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Authors: María Dueñas

La Templanza (59 page)

BOOK: La Templanza
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Le faltaba, con todo, algo fundamental. Le faltaba saber lo que él a toda costa pretendió ocultarle en un principio. Aunque, a aquellas alturas, qué más daba. Por eso dejó los cubiertos sobre el plato, echó el cuerpo hacia delante y habló en voz quebrada con rabiosa lentitud.

—No. Puedes. Frenar. Esa. Boda. Estamos. Arruinados. A-rrui-na-dos.

Casi escupió las últimas sílabas, pero el joven no pareció alarmarse. Tal vez lo intuía. Tal vez le daba igual.

—Aquí tienes propiedades. Rentabilízalas.

Resopló con furia contenida.

—No seas cerril, Nico, por lo que más quieras. Recapacita un poco, tómate un tiempo.

—Llevo semanas reflexionando y ésa es mi decisión.

—Ya están hechas las amonestaciones, la familia Gorostiza en pleno aguarda tu regreso, la niña tiene hasta el vestido de novia colgado del ropero.

—Es mi vida, padre.

Volvió a cundir entre ellos un silencio cortante que a los comensales cercanos no les pasó por alto. Hasta que Nicolás lo rompió.

—¿No piensas preguntarme por mis planes?

—Seguir dándote la gran vida, supongo —replicó con una brusquedad punzante—. Sólo que ya no tienes con qué.

—Igual estás equivocado. Igual tengo un proyecto.

—¿Dónde, si puede saberse?

—Entre México y París.

—Haciendo ¿qué?

—Abriendo un negocio.

Soltó una risotada ácida. Un negocio. Un negocio, su Nico. Por el amor de Dios.

—Comercio de piezas de arte y muebles nobles de otras épocas entre los dos continentes. Los llaman antigüedades. En Francia mueven fortunas. Y los mexicanos se vuelven locos por ellas. Hice contactos, tengo un socio a la vista.

—Tremendas perspectivas… —musitó con la cabeza baja fingiendo una profunda concentración en separar la piel de la carne del muslo.

—Y aguardando estoy también —prosiguió el joven como si no lo hubiera oído.

—¿A qué?

—Hay una mujer en la que he puesto mis afectos. Una mexicana expatriada que ansía volver, para que te quedes tranquilo.

—Ándale, pues. Cásate con ella, fecúndala con quince chamacos, sé feliz —replicó sarcástico mientras seguía afanándose con el despiece del ave.

—Imposible de momento, me temo.

Alzó por fin la vista del plato, entre el hartazgo y la curiosidad.

—Está a punto de desposarse con un francés.

Le faltó un ápice para transformar la furia en carcajada. Enamorado andaba además de una muchacha comprometida, para rematar el cúmulo de desatinos. Pero es que no vas a hacer ni una a derechas, hijo de mis entrañas.

—Ignoro por qué te asombra mi elección —añadió Nicolás con sorna afilada—. Al menos ella aún no ha pasado por el altar, ni tiene un marido enfermo encerrado en un convento, ni cuatro hijas esperándola en otra patria.

Absorbió ávido una bocanada de aire, como si éste contuviera lascas de la paciencia que tanto necesitaba.

—Basta, Nico. Ya está bien.

El chico se quitó la servilleta de las piernas y la dejó sobre la mesa sin miramiento.

—Lo mejor será que terminemos esta conversación en otro momento.

—Si lo que buscas es mi aprobación para tus desvaríos, no cuentes con ella ni ahora ni después.

—Me ocuparé entonces yo solo de mis asuntos, no te apures. Bastante tienes tú con resolver el montón de embrollos en los que andas metido.

Le vio marchar con paso enérgico y rabioso. Y una vez quedó solo en la mesa de la fonda, frente a una silla vacía y los huesos del pollo a medio comer, le embargó algo parecido a la desolación. Habría dado su alma porque Mariana hubiera estado cerca para mediar entre ellos. A cuento de qué había insistido en que su hijo se marchara a Europa justo antes de casarse, se lamentó. Qué carajo hacían ambos en esa tierra ajena que no paraba de llenarle de incertidumbres; cómo y cuándo se empezó a quebrar la férrea alianza que siempre hubo entre ellos, primero en los atroces días de las minas y luego en el esplendor de la gran capital. A pesar de sus desafíos juveniles, era la primera vez que Nicolás cuestionaba en firme su autoridad paterna. Lo hacía, además, con la fuerza de una bala de cañón lanzada contra uno de los muy escasos muros que aún quedaban alzados en su ya casi devastada resistencia.

Y entre todos los momentos inoportunos que a millones flotaban en el cosmos, por todos los diablos que había elegido el peor.

50

      

Tras dejar sobre la mesa un importe generoso sin esperar la cuenta, desde la fonda voló al caserón. El equipaje de la Gorostiza le esperaba en el zaguán.

—Agarra tú por allá, Santos, que yo levanto acá.

