La séptima mujer (25 page)

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Authors: Frederique Molay

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: La séptima mujer
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Nico y Alexandre miraban, atónitos, el parterre pisoteado del jardín del Instituto Médico Forense El destrozo no se debía a la casualidad, las flores de la doctora Vilars habían sido aplastadas de forma intencionada.

—Kellec es categórico, las muestras recogidas en la víctima proceden de este lugar —confirmó Armelle.

—¿Y utilizas guantes de la marca Triflex en la sala de autopsias, verdad? —preguntó Nico.

Armelle asintió.

—Además, el papel que empleáis aquí es el que utilizó el asesino para uno de sus mensajes —prosiguió el juez Becker.

—¿Sabes a quién pertenece esta firma? —continuó Nico tendiéndole una ampliación fotográfica.

La forense abrió los ojos como platos. Completamente espantada, tragó saliva ruidosamente.

—¡Es mía!

—¿Este garabato incomprensible? —insistió Nico.

—Es mi firma para los documentos corrientes, las notas internas, tengo una firma más esmerada para las cartas que salen del Instituto…

—¡Dios santo! Debemos pasar revista a todos los empleados del Instituto.

—¡¿A mis empleados?!

—Exacto, Armelle. ¿Tú no habrás notado nada especial? ¿Problemas con un colega?

Frunció el ceño, desconcertada. Sentía cómo la angustia crecía en su interior. Nico se dio cuenta y posó una mano en su hombro, intentando tranquilizarla.

Tanya estaba más que harta de estar encerrada; los niños necesitaban tomar el aire y su madre la sacaba de quicio pensando en lo que podría ocurrirles a Nico y a Dimitri. Su marido recobraba poco a poco su color habitual, pero le costaba recuperarse de los acontecimientos; parecía como si un camión le hubiese pasado por encima. En resumen, habría zarandeado a alguien para desahogarse, pero era preferible darse un garbeo al aire libre. La pregunta era ¿cómo pasar desapercibida ante los agentes de guardia delante del edificio? Decidió no decirles nada a los demás y salió del piso sin que la oyeran gracias al ruido de la televisión. Siempre podría enviar a la portera a que hablase con los policías mientras ella pasaba por encima de la ventana de la planta baja. Sabría engatusarla y ganarse su complicidad. Un paseíto y nadie se daría cuenta de su ausencia. En el peor de los casos, debería pedirle excusas a Nico. No se enfadaría con ella, la adoraba. Y le debía el haber conocido a Caroline…

Era guapa y encantadora. Su padre había tenido suerte. Ya era hora… Confiaba en que funcionara, Nico se lo merecía. Además, sería una madrastra perfecta. Lo había ayudado a terminar los deberes de mates y ahora estaba corrigiendo su redacción de francés. Aparentemente, ninguna asignatura le planteaba problemas y tenía dotes pedagógicas. Le gustaba escucharla y apreciaba el timbre de su voz; nada que ver con el perpetuo nerviosismo de su madre. Se estaba encariñando con esa presencia femenina, sensible y tranquilizadora. Le habría gustado que Sylvie se le pareciese…

Armelle se aclaró la garganta.

—Sí… Eric Fiori me ha parecido tenso últimamente. Tuve que leerle la cartilla en varias ocasiones.

—¿Dónde está? —preguntó Nico.

—Se ha ido a casa.

—¿Hace cuánto?

Armelle meditó unos segundos.

—Después de que descubriera los restos de borbonesa en el cráneo de la víctima.

—¿Cuál era su estado de ánimo?

—Me resulta difícil decirlo, estaba absorta en mi trabajo. Pero estos últimos días me ha parecido bastante agresivo.

—¿Dónde vive? —intervino el juez de instrucción.

—Entremos, buscaré su dirección.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí? —continuó Becker.

—Cuatro años.

—¿Nunca ha tenido problemas? —prosiguió Nico.

