—Sí. Y tráiganos café, por favor —respondió con voz insegura.
Todo era como en su sueño.
Nico entró. El hombre había cambiado. Encogido en su sillón, con cara de agotamiento, la mirada lejana… Había perdido esa arrogancia que parecía natural, la autoridad inherente a su cargo. Podía leerse en su rostro una tristeza infinita, probablemente a causa del remordimiento. Nico tragó saliva, con un nudo en el estómago. ¿Y si era verdad, si era él? Sin embargo, el juez Alexandre Becker no tenía nada del rubiales de ojos azules que antes era Arnaud Briard. Sus cabellos castaños, sus pupilas marrones no se correspondían con los del muchacho de la foto que tenía en el bolsillo. Pero sí que había un cierto parecido, los rasgos del rostro eran similares, treinta años más viejos.
—Le estaba esperando —confesó el juez con una voz en la que se traslucía una emoción difícilmente contenida.
—¿Cómo debo interpretarlo? —interrogó Nico.
El juez le dirigió una sonrisa afectada.
—Todo depende de cuánto tiempo hacía que le esperaba —respondió en un último intento de reafirmar su autoridad.
Sus hombros se hundieron un poco más. Nico vio cómo se formaban lágrimas en la comisura de los ojos, pero el hombre las contuvo.
—No lo entiendo muy bien, ayúdeme —continuó el comisario.
—Ese artículo… Cuando lo leyó, pensé que iba a ponerme enfermo. No pude decir nada, no podía creérmelo. Me ha costado tantos esfuerzos desprenderme de mi pasado, intentar borrarlo por completo de mi mente, que realmente ya no es mi historia. ¡Qué error! ¿Cómo puede uno olvidar de dónde viene? Todo me ha explotado de nuevo en plena cara. Sufrí pero había conseguido salir adelante. Hoy mi vida está destruida.
—Entonces, ¿es usted Arnaud Briard?
—¿Para qué negarlo? Enseguida obtendrá las pruebas.
—Su madre trató de matarlo… —murmuró Nico, desconcertado por la noticia.
—Sí. Todavía la veo persiguiéndome, con el rostro deformado por la locura. El alcohol, las drogas. La prostitución, lo entendí más tarde. Había tocado fondo y no pude hacer nada para sacarla de ahí.
—Usted sólo era un niño.
—¿Y cree que esa excusa me basta? Quería a mi madre. Y fue un amor compartido hasta que se derrumbó. Me había convertido en una carga para ella, y más teniendo en cuenta que su familia la había repudiado.
—Lo siento muchísimo; debió de ser tan difícil.
—Lo fue. Crecí solo. Pero quizá no me hubiera convertido en lo que soy… Me dio fuerzas para aferrarme.
—¿Y hoy?
—Hoy tengo dos hijos, ¿lo sabía?
—Hasta ahora no.
—Estoy casado. He formado una familia a la que quiero. Les doy el afecto que no recibí. Es mi mayor éxito, comisario. Tuve tantas dudas acerca de si sería capaz de llevar una vida equilibrada, establecer relaciones normales con los demás. Luché por ello. Oh, a veces algunas pesadillas me devuelven treinta años atrás. Vuelvo a ver cómo el cuchillo se hunde en el cuerpo de mi madre, su expresión incrédula antes de desplomarse, y lloro. Pero he conseguido salir adelante.
—¿De verdad?
—Si su pregunta es «¿mató usted a esas mujeres?», entonces la respuesta es no. ¿Cómo habría podido?
—Ya lo hizo.
—Eso es un golpe bajo. No soy un asesino. No puede juzgarme por esa vieja historia.
—El artículo de prensa fue descubierto sobre el cuerpo de la última víctima…
—Se trata de una trampa; el asesino quiere desorientarnos, nos provoca. ¿Y su cuñado? Confié en usted, ¿verdad?
—Vamos a proceder a analizar su ADN; debemos hacer exámenes comparativos. Una investigación está en marcha, tendré que hacerle algunas preguntas.
