Con los escasos quince minutos que quedaban hasta las cuatro, Honma explicó la situación de la manera más concisa posible. Como ya había hecho antes, edulcoró un único detalle: el motivo por el que Jun había acudido a él. En lugar de confesar que era oficial de policía, explicó que la investigación era parte de su trabajo como redactor
free lance
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—Dígame —continuó—. ¿Expide usted notificaciones a acreedores en nombre de sus clientes fallidos?
—Absolutamente —replicó sin más el abogado—. Es nuestra manera de darles a entender que el prestatario está en quiebra y de solicitar su plena su cooperación al respecto. Una vez que hacemos eso, suelen relajarse un poco. En la mayoría de los casos. Desde luego, hay quien opone una fiera resistencia, pero son excepciones que suelen resolverse con facilidad.
Honma sacó la notificación de bancarrota de Shoko.
—Creo que esto lo envió usted.
—Sí, viene de aquí. —Asintió, sin apenas mirar el fax. Ladeó la cabeza, intentaba hacer memoria—. Ah, sí. Shoko Sekine.
—¿Ha venido a verlo últimamente?
—No. Usted dijo que desapareció el dieciséis, hace menos de una semana. Ni siquiera yo podría olvidar algo que ha tenido lugar tan recientemente. —Mizoguchi tenía la voz ronca de tantas horas de conversaciones. Dio un largo y lento sorbo a su taza de té—. Pero me acuerdo de ella perfectamente. La reconocería enseguida si volviera a verla —afirmó, dejando la taza sobre la mesa—. De todas formas, como supongo que entenderá, a pesar de su parentesco con el prometido de la señorita Sekine, no puedo descubrir a terceros los casos de mis clientes.
—Sí, soy plenamente consciente de ello. —Secreto profesional—. Aunque lo único que queremos es encontrarla y hablar con ella. Pensé que quizá hubiera acudido a usted en busca de consejo.
—Siento no poder serle de más ayuda. Hace dos años que no veo a esa mujer.
«¿Dos años?». Pero si ya habían pasado cinco años desde que se declaró en bancarrota. Sintió una oleada de interés. Su expresión de asombro tuvo que ser exagerada porque durante un segundo, el rostro de Mizoguchi pareció arrugarse. Sólo era una conjetura, pero Honma tenía que intentarlo de todas formas.
—Hace dos años. ¿Se refiere a la época en que su madre murió?
Tras las bifocales, los ojos del abogado se abrieron de par en par. Así que Honma estaba al corriente de ese dato.
—Sí, eso es.
—Entonces supongo que también sabrá dónde trabajaba por aquel entonces. Hasta hace una semana, trabajaba en una pequeña compañía en Shinjuku llamada Imai Office Machines. Y ni su jefe ni su compañera saben mucho de su vida privada. —Honma intentó no adoptar un tono demasiado grave—. Les he pedido que me enseñen el currículum que presentó cuando solicitó el puesto. Pero ha resultado que las referencias mencionadas en este documento son falsas. Por alguna razón, pensaba que si su pasado llegaba a salir a la luz, nunca la contratarían. Que conste que no la culpo. Pero me encuentro en un callejón sin salida.
—¿Qué hay de su prometido? ¿Él no sabe nada?
—Si fuera así, no me hubiera pedido que la buscara. Al parecer, la señorita Sekine no era muy propensa a hablar de sí misma.
—Discúlpeme un segundo —dijo Mizoguchi, con una expresión ligeramente ceñuda. Se levantó de la silla y se encaminó a las mesas de la oficina con la tarjeta de visita de Jun, seguramente para llamar al banco y asegurarse de que un tal señor Kurisaka trabajaba allí. Quizás quisiera comprobar también el teléfono de Honma.
Honma se recostó en la silla y esperó. Tres minutos más tarde, Mizoguchi regresó. Empezó a lanzar preguntas tan pronto como se sentó.
