Authors: María Dueñas
Se oyó entonces un ruido aterrador, como las ramas tronchadas de un árbol gigantesco. A continuación llegó el sonido de piedras y cascotes rodando, chocando entre sí. Se ha desplomado parte del claustro, anunció a gritos un muchacho que apareció a la carrera desde un lateral. Soledad volvió a apretar los puños, los tendones del cuello se le tensaron. Mauro Larrea la contempló de reojo, intuyendo lo que iba a venir a continuación.
—No —zanjó rotundo. Y, a modo de tranca, extendió un brazo en horizontal contra su cuerpo, frenando el paso que ella pretendía dar.
—Tengo que encontrarlo, tengo que encontrarlo, tengo que encontrarlo…
La catarata comenzó a borbotear en sus labios con cadencia febril. Al ser consciente de que el brazo del minero iba a seguir bloqueándola como una barrera, ella se volvió hacia el doctor.
—Tengo que entrar, Manuel, tengo que…
La reacción de su amigo fue idénticamente firme. No.
La sensatez apuntaba a que ambos hombres tenían razón. Las llamas ya no ardían con la furia de horas antes, pero las secuelas amenazaban con la misma magnitud. Con todo. Aun así.
Fue entonces cuando ella, en un movimiento felino, se deshizo de su brazo y lo agarró por las muñecas con la fuerza de dos cepos de caza, obligándole a mirarla de frente. A pesar de lo improcedente, al cuerpo y el ánimo del minero, como empujados por un caudal salido de madre, retornaron en tropel mil sensaciones. El beso profundo que los había unido sólo unas horas antes, voraz y glorioso entre las sombras. Su boca recorriéndola hambriento, ella entregada sin evasivas; las manos que ahora le presionaban como tenazas transitando entonces ávidas por la nuca masculina, por el rostro, por los ojos, abriéndose paso en las sienes para enredarse entre el pelo, bajando por el cuello, clavándose en los hombros, aferradas a su pecho, a su torso, a su esencia y su ser. Las entrañas y el deseo de Mauro Larrea, ajenos a la frialdad de cirujano que el momento requería, se volvieron a avivar como candelas sopladas por un gran fuelle de cuero. Deja de desbarrar, cabrón, se ordenó a sí mismo con brutalidad.
—Tengo que encontrarlo…
No le costó anticipar lo que a continuación pretendía pedirle. En algún lugar del convento, quizá en algún rincón piadosamente indultado por las llamas, tal vez en alguna esquina que misericordiosamente no llegó a ser rozada por el fuego, puede que Edward se esté aún aferrando a una brizna de esperanza. Puede que siga vivo, Mauro. Si no me dejas entrar, encuéntralo tú por mí.
—Pero ¿es que te has vuelto loco tú también, hombre de Dios? —tronó el doctor.
54
Un cubo de agua, pidió en un grito. La voz se corrió. Un cubo de agua, un cubo de agua, un cubo de agua. En segundos tuvo tres a sus pies. Se arrancó entonces levita y corbata, remojó el pañuelo, se tapó con él la boca y la nariz. A lo largo de su vida había sido testigo de un buen puñado de incendios tremebundos: el fuego era algo consustancial a las minas. En el fondo de tiros y socavones habían quedado amigos, compañeros y empleados, cuadrillas enteras a menudo tragadas por las llamas; abrasados, o asfixiados, o aplastados por el derrumbe de las estructuras. Él mismo había escapado por los pelos en más de una ocasión. Por eso sabía cómo debía actuar y por eso también tenía una conciencia diáfana de que lo que estaba a punto de hacer era una temeridad monstruosa.
