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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

La sonrisa de las mujeres (5 page)

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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Leí con atención la breve biografía del autor.

Robert Miller trabajaba como ingeniero para una importante empresa de automoción inglesa antes de escribir
La sonrisa de las mujeres
, su primera novela. Adora los coches antiguos, París y la comida francesa, y vive con su yorkshire terrier, Rocky, en un cottage en las proximidades de Londres.

—¿Quién eres, Robert Miller? —dije a media voz, y mi mirada regresó al hombre del banco del parque—. ¿Quién eres? ¿Y de qué me conoces?

Y de pronto empezó a crecer en mi mente una idea que cada vez me gustaba más.

Quería conocer a ese escritor que no sólo me había devuelto las ganas de vivir en una de las horas más oscuras de mi vida, sino que además parecía estar relacionado conmigo de alguna enigmática forma. Le escribiría. Le daría las gracias. Y luego le invitaría a una encantadora velada en mi restaurante y averiguaría qué significaba aquella novela.

Me incorporé y puse el dedo índice en el pecho de Robert Miller, que a lo mejor en ese momento había sacado a pasear a su pequeño perro en algún lugar de los Cotswolds.

—¡Hasta la vista, mister Miller!

Mister Miller me sonrió y, curiosamente, no dudé ni un instante en que iba a conocer a mi nuevo (¡y único!) escritor favorito.

Cómo podía haber imaginado que precisamente ese autor odiaba la publicidad.

2

—¿Qué significa eso de que ese autor odia la publicidad? —exclamó monsieur Monsignac poniéndose de pie de un salto.

Su enorme barriga temblaba de excitación y el trueno de su voz, cada vez más potente, hizo que los participantes en la reunión de la editorial se hundieran un poco más en sus asientos.

—Hemos vendido casi cincuenta mil ejemplares de ese estúpido libro. Ese Miller está a punto de entrar en la lista de los más vendidos,
Le Figaro
quiere hacer un gran reportaje sobre él.

Monsignac se tranquilizó un instante, levantó la mirada con un gesto soñador y dibujó con la mano derecha un gran titular en el aire.

—Título:
Un inglés en París
. El sorprendente éxito de Éditions Opale. —Luego dejó caer la mano sobre la mesa con tanta fuerza que a madame Petit, que redactaba el acta de la reunión, se le cayó el lápiz del susto—. ¿Y usted está ahí sentado queriendo decirme que ese hombre no tiene intención de mover su maldito culo inglés para venir un día a París? ¿En serio? ¡Dígame que no es verdad, André, dígamelo!

Vi su cara encendida, sus ojos claros que lanzaban rayos. No cabía ninguna duda: a Jean-Paul Monsignac, director y propietario de Éditions Opale, le iba a dar un infarto en los próximos segundos.

Y yo era el culpable.

—¡Monsieur Monsignac, por favor, tranquilícese! —Me agarré las manos—. Créame, hago todo lo que puedo. Pero monsieur Miller es todo un inglés.
My home is my castle
, ya sabe… Vive retirado en su
cottage
, se entretiene trabajando en sus coches… No está acostumbrado a tratar con la prensa y no le gusta ser el centro de atención. Quiero decir que todo eso no le hace precisamente simpático…

Noté que me estaba jugando el pellejo. ¿Por qué no había dicho simplemente que Robert Miller se había marchado un año de viaje y ni siquiera llevaba su iPhone?

—¡Que si patatín que si patatán! ¡Deje de decir tonterías, André! ¡Ocúpese de que el inglés se siente en el tren, cruce el canal y llegue aquí para contestar algunas preguntas y firmar un par de libros! Es lo menos que se puede esperar. Al fin y al cabo, este hombre —cogió el libro, lanzó una mirada a la contracubierta y lo dejó caer de nuevo sobre la mesa— era mecánico, no,
ingeniero
, antes de escribir su novela. Alguna vez habrá estado en contacto con la raza humana. ¿O es que es autista?