—Esa compañía, Imai Office Machines, ¿es legal? —Seguía frunciendo el ceño, pero ya parecía más relajado.
—Sí, es una empresa pequeña. Vende cajas registradoras. —Entonces, acordándose de Mitchie, añadió—: Una pequeña compañía donde los empleados llevan uniforme. Típica, conservadora.
La siguiente intervención de Mizoguchi fue un tanto brusca.
—Entonces, supongo que la señorita Sekine ha dejado su trabajo de noche.
Honma lanzó una mirada de asombro al abogado. Mizoguchi asintió con la cabeza y continuó:
—Hace cinco años cuando vino por primera vez para informarse sobre el proceso de quiebra, estaba trabajando en un club. En Ginza o Shimbashi, he olvidado dónde. En fin, uno de esos bares de mala muerte donde las chicas se sientan a la mesa y sirven la bebida.
—Entonces, ¿fue así como la conoció usted o… ?
El abogado esbozó una tenue sonrisa.
—No, no. A principios de los ochenta, se dio la voz de alarma contra los peligros de la financiación al consumo. Todo el mundo empezó a vivir por encima de sus posibilidades y cuando los prestamistas, cual tiburones, empezaron a devorarlos vivos, decidí actuar como socorrista. Realicé mis labores de socorro con aquellos que se enfrentaban a la acumulación de deudas y, en última instancia, a la quiebra. Participé en conferencias, hablé con la prensa, ese tipo de cosas. Al parecer, la señora Sekine leyó un reportaje sobre mí, sobre nuestra oficina, en una revista femenina, en una peluquería.
Honma asintió distraídamente mientras abría su bloc de notas.
—La ciudad natal de la señorita Sekine es Utsunomiya, ¿verdad? —preguntó Mizoguchi.
—Eso es. Vino a Tokio inmediatamente después de terminar el instituto.
—Empezó con un puesto corriente en una oficina. Solicitó su primera tarjeta de crédito por aquel entonces. Pero no lograba hacer frente a todos los pagos, así que empezó a trabajar de noche, en un club de alterne. Aunque no tardó mucho en tener serios problemas con todos los cobradores y tuvo que dejar el trabajo de día. Tras un tiempo, se acostumbró a la vida nocturna, por lo que incluso después de declararse en bancarrota no volvió a trabajar en una oficina. Durante todo el tiempo en el que he seguido su caso, estuvo trabajando de noche. Al menos, eso fue lo que me contó. No es extraño que en este tipo de situación cueste… ya sabe, regresar a un puesto convencional. —Mizoguchi se quitó las gafas y se rascó la nariz—. De todas formas, esto de falsificar su trayectoria profesional no puede significar nada bueno —concluyó.
Cogió la taza de té y la apuró.
—Sawagi, haga el favor de traer más té —gritó. La mujer que sabía tanto de los clásicos de la literatura japonesa apareció con una tetera y rellenó las tazas.
Tras un sorbo de té caliente, el abogado retomó su discurso.
—Y entonces, hace dos años, pidió asesoramiento respecto al dinero del seguro de su madre. Lo recuerdo muy bien. —La madre de Shoko cotizaba en la Caja Nacional de Seguros y, para cuando murió, ya llevaba acumulados dos millones de yenes. Esta suma, como es lógico, iría a parar a Shoko—. Me preguntó, poco convencida, si heredaría tal suma de dinero. Le dije que no pasaba nada, que podía considerar suyo cualquier ingreso post-quiebra. Había perdido algo de peso, pero aparte de ese detalle, tenía buen aspecto. Recuerdo que pensé que las cosas acabarían solucionándose solas.
Sólo Dios sabría cuántos clientes tendría aquel abogado, pero la recordaba perfectamente.
—Puede que una hora después del almuerzo, ya haya olvidado lo que he comido, pero jamás olvido un cliente. En el caso de la señorita Sekine, el procedimiento de bancarrota se alargó un poco. Ya sabe, las cosas se complicaron más de la cuenta. Pero hace cosa de dos años, cuando regresó a la oficina, parecía mucho más tranquila. Más feliz. Supongo que había superado los problemas económicos.