—Se propasó conmigo varias veces y lo puse en su sitio sin miramientos. No es el miembro más fácil de tratar del equipo, pero es un buen forense. Aquí tenéis sus datos.

—¿Podemos ver su despacho?

—Por supuesto, seguidme.

—Primero he de hacer una llamada —dijo Nico.

Llamó al comisario Rost y le pidió que fuese en misión de reconocimiento a casa de Eric Fiori.

Convencer a la portera no había sido difícil. Tanya se alejó de su domicilio con una embriagadora sensación de libertad. Los policías encargados de su seguridad no se habían dado cuenta de nada. Ya se imaginaba la cólera de su hermano si se enteraba de que había salido sin protección policial. Con un poco de suerte, no sabría nada y nadie se inquietaría. Los miembros de su familia creían que estaba encerrada en su despacho y había insistido en que no la molestaran; tenía que acabar unos bocetos para su estudio de arquitectura. Era verdad, pero no tenía ánimos para ponerse a la labor. Respirar los gases de los tubos de escape y los olores de la capital le sentó increíblemente bien. Se detuvo delante del escaparate de una tienda de exquisiteces mientras se le hacía la boca agua al ver unas frutas magníficas. No se resistió e hizo algunas compras para la comida. No sin pesar, tuvo que pensar en dar media vuelta antes de que se percatasen de su ausencia. Cruzó la mirada con un hombre que la observaba fijamente, devorándola con los ojos sin cortarse. Procuró no prestarle atención y prosiguió su camino. Imperceptiblemente, aceleró el paso; casi lamentaba su escapada. Hasta que la empujaron. Algunas naranjas rodaron por la acera. Se agachó para recogerlas. Era él, el hombre que la había desnudado con la mirada, e insistía…

El despacho de Eric Fiori era un ejemplo de limpieza y orden. Ni una sola hoja de papel sobresalía de su pila, a ningún bolígrafo le faltaba el capuchón. Nico empezó a registrarlo, abriendo los cajones uno por uno. Con expresión seria, blandió una caja de cartón para enseñársela al juez Becker.

—Lentillas —comentó Nico. Alexandre Becker la cogió y leyó el prospecto.

—Lentillas para hipermétrope —precisó.

—Me llevo varias notas personales del doctor Fiori —continuó Nico—. Para que Marc Walberg haga un estudio grafológico. No veo ninguna otra cosa de interés aquí.

—Yo sí —respondió Becker.

—¿El qué?

—Fue a través de Eric Fiori como llegó a mis oídos lo de tus problemas de salud.

—¿Fiori? Pero si no conocía demasiado a ese tipo y nunca le hablé de ello.

—Estaba al corriente. Sabía lo de tus dolores de estómago y lo de la fibroscopia que te hicieron en el hospital Saint-Antoine.

—¡Pero no se lo dije a nadie, es imposible!

—Por fuerza habría gente al tanto.

—Sólo tres, y son de mi familia. Alexis Perrin, que concertó la cita, mi hermana y mi madre. Y se acabó.

—Pues alguien le proporcionó la información.

—¡Es totalmente imposible!

Nico empuñó el teléfono móvil y marcó el número de Tanya. Respondió su cuñado.

—Oye, ¿Eric Fiori te suena de algo?

—De nada.

—¿Quizá el doctor Fiori sí?

—Tampoco.

—¿Puedes pasarme a Tanya?

—Voy a buscarla, está en su despacho. Está currando, trabajo atrasado. Hay que reconocer que estos últimos días han sido muy movidos… Ya está. Espera. ¿Tanya? ¿Tanya? Qué raro, no contesta.

—No puede estar muy lejos.

—Un segundo. ¿Tanya? ¡Por todos los santos, ha desaparecido!

—No la veo por ninguna parte —intervino Anya, su madre—. ¿Dónde está?

—¿Nico? —dijo Alexis con voz preocupada—. Ya no está aquí.

