Authors: María Dueñas
—Veo también que hay algo a lo que ahora mismo está usted agarrado, y que si no anda fino, lo mismo puede desaparecer.
¿Qué tal si fuera el caserón de los Montalvo y el resto de las propiedades lo que desapareciera de mi poder?, fantaseó. ¿Y qué tal si esa desaparición fuera a cambio de una grandiosa cantidad de onzas de oro?
—¿Y también está escrito que eso a lo que estoy agarrado me lo van a quitar de las manos unos señores de Madrid? —preguntó con un punto de sorna pensando en los posibles compradores.
—Eso esta vieja no puede saberlo, alma mía. Tan sólo le digo que use bien la calabaza —advirtió llevándose su ruinoso pulgar a la sien—, porque, por lo que aquí yo veo, quizá vaya usted a dudar. Y ya sabe lo que dice el refrán: sardina que se lleva el gato, tarde o nunca vuelve al plato.
Estuvo a punto de soltar una carcajada ante aquella sublime elocuencia.
—Muy bien, mujer. Ya veo mi futuro con toda claridad —dijo intentando dar por terminada la sesión adivinatoria.
—Un momentillo, señor mío, un momentillo, que aquí hay algo que se está poniendo como la candela. Pero para esto último antes voy a necesitar antes un buchito. Anda, Tomasillo, hijo, ponle a esta abuela un vasito de pajarete. A cuenta del señorito, ¿verdad usted?
Ni siquiera esperó a que el muchacho dejara el vino sobre la mesa; se lo arrancó de entre los dedos y limpió el vaso de un trago. Después bajó la voz, seria y sobria.
—Una gachí se lo tiene bien camelado, señor mío.
—No la entiendo.
—Que anda chochito por una hembra. Pero ella no está libre, ya lo sabe usted.
Frunció las cejas y nada dijo. Nada.
—¿Ve? —continuó ella pasando lentamente una uña costrosa sobre su palma extendida—. Bien clarito lo dice. Aquí, en estas tres rayas, está el triángulo. Y alguien va a salir de él a no mucho tardar. Entre agua o entre fuego, veo yo a alguien que se marcha.
Menuda clarividencia, vieja del demonio, estuvo a punto de farfullar mientras se soltaba violento con una mezcla de hartazgo y desconcierto. Hacía días que se veía mentalmente embarcado rumbo a Veracruz, no necesitaba que nadie se lo recordara. Salpicado por las gotas y la brisa del Atlántico, contemplando desde la cubierta de un vapor cómo Cádiz, tan blanca y tan luminosa, se iba empequeñeciendo en la distancia hasta convertirse en un punto perdido en el mar. Separándose de aquella vieja España y de ese Jerez que, de una forma imprevisible, le había hecho revivir sensaciones perdidas en lo más remoto de su memoria. Emprendiendo otra vez el camino de vuelta; regresando a su mundo, a su vida. Solo, como siempre. De retorno a un mundo en el que ya nada nunca sería igual.
—Y una cosa última quiero decirle yo a usted, señorito. Una cosilla nada más que aquí veo yo…
En ese instante se abrió de golpe la puerta de la taberna y entró de nuevo Ysasi.
—Pero bueno, Rosario, ¿qué pasa aquí? Salgo poco más de diez minutos, y te dedicas a enredar a mi amigo con tus chaladuras. Como se entere tu padre, Tomás, de que dejas cobijarse a esta gitana aquí noche tras noche, cuando se recupere de la tosferina te va a brear. Anda, vieja lianta, déjanos tranquilos y vete a dormir. Y llévate a tus nietas, que no son horas para que andéis por ahí las tres dando tumbos.
La anciana obedeció sin rastro de protesta; poca autoridad mayor entre aquellas gentes que la de ese doctor de negra barba que por puro altruismo los atendía en sus quebrantos y sus dolores.
—Lamento enormemente haber tenido que abandonarle.
