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Authors: Juan Rodolfo Wilcock

Tags: #Fantástico, Otros

La sinagoga de los iconoclastas (9 page)

BOOK: La sinagoga de los iconoclastas
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La serpiente que tentó a Eva era, en realidad, la camarera africana de la primera pareja humana. Caín, obligado por el padre y por las circunstancias a casarse con su hermana, rechazó el incesto y prefirió casarse con una de esas monas o criadas de piel oscura. De ese híbrido matrimonio surgieron las diferentes razas de la tierra; la blanca, en cambio, desciende de otro hijo de Adán, más serio.

Sucede, por consiguiente, que todos los descendientes de Caín carecen, al igual que su mono progenitor, de alma. Cuando la madre es negra, el hombre no puede transmitir a su prole ni un atisbo del alma divina. Por ello, sólo la poseen los blancos. Ocurre en ocasiones que un mulato aprenda a escribir, pero el simple hecho de que Alexandre Dumas poseyera una especie de inteligencia no quiere decir que poseyera también un alma.

CHARLES PIAZZI-SMYTH

El cargo oficial de Primer Astrónomo de Escocia correspondía a finales del siglo XIX a un profesor de la universidad de Edimburgo llamado Charles Piazzi-Smyth. Piazzi-Smyth fue el fundador de la piramidología popular con su volumen
Nuestra herencia en la Gran Pirámide,
publicado en 1864. Reeditado en cuatro ocasiones, este libro fue traducido a casi todas las lenguas europeas; todavía en 1923 el abate Théophile Moreux, director del observatorio de Bourges y autor de
Los misterios de la Gran Pirámide
, se refería a él con el mayor respeto.

Inmediatamente después de la aparición del libro, agradablemente impresionado por su éxito, Piazzi-Smyth consideró que tal vez había llegado el momento de ir a Egipto a echar una mirada al objeto de sus estudios. Descendido del camello, cinta métrica en mano, realizó inmediatamente una serie de sensacionales descubrimientos, presentados en 1867 al público en los tres minuciosos volúmenes de
Vida y trabajos junto a la Gran Pirámide
(sólo había permanecido allí seis meses) y un año después en el tratado
Sobre la antigüedad del hombre intelectual.

Originariamente, las tres pirámides de Gizeh estaban recubiertas de un revestimiento de losas preciosas. La primera cosa que descubrió Piazzi-Smyth fue que la longitud de base de la Gran Pirámide, dividida por la longitud de una de las losas del revestimiento, daba exactamente el número de días del año, o sea 365. Se trataba probablemente de una profecía, dado que las primeras losas de revestimiento fueron descubiertas en el curso de las excavaciones realizadas después de la muerte de Piazzi-Smyth. Otro motivo de perplejidad para sus admiradores fue el consiguiente descubrimiento de que las losas eran de longitud variable.

Nuestra herencia en la Gran Pirámide
tuvo millones de lectores y generó decenas de otros libros, obviamente sobre el mismo tema. Su principal divulgador en Francia fue el abate F. Moigno, canónigo de San Dionisio en París. En 1879 fue creado en Boston un Instituto Internacional para la Conservación y el Perfeccionamiento de los Pesos y de las Medidas: el Instituto pretendía modificar el sistema mundial de pesos y de medidas para adecuado nuevamente a los parámetros sagrados de la Gran Pirámide; lo que implicaba la abolición del sistema métrico decimal francés, acusado de ateísmo. Entre los sostenedores del Instituto en cuestión se contaba el entonces Presidente de los Estados Unidos. En 1880 se sumó la revista «El standard internacional», destinada también a propiciar el retorno a las medidas egipcias, la más importante de las cuales —porque de ella derivan casi todas las demás— era el codo piramidal.

El director de «El standard internacional» era un ingeniero que escribió: «Proclamamos nuestro eterno e incesante antagonismo a esa inmensa y tremenda desgracia, el Sistema Métrico Decimal Francés». En la misma revista apareció por vez primera el himno de los piramidólogos, que acababa con las palabras: «¡Muera, muera cualquier sistema métrico!».

En Inglaterra,
El milagro de
piedra (o sea, la Gran Pirámide) de Joseph Seiss alcanzó catorce reediciones consecutivas. En 1905, el coronel J. Garnier publicó un libro para anunciar que de las investigaciones realizadas personalmente por él, en el interior, de las Pirámides, se desprendía que Jesucristo retornaría a la tierra en 1920. Walter Bynn, en 1926, hizo una predicción semejante, pero para 1932; frustrada la ilustre cita, Bynn efectuó una nueva profecía para 1933, aplazando todavía algunos años el retorno de Jesús.

