La sonrisa de las mujeres (4 page)

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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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—Lo haré. —Apreté los labios y asentí un par de veces con la cabeza. Era el segundo hombre en veinticuatro horas que me decía que debía cuidarme. Alcé brevemente la mano, di media vuelta y apoyé de nuevo los codos en el muro del puente. Estudié con atención la catedral de Nôtre-Dame, que se alzaba como un cohete medieval en la oscuridad de la Île de la Cité.

Oí un carraspeo detrás de mí y estiré la espalda antes de girarme despacio.

—¿Sí? —dije.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó, sonriendo como George Clooney en el anuncio de Nespresso—. ¿Mademoiselle o madame?

Oh. Dios mío. Quería ser desgraciada un rato y un policía estaba ligando conmigo.

—Mademoiselle, ¿qué si no? —contesté, y decidí largarme de allí. Las campanas de Nôtre-Dame empezaron a repicar y avancé por el puente a toda prisa hacia la Île Saint-Louis.

Algunos dicen que esta pequeña islita del Sena, que está justo detrás de la Île de la Cité, más grande, y a la que sólo se accede a través de puentes, es el corazón de París. Pero este viejo corazón late muy, muy despacio. Yo iba pocas veces hasta allí y siempre me sorprendía la tranquilidad que reina en este barrio.

Cuando giré por la Île Saint-Louis, la calle principal, en la que se alinean pequeñas tiendas y restaurantes, vi por el rabillo del ojo que una figura alta, delgada y vestida de uniforme me seguía a una distancia prudencial. Mi ángel de la guarda no se rendía. ¿Qué pensaba ese hombre? ¿Que iba a intentarlo de nuevo en el próximo puente?

Aceleré mis pasos, echando casi a correr, y abrí la puerta de la primera tienda en la que vi luz. Era una pequeña librería y cuando entré en ella tropezando no podía imaginar que ese paso iba a cambiar mi vida para siempre.

En un primer momento pensé que la librería estaba vacía. En realidad, se encontraba tan llena de libros, estanterías y mesitas que no vi al dueño, que se hallaba al fondo de la tienda, con la cabeza inclinada sobre un viejo mostrador en el que también se amontonaban volúmenes en audaces formaciones. Estaba absorto en un libro de fotografías y pasaba las páginas con sumo cuidado. Parecía tan a gusto allí, con su pelo plateado y rizado y sus gafas de media luna, que no me atreví a molestarle. Me quedé quieta en aquel nido de calor y luz amarilla, y mi corazón empezó a latir más despacio. Me arriesgué a echar una cauta mirada al exterior. Delante del escaparate, en el que estaba escrito con letras doradas algo despintadas «LIBRAIRIE CAPRICORNE PASCAL FERMIER», vi a mi ángel de la guarda mirando los libros con interés.

Solté un suspiro sin querer y el viejo librero levantó la vista de su libro y me miró sorprendido antes de subirse las gafas.

—Ah…
bonsoir
, mademoiselle… No la he oído entrar —dijo con amabilidad, y su bondadoso rostro de mirada inteligente y fina sonrisa me recordó a una foto de Marc Chagall en su estudio. Sólo que este hombre no tenía ningún pincel en la mano.


Bonsoir
, monsieur —contesté algo apurada—. Discúlpeme, no quería asustarle.

—No, no —replicó él, y levantó las manos—. Es que pensaba que ya había cerrado. —Miró hacia la puerta, en cuya cerradura había un manojo de llaves, y sacudió la cabeza—. Cada vez se me olvidan más las cosas.

—¿Entonces ya ha cerrado? —pregunté, y avancé un paso con la esperanza de que el molesto ángel de la guarda se marchara de una vez.

—Eche un vistazo, mademoiselle. Tengo tiempo de sobra. —Sonrió—. ¿Busca algo concreto?

Busco una persona que me quiera de verdad, contesté para mis adentros. Huyo de un policía que piensa que quiero saltar por un puente y estoy haciendo como si quisiera comprar un libro. Tengo treinta y dos años y he perdido el paraguas. Me gustaría que por fin me ocurriera algo bonito.

Mis tripas sonaron sin ningún disimulo.

—No… no, nada concreto —me apresuré a decir—. Algo… agradable.

Me sonrojé. Probablemente me tomaría por una ignorante cuya capacidad de expresarse se limitaba a la polivalente palabra «agradable». Confié en que mis palabras hubieran tapado al menos los rugidos de mis tripas.

—¿Le apetece una galleta? —me preguntó monsieur Chagall.

Me puso debajo de la nariz una bandeja de plata con galletas de mantequilla y, tras un breve momento de duda, cogí una con un gesto de agradecimiento. Fue como un consuelo y mis tripas se calmaron enseguida.

—¿Sabe? Es que hoy no he comido —expliqué sin dejar de masticar. Por desgracia, soy de esas personas que se sienten obligadas a dar explicaciones de todo.

—Pasa a veces —dijo monsieur Chagall sin hacer más comentarios—. A lo mejor encuentra ahí lo que busca —añadió señalando una mesa llena de novelas.