Él restó importancia a la ausencia con un simple gesto, como si de paso quisiera apartar también el eco de la voz de la gitana. De inmediato retomaron el vino y la conversación. Aquel barrio de San Miguel y sus vecinos, que sean otros dos vasos; la convalecencia de la Gorostiza, sirve otro par, Tomás. Y, como siempre, al final, la desembocadura inevitable de todos los asuntos. Soledad.
—Pensará, quizá con razón, que me entrometo donde no me llaman, pero hay algo que necesito saber para acabar de armar todas las piezas que ahora mismo tengo sueltas en la cabeza.
—Para lo bueno y lo malo, Mauro, usted ya está metido hasta las cejas en la vida de los Montalvo y sus apéndices. Pregunte con libertad.
—¿Qué ocurre exactamente con su marido?
Inspiró el doctor, llenando los carrillos y dotando a su rostro afilado de una complexión distinta. Después lo soltó, tomándose su tiempo para poner en orden lo que pretendía decir.
—En un principio pensaron que se trataba de simples episodios de melancolía: ese mal que se aloja en la mente y atiza latigazos que paralizan la voluntad. Eclosiones de tristeza, brotes de angustia infundada que llevan al desaliento y la desesperación.
Desequilibrios del ánimo y del temperamento, así que de eso se trataba. Comenzó entonces a entender. Y a hilar.
—Por eso dice ella que su propio hijo abusó de él con insidia, aprovechando su debilidad y obligándole a actuar en el negocio familiar de forma adversa a los intereses de Soledad y de sus propias hijas —apuntó.
—Eso supongo. En condiciones normales, desde luego, estoy absolutamente convencido de que Edward jamás habría hecho el menor movimiento que las pudiera perjudicar. —Sonrió con un punto de nostalgia—. Pocas veces he visto un hombre más devoto de su esposa que él.
La taberna se había llenado hasta los topes, a la guitarra sosegada de los primeros momentos se le había unido otra, y las cuerdas de las dos sonaban con más arrebato. El cante quedo que oyeron a su llegada se había convertido en un jaleo de palmas, guitarras, voces y taconeos; el local vibraba entero.
—Lo recuerdo el día de su boda —prosiguió Ysasi ajeno, más que acostumbrado a todo aquel bullicio—. Con esa facha de normando aristocrático que portaba, tan alto y tan rubio, tan erguido siempre; y de pronto, ahí estaba en la Colegiata, duplicando su habitual elegancia, recibiendo parabienes y esperando la llegada de nuestra Sol.
Si Mauro Larrea hubiera sabido lo que son los celos, si los hubiera sentido en sus propios huesos alguna vez, habría reconocido esa sensación al instante, cuando una punzada de algo sin nombre le recorrió las tripas al imaginar a una radiante Soledad Montalvo dando el sí quiero en las alegrías y en las tristezas, en la salud y la enfermedad, frente al altar mayor. Híjole, cabrón, le susurró su conciencia, te estás volviendo un imbécil sentimental. Y en la distancia intuyó a su apoderado Andrade carcajeándose.
—Lo cierto fue que nadie podía sospechar aquel soleado domingo de principios de octubre que apenas dos días después llegaría la muerte de Matías nieto y todo se empezaría a desintegrar.
—¿Y a nadie importaba tampoco que ella se fuera de Jerez? ¿Que se la llevara a Londres un desconocido, que…?
—¿Un desconocido, Edward? No, no; igual no me he explicado bien, o acaso se me olvida a veces que usted es ajeno a ciertos detalles que yo doy por sabidos. Edward Claydon era alguien casi de la casa, alguien muy cercano a la familia: el agente del negocio familiar en Inglaterra, el hombre de confianza de don Matías en la exportación de su sherry.