Uno de los lectores más convencidos del libro de Piazzi-Smyth sobre los misterios de la Gran Pirámide fue el predicador Charles Taze Russell, de Allegheny, Pennsylvania, fundador de la secta de los Testigos de Jehová. Taze Russell compuso una serie de profecías bíblicas, basadas en parte en los descubrimientos piramidológicos de Piazzi-Smyth. Según el pastor Russell, tanto la Biblia como la Pirámide de Keops coincidían en revelar que la Segunda Llegada de Cristo ya se había producido, en secreto, en 1874. Esta silenciosa Llegada marcaba el comienzo de un período de cuarenta años, llamados de recolección, durante el cual los Testigos de Jehová permanecían confiados a los cuidados y a la guía del pastor Russell. Como episodio final de la recolección estaba previsto el Gran Juicio Final, en 1914. Los muertos retornarían a la vida, y en aquel momento se les concedería una segunda posibilidad de elección: aceptar o no a Jesucristo. Los que no lo aceptaran serían eliminados; y así el Mal desaparecería del mundo. En cambio, los Testigos lo aceptaban y se convertían en eternos.

Dos hermanos ingleses, John y Morton Edgar, se sintieron tan impresionados por esa profecía que fueron inmediatamente a Egipto para medir de nuevo la Pirámide. Sus observaciones confirmaron ampliamente la predicción del pastor Russell, como puede leerse en los dos gruesos volúmenes publicados por los Edgar entre 1910 y 1913,
Los pasillos y las cámaras de la Gran Pirámide.
En 1914 sucedió, sin embargo, que la mayor parte de los muertos se abstuvo de volver a la vida, y la secta de los Testigos perdió millares de adeptos. El pasaje del libro de Russell, que en la edición de 1910 decía: «… Los santos serán salvados antes de 1914» fue modificado, de modo que en la reedición de 1924 se lee: «… Los santos serán salvados no mucho después de 1914.» Mientras tanto Russell había sido sustituido: el nuevo jefe de la secta, para resolver de algún modo el problema, decidió que Jesucristo había venido realmente a la tierra en 1914, pero que no había querido hablar con nadie. A partir de aquella fecha, llamada la Llegada Secreta, había recomenzado el Reino del Bien; sólo que de momento se trataba de un reino invisible.

ALFRED ATTENDU

En Haut-les-Aigues, en un rincón del Jura próximo a la frontera suiza, el doctor Alfred Attendu dirigía su panorámico Sanatorio de Reeducación, o sea hospicio de cretinos. El período entre 1940 y 1944 fueron sus años de oro; en aquel tiempo llevó a cabo sin el menor estorbo los estudios, experimentos y observaciones que más adelante recogió en su texto, convertido en un clásico del tema,
El hastío de la inteligencia (L'embetement de l'intelligence, Bésangon,
1945).

Aislado, olvidado, autosuficiente, abundantemente provisto de reeducandos, misteriosamente incólume de cualquier invasión teutónica, gracias también al desastroso estado de la única carretera de acceso, destrozada por un bombardeo equivocado (los alemanes habían creído que la carretera llevaba a Suiza, por culpa de una flecha con la inscripción «Refugio de Retrasados Mentales»); en suma, rey de su pequeño reino de idiotas, Attendu se permitió a lo largo de todos aquellos años ignorar lo que la prensa denominaba pomposamente el hundimiento de un mundo, pero que en realidad, visto desde lo alto de la Historia, o en todo caso desde lo alto del Jura, no fue más que un doble cambio de policías con algún incidente de ajuste.

Ya del título del libro de Attendu se desprende su tesis, es decir, que en cada una de sus funciones y actividades no necesarias para la vida vegetativa, el cerebro es una fuente de problemas. Durante siglos, la opinión habitual ha considerado que la idiotez es un síntoma de degeneración del hombre; Attendu le da la vuelta al prejuicio secular y afirma que el idiota no es más que el prototipo humano primitivo, del cual sólo somos la versión corrompida, y por tanto sujeta a trastornos, a pasiones y a vicios contra natura, que no afectan, sin embargo, al auténtico cretino, al puro.

En su libro, el psiquiatra francés describe o propone un original Edén poblado de imbéciles: perezosos, torpes, con los ojos porcinos, mejillas amarillentas, labios abultados, lengua salida, voz baja y ronca, oído débil, el sexo irrelevante. Con expresión clásica, les llama
les enfants du bon Dieu.
Sus descendientes, impropiamente llamados hombres, tienden a alejarse cada vez más del modelo platónico o imbécil primigenio, impulsados hacia los dementes abismos del lenguaje, de la moral, del trabajo y del arte. De vez en cuando, se le concede a una madre afortunada parir un idiota, imagen nostálgica de la creación primera, en cuyo rostro aún, por una vez se refleja Dios. Estos seres cristalinos son el mudo testimonio de nuestra depravación; se mueven entre nosotros como espejos de la primitiva estupidez divina. El hombre, sin embargo, se avergüenza de ellos, y los encierra para olvidados; tranquilos, los ángeles sin pecado viven vidas breves pero de perpetua e incontrolada alegría, comiendo tierra, masturbándose a continuación, chapoteando en el barro, agazapándose en el cubil amistoso del perro, metiendo distraídamente los dedos en el fuego, inermes, superiores, invulnerables.