—¿Qué está pasando ahí? ¿No se habrá largado?

—Estaba harta de estar encerrada —murmuró Alexis—. Ya conoces a tu hermana, siempre tiene que salirse con la suya.

—Cuelgo. Voy a ir a hablar con los policías apostados debajo de vuestra casa.

La impresión de ser desnudada con la mirada la hizo estremecerse, al igual que sentir su respiración en el cuello. Le tendió las naranjas. Una sonrisa se dibujó en su rostro. No le gustó su expresión. Era un hombre apuesto, pero todo en él le desagradaba. Tenía prisa por regresar a casa.

Ella estaba tan cerca de él. Había llegado el momento de rematar su obra Después de eso, lo que le sucediese daba igual, habría ganado. Nico Sirsky nunca podría olvidarlo. En cierta manera su búsqueda de la inmortalidad habría tenido éxito. Sólo quería tomarse su tiempo: tenía veinticuatro horas por delante y las pasaría con ella.

Nico les echó una bronca que no olvidarían en mucho tiempo. Hasta que Tanya apareció en la esquina de la calle y se reunió con ellos. Los dos policías tenían aire contrito. Se disculpó con su hermano, dejando fuera de toda sospecha a los dos agentes, que respiraron aliviados.

—¡Una buena azotaina, eso es lo que te mereces! —se enfureció Nico—. ¿Crees de verdad que es el momento de hacer estupideces? ¡Ya hablaremos más tarde!

—Vale, vale, lo siento mucho… Ha sido una irresponsabilidad, soy consciente de ello. Pero estoy aquí, ¿no? Podemos hablar de otra cosa…

—Precisamente. Querría saber si conoces a un tal Eric Fiori, el doctor Fiori.

—¿Eric? Claro. ¿Por qué?

—¡¿Cómo que «claro»?! Tu marido no tiene ni idea de quién es…

—Oh, es normal. Es un tipo con el que coincido en el gimnasio. Aparatos de musculación y squash. Incluso hemos jugado un partido juntos.

—¿Y hace cuánto tiempo que lo conoces?

—No sé. Unos tres o cuatro meses.

—¿Le has hablado de mí?

—¡¿De ti?! ¿Y por qué iba a…?

—Porque sabía que tenía cita en el hospital Saint-Antoine, ¡por eso!

—¡Ah! Puede ser que se lo dijera.

—¿Puede ser?

—Ya sabes lo que es una conversación, ¿no?

—¡Es un desconocido al que le cuentas los problemas de salud de tu hermano!

—Pero es un médico, sólo le pregunté qué opinaba.

—¿Y qué clase de médico es, según tú?

—¿Qué clase? No lo sé. Un médico es un médico, ¿no? Da lo mismo la especialidad; sólo coincidía con él de vez en cuando.

—¡Lo suficiente para explayarte sobre tu vida privada!

—¡Oh, vale ya! Te estás pasando.

—Tengo una noticia que darte. Eric Fiori es forense. Sus pacientes tienen un curioso aspecto, ¿no te parece? ¿Ves ahora la diferencia?

Tanya palideció.

—Y quizá sea el asesino en serie que busco —remató Nico.

El instante era gozoso, unos segundos de pura felicidad. Ahí estaba, de pie en el comedor del comisario de división Sirsky, con el cañón de su revólver clavado en la espalda del agente de uniforme encargado de vigilar la casa. Había esperado que uno de los dos polis entrara en la alameda privada que llevaba al domicilio de Nico Sirsky y le había seguido. Nada más fácil, había una guardería en la misma dirección. Había fingido ser un buen padre de familia, con un suéter de niño en la mano. Luciendo una sonrisa embaucadora, se había acercado, y luego le había bastado con apuntar al policía para controlarlo. Ahora la doctora Dalry lo miraba fijamente con expresión circunspecta, sin dejar que asomara a su rostro la más mínima emoción. Se habría esperado más miedo en su reacción; pero, por el contrario, mostraba seguridad. El adolescente estaba visiblemente sorprendido por la situación. El hijo de Sirsky, sin ninguna duda: el parecido era asombroso. Caroline Dalry tenía posada una mano en el hombro del chico en un gesto protector. Muy pronto perdería su soberbia, le suplicaría como las otras.

