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Authors: Juan Rodolfo Wilcock

Tags: #Fantástico, Otros

La sinagoga de los iconoclastas (4 page)

BOOK: La sinagoga de los iconoclastas
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Los compañeros del Club le preguntaron muchas veces qué sentía al ser tantas personas al mismo tiempo; Kugiungian siempre respondió que no sentía nada excepcional, incluso que no sentía nada en absoluto, a lo más un vaga sensación de no estar solo en el mundo. En realidad, su multiplicidad corporal venía a refutar por primera vez
in corpore vili
la tesis llamada solipsista; pero Kugiungian creía que Berkeley no era más que un campo de cricket en los alrededores de Hamilton y el solipsismo una forma de vicio refinado. Algunos objetaban que no dejaba de ser extraño que todas sus reencarnaciones simultáneas fueran personas de relieve, pero Kugiungian respondía sensatamente que era muy probable que sus epifanías fueran frecuentísimas por lo que, al no tener ningún medio para indagar las poco conocidas, debía limitarse a las más vistosas.

Ante lo cual, un joven steineriano adelantó la hipótesis de que tal vez Aram Kugiungian fuese todas las personas del mundo, que en aquella época ya eran bastante numerosas. La idea era seductora, un espíritu sin freno puede realizar un elevado número de revoluciones por segundo, y Kugiungian se sintió muy halagado; pero en este punto tenía que enfrentarse con la decidida oposición de los restantes socios del círculo, casi todos ellos obstinadamente reacios a considerarse tanto una reencarnación como una preencarnación del armenio. Sólo una joven dama acogió favorablemente la propuesta; cosa que fue considerada por todos como lo que sin duda era, una torpe tentativa de iniciar un flirt, con la excusa del espíritu común.

Sin embargo, Kugiungian siguió reconociéndose en las fotografías de los diarios, y más adelante también en la televisión. Por unas declaraciones que concedió al «Journal of Theosophy» de Winnipeg, podemos deducir que diez años después, o sea en 1960, aparte de las personas antes citadas se había convertido asimismo en A. J. Ayer, Dominguín, Mehdi Ben Barka, Adolf Eichmann, la princesa Margarita, Carl Orff, Raoul-Albin-Louis Salan, Sir Julian Huxley, el Dalai Lama, Aram Kachaturian, Caryl Chessman, Fidel Castro, Max Born y Sygman Rhee.

Ahora vive en Winnipeg, en Manitoba, y pese a haberse multiplicado enormemente en los últimos años, nunca ha querido encontrar a ninguna persona de sus reencarnaciones; muchas de ellas no hablan inglés, otras están, por lo que parece, muy ocupadas, y a decir verdad no sabrían qué decirse.

THEODOR GHEORGHESCU

Desaconsejables lecturas y un exceso de fe indujeron al pastor evangélico Gheorghescu a conservar en sal una insólita cantidad de negros de todas las edades: se calcula que en los amplios y profundos estanques de su
fazenda
O Paraíso, colindante con la salina abandonada de Ambao en los alrededores de Belem, estado de Pará, se han descubierto 227 cadáveres en diverso estado de putrefacción, pero todos ellos orientados en la dirección (presunta) de Jerusalén, en Palestina, cada uno de ellos llevando entre los dientes un arenque, al igual que el difunto, salado.

El motivo de que para sus experimentos de conservación el pastor rumano haya elegido una zona cerca del ecuador, donde es mucho más difícil conservar los cadáveres, está pronto dicho: porque Belem es el nombre portugués de Belén, ciudad en la que se supone que nació el Salvador, y porque Gheorghescu ignoraba que los huéspedes de sus estanques fueran cadáveres, ya que cuando les había metido allí estaban vivos. Sólo les creía bautizados, como quería indicar el pez en la boca, símbolo de Cristo; bautizados en el momento de la inmersión y amorosamente conservados en vida latente.

Parece, en efecto, que el pastor jamás tuvo la menor duda acerca de la bondad de su acción, modesta y personal contribución a la general limpieza y decoro del Juicio Universal: sus negros, razonaba Theodor Gheorghescu, llegarían al menos a la presencia de Dios en buen estado; ni momias ni esqueletos ni carne en conserva ni cuerpos incinerados y laboriosamente recompuestos, sino hombres enteros, o niños, o matronas sin defecto, todavía vivos a todos efectos podría decirse. Como santo Tomás, Gheorghescu se había preguntado cuál sería el fin, en el momento del Juicio, de aquellos cuerpos humanos que habían sido comidos por otros hombres, y se habían asimilado al segundo cuerpo, y después ese segundo cuerpo había sido comido, a su vez, por otro, y así sucesivamente; e intentaba imaginarse con amargura el intrincado destino final de ciertas tribus poco conocidas del interior cuyas costumbres son legendarias.