El doctor seguía abroncándole con nulos resultados; los parroquianos le lanzaban sus cautelas precavidos. Tenga cuidado, señorito, que el fuego es muy traicionero. Hubo mujeres que se persignaron, alguna arrancó un avemaría, una vieja contrahecha peleaba entre el gentío por llegar hasta él para rozarle con la estampa de una Virgen. Nico sopesó acompañarle, se empezó a despojar de ropa. Atrás, bramó él, movido por el más desnudo instinto animal: el que lleva al padre a proteger a su estirpe frente a las inclemencias y las desventuras y los enemigos y los sinsabores. El muchacho, a pesar de su reciente rebeldía en otros flancos, supo que tenía perdida la batalla.
La última imagen que le quedó en la retina antes de adentrarse en las tinieblas fue el pavor en los ojos de Soledad.
Avanzó entre humo aplastando ascuas, hundió los pies en montones de cenizas que aún ardían. Se guiaba por el más puro instinto, sin orientación. Los vanos eran diminutos, apenas entraba luz. Los ojos tardaron poco en empezarle a escocer. Se tambaleó al encaramarse a un montón de cascotes, logró apoyarse en una columna de piedra, bufó una blasfemia al notar la temperatura que desprendía. Atravesó luego lo que debió de haber sido la sala capitular, con parte del techo caído y el banco que recorría su perímetro reducido a astillas carbonizadas. Se alzó el pañuelo mojado que le cubría parte del rostro, inspiró con ansia, expulsó el aire, siguió adelante. Supuso que avanzaba hacia la zona más privada del convento. Pisó piedras, pisó esquirlas y cristales. Con el resuello quebrado recorrió lo que intuyó que fueron las celdas de las monjas. Pero no halló sombra humana: tan sólo jofainas despedazadas, esqueletos de catres y, de vez en cuando, en el suelo, un libro de oraciones destripado o un crucifijo caído bocabajo. Alcanzó el final del largo corredor respirando a sacudidas y emprendió la desandada. Apenas había avanzado un par de varas cuando oyó un estrépito atronador a su espalda. Prosiguió impetuoso sin mirar atrás: prefirió no ver el muro de mampostería que acababa de desmoronarse dejando un hueco abierto al cielo. De haber caído unos segundos antes, le habría machacado el cráneo.
Regresó a la zona común empapado en sudor, su propia respiración le atronaba los oídos. Tras el refectorio, con la larga mesa y los bancos calcinados, se adentró casi a ciegas en las cocinas. Le ardía la garganta, apenas veía. El pañuelo que lo protegía se le había llenado de polvo espeso, empezó a toser. Intentó dar a tientas con una pipa de agua ansiando poder hundir en ella la cabeza, pero no la encontró. Un tabique desplomado sobre una cantarera había derramado más de una arroba de aceite por las losas de barro; resbaló, rebotó contra un poyete, cayó después de costado sobre el codo izquierdo, soltó un aullido animal.
Transcurrieron unos minutos infernales, el dolor le impedía recuperar el aliento. Arrastrándose sobre el charco untuoso del jugo de las olivas, logró a duras penas sentarse con el brazo pegado al torso, apoyando la espalda contra los restos de un muro medio caído. Se palpó con precaución, volvió a bramar. El hueso del codo se había salido de su sitio, convirtiéndose en una obscena protuberancia. Rasgando con los dientes, logró arrancarse a tirones la manga de la camisa. La retorció con los dedos, hizo con ella una bola informe, se la metió en la boca, la mordió con toda la fuerza de la quijada. Una vez prietos los dientes y las muelas, jadeando todavía y resollando por la nariz, con la mano derecha comenzó a manipular el antebrazo izquierdo. Primero lo hizo de una forma lenta y delicada y, al cabo de unos segundos, cuando lo tuvo medio engañado, se dio un salvaje tirón que le arrancó lágrimas como puños y le obligó a volver a un lado la cabeza para escupir el gurruño de tela. Después, como quien se saca del alma a Belcebú, vomitó con una arcada feroz.
