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Authors: Juan Rodolfo Wilcock

Tags: #Fantástico, Otros

La sinagoga de los iconoclastas (6 page)

BOOK: La sinagoga de los iconoclastas
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No le quedaba más que dirigir su atención a los dos proyectos meridionales, el patagónico y el atlántico; para el primero tenía que tratar con argentinos, para el segundo con ingleses: todos ellos personas de confianza, europeas, convenientemente tacañas y severas. Pons suponía que Tristan da Cunha era fácilmente accesible por vía marítima, cosa que parecía bastante plausible en tanto que se trataba de una isla; le explicaron a continuación que los barcos del servicio regular llegaban a ella una sola vez por año, a fines de octubre. Por otra parte, esos barcos partían de Santa Elena, residencia estable del Gobernador; pero nadie sabía en Valparaíso cómo llegar a Santa Elena, y nadie lo había siquiera intentado. Todo esto habría hecho ciertamente estable la eventual estancia de los eventuales clientes del hotel, pero exactamente por la misma razón habría hecho problemática su construcción. Hacía siglos, además, que los volcanes de la isla mantenían intacta su digna inactividad.

Pons decidió, por consiguiente, aplazar el viaje a Tristan da Cunha y concentrar sus primeros esfuerzos en el Neuquén. El Pillén Chillay se alzaba —sigue alzándose— en la frontera entre Neuquén y Río Negro, y era más fácilmente accesible desde San Carlos de Bariloche; la carretera, toda ella de puntiagudos guijarros, gozaba de hermosas vistas y la gente del lugar —cuatro personas en total— la llamaba la pincha-ruedas. Estas cuatro personas eran obstinadamente germánicas y reinaban solitarias en aquellos desiertos poblados por millares de ovejas con una lana que colgaba hasta el suelo; poseían además un número no menos desmesurado de cerdos.

Rodeado de ovejas y de cerdos, Pons no tardó en descubrir que era imposible cualquier tipo de comunicación con los alemanes; los cuales eran además tan testarudos que aún afirmaban que habían sido los vencedores de la guerra mundial. Roto un Ford modelo T, destrozado un Studebaker todavía más robusto, Pons se vio obligado a regresar a Bariloche a pie porque los caballos que la conocían se negaban a recorrer semejante carretera.

También en Bariloche los indígenas locales eran casi todos alemanes y mostraban, además, una considerable desconfianza respecto a los chilenos, tradicionalmente considerados como bandidos o putas, según el sexo. Finalmente, Sebastián consiguió enviar un telegrama a Nachtknecht, que seguía en Santiago. El Maestro respondió inmediatamente a su llamada: tomó el transandino, llegó a Puente del Inca y allí permaneció un mes y medio bloqueado por la nieve. De Puente del Inca, Nachtknecht descendió finalmente a Mendoza, vía Uspallata, y cuatro meses después llegaba a Bariloche.

A la llegada del Profesor, toda la comunidad alemana se sacó de encima el patagónico letargo y en un tiempo brevísimo el hotel de Pillén Chillay se convirtió en una realidad. Diríase que detrás de cada colina o montículo o vetusto cedro o peñasco errático estaba oculto un alemán dispuesto a hacer de jardinero o barman o chófer o leñador, incluso encima de un volcán; muchos de ellos eran austríacos o polacos, pero eran llamados alemanes genéricamente, de la misma manera que genéricamente eran llamados turcos los numerosos árabes de los alrededores, que poco a poco corrieron a ofrecer a Nachtknecht sus no menos erráticos servicios.

El volcán era más bien hermoso, con la nieve en la cima y las laderas cubiertas de bosques y abajo dos insólitos lagos en forma de paréntesis, muy azules, fríos como el hielo. El hotel, de madera y ladrillo, se alzaba a media pendiente; con una excelente calefacción, las tempestades de nieve sólo lo hacían inalcanzable cinco meses al año. Entre sus servicios, además de los habituales baños de nieve con sauna finlandesa y la pista de esquí con funicular de vapor hasta el cráter; estaba prevista una vasta gama de actividades típicamente volcánicas: baños de lava caliente, inhalaciones en las solfataras, piscina corrosiva, juegos telúricos variopintos, grutas radiactivas, explosión de nitroglicerina con desprendimiento de bloques cada mediodía, aire acondicionado sulfuroso en las habitaciones y en el espacioso comedor, excursiones nudistas al cráter ya las grietas próximas, venta de cristales tallados en estilo autóctono, y un espléndido sismógrafo en la sala de baile. Había también un proyecto de teatro volcánico, a la italiana, con espectáculos nocturnos y fuegos artificiales sobre la nieve, e incluso una cría naturista de cerdos cerca del doble lago.

Estos dos últimos proyectos no superaron, sin embargo, la fase de proyecto. En efecto, dos meses antes de la inauguración con motivo de la implorada erupción de marzo de 1924, la totalidad del hotel desapareció bajo una capa —de unos seis metros— de detritos volcánicos, polvo, cenizas, piedras y lava. Nachtknecht quedó sepultado, junto con la mayor parte de los trabajadores. Pons, más afortunado, se hallaba por casualidad en Bariloche; tuvo que vender cuanto tenía para pagar las indemnizaciones a los parientes de las víctimas, setenta y cinco muertos y dos heridos de quemaduras.