—¿Es posible guardar cierta discreción?
—Tiene usted suficiente experiencia para saber que hay informaciones difíciles de ocultar.
Alexandre Becker asintió.
—A riesgo de molestarlo, ¿dónde se encuentra el cuerpo de su madre?
—Fue incinerado. Su familia no quiso entierro. Ni siquiera me dejaron un sitio donde visitarla.
—¿Ha conservado alguna cosa que le perteneciera?
—Sé dónde quiere llegar: a esos cabellos morenos. Mi madre era rubia. Es sencillamente imposible… Y no, no tengo nada suyo excepto algunas fotos. Con siete años, no piensas en guardar ningún recuerdo. De hecho, no me lo propusieron.
—Necesitaremos saber sus horarios de esta semana.
—Sobre todo en el momento de los asesinatos, ¿verdad? Para serle sincero, el lunes recibí una llamada anónima anunciándome que mi familia acababa de tener un grave accidente de coche; tuve que ir urgentemente al hospital. No había nadie… Mi mujer estaba en el trabajo y mis hijos en el colegio. Puede que le parezca una locura, pero es la verdad.
—¿Y el martes?
—Me llamaron de la escuela; mi hijo acababa de caerse y el director temía que fuese un traumatismo craneal: quería que lo fuese a buscar.
—¿Otra falsa alerta?
—Exactamente. Como en el caso de su cuñado, el doctor Perrin, y sus citas falsas.
—La misma historia el miércoles y el jueves, ¿supongo? —interrogó Nico.
—Sí —murmuró el juez Becker, con la mirada inquieta.
—Bien, lo comprobaremos. ¿Su pelo ha cambiado de color desde su infancia?
—Me los tiño desde la adolescencia. Y también llevo lentillas de color.
El juez Becker se las quitó de los ojos con delicadeza.
—Me las llevaré —intervino Nico. La mirada había recobrado su verdadero color y Nico quedó sorprendido por el azul profundo de los ojos que ahora lo miraban fijamente.
—Deseo de borrar definitivamente la imagen del niño asesino que fui, ¡vaya usted a saber! Ya no tiene importancia, ¿verdad? Y el azul me sienta mejor. Volveré a acostumbrarme.
—Mientras aclaramos la situación, he de pedirle que me siga al «36». —concluyó Nico.
Se llevó la mano al estómago; era un gesto inútil, sólo lo aliviaría el tratamiento prescrito por Caroline.
—¿Le duele? —se preocupó Alexandre Becker—. ¿Su médico no le ha recetado nada?
—¿Cómo? ¿Lo sabe?
—¿Que tiene usted una úlcera? ¡Todo el mundo está enterado! Lo ha dicho usted mismo, algunas informaciones son difíciles de ocultar…
Vivía a algunas decenas de metros de Saint-Germain-des-Prés, un barrio frecuentado en el siglo pasado por escritores y artistas que le habían dado encanto. Encontró la Place de Fürstenberg, su rincón del paraíso. Su dúplex ocupaba los pisos quinto y sexto de uno de esos edificios y disponía de una encantadora terracita que dominaba el denso follaje de los árboles de la plaza; así podía aprovechar el sol en cualquier momento del año. No se cansaba de ese piso y no lo abandonaría por nada del mundo.
Se desvistió y se metió en la ducha. El agua caliente que resbalaba por su piel como una caricia la relajó. Se sentía tan cansada. Los acontecimientos de los últimos días se habían sucedido a una velocidad de locura y había abusado de sus reservas físicas y mentales para aguantar. Cerró el grifo con pesar y se envolvió en una suave toalla de felpa. Sus cabellos chorreaban, los frotó enérgicamente. Salió del cuarto de baño y se dejó caer sobre la cama. Tenía hambre, pero no le quedaban fuerzas para hacerse algo de comer. Debía dormir, ya vería después. Acababa de tomar esa decisión cuando sus párpados se cerraron, su respiración se hizo más lenta. Perdió el conocimiento y se sumió en un profundo sueño.