Algo no le cuadraba; algo no encajaba entre la imagen del joven apuesto que acababa de imaginar recorriendo el pasillo central de la Colegiata a los sones de un órgano con la bella Soledad colgada de su brazo, y las sólidas relaciones comerciales del patriarca. Por eso, en espera de respuesta, intentó no interrumpir al doctor.
—Desde hacía más de una década él pasaba temporadas en Jerez, alojado siempre con la familia. Nada tenía que ver por entonces con Sol, ni… Ni con Inés.
—Inés es la hermana que se metió a monja, ¿no?
Asintió con un gesto afirmativo, después repitió el nombre. Inés, sí. Nada más. Él seguía intentando que las piezas encajaran en su cerebro, pero ni trabajándolas con un escoplo lograba acoplarlas. De fondo, más palmas, más jaleo, más rasgueos de guitarra y tacones contra el suelo.
—En fin, amigo, supongo que es ley de vida.
—¿Qué es ley de vida, doctor?
—Que con la edad nos aceche el deterioro irreversible.
—Pero ¿de la edad de quién me habla? Discúlpeme, pero creo que estoy cada vez más perdido.
El médico chasqueó la lengua, hizo un gesto de resignación y dejó el vaso sobre la mesa con un golpe seco.
—Discúlpeme usted, Mauro; igual es culpa mía y del vino; pensé que lo sabía.
—Que yo sabía ¿qué?
—Que Edward Claydon es casi treinta años mayor que su mujer.
38
Estaba en la cocina recién levantado, con el pelo revuelto como si acabara de pelearse con los aliados de Satanás, vestido tan sólo con un pantalón sin fajar y una camisa arrugada y medio abierta. Intentaba encender la lumbre para hervir café cuando oyó entrar por la puerta del patio trasero a Angustias y Simón, la pareja de añejos sirvientes. Apenas había tenido ocasión de cruzarse con ellos, pero la casa agradecía su presencia. El patio y la escalera estaban más limpios; las habitaciones más vivibles a pesar del deterioro, sus camisas blancas recién lavadas se secaban tendidas de un cordel y después aparecían en el armario mágicamente impecables. Y llegara a la hora que llegara, en las chimeneas siempre quedaba un resquicio de calor y por algún poyete algo que llevarse a la boca.
La mañana, repleta de densas nubes, no acababa de abrir, y de la cocina aún no había salido el helor y la semioscuridad al sonar los buenos días nos dé Dios de la pareja.
—Verá usted lo que le traemos, señorito —anunció la mujer—. Ayer mismo lo cazó mi hijo el mediano, mire qué hermosura.
Agarrado por las patas traseras, alzó orgullosa un conejo muerto de pelaje gris.
—¿Va a almorzar hoy usted aquí, don Mauro? O si no, se lo dejo para la cena, porque tenía yo pensado guisarlo al ajillo.
—No tengo idea de lo que haré para el almuerzo, y de la cena no se preocupe porque no estaré.
La invitación que le anunciara el presidente del casino días atrás no había tardado en llegar. Un baile en el palacio del Alcázar, residencia de los Fernández de Villavicencio, duques de San Lorenzo. En honor de los señores Claydon, según rezaba el tarjetón. Una reunión galante y distendida con la mejor sociedad jerezana. Podría saltárselo si quisiera, nada ni nadie le obligaba a asistir. Pero, quizá por deferencia, quizá por curiosidad ante ese insólito universo de terratenientes y bodegueros de raza a los que apenas conocía, aceptó.
—Pues yo se lo dejo en una cazuela en la lumbre, y ya verá usted.
—¿Dónde está el indio? —la interrumpió el marido.
—El indio tiene nombre, Simón —fue la respuesta de Angustias en tono de reproche—. Santos Huesos se llama, por si no te acuerdas. Y es más bueno que un apóstol, aunque lleve esos pelos largos como el Cristo de la Expiración y tenga la piel de una color distinta.