ABSALÓN AMET

Absalón Amet, relojero de La Rochelle, puede llamarse en cierto modo el precursor oculto de una parte no despreciable de lo que más adelante sería denominado la filosofía moderna —tal vez de toda la filosofía moderna—, y más exactamente de aquel amplio sector de investigación con fines superfluos o decorativos que consiste en la casual aproximación de vocablos que en la práctica corriente rara vez mantienen contacto entre sí, con la consiguiente deducción del sentido o de los sentidos que eventualmente se puedan desprender del conjunto; por ejemplo: «La Historia es el movimiento de la nada hacia el tiempo», y combinaciones semejantes. Hombre del siglo XVIII, hombre habilidoso, Amet jamás pretendió la sátira o el conocimiento; hombre de mecanismos, no quiso mostrar otra cosa que un mecanismo. En el cual se ocultaba amenazador —pero él no lo sabía— un hormigueante futuro de deshonestos profesores de semiótica y de brillantes poetas de vanguardia.

Amet había inventado y fabricado un Filósofo Universal que al comienzo ocupaba la mitad de una mesa pero que al final llenaba toda una habitación. El aparato consistía esencialmente en un conjunto bastante sencillo de ruedas movidas por muelles y reguladas en su movimiento por un mecanismo especial de resorte que detenía periódicamente el engranaje. Cinco (en la versión inicial) ruedas coaxiales, de diámetro diferente, con otros tantos cilindros gruesos y pequeños, enteramente recubiertos de etiquetas, cada una de las cuales llevaba escrito encima un vocablo. Estas etiquetas iban pasando sucesivamente ante una pantalla de madera dotada de ventanillas rectangulares de modo que en cada pausa, mirando por el otro lado de la pantalla, podía leerse una frase, siempre casual pero no siempre desprovista de sentido. Marie Plaisance Amet, única hija del relojero, leía estas frases y transcribía las más curiosas o apodícticas en su grueso cuaderno de contable.

Los vocablos del primer cilindro eran todos sustantivos, precedido cada uno de ellos del correspondiente artículo. En el segundo cilindro estaban los verbos. En el tercero, las preposiciones, propias e impropias. En el cuarto, estaban escritos los adjetivos y en el quinto de nuevo los sustantivos, diferentes, sin embargo, de los del primero. Los cilindros se podían hacer subir o bajar a voluntad, lo que permitía una variedad casi infinita de combinaciones. De todos modos, esta primera forma del Filósofo Universal,
a six mots,
seguía siendo evidentemente demasiado rudimentaria, a partir del momento en que sólo podía ofrecer pensamientos del tipo: «La vida-gira-hacia-igual-punto», «La mujer-elige-bajo-bajos-impulsos», «El universo-nace-de-mucha-pasión», u otros más frívolos todavía.

Para un mecánico experto como Amet, confeccionar un Filósofo más evolucionado, capaz, por tanto, de producir giros sintácticos más atrevidos y sentencias más memorables, sólo era cuestión de paciencia y de tiempo, dos cualidades que estaba claro que la desaparecida comunidad protestante de La Rochelle no regateaba a sus miembros. Añadió adverbios de todo tipo: de modo, lugar, tiempo, cantidad, calidad; añadió conjunciones, negaciones, verbos sustantivados y cien refinamientos semejantes. A medida que el relojero insertaba ruedas, cilindros, y ventanillas en la pantalla de lectura, el Filósofo aumentaba de volumen, y también de superficie. El ruido los engranajes evocaba a la joven Plaisance el rumor interior de un cerebro atareado, mientras a la luz de una, dos y finalmente tres velas, cada paso le ofrecía un pensamiento, cada combinación un motivo de reflexión, en sus largas tardes de otoño frente al gris océano.

No es que no anotase en su cuaderno frases del tipo: «El gato es indispensable para el progreso de la religión», o bien «Mañana casarse no vale un huevo inmediatamente»; pero ¡cuántas veces sin saberlo registró su pluma conceptos entonces oscuros y que un siglo, dos siglos después, serían llamados frases luminosas! En la colección publicada en Nantes en 1774, a nombre de Absalón y Plaisance Amet con el título de
Pensées et Mots Choisis du Philosophe Mécanique Universel,
encontramos por ejemplo una frase de Lautréamont: «Los peces que alimentas no se juran fraternidad», otra de Rimbaud: «La música sapiente falta a nuestro deseo», una de Laforgue: «El sol depone la estola papal». ¿Qué sentido de la irrealidad futura indujo a la joven —o a su padre en su lugar— a elegir entre millares de frases insensatas éstas que un día merecerían ser antologiadas?

Pero tal vez son más notables las de carácter estrictamente filosófico, en el sentido más amplio de la palabra. Sorprende leer en un libro de 1774: «Todo lo real es racional»; «El hervido es la vida, el asado es la muerte»; «El infierno son los demás»; «El arte es sentimiento»; «El ser es devenir para la muerte»; y tantas otras combinaciones del mismo tipo convertidas hoy en más o menos ilustres.