Cualquier movimiento tendente a reinsertar a los subnormales, congénitos o accidentales, en la sociedad civilizada, se basa en el presupuesto —evidentemente falso— de que los evolucionados somos nosotros, y ellos los degenerados. Attendu invierte dicho presupuesto, es decir, decide que los degenerados somos nosotros y ellos los modelos, e inicia de ese modo un movimiento inverso, dejado hasta ahora por motivos muy claros sin otra consecuencia que la antigua pero tácita colaboración de las máximas autoridades, no sólo psiquiátricas, que tiende a incrementar en los imbéciles lo que precisamente les convierte en tales.

No le faltaban razones. Desde lo alto de Haut-les-Aigues había visto —metafóricamente, porque no era un águila ni tenía un telescopio— los ejércitos de uno y otro bando ir y venir, como en un film cómico, empujando amplias verjas de aire intangible, disparando hacia atrás, huyendo hacia la victoria, construyendo para destruir, arrancándose banderas de modesto precio al precio de la vida. Sus enloquecidas confusiones superaban la comprensión humana.

Y dirigiendo en cambio la mirada al otro lado, dentro de los límites de su claro jardín, había visto entre los abetos a sus mozarrones, también ellos veinteañeros y llenos de vida, jugar a juegos de incesante invención, por ejemplo destrozar el balón con los dientes, hurgarse la nariz con el pulgar de los pies del compañero, atrapar los peces del estanque, abrir todos los grifos para ver qué corría, cavar un agujero para sentarse dentro, recortar las sábanas colgadas y después correr por ahí agitando las tiras, mientras los más sosegados, filosóficamente, se llenaban de estiércol el ombligo o se arrancaban reflexivos uno a uno los pelos de la cabeza. Hasta el olor del Jardín original debía haber sido análogo. Pedían protección, sí, pero en su calidad de mensajeros preciosos, ejemplares, delicados; tocados, como siempre se había dicho, por el buen Dios, elegidos para compañeros de Su Hijo.

La opción era obligada: cualquiera habría elegido a los idiotas del asilo. El mérito de Attendu reside, sin embargo, en haber sacado las debidas consecuencias de dicha opción: dado que la condición del cretino es para el hombre normal la condición ideal, estudiar por qué caminos los cretinos imperfectos pueden alcanzar la deseable perfección. En aquellos años los deficientes psíquicos eran clasificados según la edad mental, deducible de unos tests adecuados: edad mental tres años o menos, idiotas; de tres a siete años, imbéciles; de ocho a doce años, retrasados. De modo que el objetivo del estudioso era descubrir los medios idóneos para reducir a los retrasados al estado de imbéciles, y a los imbéciles a la idiotez completa. Los diferentes intentos de Attendu en dicha dirección y los métodos más pertinentes están detalladamente descritos en su interesante libro, citado con frecuencia en las bibliografías.

Curiosamente, no han sido muchos los que han observado que
embetement
también quiere decir, etimológicamente, embrutecimiento.

La primera preocupación del personal tratante consiste en abolir cualquier relación del internado con el lenguaje. Dado que algunos de los internados todavía estaban en posesión, en el momento del internamiento, de algún medio, aunque rudimentario, de comunicación verbal, el recién llegado era segregado en una pequeña celda o caja, hasta que el silencio y la oscuridad le quitaban cualquier residuo o sospecha de locuacidad. En general bastaban pocos meses; los expertos enfermeros del doctor Attendu sabían reconocer, por el tipo de gruñidos del educando, cuándo había llegado el momento de sacarle del cubículo para llevarle a la pocilga.

La terapia de la pocilga se había demostrado la más eficaz para la obtención del objetivo siguiente, que era el de suprimir en el pupilo cualquier traza de buenos modales, limpieza, orden y similares características subhumanas adquiridas precedentemente. En dicho sentido los educandos más difíciles resultaron ser los procedentes de instituciones religiosas, lugares conocidos, en efecto, por su escrupuloso respeto a los buenos modales y la higiene. En cambio, los que procedían directamente del seno de la familia, del seno de una familia francesa, eran más espontáneamente propensos a la zafiedad y a la suciedad.

Todos los pupilos estaban provistos de bastones y eran periódicamente invitados por los enfermeros, con el ejemplo, a vapulear a sus compañeros; esta terapia tendía a eliminar de su vacío mental cualquier residuo de agresividad social. Niños y niñas eran invitados además a pasear desnudos, incluso en invierno, e inducidos, también con el ejemplo, a juegos bestiales de tipo vario. Eso sobre todo en el sector de los retrasados, que participaban más bien con placer en tales juegos con los enfermeros; porque en los imbéciles y más aún en los idiotas los instintos se habían ido refinando y regresando a la pureza primitiva: a lo máximo que podían llegar era a comerse mutuamente las heces. Los retrasados, en cambio, se entregaban con gusto a una especie de alegre vida sexual angélica.

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