Gabrielle Mercier, una de las dos editoras, soltó una risita tapándose la boca con la mano. ¡Cómo me habría gustado estrangular a esa estúpida gansa!

—¡Claro que no es autista! —me apresuré a contestar—. Es sólo… bueno, un poco tímido.

—Como
cualquier
persona inteligente. Desde que conozco a las personas amo más a los animales. ¿Quién dijo eso? ¿Eh? ¿Lo sabe alguien? —Monsieur Monsignac miró alrededor con expectación. Nunca podía dejar de demostrar su buena formación. Había estudiado en la École Normale Supérieure, la mejor de París, y no pasaba un solo día en la editorial en que no se citara a algún filósofo o escritor célebre.

Curiosamente, la memoria de monsieur Monsignac funcionaba de un modo selectivo. Recordaba sin problema a los grandes literatos, pensadores y ganadores del Premio Goncourt y nos ponía a todos de los nervios con sus citas y sentencias, pero no le ocurría lo mismo con la literatura ligera. O bien olvidaba al momento el nombre del autor, que pasaba a llamarse «ese tipo» o «ese inglés» o «ese escritor de códigos Da Vinci», o bien se perdía en grotescas deformaciones como Lars Stiegsson (Stieg Larsson), Nicolai Bark (Nicholas Spark) o Steffen Lark (Stephen Clarke).

—No es que me gusten demasiado los autores americanos, pero ¿por qué no tenemos ningún Steffen Lark en el catálogo? —había ladrado dos años antes en una reunión—. Un americano en París… ¡eso parece funcionar muy bien hoy en día!

Yo era el responsable de los libros en lengua inglesa y le indiqué con mucha delicadeza que Steffen Lark era un
inglés
que en realidad se llamaba Stephen Clarke y escribía ingeniosos libros sobre Francia que habían cosechado un gran éxito.

—Libros ingeniosos sobre París… Por un inglés… ¡Vaya, vaya! —exclamó monsieur Monsignac, sacudiendo su enorme cabeza—. ¡Deje de darme lecciones, André, y tráigame un Clarke de ésos! ¿Para qué le pago si no? ¿Tiene usted olfato o no?

Pocos meses después sacaba yo de mi cartera el manuscrito de un tal Robert Miller. No tenía nada que envidiar a su popular modelo en cuanto a gracia e ingenio. La apuesta salió bien, el libro se vendió magníficamente, y ahora me tocaba pagar por ello. ¿Cómo dice la frase? ¿Cuanto más alto se sube, más dura será la caída? Pues con Robert Miller yo me encontraba en caída libre, por así decirlo.

El hecho de que Jean-Paul Monsignac recordara finalmente el nombre de su nuevo autor de éxito («¿Cómo se llamaba ese inglés? ¿Meller?») se debió sólo a que éste tenía un tocayo famoso («No, monsieur Monsignac, Meller no…
¡Miller!
») que había obtenido los más prestigiosos galardones («¿Miller? ¿Tiene algo que ver con
Henry
Miller?»).

Mientras los asistentes a la reunión meditaban si la cita era de Hobbes o no, de pronto pensé que, a pesar de sus horribles manías, Monsignac era el mejor editor y el más humano que había conocido en quince años de trabajo editorial. Me resultaba difícil mentirle, pero, al parecer, no tenía otra elección.

—¿Y si simplemente hacemos llegar por escrito las preguntas de
Le Figaro
a Robert Miller y pasamos luego sus respuestas a la prensa? Como hicimos una vez con aquella editorial coreana. —Era un último intento desesperado de evitar la desgracia. Y, naturalmente, no le convenció.

—¡No, no, no, no me gusta la idea! —Monsignac alzó las manos en señal de rechazo.

—Descartado… se pierde toda la espontaneidad —opinó Michelle Auteuil, mirando con desaprobación a través de sus gafas Chanel negras. Michelle llevaba ya varias semanas insistiéndome en que debíamos hacer algo con «ese simpático inglés». Hasta entonces yo me había hecho el sordo. Pero ahora tenía de su parte a uno de los periódicos más importantes y, lo que era peor, a mi jefe.