No sorprende, en cambio, saber que los tres únicos ejemplares que quedan del libro de los Amet se encuentran ahora, los tres, en la pequeña y desordenada biblioteca municipal de Pornic, Bajo Loira. Tal vez ya sea tarde para descubrirlos: no tardará en llegar un día, en efecto, si es que no ha llegado ya, en que todas las proposiciones del Filósofo Mecánico Universal, y otras muchas más combinaciones de vocablos, habrán sido acogidas con el debido respeto en el seno generoso de la Historia del Pensamiento Occidental.

CARLO OLGIATI

En 1931, cuando estaba a punto de alcanzar los ochenta años, Carlo Olgiati de Abbiategrasso dio finalmente a la imprenta su obra fundamental en tres volúmenes
El metabolismo histórico (Il metabolismo storico),
única producción de la editorial «La Redentina» de Novara, que no era otra cosa que la fábrica de golosinas propiedad del mismo autor.

Este notable ejemplo de la actualmente casi extinguida vivacidad intelectual lombarda, tuvo una pobre vida, por no decir que no tuvo vida alguna: secuestrado inmediatamente por las autoridades fascistas, no conoció mejor fortuna en los años sucesivos, de modo que hoy sólo quedan del conjunto de la edición una docena de ejemplares, casi todos ellos incompletos y en manos de particulares. Uno de los ejemplares completos se encuentra desde 1956 en las ordenadas estanterías de la Duke University, en Carolina del Norte; de este casi incunable ha sido extraída en 1958 una edición reducida en copia fotostática, única fuente accesible de los intermitentes accesos de atención que todavía suscita el nombre de Olgiati, cuarenta años después de su desaparición.

El Maestro había dedicado más de veinte años a la elaboración de su teoría socio-biológico-económica. Una primera versión senil, cualquier cosa menos exhaustiva, titulada
La lucha de los grupos en la fauna y en la flora (La lotta dei gruppi nella fauna e nella flore)
y publicada en 1917, o sea en plena guerra, tuvo todavía menos éxito del que más adelante correspondería a la versión definitiva; fue incluso el propio autor quien la retiró de las librerías de Milán, Novara, Alessandria y Casalmonferrato, descontento tal vez de su incompletud, disgustado tal vez por el hecho de que ningún diario, ni revista, ni publicación de otro tipo le hubieran dedicado una sola reseña.

Último entre los grandes constructores de sistemas, Olgiati era también conocido como propietario de una fábrica de galletas, especialidad local de Cuggiono, distrito de Abbiategrasso, llamadas «Prusianas»; por motivos totalmente ajenos a la filosofía se había visto obligado a cerrar la fábrica, en la orilla del Ticino pero al borde de la quiebra, un año después de la entrada de Italia en guerra. El establecimiento sólo consiguió abrir de nuevo sus puertas en 1919; las galletas, aun siendo siempre las mismas, se vendían ahora con el más grato nombre de «Redentinas». Entretanto, Olgiati había modificado en parte su concepción de la historia; a esta visión más coherente dedicaría más adelante los largos años de relativa paz e indiscutible miseria que siguieron.

Inteligentemente inscrita en las corrientes más frecuentadas del pensamiento moderno, la suya es una filosofía bioquímica de la historia, equipada con una minuciosa, compleja e improbable teoría genético-económica, según la cual todos los aspectos del devenir histórico son emanaciones y resultados del inevitable contraste entre los diferentes grupos que diferencian a la población, incluso animal y vegetal; este contraste, irreconciliable e omnipresente, él lo llama «lucha de grupo» y lo define como el primer motor del metabolismo histórico.

Los primeros grupos (0, A, B, AB) habían sido descubiertos en 1900 por Landsteiner; Olgiati no tuvo ocasión, entre otras razones porque ya había muerto, de tomar en consideración aquellos, como el MN y el Rh, que fueron descubiertos en épocas más recientes. Estos otros grupos, sin embargo, no presentan problemas especiales en lo que se refiere a los trasvases de un grupo a otro, causa principal de dicho conflicto permanente.

Bajo el nombre de olgiatismo o más simplemente de metabolismo histórico, la teoría supone y demuestra precisamente la inevitabilidad del olgiatismo, entendido como estado ideal en el que todos los grupos se funden en uno solo, de modo que los conceptos de Estado, ley, dinero, caza, sexo, policía, sueldo y transformación de energía en calor y trabajo mecánico dejan de tener la menor función y, por así decir, desaparecen en la historia.

Dada la incompatibilidad existente entre los diferentes grupos, sucede que un individuo del grupo O no puede recibir líquidos de ningún otro grupo; en cambio, sus líquidos son bien aceptados en todos los cuatro grupos y por ello suele designársele con el nombre de donante universal. Los miembros del grupo A o del B sólo pueden recibir líquidos de su mismo tipo, además del O; los de AB aceptan, al contrario, los líquidos de todos los demás grupos. Para el autor, sucede lo mismo con toda la fauna y la flora.

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