La había seguido… La había elegido… Ella sería la próxima. Tenía un aspecto agotado; sería fácil. Estaba convencido de que ya dormía. Admiró los escaparates de las tiendas de la plaza, tenía tiempo de sobra. Quizá incluso visitaría el Museo Delacroix, pues aún no había tenido la oportunidad de hacerlo. Luego iría a llamar a su puerta. Le abriría, contrariada por haber sido bruscamente sacada de su sueño. No sospecharía nada, a pesar de estar en el meollo del asunto. Cruzaría el umbral de su piso. ¿Cómo iba a pensar que estaba introduciendo el mal en su casa? Sufriría el mismo castigo que las demás. No habría nadie para acudir en su auxilio, tampoco el comisario de división Sirsky…
El juez Becker había seguido a Nico hasta su despacho; Michel Cohen se había reunido con ellos y los dos policías iniciaron un interrogatorio formal. El equipo de Kriven trabajaba ya en la reconstitución de su agenda desde el principio de la semana y se había puesto en contacto con su mujer. Se había solicitado una orden de registro para poder inspeccionar su domicilio. El doctor Queneau analizaba personalmente el ADN de Alexandre Becker, así como las lentillas de color. La maquinaria policial se había puesto en marcha. En cuanto a Dominique Kreiss, recababa las opiniones de los educadores y psicólogos que se habían ocupado del joven Arnaud Briard hasta su mayoría de edad. ¿El muchacho había quedado marcado para siempre por lo sucedido? ¿Había logrado esconder el sentimiento de su profunda soledad, de su desequilibrio a los profesionales encargados de proteger a los menores? ¿Esa actitud de autodefensa había contribuido a forjarle un perfil de criminal? ¿Agredía a su madre cada vez que asesinaba a una mujer? ¿Era realmente él el culpable? ¿Él, el padre de dos hijos? ¿Él, el marido cariñoso?
Nico pensó en su hijo, lo más precioso para él en el mundo. Iba a tener que separarlo de su madre durante algún tiempo. Esa difícil situación trastornaba al chico quizá más de lo que aparentaba. Tal vez debería consultar a un psiquiatra infantil para asegurarse del equilibrio psicológico de Dimitri. Pediría consejo a Caroline, como médico ella sabría. Caroline… Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento. Le había dicho que quería darse una ducha y descansar un rato. Se reuniría con él más tarde. Ya no la dejaría irse. Esa noche, se quedaría a dormir en su casa por seguridad. La deseaba tanto…
Absorbida por su trabajo, se sobresaltó cuando sonó su móvil. Era Rémi. Vaciló, luego decidió responder.
—¿Cariño?
—¿Sí? —dijo con voz no muy amable.
—¿No estás bien?
—Sí, sí, muy bien.
—Oye, ¿esta noche no volverás tarde, verdad?
—No tengo ni idea, estamos trabajando en un caso complicado, ya te lo he dicho.
—Es verdad, pero me habría gustado disfrutar de una buena velada los dos solos.
—¿Y qué es para ti «una buena velada los dos solos»? —ironizó.
—¿A qué te refieres?
—¿Una cena romántica en un agradable restaurante, una sesión de cine o me cogerás de la mano mientras paseamos a la luz de la luna hablando de todo un poco? ¡No, nada de eso, claro! ¿Quieres que te diga qué es para ti «una buena velada los dos solos»? ¡Un revolcón! ¡Y yo estoy más que harta!
—¿Harta de qué? ¿De follar? Qué remilgada eres…
—¡No soy un simple objeto sexual para que sacies tus fantasías, Rémi!
—Sois todas iguales.
—¡¿Qué quieres decir?!
—Nada, olvídalo.
—Tienes razón, lo olvido. O mejor, me olvido de ti. Estoy hasta el gorro. Espero otra cosa de una relación amorosa.