Aquello debía de haber ocurrido en 1990.
—En abril del mismo año, se incorporó a Imai Office Machines —explicó Honma—. ¿Cree usted que el dinero de la póliza del seguro de su madre le permitió ahorrar algo, y quizás dejar ese trabajo en el club?
—Si me deja echar un vistazo al archivo, lo comprobaremos. Debería indicarnos su ocupación y su dirección en aquella época. Déjeme verlo.
Se levantó de nuevo y esta vez estuvo ausente durante diez minutos. Honma se puso algo nervioso. El reloj marcaba las 4:25.
Dos minutos más tarde, el abogado regresó, con un trozo de papel en la mano.
—Su última visita se remonta a hace dos años, aproximadamente por estas fechas. Fue un poco después del Año Nuevo, el 25 de enero. Estos son los contactos que nos proporcionó entonces.
Honma le dio las gracias educadamente y aceptó la nota. Escrito con grandes letras figuraba el nombre de un bar, Lahaina, en Shimbashi, bajo el que había añadido la dirección del domicilio en el que vivía por entonces: Minamimachi 2-5-2-401, Ciudad de Kawaguchi, Saitama. Y, por fin, el nombre de la oficina en la que trabajaba aquella época, Kasai Trading Company, en el distrito de Edogawa, al este de la ciudad.
—¿Y esta es la compañía que se vio obligada a abandonar debido a la presión que ejercieron sus acreedores?
Mizoguchi asintió.
—Me ha sido de gran ayuda.
Mientras Honma guardaba la nota, el abogado añadió:
—Le ruego que nos mantenga al corriente de lo que averigüe. Después de haber discutido esto con usted, siento cierta responsabilidad.
—Cuente con ello.
Su próxima cita ya estaba esperándolo, así que Mizoguchi aguardó de pie tras su mesa. Honma se levantó.
—Si no averigua nada, siempre puede intentar colocar un anuncio en los periódicos.
—¿Algo así como «Shoko, hablemos de lo ocurrido. Vuelve, por favor»?
—Le sorprendería lo efectivos que pueden ser esos anuncios. Bueno, siempre y cuando los encargue a las publicaciones que la señorita Sekine suele leer… Y si hay cualquier otra cosa que podamos hacer, como explicarle al señor Kurisaka las razones por las que la señorita Sekine tuvo que declararse en bancarrota, estaremos encantados de colaborar. La culpa no fue únicamente suya. Todo esto de la acumulación de deudas tiene mucho que ver con la contaminación moral.
«Contaminación moral. Una elección de palabras interesante», pensó Honma. Una pena que el señor Mizoguchi no dispusiera de más tiempo.
—En el caso de que contacte con nosotros, le comunicaremos que el señor Kurisaka anda buscándola. —Aunque nunca le diremos dónde se encuentra, insinuaba el abogado—. Así, podrá ponerse en contacto con ustedes siempre que lo desee. Haremos lo que esté en nuestras manos para convencerla. Al fin y al cabo, no se gana nada huyendo.
—Se lo agradezco mucho.
—Así procederemos si llegara a ponerse en contacto con nosotros —enfatizó con una sonrisa—. No hemos tenido noticias de ella en estos últimos dos años. Ni llamadas, ni correo. Puede que haya dejado el bar, que se haya mudado.
—Imai Office Machines es una buena compañía —insistió Honma—. Tiene un ambiente muy familiar.
—Y ese señor Kurisaka suyo, ¿es un hombre serio?
—Extremadamente serio. —«Quizá demasiado», pensó Honma.
—Un banquero —musitó el abogado—. Bueno, la señorita Sekine debe de haber cambiado mucho. No sólo de trabajo y de estilo de vida, sino también de aspecto. Porque hace dos años, cuando la vi por última vez, su ropa, su maquillaje, su apariencia aún dejaban bien claro que trabajaba en un bar. Honma sonrió.