Y lo encontré. Un cuarto de hora más tarde abandonaba la Librairie Capricorne con una bolsa de papel naranja en la que había impreso un pequeño unicornio blanco.

—Una buena elección —había dicho monsieur Chagall mientras envolvía el libro.

El autor era un joven inglés y llevaba el bonito título de
La sonrisa de las mujeres
.

—Le va a gustar.

Asentí y busqué el dinero con la cara muy colorada, pues apenas podía ocultar mi sorpresa, lo que monsieur Chagall posiblemente tomó por un ataque de alegría anticipada ante la lectura del libro, mientras cerraba la puerta de la tienda a mis espaldas.

Cogí aire con fuerza y eché un vistazo a la calle vacía. Mi nuevo amigo policía había dejado de vigilarme. Al parecer, la probabilidad de que alguien que compra un libro se tire luego por un puente del Sena era muy pequeña desde el punto de vista estadístico.

Pero ése no era el motivo de mi sorpresa, que pronto se convirtió en excitación, aceleró mis pasos y me hizo subir a un taxi con el corazón palpitando a toda velocidad.

En el libro envuelto también en papel naranja que yo apretaba contra mi pecho como si fuera un valioso tesoro aparecía ya en la primera página una frase que me desconcertó, me intrigó, me electrizó:

La historia que quisiera contar comienza con una sonrisa. Y acaba en un pequeño restaurante con el sugerente nombre Le Temps des Cerises, que se encuentra en Saint-Germain-des-Prés, allí donde late el corazón de París.

Aquélla sería la segunda noche en la que apenas dormí. Pero esta vez no fue un amante infiel lo que me robó el sueño, sino —quién iba a pensarlo de una mujer que era todo menos una apasionada de la lectura— ¡un libro! Un libro que me atrapó desde las primeras frases. Un libro que a ratos era triste y a ratos tan cómico que me hacía reír a carcajadas. Un libro que era delicioso y misterioso a la vez, pues, por muchas novelas que se lean, pocas veces va una a dar con una historia de amor en la que juega un papel importante su propio restaurante y en la que se describe a la protagonista de un modo que una cree estar mirándose en el espejo… ¡en un día que es muy, muy feliz y todo sale bien!

Cuando llegué a casa, dejé toda la ropa mojada encima del radiador y me puse un pijama suave y limpio. Preparé una jarra grande de té, me hice un par de sándwiches y escuché los mensajes del contestador. Bernadette había intentado hablar conmigo tres veces y se disculpaba por haber pisoteado mis sentimientos con la «delicadeza de un elefante».

No pude dejar de sonreír cuando oí sus palabras.

—Escucha, Aurélie, si quieres sentirte triste por ese idiota, siéntete triste, pero, por favor, no te enfades conmigo y llámame, ¿vale? ¡Pienso mucho en ti!

El enfado se me había pasado hacía tiempo. Puse la bandeja con el té, los sándwiches y mi taza favorita en la mesita de ratán que estaba junto al sofá amarillo azafrán, reflexioné un instante y le mandé a mi amiga un mensaje con estas palabras: «Querida Bernadette: ¡me da tanta rabia cuando tienes razón! ¿Vienes el miércoles por la mañana? Me alegro de tener noticias tuyas. Ahora me voy a dormir.
Bises
, Aurélie».

Naturalmente, lo de irme a dormir era mentira, pero todo lo demás no. Cogí el paquete de la Librairie Capricorne de la cómoda de la entrada y lo deposité con cuidado junto a la bandeja. Tenía la increíble sensación de que aquél era un paquete sorpresa muy personal.

Contuve mi curiosidad un poco más. Primero me bebí el té a pequeños sorbos, luego me comí los sándwiches, finalmente me puse de pie y cogí la manta de lana de mi dormitorio.

Era como si quisiera retrasar el momento en que todo iba a empezar.

Y luego, por fin, desenvolví el libro y lo abrí.

Si dijera ahora que las horas siguientes se pasaron volando, estaría diciendo una verdad a medias. En realidad, estaba tan concentrada en la historia que no podría decir si habían pasado una o tres o seis horas. Esa noche perdí toda noción del tiempo, me metí en la novela como los héroes de
Orfeo
, esa vieja película en blanco y negro de Jean Cocteau que, siendo una niña, vi una vez con mi padre. Sólo que yo no atravesé un espejo que había tocado poco antes con la palma de la mano, sino la tapa de un libro.

El tiempo se alargaba, se encogía, y luego desapareció por completo.

Yo estaba junto a ese joven inglés al que la pasión por el esquí de su colega francófilo (una complicada fractura de huesos en Verbier) lleva hasta París. Trabaja para Austin, el fabricante de automóviles, y debe ocuparse de la presentación del Mini-Cooper en Francia porque el director de marketing está de baja durante unos meses. El problema: sus conocimientos de francés son tan rudimentarios como su experiencia con los franceses y, en su desconocimiento del espíritu nacional galo, confía en que en París cualquiera (al menos la gente de la fábrica de París) domina la lengua del
empire
y va a cooperar con él.

