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Authors: María Dueñas

La Templanza (48 page)

BOOK: La Templanza
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—Este cretino no merece mejor trato que un conejo pero, para evitar problemas mayores, lo más sensato será que lo dejemos marchar.

Rubricó sus palabras rasgando la mejilla apenas, justo encima del nacimiento de la barba. Como quien pasa una uña sobre un papel. De la incisión brotó un hilo de sangre.

—¿Seguro?

—Seguro —confirmó tendiéndole el arma. Con elegancia extrema, como si en vez de un cuchillo de monte le devolviera un abrecartas de malaquita. El inglés respiró a bocanadas ansiosas.

Soledad lanzó una última mirada desafiante al medio hermano de sus propias hijas. Después le escupió en la cara. Una mezcla de pavor y desconcierto impidió al hijastro reaccionar: la saliva de ella le enturbiaba la vista del ojo derecho y se le mezcló entre los pelos rubios de la barba con restos de su propio sudor y con el reguero de sangre que manaba del corte. Su mente embotada se esforzaba por entender qué era lo que en los últimos cinco minutos había pasado en esa habitación que durante más de cinco horas él había mantenido tenazmente controlada. Quién era esa mala bestia que se había abierto paso a patadas y había estado a punto de romperle los brazos, por qué tenía la esposa de su padre esa camaradería con él.

En ese mismo instante, desde la contigua sala de baño, se oyeron pisadas sobre los cristales.

—Quihubo, Santos; a punto llegas —adelantó Mauro Larrea alzando el tono aún sin verle. Acto seguido, apartó al inglés con un empellón como quien se deshace de un fardo maloliente. El hombre trastabilló, chocó contra una consola y estuvo a punto de tumbarla y de desplomarse él detrás. A duras penas logró recobrar el equilibro mientras se frotaba las muñecas doloridas.

Santos Huesos apareció en la habitación, dispuesto a recibir órdenes.

—Retenle y prepárate para sacarlo en breve —ordenó a la vez que recogía el bastón del inglés del suelo y se lo lanzaba al criado—. Yo bajo a ocuparme de los amigos.

Para entonces Soledad se había aproximado al biombo que aislaba a su marido del resto de la estancia. Tras él, comprobó que el altercado no parecía haberle causado mayor trastorno: tan sólo seguía oyéndose un manar sordo e ininteligible proveniente de la boca de quien algún día debió de ser un hombre apuesto, pujante, activo.

—Por suerte, antes de que este desgraciado nos encerrara, pude ponerle una dosis triple de medicación —dijo ella aún de espaldas—. Siempre la llevo conmigo; se la inyecto a través de una aguja hueca. Sólo así logramos calmarlo. Y sólo a veces.

Él la contempló en la semipenumbra desde la puerta mientras se restregaba una manga por el rostro para limpiarse el sudor; ella continuó:

—El muy miserable le sacó a su padre todo y más. Con su parte de la herencia adelantada, se estableció en la colonia del Cabo y empezó su propio negocio en el vino, siempre con altibajos que nuestro dinero se encargó una y otra vez de subsanar. Hasta que lo hundió sin remisión y, cuando supo de la condición de Edward, dejó África y planificó su regreso a Inglaterra para desposeernos de lo que, primero él y después yo, habíamos levantado con los años.

Con la mano aún apoyada en un borde del biombo, Sol se giró.

—Los especialistas no acaban de concretar el diagnóstico. Unos lo denominan desorden psicótico, otros trastorno de las facultades, algunos demencia moral…

—Y tú, ¿cómo lo llamas?

—Pura y simple locura. La cabeza perdida entre las tinieblas de la sinrazón.

40

      

Un carruaje inglés atravesaba media hora después las calles de Jerez. Rumbo al sur, a la bahía o al Campo de Gibraltar, flanqueado por un hombre a caballo. Cuando pasaron la cuesta de la Alcubilla, y dejaron de verse las últimas luces, éste apretó el galope, ganó distancia y se interpuso en el camino, obligando al cochero a parar.

Sin desmontar, abrió la portezuela izquierda, hasta oír la voz de su criado dentro.

—Todo en orden por acá, patrón.

Santos Huesos le devolvió entonces la pistola con la que a lo largo del trayecto había mantenido el sosiego de los viajeros. Mauro Larrea, desde la silla del alazán de los Claydon, flexionó el torso y agachó la cabeza hasta asegurarse de que los ocupantes pudieran verle el rostro. Los dos acompañantes habían resultado ser un flaco amigo inglés y un gibraltareño de acento impenetrable. Hartos de esperar durante horas, ambos habían dado buena cuenta de los licores del dueño de la casa hasta quedar desmañados y medio beodos. No habían puesto la menor resistencia cuando el minero les ordenó salir y esperar en el interior del carruaje; sin duda, se alegraban de poner fin a aquel tedioso asunto familiar en el que se habían visto metidos sin ningún fin ni función.

Cosa distinta fue el hijastro. Superada su confusión inicial tras el desencuentro en la alcoba, su actitud se tornó retadora. Por eso, al reconocer de nuevo en la oscuridad del camino los rasgos de aquel turbador extraño que había dado al traste con sus planes, se le encaró.