Dejó pasar unos minutos con los ojos cerrados y las piernas extendidas sobre el aceite, con el olor a quemado tatuado en la pituitaria, la espalda caída a plomo, su propio vómito a un palmo de distancia y un brazo acunando al otro. Igual que hiciera tantas veces con Mariana y Nico cuando les acosaban las pesadillas en las noches de la infancia; como haría con el cuerpecito tibio de la pequeña Elvira recién llegada a la vida cuando la adversa fortuna se cansara de darle correazos.
Las sienes dejaron poco a poco de bombearle, la respiración se le fue tornando acompasada y el mundo empezó a rodar sobre el eje de siempre, con el hueso dislocado de vuelta a los cuarteles. Fue entonces, mientras intentaba levantarse, cuando le pareció oír algo. Algo distinto a los ruidos que le habían acompañado desde que entrara al convento. Se dejó caer de nuevo, volvió a cerrar los ojos y aguzó el oído. Frunció el entrecejo mientras lo escuchaba por segunda vez. A la tercera, ya no tuvo duda. El sonido debilitado pero inconfundible que le llegaba era el de un ser vivo peleando por salir de un sitio donde sin duda no quería estar.
—¿Alguien puede oírme? —gritó.
Por respuesta, volvió a llegarle el eco de golpes amortiguados sobre la madera.
Logró por fin escapar del aceite viscoso, avanzó empapado y resbaladizo hacia el lugar del que provenían los ruidos, en el doblez de un pasillo que probablemente comunicara la cocina con alguna otra dependencia secundaria. La despensa, el obrador, quizá el lavadero. El acceso, en cualquier caso, era inexistente: una barrera de escombros impedía abrir la puerta.
Primero logró desplazar las vigas caídas levantándolas a oscuras pulgada a pulgada con un hombro y otro hombro, según la posición. Después comenzó a mover piedras con un solo brazo. Imposible calcular el tiempo que tardó en liberar la entrada, igual fue media hora que tres cuartos, que hora y media. En cualquier caso, acabó por conseguirlo. Para entonces, del otro lado aún no había salido voz alguna y él prefirió no anticipar identidades. Tan sólo, de cuando en cuando, oía el impacto de un puño nervioso, anhelante por volver a ver la luz.
—Voy a entrar —avisó mientras retiraba los últimos cascotes.
Pero no llegó a hacerlo, porque antes de rozar siquiera su superficie, la puerta se abrió con un quejido lastimoso. A la vista quedó un rostro demacrado bajo un cabello muy corto, con un rictus de angustia infinita como grabado con un buril.
—Sáqueme de aquí, por lo que más quiera.
La voz era opaca y los labios apenas dos rayas blanquecinas.
—¿Y él?
Ella negó lentamente con la cabeza, apretando los párpados. Tenía la piel del color de la cera y una quemadura profunda en un pómulo. No lo sé, musitó. Que el Señor me perdone con su clemencia infinita, pero no lo sé.
55
Se oyeron gritos de júbilo entre el gentío. ¡Milagro, milagro!, corearon las mujeres entrelazando los dedos a la altura del pecho y elevando los ojos al cielo. ¡La beata Rita de Casia ha hecho un milagro! ¡El Niño de la Cuna de Plata ha hecho un milagro! Se oyeron palmas, se oyeron loas. Los zagales daban saltos y lanzaban pitos con huesos huecos de melocotones. Un vendedor de carracas hacía sonar desaforado su mercancía.
Sol Claydon y los hombres a sus flancos, sin embargo, mantuvieron un silencio pétreo con la respiración contenida.
Las siluetas emergían de la oscuridad cada vez con mayor nitidez. Mauro Larrea, inmundo y con el torso desnudo, llevaba agarrada a la madre Constanza. O a Inés Montalvo, según. La ayudaba a sortear restos calcinados y rescoldos que aún echaban humo a fin de evitar que se quemara los pies descalzos. Él había improvisado un cabestrillo con los pringosos restos de la camisa, para seguir acunando su brazo díscolo. Ambos entrecerraron los ojos al recibir la luz de la mañana.