—¡Las mujeres no estáis en la buena onda!
—En todo caso, no estoy en tu onda.
—Pero parecía que lo pasabas bomba. Creía que te gustaba.
—Me gusta, pero no en estas condiciones. No basta con decir que vamos a la cama para que me apetezca.
—Los preliminares, ¡menuda estupidez!
—De acuerdo. Recoge tus cosas y deja las llaves en el buzón.
—¿Se acabó? ¿Así, sin más?
—Exactamente. Quiero pasar página, Rémi. Te deseo buena suerte.
—¡Mierda! ¡Eres una auténtica gilipollas!
—Ya no tengo nada que hacer contigo. Ya no quiero verte ni oírte. ¡Adiós!
Dominique colgó con furia. ¡Ocho meses malgastados le dejaban un amargo sabor de boca! Ahora tenía que olvidarlo.
Comprobó que el teclado estaba bloqueado —no podía permitirse el más mínimo error— y luego introdujo el móvil en el bolsillo interior de su cazadora. Había llegado el momento. Marcó el código y el portal del número cinco de la Place de Fürstenberg se abrió como por milagro. Era el mejor. Subió por las escaleras hasta la quinta planta y enseguida estuvo delante del piso de su próxima víctima. No había nadie para detenerlo, tenía el campo libre. Llamó al timbre. No hubo respuesta. Volvió a llamar. Pegó la oreja contra la puerta: se acercaban unos pasos. Puso cara de circunstancias. La mujer abrió, todavía le pesaban los párpados.
—¿Sí, que ocurre? —se asombró, con los rasgos deformados por la sorpresa.
No le dejó tiempo para pensar; se abalanzó sobre ella con todas sus fuerzas y la amordazó. En poco tiempo no fue más que una muñeca de trapo en sus brazos. Era suya. Iba a matarla, sería como una estocada en el corazón de Sirsky.
Las manos subieron por su espalda hasta perderse bajo el suéter de lana. Sus bocas permanecieron pegadas hasta que perdieron el aliento. La tiró sobre la cama y se tumbó sobre ella. Besó su vientre y fue subiendo lentamente hasta el cuello. Le quitó el jersey y le desabotonó la camisa. Hábilmente, le desabrochó el sujetador. Le rozó los pechos, descendió a lo largo de las caderas y empezó a quitarle la falda. Intercambiaron una sonrisa que reflejaba una intensa emoción y terminaron de desnudarse. Se abalanzó sobre ella en un impulso imposible de contener, saboreando cada centímetro de su piel, retrasando el momento en que unirían sus cuerpos. Sonó el teléfono. Tenía que ser un error. Pero el interlocutor insistió, era difícil hacer como si nada. Dos horas de pausa, era todo lo que había deseado. Se separaron el uno del otro, ardiendo con ese deseo insatisfecho, el corazón a mil por hora.
—¿Diga? ¿Quién llama?
—Kriven, jefe.
El tono no era normal, lo notó inmediatamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó repentinamente inquieto.
—¡Está muerta! —respondió el comandante Kriven sollozando.
—¿Pero quién, joder?
—Amélie… ¡La capitán Ader! Su marido la ha descubierto en su domicilio hace apenas media hora.
—Pero ¿cómo? —interrogó Nico, queriendo asegurarse de que había entendido bien.
—Como las otras. El cabrón la ha desfigurado horriblemente. Es espantoso, Nico…
Kriven rompió a llorar sin reprimirse; su pena era inmensa.
—¡Joder, podría haber tenido cuidado! —gritó de repente—. ¡Es poli, mierda!
—David… Cálmate. No podía estar en guardia las veinticuatro horas. ¿Estás en el lugar de los hechos?
—Sí. No he dejado entrar a nadie. Mis hombres están fuera, pero no podré retenerlos mucho tiempo. Quieren verla, ¿entiendes? Todo el grupo está aquí.