Está horrorizado no sólo por la arriesgada forma de conducir de los automovilistas parisinos, que se apretujan en seis filas en las calles de dos carriles, no se interesan lo más mínimo por lo que ocurre detrás de ellos y reducen la regla de oro de la autoescuela de «retrovisor interior, retrovisor exterior, arrancar» a simplemente «arrancar», sino también por el hecho de que el francés medio no repara los golpes y arañazos y no se impresiona ante lemas publicitarios como
Mini, it's like falling in love
porque prefiere hacer el amor con las mujeres que con los coches.

Invita a bellas francesas a comer y casi le da un infarto cuando éstas, exclamando «
ah, comme j'ai faim!
», piden el menú completo (y más caro) pero luego sólo pinchan tres veces en la
salade au chèvre
, se acercan tres veces el tenedor a la boca con el
boeuf bourguignon
y toman dos cucharadas de la
crème brülée
, antes de dejar caer los cubiertos con elegancia sobre los restos de comida en el plato.

Ningún francés sabe lo que es hacer cola y nadie habla aquí sobre el tiempo. ¿Por qué? Hay temas más interesantes. Y apenas existen tabúes. Quieren saber por qué en mitad de la treintena todavía no tiene hijos («¿En serio
ninguno
? ¿Ni siquiera uno?
Zéro?
»), qué piensa de la política de los americanos en Afganistán, del trabajo infantil en India, si no son
très hexagonale
las obras de arte de cáñamo y poliestireno de Vladimir Wroscht en la galería La Borg (no conoce ni al artista ni la galería, ni siquiera el significado de la palabra «hexagonal»), si está satisfecho con su vida sexual y qué le parece que las mujeres se tiñan el vello púbico.

En otras palabras: nuestro héroe va de desmayo en desmayo.

Es el típico
gentleman
inglés que apenas habla. Y de pronto tiene que discutir todo. Y en todos los sitios posibles e imposibles. En la oficina, en el café, en el ascensor (cuatro pisos bastan para un acalorado debate sobre la quema de coches en los Banlieue, los suburbios de París), en los servicios de caballeros (¿es buena o mala la globalización?) y, naturalmente, en el taxi, pues, a diferencia de sus colegas de Londres, los taxistas franceses tienen una opinión (que también manifiestan) sobre cada tema y al viajero no se le permite quedarse absorto en sus propios pensamientos tras la mampara de cristal.

¡Tiene que
decir
algo!

Al final, el inglés se lo toma con humor británico. Y cuando después de algunos errores y extravíos se enamora de pronto de Sophie, una atractiva y caprichosa joven, el
understatement
inglés choca con la complejidad francesa y provoca numerosas confusiones y malentendidos. Hasta que al final todo acaba en una maravillosa
entente cordiale
. Si bien no en un Mini, sino en un pequeño restaurante llamado Le Temps des Cerises. Con manteles de cuadros rojos y blancos. En la Rue Princesse.

¡Mi restaurante!
De eso no cabía la menor duda.

Cerré el libro. Eran las seis de la mañana y volvía a pensar que el amor era posible. Había leído 320 páginas y no estaba ni siquiera un poco cansada. Esa novela era como un viaje sumamente estimulante a otro mundo… aunque ese mundo me resultaba extrañamente conocido.

Si un inglés podía describir con tanto detalle un restaurante que, a diferencia de otros como La Coupole o la Brasserie Lipp, no aparecía en todas las guías, era porque había estado en él alguna vez.

Y cuando la protagonista de una novela se parece tanto a una misma, hasta en ese delicado vestido de seda verde oscuro que cuelga en su armario y el collar de perlas con el grueso camafeo ovalado que le han regalado al cumplir dieciocho años, o bien es una increíble casualidad o es que ese hombre ha visto alguna vez a esa mujer.

Pero si
esa
mujer encuentra precisamente
ese
libro entre cientos de libros en una librería en uno de los días más desgraciados de su vida, entonces eso ya no era ninguna casualidad. Era el destino el que me estaba hablando. Pero ¿qué me quería decir?

Pensativa, di la vuelta al libro y me quedé mirando la foto de un hombre de aspecto simpático, con el pelo rubio y corto y ojos azules, que estaba sentado en un banco de un parque inglés cualquiera, con los brazos elegantemente estirados por el respaldo, y que me sonreía.

Cerré los ojos un instante y pensé si había visto alguna vez ese rostro, esa sonrisa juvenil que desarmaría a cualquiera. Pero por mucho que rebusqué en los cajones de mi memoria no lo encontré.

Tampoco el nombre del autor me decía nada: Robert Miller.

No conocía a ningún Robert Miller, en realidad, no conocía a ningún inglés… excepto a los turistas ingleses que de vez en cuando llegaban desorientados hasta mi restaurante y a ese alumno de intercambio inglés de mi época del colegio que era de Gales y con su pelo rojo y sus numerosas pecas se parecía tanto al amigo de Flipper, el delfín.

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