Michelle se ocupa del contacto con la prensa, viste siempre de negro o de blanco, y yo la odio porque sus observaciones no admiten discusión.

Está ahí sentada, con su impecable blusa blanca bajo un traje sastre negro, y dice frases como «eso
no
puede ser» cuando te acercas a ella con una idea que consideras grandiosa porque de algún modo crees en la bondad del ser humano que —sencillamente— se deja entusiasmar por un libro. «Ningún redactor cultural de este mundo lee en serio novelas históricas, André, ¡ya puede olvidarlo!». O dice: «¿Una presentación de un libro con una autora
desconocida
que además escribe
relatos breves
? ¡Por favor, André! ¿Quién va a salir de casa para eso? Estará al menos nominada para el Prix Maison, ¿no?». Luego suspira, pone sus ojos azules en blanco y mueve impaciente el pequeño bolígrafo plateado que siempre sostiene en la mano. «Realmente no tiene
ni idea
de cómo funciona la prensa hoy en día, ¿verdad? Necesitamos nombres, nombres, nombres. ¡Búsquese al menos un escritor famoso para el prólogo!».

Y antes de que uno pueda decir algo, suena de nuevo su móvil y saluda con voz animada a uno de esos tipos que trabajan en la televisión o en algún periódico, visten chaqueta de cuero, no leen novelas históricas «en serio» y ahora se sienten más atractivos porque una belleza de piernas largas y pelo negro liso bromea con ellos.

Todo eso se me pasó por la cabeza mientras Michelle Auteuil seguía sentada delante de mí como nieve recién caída y esperaba una reacción. Carraspeé.

—¿Espontaneidad? —repetí para ganar tiempo—. Ése es precisamente el problema. —Dirigí a los demás una significativa mirada.

Michelle no hizo un solo gesto. Definitivamente, no pertenecía a esa clase de mujeres a las que las maniobras retóricas les hacen abandonar su reserva.

—Ese Miller no tiene una conversación tan divertida e ingeniosa como tal vez se podría pensar —continué—. Y tampoco es, como la mayoría de los escritores, muy espontáneo. Al fin y al cabo, no es uno de esos… —sencillamente, no pude evitar la indirecta y lancé una mirada a Michelle—, que se pasa día y noche en las televisiones y luego necesita un negro que le escriba los libros.

Los ojos azules de Michelle se hicieron más finos.

—¡Todo eso no me interesa! —A Jean-Paul Monsignac se le había agotado la paciencia definitivamente. Agitó el libro de Miller en el aire y no descarté del todo la posibilidad de que en los próximos segundos me lo lanzara a la cara—. No sea infantil, André. ¡Tráigame a ese inglés a París! ¡Quiero una bonita entrevista en
Le Figaro
con muchas fotos! ¡Y basta!

Mi estómago se encogió de forma bastante dolorosa.

—¿Y si dice que no?

Monsignac guiñó los ojos y guardó silencio durante un par de segundos. Luego dijo con la amabilidad de un verdugo:

—Entonces, ocúpese de que diga que sí.

Asentí angustiado.

—Al fin y al cabo, usted es el único de todos nosotros que conoce a ese Miller, ¿no?

Asentí de nuevo.

—Pero si usted no se cree capaz de traerlo hasta aquí, entonces puedo hablar
yo
con ese inglés. O tal vez… ¿Madame Auteuil?

Esta vez no asentí.

—No, no, eso sería… No estaría bien, no estaría nada bien —contesté a toda prisa, y sentí cómo la trampa se cerraba sobre mí—. Miller es un poco difícil, ya sabe… es decir, no es que sea desagradable, es más bien del tipo de Patrick Süskind, no es fácil de abordar, pero… lo conseguiremos. Hoy mismo me pongo en contacto con su agente.