Las palabras les resultaron incomprensibles, pero su reacción no dio lugar a equívocos. Iracundo, colérico, alzando la voz.

—Híjole, indio, ¿tú entiendes algo de lo que dice este pendejo?

—Ni palabra, patroncito.

—¿A qué esperamos, pues, para hacerlo callar?

Los dos se activaron al unísono, silenciosamente coordinados. Mauro Larrea amartilló el revólver y rozó la pálida sien del inglés con el cañón. Santos Huesos le agarró entonces una mano. Temiendo lo que estaba a punto de ocurrir, los acompañantes contuvieron la respiración.

Primero se oyó el ruido del hueso al quebrarse, después el aullido.

—¿El otro también, o no?

—Yo diría más bien que sí, no vaya a ser que siga con ganas de mentar madres.

Se escuchó un segundo crujido, como si alguien partiera un puñado de avellanas. El hijastro volvió a bramar. A medida que su grito se fue apagando, no hubo más bravuconadas ni más gestos altaneros; tan sólo un quejido quedo y lastimoso como el de un cochino herido que poco a poco va perdiendo el resuello.

El arma volvió entonces al cinto de su propietario y Santos Huesos subió a la grupa, a espaldas de su patrón. Mauro Larrea golpeó el techo del carruaje con un par de palmadas contundentes para invitarles a desaparecer. Sabía, no obstante, que no las tenía todas consigo. Los pulgares rotos de las dos manos eran una razón poderosa para no volver a tentar la suerte, pero ese tipo de gente antes, después, en persona o a través de otros, casi siempre acababa por retornar.

Pasó por la calle Francos para confirmar que todo estaba en el orden previsible y dejar a Santos Huesos de nuevo en su puesto. El doctor aún no había regresado de Cádiz, la Gorostiza había pasado la tarde calmada, la criada Sagrario andaba batiendo huevos en la cocina ayudada por Trinidad. De ahí a la plaza del Cabildo Viejo tardó un suspiro.

Soledad, sentada, con el mismo vestido arrugado, las mangas igualmente descompuestas, el cuello entreabierto y sin peinarse aún, observaba abstraída el fuego en su gabinete, la pieza de la casa a la que Palmer le condujo y que él aún no conocía. Ni bastidores para bordar con hilo perlado, ni caballetes sobre los que pintar dulces amaneceres: los elementos femeninos y los ornatos eran mínimos en aquel espacio lleno de carpetas atadas con cintas rojas, libros de cuentas, cuadernos de facturas y archivadores. Los tinteros, las plumas y los secantes ocupaban el lugar en el que cualquier otra señora de su clase tendría cupidos y pastorcillos de porcelana; los pliegos de papel y las cajas de correspondencia sustituían a las novelas románticas y a los números atrasados de revistas de moda. Cuatro retratos ovalados de otras tantas hermosas criaturas con rasgos similares a los de su madre eran prácticamente las únicas concesiones a la realidad mundana.

—Gracias —susurró.

Ni lo menciones, apenas me costó esfuerzo alguno. De nada, no hay de qué. Habría podido usar cualquiera de aquellas manidas fórmulas, pero prefirió no ser hipócrita. Sí le había costado esfuerzo, claro que sí. Y desgaste. Y tensión. No sólo por la escalada temeraria que a punto estuvo de abrirle la cabeza, ni por el enfrentamiento a cara de perro con un ser despreciable. Ni siquiera por haberse visto obligado a amenazar a aquel hijo de puta a punta de pistola, o por haber dado a Santos Huesos una orden inclemente sin que le temblara la voz. Lo que en el fondo le había turbado y se le había clavado como una daga en algún sitio sin nombre era otra cosa menos fugaz y palmaria, pero mucho más hiriente: la férrea solidez que constató en la relación entre Soledad y Edward Claydon; la certeza de que entre ellos, a pesar de las circunstancias, existía una alianza titánica e invulnerable.

Sin esperar a ser invitado, sucio y desharrapado como estaba, destapó un botellón de una bandeja próxima, se sirvió una copa y se sentó en un sillón parejo. Y después mencionó lo que, al recibirlo en esa habitación, él intuyó que ella había querido hacerle saber.

—Así que eres tú quien ahora está al mando del negocio.

Asintió sin apartar los ojos de las llamas, rodeada por el cuantioso despliegue de materiales y útiles de trabajo, como si se tratara del despacho de un tenedor de libros o de un fiscal.

—Empecé a involucrarme desde que Edward tuvo los primeros síntomas, poco después de quedarme embarazada de nuestra hija pequeña, Inés. Había al parecer en su familia una tendencia a la…, digamos a la extravagancia. Y desde que fue consciente de que podía haberla heredado en su versión más atroz, se encargó de instruirme para que yo quedara al frente de todo cuando él ya no fuera capaz.

Agarró distraída el tapón de vidrio de la botella, comenzó a moverlo entre los dedos.