Sus protegidos eran, en cambio, todos negros: en sus estanques no había ni un solo indio, para evitar confusiones en el caso de que las leyendas tuvieran algo de verdadero. Tampoco blancos, ni mulatos, porque el pastor creía humildemente, como le había sido enseñado en el curso de misionero por correspondencia, que la negra era la raza superior. Trasladado en su prístina ignorancia europea de Constanza, en el Mar Negro, a Buenos Aires, había comprobado con estupor que la metrópolis austral, por enorme que fuera, e incluso infinita, no contenía negros, ni salvajes ni nada susceptible de ser convertido; más bien era él, rumano y pobre, quien corría el peligro de instrucción y conversión: desde el Albergue de los Inmigrantes le habían enviado a una Escuela Elementalísima para Inmigrantes, dirigida por un pastor mormón.

Disgustado, Gheorghescu no había tardado en trasladarse a Montevideo, ciudad menos importante pero casi igualmente inconvertible, al estar habitada, como la anterior, por gente hostil a cualquier religión, todos ellos funcionarios del Estado. Allí había oído hablar por primera vez de Pará, que ahora se llamaba Belem, cuna por consiguiente de Nuestro Señor además de gente de todo color, del rojo al verde y al negro. Habían transcurrido veinte años: el pastor poseía ahora una iglesia, consagrada como él al Testimonio de Jehová, una gran empresa de import-export, un hipódromo, que jamás visitaba, y doscientas hectáreas die tierra roja, buena solamente para hacer ladrillos, junto a la salina. En su Biblia en español había escrito: «Y me verás, Señor, conducir la más perfecta de tus tropas, y será negra como Tú».

Gheorghescu elegía sus candidatos para el Último Espectáculo entre los parados que mataban el tiempo en los bancos del puerto, se los llevaba a Ambao en su Chevrolet amarillo naranja, les hacía apearse junto a los estanques de cemento, les daba a cada uno un martillazo en la cabeza, luego los bautizaba con agua salada, les ponía un arenque, les situaba junto a los otros encima de una delgada capa de sal, y finalmente, los cubría con más sal. Con la humedad del aire, la sal no tardaba en convertirse en salmuera. El 23 de agosto de 1937, uno de sus criados, despedido por un hurto de arenques, le denunció a la policía brasileña. De este modo se supo que en uno de losestanques el pastor tenía también en conserva más de cuarenta bovinos, por muy controvertida que esté su coparticipación en la Resurrección de la Carne.

AURELIANUS GOTZE

En el clima frívolamente cristiano de retorno al paganismo que acompañó en toda Europa las conocidas vicisitudes políticas y sociales de la Revolución Francesa, Aurelianus Gotze recogió la todavía vaga hipótesis, ya propuesta por el joven Kant en su
Historia natural universal y teoría de los cielos,
del nacimiento del sistema solar como resultado de la condensación de una nebulosa originaria girando en torno a la estrella madre; sólo que en la versión neoclásica de Gotze los objetos condensados no eran exactamente los que hoy entendemos por planetas sino los propios númenes titulares de cada una de las sedes.

Esta sutil herejía científica, expuesta por el inspirado e inmediatamente olvidado tratado
Der Sichtbar Olymp oder Himmel Aufgeklart,
impreso en Leipzig en el auroral 1799, sólo merece una alusión de pasada; al igual que aquellas cajas cuyo contenido es ligeramente monstruoso, no excluye la curiosidad, pero exige que, apenas entrevisto el contenido, la tapa regrese inmediatamente a su lugar, para evitar cualquier posterior difusión. Eran los años de los
incroyables:
permítaseme incluir entre esos increíbles a Gotze y su tratado.

Inventado por Immanuel Kant en 1755, el vocablo
nebulosa
era demasiado o sugestivo como para que alguien no lo recordase; y era, además, lo suficiente nebuloso comopara admitir cualquier significado. Según Gotze, la nebulosa originaria estaba enteramente constituida por voluntad de Júpiter
(Zeus' Wille),
voluntad teleológica que, sin embargo, no excluye el capricho, a partir del momento en que, en lugar de crear el universo, hubiera podido crear cualquier otra cosa (obviamente también en Leipzig, en coincidencia con el paso del siglo de las luces al siglo del humo, el freno teológico se había, como mínimo, aflojado). El más relevante, para nosotros, de esos caprichos se produce precisamente cuando la voluntad de Júpiter comienza a girar, se condensa, se convierte en el Sol, Mercurio, etcétera, hasta que entre los objetos del etcétera encontramos al propio Júpiter, concreta y convenientemente resumido en el más grande y majestuoso de los planetas.

Aquí, para ser justos con el autor, debiéramos citar sus propias palabras, porque el concepto conductor es mucho más impreciso y metafísico de cuanto puedan expresar las nuestras; sin embargo, Gotze es escritor prolijo, verboso y errático, y ninguna cita suya sobre un determinado tema, por muy ínfimo que sea, puede caber en pocas páginas sin serio menoscabo y sin, lo que es peor, traición. Peculiaridad genética, por otra parte, de los pensadores germanos: condensarlos es arruinarlos; transcribirlas, otro tanto. A lo más pueden ser comentados.