A esas alturas, lo mismo le daba que los jerezanos le vieran estibando bultos como un vulgar mozo de cuerda. Arriba, un, dos, tres. Listo, ándale. Todo hacía aguas por todas partes; todo se le escurría de entre las manos, qué importaba sumar a su haber una deshonra más.

Lo último que hizo antes de partir fue mandar al viejo Simón con una nota a casa del doctor. Ruego acompañes al interesado hasta Cádiz. Plaza de Mina, le había escrito. Fonda de las Cuatro Naciones. Nos veremos allá esta noche para decidir cómo proceder.

Estaba convencido de que Fatou les ayudaría a encontrar la manera de que el inglés embarcara con rumbo a Gibraltar a la mayor brevedad y, hasta que ese momento llegara, no tenía más argucias ni más componendas: alojar al hijastro en un cuarto de hotel era todo lo que se le había ocurrido. Que esperara su transporte cerca del muelle mientras ellos despachaban a la Gorostiza hasta La Habana en su barco de sal. Dios diría después.

Para cuando llegaron a Cádiz a la caída de la tarde, la esclava seguía llorando como una criatura de pecho. Santos Huesos, hosco como casi nunca, se había limitado a contestar a las preguntas de su patrón a lo largo del camino con monosílabos. Lo que me faltaba, farfulló para sí.

—Den un paseo, vayan despidiéndose —les dijo al aproximarse al portón claveteado de la calle de la Verónica—. Y arréglatelas como puedas para que se calme, Santos: no quiero escenas cuando vea a su ama.

—Pero ella me lo prometió… —volvió a hipar Trinidad.

Estalló entonces en unos sollozos tan afilados que hicieron volver algunas cabezas entre los viandantes. El espectáculo era cuando menos pintoresco: una mulata con un vistoso turbante encarnado lloraba como si fueran a degollarla mientras un indígena con el pelo a media espalda intentaba sin fruto serenarla, y un atractivo señor de aspecto ultramarino contenía a duras penas su irritación ante los dos. En las elegantes casas vecinas, con discreto afán fisgón, se abrieron unos cuantos cierros.

Les lanzó una mirada asesina. Lo último que necesitaba en ese momento era añadir contratiempos gratuitos a la cuenta de favores adeudados que ya tenía pendiente con Fatou. Y si no lo frenaba rápido, con ese número de opereta en plena calle estaba a un paso de conseguirlo.

—Cállala, Santos —masculló antes de darles la espalda—. Por tus muertos, cállala.

Volvieron a recibirlo Genaro y sus toses.

—Pase usted, don Mauro, le están esperando.

Esta vez no lo acogieron en la sala de las visitas comerciales, sino en la estancia del piso principal. La de las noches de charla con la estufa encendida y el café y el licor. La familiar. El matrimonio, con los rostros todavía un tanto demudados a pesar del esfuerzo por disimularlo, ocupaba un diván de damasco bajo una pareja de bodegones al óleo llenos de hogazas, cántaros de barro y perdices recién cazadas. Junto a ellos, sentada en una butaca, Soledad lo recibió serena en apariencia, con una escuetísima señal de bienvenida que sólo él percibió. Bajo su calma forzada, sin embargo, Mauro Larrea sabía que seguía batiéndose a duelo contra una tropa de inquietantes belcebús.

Vámonos, vámonos de aquí, quiso decirle cuando sus miradas se cruzaron. Levántate, déjame que te abrace primero; déjame que te sienta y te huela, y te roce los labios y te bese en el cuello y te tiente la piel. Y luego agárrate fuerte a mi mano y vámonos. Subamos a un barco en el muelle: a cualquiera que nos lleve lejos, donde no nos acosen las calamidades. Al Oriente, a las Antípodas, a la Tierra de Fuego, a los mares del Sur. Lejos de tus problemas y de mis problemas; de las mentiras conjuntas y de los embustes de cada cual. Lejos de tu marido demente y de mi caótico hijo. De mis deudas y tus fraudes, de nuestros fracasos y del ayer.

—Buenas tardes, amigos míos; buenas tardes, Soledad —fue lo que dijo en cambio.

Le pareció que ella, con un gesto casi imperceptible, había replicado ojalá. Ojalá pudiera. Ojalá yo no tuviera lastres ni ataduras, pero ésta es mi vida, Mauro. Y allá donde yo vaya, mis cargas conmigo habrán de venir.

—Bien, parece que todo se va resolviendo.

Las palabras de Antonio Fatou hicieron estallar en el aire sus absurdas fantasías.

—Ansioso estoy por oír los avances —anunció sentándose—. Les ruego disculpen mi demora, pero unos cuantos asuntos importantes me obligaron a retornar a Jerez.

Le detallaron los preparativos: en cuanto terminaron de trasvasar la sal gruesa de las marismas de Puerto Real, Fatou mandó adecentar las parcas camaretas y se ocupó del suministro necesario. Limpieza a fondo, colchones, mantas, un considerable refuerzo de agua y comida. Caprichos incluso, añadidos por la mano misericordiosa de Paulita, su mujer: jamón dulce, galletas inglesas, guindas en almíbar, lengua trufada. Hasta un gran frasco de agua de Farina añadió. Todo con la intención de mitigar las deplorables comodidades de un viejo buque de carga que jamás imaginó que acabaría llevando en sus entrañas a una regia señora a la que todos querían mandar lejos cual si incubara sarna perruna.