—¿Sabes quién soy? —preguntó dirigiéndose a ella.

—Todavía no —respondió con calma.

—No te hagas la lista conmigo. Repito, ¿sabes quién soy?

—No.

—Piénsalo bien. Estoy seguro de que puedes hacerlo mejor.

—Es usted el autor de esos asesinatos que investiga el comisario Sirsky.

—¡Bravo! Puedes llamarlo Nico, ¿no crees? Probablemente ya te has acostado con él.

Un silencio. No iba a librarse tan fácilmente.

—¿Qué, te has acostado con él?

—No es asunto suyo.

Una oleada de odio creció en su interior, inundándolo como un maremoto. No pasaba nada; luego se ocuparía de ella, se tomaría todo su tiempo, jugaría con su cuerpo. Mientras tanto, debía respetarlo. Sólo había una cosa que hacer. Apretó el gatillo de su arma y el poli se desplomó como un fardo. Una mancha roja le coloreó instantáneamente el uniforme. El rostro, apoyado del lado derecho en el suelo, estaba inmóvil, el ojo vidrioso. Un último espasmo precedió a la muerte. Había escudriñado con atención la reacción de los rehenes. El chaval estaba asustado y se había refugiado detrás de la joven. El miedo se había insinuado en la mirada de Caroline.

—¿Qué quiere? —preguntó.

¡Por fin! No respondió, intentando aumentar aún más la presión psicológica que ejercía sobre su presa. Sólo esbozó una sonrisa glacial.

—No le haga nada —continuó ella.

—Me lo estoy pensando. Tendría la sensación de matar a Nico Sirsky en persona, lo que podría ser agradable.

—Es un niño.

—Muy valiente por su parte, la admiro. Y cedo. Tengo cuerda y cinta adhesiva en mi mochila. Ate el chico a la mesa e impídale que grite. Haga las cosas como Dios manda o me veré obligado a matarlo.

Caroline asintió y obedeció. El muchacho intentó por un momento negarse, pero ella lo detuvo con un gesto. La miraba angustiado. Unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas. El hombre se acercó a su vez y comprobó que las ataduras eran sólidas.

—Dile a tu padre que me he llevado a su puta y que le reservo algunas especialidades de mi elección. Estoy seguro de que le gustará. Añadirás que es la séptima mujer, el séptimo día. ¿Te acordarás de todo?

El muchacho pestañeó a modo de respuesta. Eso bastaba.

—Ponte el abrigo, nos vamos —ordenó a Caroline.

Obedeció sin rechistar; tenía miedo de que matara a Dimitri. Salieron de la casa.

—Cógeme del brazo y baja la cabeza.

Se alejaron sin contratiempos. La empujó dentro de su coche.

—Muy bien, no te muevas. A la primera tentativa de fuga, te disparo.

Ahora era suya.

DOMINGO
Pesadillas
19

Nunca se había sentido tan agotado. Nunca antes se había dado cuenta de hasta qué punto su vida pendía de un hilo. Ya no controlaba los acontecimientos. Sentado en el borde de la cama, el rostro sepultado en una camisa de Caroline, respirando su olor, no lograba contener las lágrimas. Que ella sufriera le resultaba insoportable; tenía tanto miedo de perderla. Pensar en el futuro sin la joven le resultaba imposible. Saber que estaba en manos de ese cabrón lo torturaba. Había que actuar, el tiempo apremiaba. ¿Pero qué hacer? Una mano se posó en su hombro. Levantó la cabeza: el juez Becker se sentó a su lado.

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