A riesgo de abolirlo al exponerlo a la luz, procuraremos aquí describir someramente lo poco que se vislumbra del interior de la caja de Gotze; con la seguridad tranquilizadora, sin embargo, de que la caja será inmediatamente cerrada y devuelta al repudio de los siglos. Lo que más sorprende de esta visión, que ya hemos calificado de monstruosa, es la doble naturaleza atribuida a los astros. Estos adoptan desde el momento de la condensación sus nombres tradicionales, casi siempre en latín: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno y Urano; el sol, sin embargo, se llama Helios, la luna Artemisa y la tierra, tal vez por ignotas afinidades teutónicas, Ops.

Además de asumir los nombres de los dioses del Olimpo, o al menos de una parte del Olimpo, asumen también su forma física: Júpiter es un digno cabeza de familia, Venus una señorita, Marte el famoso soldado, y así sucesivamente. En este cielo inspirado en Tiépolo es de suponer que los dioses no se pasean desnudos; en efecto, sus vestidos o trajes emanan un gran resplandor, a excepción de Mercurio, que debido a su vecindad con Helios revolotea desnudo y, por tanto, aparece con frecuencia como un punto oscuro. De dichas formas la más especial es la de Saturno, consistente en una serie de anillos: «Lo que en ningún pueblo de la tierra» observa el autor «es compartido, y que, en cualquier caso, parece más propio de una señora que de un hombre».
Mann,
hombre, escribe Gotze: lo llama exactamente así.

Helios está simplemente vestido de fuego. Todas esas personas, aun poseyendo brazos y piernas y otros adminículos divinos, son en realidad redondas, de piedra dura, y como la tierra, Ops, están habitadas por miríadas de animales, plantas, seres humanos, montañas, corvetas, nubes, inmundicias varias, nieve e insectos. Sólo Artemisa está despoblada, porque al ser virgen nunca ha sido fecundada. El sol compone poemas líricos y canta; los restantes, además de girar alrededor suyo, componen horóscopos y se ocupan con diligencia de sus tareas específicas, salvo en la propia esfera. Esto quiere decir que Marte puede provocar guerras en todas partes, excepto en Marte; por consiguiente éste es el único planeta que está exento de guerras. De igual manera, sobre Venus no existe la lujuria, Mercurio ignora la eficiencia, en Saturno el tiempo no se mide y la gente del sol no conoce el arte. La luna, en cambio, es un desierto de lujuria. A Ops le ha sido asignado el deber de asegurar la justicia por doquier, lo que, entre otras cosas, explica por qué precisamente entre nosotros resulta imposible.

La idea de que los astros fueran al mismo tiempo númenes espirituales y cuerpos materiales había sido implícitamente aceptada prácticamente por todos los antiguos; explícitamente, sin embargo, en el terreno científico y práctico, que es el terreno de la medición, ningún pensador de la Antigüedad conocido había jamás afirmado o pensado seriamente que Marte fuera más o menos resplandeciente según la coraza que endosaba. Sólo Gotze, en el umbral del siglo XIX, aventura esta hipótesis cosmológica, en su divagación prerromántica. Hombre del Norte, no le resultaba imposible imaginar una esfera de dura piedra, sometida a las indiscutibles leyes de Newton, con ojos, brazos y piernas incorporados a su brillante redondez, y por añadidura trajes o vestidos, una lira o una hoz o una clepsidra, cabellos, voluntad, gracias femeninas, y el cuerpo concreto y compacto materialmente cubierto de miríadas de piojos humanos, portadores a su vez de piojos, y a flor de piel montañas y funiculares y globos aerostáticos y océanos, de hielo en Saturno y de fuego en Helios.

Sólo él tuvo la germana coherencia y esta precisión ahora decididamente novecentista de calcular en millones de toneladas el peso de Júpiter, padre de los dioses, de su hija Venus, del más obeso de sus hijos, el sol. Un grabado de Hans van Aue nos muestra en su libro a Artemisa cazadora encerrada en el propio globo agujereado por cráteres; otro, la nebulosa originaria con siete brazos en forma de espiral y los dioses arrastrados por el torbellino, siendo todavía niños.

ROGER BABSON

New Boston, en New Hampshire, USA, fue la primera y duradera sede de la Fundación para la Búsqueda de la Gravedad, considerada por sus enemigos como la institución científica más inútil del siglo veinte. Su objetivo manifiesto era el de descubrir una sustancia capaz de aislar y anular la fuerza de la gravedad.

Dos hombres célebres habían contribuido inconscientemente a poner en marcha la empresa. El primero había sido H. G. Wells, que en su novela
Los primeros hombres sobre la luna
se refiere al descubrimiento de una aleación, llamada por su inventor cavorita, que cumple dicha condición. El segundo inductor había sido Thomas Alva Edison, también él versátil inventor. Cierto día que charlaba con su adinerado amigo Roger Babson, Edison le había dicho: «Recuerda, Babson, que no sabes nada de nada. Ya te diré lo que debieras hacer: descubrir una sustancia para aislar la fuerza de la gravedad. Debería ser una aleación especial de metales». Babson era un hombre extremadamente realista y, al mismo tiempo, extremadamente idealista, combinación que a veces produce interesantes resultados; parece, además, que era extremadamente ignorante.

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