipos necesitarían en algún momento investigadores frescos como una lechuga? ¿O porque era mujer y la trataba con consideración como le había insinuado? Sin duda, todo eso a la vez. Su decisión la había conducido a la muerte. ¿Cómo había podido soportar la ironía de la situación? Ser torturada por el mismo al que perseguían… Le habría gustado estar ahí para interponerse y abatir al criminal. ¿Pero por qué había escrito «tus mujeres»? ¿Qué mujeres? ¿Había peligro para otras aún más cercanas a él y así pretendía golpearlo en lo más profundo de su ser? Ese pensamiento lo hizo estremecerse. Tenía que pensar. ¿Quién era la próxima en la lista? Las preguntas se agolpaban cuando por fin llegó al «36». Aparcó el coche en doble fila y dejó la llave en el contacto, bajo la mirada vigilante de los agentes de policía. Se dirigió hacia la celda de detención donde estaba el juez Becker.

El hombre llevada varias horas sentado en el mismo banco, con la cara entre las manos. Nico relevó a los dos agentes de guardia y abrió la puerta acristalada.

—Es usted libre —le dijo.

—Eso significa que ha ocurrido algo, ¿verdad? ¿Un asesinato mientras permanecía bajo vigilancia? He rogado que pasara algo así para que se diese cuenta de su error; es monstruoso… Lo siento muchísimo por la pobre mujer.

Alexandre Becker no se había movido. Nico se sentó a su lado. Los dos hombres permanecieron así un largo rato, en silencio.

—La joven en cuestión —continuó por fin Nico—, la quinta víctima del asesino, formaba parte de mi brigada.

—¿Una poli?

—La capitán Amélie Ader. Ella descubrió la relación entre usted y Arnaud Briard.

—Buen trabajo…

—Exacto. Pero era una pista falsa. La envié a su casa a descansar tras su descubrimiento. Y ha sido asesinada.

—Usted no tiene la culpa —comentó el juez Becker como si le leyese los pensamientos.

—Parece que sí.

—¿Un nuevo mensaje?

—¡Sí! «¿Acaso no sabes proteger a tus mujeres, Nico? Yo soy Dios, tú no eres nada».

—¡Qué familiaridad, le tutea! Ese afán por superarlo pone de manifiesto un auténtico sentimiento de inferioridad.

—¿Es sólo ironía o profiere una amenaza precisa para después?

—¿Se pregunta si sus mujeres corren peligro?

—En cierto modo.

—¿Su familia sigue bajo protección policial?

—Sí.

—¿Quiere perjudicarlo personalmente o sólo porque es usted el jefe de la brigada criminal?

—No hemos encontrado nada entre los tipos que he atrapado estos últimos años.

—Si se trata de un verdadero sociópata, es un hombre bien integrado en la vida activa y sin antecedentes judiciales. Un individuo como ese, el día que es puesto entre rejas, ya no vuelve a salir. ¿Y para qué ha recordado mi pasado? ¿Cómo se enteró?

—Para que siguiéramos una pista equivocada y así desviarnos de él.

—Usted, yo…

—Tal vez no esté tan lejos de nosotros después de todo.

—¡Me pone usted la carne de gallina!

—Sin duda la autopsia de Amélie Ader ya ha empezado. ¿Viene?

—He de tranquilizar a mi mujer.

—Ya está hecho. La he llamado hace un momento. Le he avisado de que tendría usted trabajo y tardaría en volver.

—¡Qué previsor, gracias! Lo sigo, Nico. De hecho, ¿qué le parece si nos tuteamos?

—Encantado, estamos en el mismo barco. Deberemos volver a empezar desde cero.

—Estoy listo. Después de la autopsia, reúne a todo tu equipo en tu despacho.

—De acuerdo. Tenemos que encontrarlo antes de que vuelva a empezar. Debe haber algo, un elemento decisivo que se nos haya escapado.

—¿Y en casa de Ader?

—Una cuerda similar alrededor de las muñecas. El talco y una huella de oreja en la puerta del rellano.

—No es mucho. El cabrón toma precauciones.

—O conoce nuestros métodos.

—Hoy día cualquiera los conoce gracias a las series de televisión y las novelas policíacas.

—No con tantísimo detalle.

—Quizá no, pero todo el mundo sabe que no hay que dejar ni indicios ni huellas, y que la identificación del ADN es un elemento capital en el desarrollo de una investigación.

—Sabe suturar la piel y conseguir agujas e hilos quirúrgicos. Para eso no basta con ver la tele o leer un libro.

—Te apuntas un tanto.

Los dos hombres se levantaron. Salieron del «36» y se acomodaron en el coche del comisario para ir al Instituto Médico Forense.

—Tienes un hijo, ¿no? —interrogó Alexandre Becker.

—Sí, Dimitri. Tiene catorce años.

—¿Estás casado?

—Divorciado, hace mucho tiempo. Desde hace poco hay alguien en mi vida.

—¿Enamorado?

—Como un loco.

Nico aparcó el coche delante de la entrada del Instituto. Los dos hombres entraron en el edificio, donde los recibió el vigilante. Se encaminaron a la sala de autopsias y notaron el frescor que requería la naturaleza de la clientela.

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