—Hoy no durmió en la casa, tiene asuntos que resolverme en otra parte —aclaró él sin entrar en detalles. Más bueno que un apóstol, había dicho la mujer. De no tener el cerebro tan embotado, se habría echado a reír. A cambio, tan sólo pidió—: ¿Me prepararía usted una buena olla de café bien negro, Angustias?
—Ahora mismo iba a ponerme; no lo tiene usted ni que pedir. Y en cuanto termine, empiezo a desollar el conejo, ya verá lo rico que me sale. El pobre don Luisito se chupaba los dedos cada vez que se lo hacía: con sus ajitos, y su chorrito de vino, y su hojita de laurel, y luego se lo servía yo con sus coscorrones de pan frito…
Dejó a la mujer enredada con sus cuitas culinarias y salió a asearse al patio con una toalla al hombro.
—¡Espere a que ponga al fuego un perol, don Mauro, que va a coger usted una pulmonía!
Para entonces ya tenía la cabeza sumergida en el agua helada del amanecer.
El desvelo le había acuchillado temprano, a pesar de ser ya las tantas de la madrugada cuando regresó con el amontillado y el repique de guitarras y palmas machacándole la cabeza. No se presenta fácil el día, adelantó pensando en la Gorostiza mientras se secaba los chorros que le recorrían el torso. Así que mejor será que empecemos cuanto antes.
Tocaban a misa de nueve en San Marcos cuando salió con el pelo aún húmedo rumbo a la calle Francos. Manuel Ysasi estaba ya en la entrada, metiendo en el maletín un fonendoscopio, listo para empezar con sus quehaceres.
—¿Cómo fue la noche?
—No me he enterado de nada hasta abrir el ojo a eso de las siete. Según su criado, nuestra invitada se alteró un tanto, pero acabo de subir a examinarla y, aparte de un genio de mil demonios, está bien. Aunque no parece tenerle en mucho aprecio, a juzgar por las lindezas que le ha dedicado.
Intercambiaron un puñado de frases frente a la cancela antes de despedirse; el doctor partía a Cádiz, a ciertos quehaceres profesionales que le detalló tangencialmente sin que él retuviera una sola palabra. Su concentración estaba en otro sitio, dispuesto a enfrentarse al trueno habanero por primera vez.
Al oír su nombre, Santos Huesos salió del cuarto contiguo al de la Gorostiza seguido como una sombra por la mulata flaca. La misma con la que le dejó en la plaza de Armas la noche de retreta en la que su ama lo citó en aquella iglesia, recordó fugazmente. Pero no era momento de lanzar sogas para amarrar los recuerdos difusos del otro lado del mar; lo perentorio ahora era averiguar qué carajo iba a hacer con esa mujer.
—No sufra, patrón, que ya está tranquila.
—¿Cómo anduvo de revuelta?
—Se encabronó nomás un poquito cuando al despertar de amanecida vio que no podía salir de la recámara, pero ya luego se le pasó.
—¿Tuviste que entrar, platicaste con ella?
—Pues cómo no.
—¿Y ella te reconoció?
—Por supuestito que sí, don Mauro; de La Habana me recordaba, de verme a su costado. Y si va a preguntarme si quiso saber de usted, la respuesta es sí, señor. Pero yo nomás le dije que andaba bien ocupado, que igual no podría venir hoy a verla.
—¿Y cómo la encontraste?
—Pues yo diría que de salud no anda mal, patrón. Ahora sí, con ese carácter del carajo que tiene, no sé yo cómo se va a tomar que la mantenga enjaulada.
—¿Comió algo?
Sagrario, la sirvienta añosa, se acercaba en ese momento por el corredor con su cojera a rastras.
—¿Algo, dice, señorito? Más hambre traía que un preso del penal de la Carraca.
—¿Y después se durmió otra vez?
—No, señor. —Quien respondió fue la dulce Trinidad, callada hasta entonces a la espalda de Santos Huesos—. Arregladica como a una novia la tengo a mi ama, a falta de peinarla. Casi dispuesta para salir.