No, fue la respuesta que dio desde la distancia y sin palabras al rostro acongojado de Soledad. No encontré a tu marido. Ni vivo ni muerto. No está.
Se separó entonces de la religiosa, notó a Nico a su vera recibiéndolo eufórico, alguien le tendió un jarrillo de agua fría que bebió con avidez; su hijo le echó después un cubo entero por encima y con él se arrancó del cuerpo una capa de ceniza mezclada con aceite y sudor. La desazón, sin embargo, se le quedó incrustada dentro de todos los poros.
Mientras todo eso ocurría, él no había dejado de mirarla. O de mirarlas. A las dos. Unos cuantos pasos, el amor de un hombre y más de media vida bajo distintas banderas separaban a las hermanas Montalvo. Una se cubría con vestimentas distinguidas, la otra con un burdo camisón de lienzo medio quemado. Una llevaba la melena recogida en un moño que a esas horas ya estaba prácticamente deshecho pero que, con todo, aún denotaba su elegancia natural. La otra, sin toca, tenía el cráneo casi rasurado y una quemadura que el tiempo acabaría tornando en una fea cicatriz.
A pesar de la abismal incongruencia entre el aspecto de ambas, él por fin percibió cuán parecidas eran.
Se observaban cara a cara, inmóviles. Soledad fue la primera en reaccionar, dando un paso lento hacia Inés. Luego otro. Y un tercero. Alrededor de ambas se había despejado el espacio y se había hecho el silencio. Manuel Ysasi se tragaba la zozobra como quien traga una amarga medicina; Palmer parecía a punto de perder su flema ante la persistente falta de noticias de milord. Nicolás, ajeno a gran parte de la historia, intentaba intrigado atar cabos sin lograrlo. Mauro Larrea, con el agua de un segundo cubo todavía chorreándole sobre el pelo y el pecho, se sostenía el codo atenazado por el dolor mientras seguía preguntándose dónde carajo podría haberse metido el esposo perturbado.
La bofetada restalló como un latigazo, alrededor sonaron voces de estupor. Inés Montalvo, con el rostro vuelto por el efecto del golpe, comenzó a sangrar por la nariz. Transcurrieron unos momentos agónicos, hasta que lentamente enderezó la posición de la cabeza, frente a frente de nuevo con su hermana. No se movió ni una mera pulgada más. No se llevó la mano a la mejilla enrojecida, ni soltó una protesta o un quejido. Sabía lo que aquello significaba, el porqué de esa violencia incontenible. Unos gruesos goterones de sangre le rodaron por el camisón.
Fue entonces cuando Sol, descargada de su rabia, abrió los brazos. Esos brazos largos que a él le cautivaban y le seducían y que jamás se cansaba de contemplar. Los que le abrazaron en Cádiz en la madrugada bajo el cobijo de la torre de San Agustín; los que se extendieron como alas de gaviota para mostrarle la sala de juego de los Montalvo y reposaron en su espalda cuando bailaron juntos valses y polonesas hacía ya un siglo. ¿O quizá fue tan sólo un par de noches atrás? Sus brazos, en cualquier caso. Cansados ahora, entumecidos por la tensión de los últimos días y las últimas horas. Con ellos se aferró al cuello de su hermana mayor. Y las dos, cobijadas una en otra, por los tiempos pasados y el dolor del presente, arrancaron a llorar.
—Tiene que venir ahora mismo, don Mauro.
Se giró brusco. En la laringe se le atragantaba todavía una masa compacta de cenizas mezcladas con saliva.
Quien le hablaba era Simón, el viejo criado, recién llegado a su vera.
—A no más tardar, señorito. —Bajo el pelo cortado a trasquilones y tras la piel cuarteada como un odre centenario, el hombre se veía aterrado—. Véngase conmigo ahora mismito a su casa, por lo que más quiera.