Me llevé la mano a la barba y me apreté la barbilla con el pulgar y el resto de dedos con la esperanza de que no se me notara el pánico.


Bon
—exclamó Monsignac, y volvió a reclinarse en su sillón—. Patrick Süskind… ¡me gusta! —Soltó una risa benévola—. Bueno, no escribe de forma tan inteligente como Süskind, pero a cambio tiene mejor aspecto, ¿no es así, madame Auteuil?

Michelle sonrió con malicia.

—¡En efecto! ¡Mucho mejor aspecto! Por fin un autor al que se puede presentar ante la prensa con un beso en la mano. Llevo semanas diciéndolo. Y si nuestro estimado colega consigue compartir su maravilloso autor con nosotros, nada se opondrá a la felicidad.

Abrió su gruesa Filofax negra.

—¿Qué le parece una comida con los periodistas en la
brasserie
del Lutetia?

Monsignac hizo una mueca, pero guardó silencio. Creo que nadie, aparte de mí, sabía que no apreciaba demasiado el Lutetia debido a su pasado poco honroso.

—¡Ese viejo antro de nazis! —me había dicho una vez cuando nos invitaron a un acto en el viejo hotel—. ¿Sabía usted que Hitler tenía aquí su cuartel general?

—Después iremos de compras con nuestro autor por las calles de París, llenas de adornos navideños —prosiguió Michelle—. Será perfecto y podremos hacer por fin un par de fotos adecuadas. —Movió su bolígrafo de plata en el aire y hojeó su agenda—. ¿Qué tal a comienzos de diciembre? Eso daría un empujón adicional al libro… para las Navidades…

El resto de la reunión de la tarde de los martes transcurrió para mí como en una densa niebla. Me quedaban apenas tres semanas y no tenía ningún plan. Oía la voz de Jean-Paul Monsignac a lo lejos. Criticaba sin rodeos, reía en alto, flirteaba un poco con mademoiselle Mirabeau, la nueva y atractiva asistente editorial. El jefe animaba a su pequeña tropa, y las reuniones de Éditions Opale eran, no sin motivo, muy apreciadas y fuente de gran entretenimiento.

Pero esa tarde yo sólo tenía una idea. ¡Tenía que llamar a Adam Goldberg! Él era el único que podía ayudarme.

Hice un esfuerzo para mirar en cada momento a quien hablaba y recé para que la reunión acabara pronto. Se fijaron las fechas de diversos actos y se repasaron las ventas del mes de octubre. Se presentaron nuevos proyectos de libros que provocaron en el editor rechazo («¿Quién va a querer leer eso?»), incomprensión («¿Qué opinan los demás?») o aprobación («¡Magnífico! ¡Haremos de ella una Gavalda!»). Luego, cuando la tarde se acercaba a su fin, se desató una ardiente discusión acerca de si la novela policiaca de un heladero veneciano desconocido hasta entonces, al que su hábil agente americana elogiaba como «el Donna Leon masculino», merecía que se ofreciera por ella una suma con la que cualquier mortal normal podría comprarse un pequeño
palazzo
. Monsignac puso fin a los pros y contras cogiendo el manuscrito que le dio madame Mercier y guardándolo en su vieja cartera de piel marrón.

—Se acabó la discusión, seguiremos hablando mañana, déjenme echarle un vistazo.

Ésta podría haber sido la señal para la retirada si en ese momento no hubiera pedido la palabra mademoiselle Mirabeau. Con cierta timidez y una parsimonia que hizo bostezar a todos los presentes, habló de un manuscrito recibido sin previa solicitud en el que a partir de la tercera frase ya estaba claro que jamás vería la luz del mundo literario. Monsignac levantó la mano para calmar el pequeño tumulto que de pronto se sintió en la habitación. Mademoiselle Mirabeau estaba tan nerviosa que ni siquiera percibió las miradas de advertencia que Monsignac nos lanzaba a todos los demás.

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