—Yo llevaba por entonces más de una década en Londres, volcada en mis niñas y envuelta permanentemente en una agitada vida social. Al principio me costó un mundo adaptarme, ¿sabes? Verme tan lejos de Jerez, de los míos, de esta tierra del sur y de su luz. No te imaginas la de días que pasé llorando bajo aquel cielo plomizo lamentando mi marcha, anhelando volver. Incluso en alguna ocasión pensé escaparme: meter cuatro cosas en una maleta y embarcar de tapadillo en uno de los sherry ships que a diario partían hasta Cádiz a cargar botas de vino.

El fuego pareció crepitar al compás de la risa triste con la que rememoró la descabellada idea que rondó su mente en aquellos días agridulces de su juventud.

—Pero no es difícil sucumbir ante los encantos de una metrópoli de tres millones de habitantes cuando tienes los contactos necesarios, dinero sonante y un marido pendiente de tus caprichos. Así que me aclimaté en todos los sentidos y me convertí en una asidua a soirées, compras, mascaradas y salones de té, como si mi existir fuera un interminable carrusel de vanidades.

Se levantó y se acercó a la ventana. Paseó la mirada por la plaza casi desierta bajo la luz del puñado de faroles de gas, pero quizá no fue capaz de ver nada más allá de sus propios recuerdos. Entre los dedos mantenía el tapón de cristal, rozando sus aristas con las yemas mientras proseguía.

—Hasta que Edward me propuso acompañarle a uno de sus viajes a la Borgoña y, recorriendo los viñedos de la Côte de Beaune, me anunció que debía prepararme para lo que inexorablemente se nos avecinaba. La fiesta había terminado: llegó el momento de asumir la más cruel y más penosa realidad. O yo agarraba las riendas, o nos hundíamos. Por fortuna, las crisis de su mal fueron espaciadas al principio, y así yo pude ir abriéndome paso en el negocio de su mano, aprendiendo los rudimentos, conociendo los entresijos y las relaciones. A medida que su condición se fue deteriorando, yo empecé a mover los hilos en la sombra; hace ya casi siete años que todo está en mis manos. Y así podría haber seguido de no haber sido…

—De no haber sido por el retorno de tu hijastro.

—Mientras yo estaba en Portugal cerrando la compra de una gran partida de oporto y disfrazando una vez más la ausencia de mi marido bajo mil excusas, Alan aprovechó mi viaje y logró que Edward, trastornado, sin recordar que su hijo ya había recibido su sustanciosa herencia y sin sospechar lo que aquel nuevo acto acarrearía, firmara documentos que le hacían socio nominal de la compañía y le concedían un sólido puñado de competencias y privilegios. A partir de ahí, como ya sabes, no me quedó otra opción más que empezar a actuar. Y cuando la turbiedad se hizo espesa como el barro y la salud mental de Edward se deterioró de forma irreversible, decidí volver a casa.

Seguía de pie frente a la ventana. Él se había levantado y acudido a su lado. Sus rostros se reflejaban en el cristal. Sobrios ambos, hombro con hombro, cercanos y separados por cien universos.

—Creí, ilusa, que Jerez sería el mejor refugio, un puerto seguro donde sentirme resguardada. Pensé en reorganizar radicalmente el negocio desde aquí, prescindir de proveedores europeos y centrarme en exclusiva en la exportación de sherry a la vez que mantenía a Edward apartado de todos los acechos. Empecé a tomar decisiones drásticas: dejar a un lado los claretes de Burdeos, los marsalas sicilianos, los borgoñas, los oportos, moselas y champagnes. Volver a lo que fue la esencia del negocio desde el principio: el jerez. Son unos momentos excelentes para nuestros vinos en Inglaterra; la demanda aumenta vertiginosamente, los precios se incrementan en paralelo y la coyuntura no puede ser más ventajosa.

Enmudeció unos segundos, a la espera de ordenar sus decisiones antes de seguir.

—Tanto que incluso sopesé volver a poner en labor La Templanza y la bodega de mi familia: convertirme yo misma en cosechera y almacenista sin saber, ingenua de mí, que mis hijas no acabarían heredando ese patrimonio a la muerte de mi primo Luis. En cualquier caso, organicé temporalmente las estancias de las niñas en internados y residencias de amigos con la intención de traérmelas después, cerré nuestra casa de Belgravia y emprendí el camino de vuelta. Pero me equivoqué. Calculé mal las ansias de Alan, no fui capaz de prever hasta dónde llegaría.

Aún se contemplaban en la ventana de cortinas descorridas, había empezado a caer una lluvia floja.

—¿Para qué me cuentas todo esto, Soledad?

—Para que conozcas mis luces y mis sombras antes de que cada uno siga su rumbo. El de Edward y el mío todavía no sé cuál va a ser, pero tengo que decidirlo de inmediato. A la única conclusión que he llegado esta tarde es a la de que no podemos seguir aquí, expuestos a que Alan insista en intervenir con abogados o con intermediarios o con su propia presencia, arriesgándonos a un escándalo público y a descomponer aún más la precaria salud mental de su padre. Fui una insensata al pensar que esto sería una solución.

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