Aunque no zarparían hasta la mañana siguiente, habían decidido embarcarla esa misma noche. Sin luz, para que no fuera del todo consciente de la situación hasta que Cádiz no se hubiera perdido en la distancia.

—No disfrutará de las comodidades de una pasajera de cámara en un navío convencional, pero confío en que sea una travesía razonablemente llevadera. El capitán es un vizcaíno de absoluta confianza y la tripulación, escasa y pacífica; nadie la molestará.

—Y viajará con ella su criada, por supuesto —apuntó Sol.

—Su esclava —corrigió él.

La misma muchacha que suplicaba desconsolada que la dejaran quedarse junto a Santos Huesos. La que sollozaba por su libertad pactada en un trato tan frágil como una lámina de hielo.

—Su esclava —asintieron algo incómodos los demás.

—El equipaje ya está también listo —anunció.

—En tal caso —dispuso Fatou—, creo que podemos proceder.

—¿Me permitiría antes hablar con ella en privado? Intentaré que sea breve.

—Cómo no, Mauro, por favor.

—Y le agradecería que también me prestara algunos útiles de escribir.

La Gorostiza lo recibió contenida en apariencia. Con el mismo vestido que el día anterior y el cabello otra vez tenso; sin afeites ni esos polvos de arroz a los que tan dada era en Cuba. Sentada junto al balcón en su habitación de invitados entelada en toile de Jouy, junto a la luz de un tenue quinqué.

—Sería una hipocresía por mi parte decirle que lamento que nada haya salido como usted esperaba.

Ella desvió la mirada hacia la noche temprana tras las cortinas y los cristales. Como si no lo hubiera oído.

—Con todo, confío en que arribe a La Habana sin mayores percances.

Seguía impertérrita, aunque probablemente bullía por dentro y no le faltaran ganas de decirle maldito seas.

—Hay un par de asuntos, no obstante, que quiero tratar con usted antes de su partida. Puede o no colaborar conmigo, como guste, pero de ello dependerá el estado en que desembarque. Supongo que no le agradará la idea de llegar al muelle de Caballería hecha una piltrafa: agotada y sucia, sin haberse cambiado de ropa en varias semanas. Y sin un peso.

—¿Qué usted quiere decir, desgraciado? —preguntó por fin, rompiendo el falso letargo.

—Que ya está todo previsto para su embarque, pero no pienso devolverle su equipaje hasta que no se avenga a solventar dos cuestiones.

Esta vez sí le miró.

—Es usted un hijo de mala madre, Larrea.

—Contando con que la mía me abandonó antes de cumplir los cuatro años, no veo manera de contradecir tal afirmación —replicó acercándose al pequeño buró que ocupaba una esquina de la alcoba. Sobre él depositó el papel, la pluma bien afilada, el tintero de cristal y el secante que Fatou acababa de proporcionarle—. Bien, cuanto menos tiempo perdamos, mejor. Haga el favor de sentarse aquí y prepárese para escribir.

Se resistió.

—Le recuerdo que no sólo está en juego su guardarropa. El dinero de su herencia que traía cosida al interior de las enaguas, también.

Diez minutos y unos cuantos improperios después, tras múltiples rechazos y reproches, logró que transcribiera una a una las palabras que él le dictó.

—Prosigamos —ordenó tras soplar la tinta sobre el papel—. El segundo de los asuntos tiene que ver con Luis Montalvo. La verdad completa, señora. Eso es lo que me apremia saber.

—Otra vez el dichoso Comino… —replicó agria.

—Quiero que me diga por qué acabó nombrando heredero a su marido.

—¿Y a usted qué le importa? —le espetó furiosa.

—Se está arriesgando a que por toda La Habana se sepa el penoso estado en el que llegó de su gran viaje a la madre patria.

Se clavó las uñas en las manos y cerró unos segundos los ojos, como si quisiera controlar su furia.

—Porque así se hacía justicia, señor mío —dijo al fin—. Eso es todo lo que tengo que explicarle.

—Se hacía justicia, ¿a qué?

Sopesando si avanzar algo más o cerrarse en banda, la Gorostiza se mordió un labio. Él la contemplaba con los brazos cruzados. En pie, férreo, a la espera.

—A que mi esposo hubiera cargado con una culpa ajena durante más de veinte años. Y, a causa de ella, haber sufrido el destierro, el desprecio de los suyos y el aislamiento de por vida. ¿No le parece suficiente?

—Hasta que no comprenda a qué culpa se refiere, no se lo podré decir.

—A la culpa de ser el causante de la muerte del primo.

Se hizo un silencio espeso, hasta que ella fue consciente de que ya no le quedaba más salida que terminar.

—Él nunca disparó aquel tiro.

Apartó ahora la mirada, volvió a dirigirla a través de los cristales.

—Siga.

Apretó los labios hasta hacerles perder el color, negándose.

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