—Si es así, está completamente transformada. O mejor dicho, ha vuelto a ser la antigua Shoko. Sin duda, es una mujer que atrae las miradas de todo hombre. Pero, según Jun y la gente de Imai Office, suele causar más impresión por su inteligencia que por su deslumbrante belleza.
—¡Vaya! —exclamó Mizoguchi, ladeando la cabeza—. Da la sensación de que hablamos de una persona diferente. Por cosas así, nunca se llega a conocer a las mujeres. Son unas criaturas impredecibles.
—Bueno, también son diferentes.
—Y eso es algo por lo que debemos sentirnos agradecidos.
La última visita a su abogado tuvo lugar el 25 de enero de 1990. Empezó a trabajar para Imai Office Machines tres meses más tarde, el 20 de abril, exactamente. Poco tiempo para experimentar un cambio tan radical. ¿Pudo ser la solución el dinero del seguro de su madre?
Honma y Mizoguchi se encaminaron hacia la puerta. Dos clientes estaban esperando.
—La señora Sekine era, ¿cómo decirlo… ?, propensa a relaciones tormentosas —dijo Mizoguchi—. No pensaba que lograra salir tan fácilmente del mundo de la noche… A propósito, creo que había mencionado que iba a ahorrar dinero para arreglarse la dentadura. Tenía los dientes de delante torcidos, ya sabe. Intenté convencerla de que aquello le daba mucha personalidad, pero no, estaba empeñada en tenerlos rectos.
Caminaban lentamente, pero esta revelación hizo que Honma se detuviera en seco.
«¿Los dientes torcidos?» Aquella mujer, Sawagi, había mencionado ese detalle… «Espera, ¿tenía los dientes torcidos?» Tenía que ser un rasgo prominente para eclipsar un nombre evocador de los clásicos de la literatura. No sabía hasta qué punto lo era, en la foto de su currículum, tenía la boca cerrada. Por supuesto, Jun no había mencionado nada sobre sus dientes. Aunque quizás ya los tuviera arreglados cuando lo conoció. Puede que hubiera invertido el dinero del seguro de su madre en eso.
«Un cambio radical… Entre el 25 de enero y el 20 de abril de 1990».
No, imposible. ¿En qué estaba pensando? Aquello no era un caso, sólo le estaba haciendo un favor a un pariente.
—¿Hay algún problema? —preguntó Mizoguchi, sonando ligeramente impaciente.
«En un lapso de tiempo tan corto… Como si fuera… Otra persona».
Honma recibió aquello como un puñetazo en el estómago. Sólo llevaba dos meses de baja y ya estaba saltándose todo el procedimiento. En cualquier investigación, ¿qué era lo primero que debía de hacerse? Conseguir una identificación positiva. Descubrir quién es la persona que estás buscando, para no acabar dándote cuenta de que has perdido el tiempo porque has estado rastreando a la persona equivocada. ¿Encajaban el nombre y el rostro? El dato de los dientes torcidos no añadía mucho, pero merecía la pena tenerlo en cuenta. No podía creer que Jun no hubiera traído una foto, y lo que era más grave: que él, con tantos años de experiencia como policía, no se la había pedido.
—Lo siento, una última pregunta. —Sacó el currículum y lo sostuvo ante él—. La mujer que ve en esta foto es Shoko Sekine, ¿cierto?
Mizoguchi la miró con atención. Siguió mirándola, demasiado tiempo. Honma contó hasta diez. Su intuición no le había fallado.
«En un lapso de tiempo tan corto… Como si fuera… Otra persona».
—No —dijo el abogado, moviendo lentamente la cabeza. Apartó el currículum a un lado, con semblante ceñudo y enfadado—. Esta no es la Shoko Sekine que conozco. No he visto a esta mujer nunca. No sé quién es, pero no es Shoko Sekine. Se trata de otra persona.