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Authors: María Dueñas

La Templanza (64 page)

BOOK: La Templanza
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Creyó entenderlo. El grumo seguía atorado, cada vez más espeso a la altura de la nuez.

—¿Hace falta que nos acompañe el doctor?

—Mejor que sí.

Salieron de la plaza otra vez a empujón limpio y avanzaron sin mediar palabra, reservándose las energías para apretar el paso. Algunas cabezas se voltearon estupefactas ante su aspecto. Calle de la Carpintería, de la Sedería, plaza del Clavo. La Tornería al fin.

Angustias les esperaba descompuesta en el zaguán. A su lado, tres hombres que a todas luces la estaban estorbando y que evidentemente no eran la razón por la que el anciano sirviente salió en su busca.

—¡Por fin, amigo Larrea! ¡Buenas noticias traemos!

La sonrisa triunfal que se acababa de extender en la boca carnosa del tratante de fincas se le borró al ver su aspecto. Tras él, los madrileños se pusieron en guardia. Dios bendito, qué le ha pasado al indiano, de dónde sale con esa pinta infame. Sin camisa bajo la levita, empapado, goteando mugre y aceite. Con los ojos enrojecidos como heridas abiertas y apestando a chamusquina. ¿De verdad venimos a cerrar un trato con este individuo?, parecieron decirse al cruzar la mirada.

Él entretanto se esforzó por recordar sus nombres. No lo logró.

—Ya les he dicho yo a los señores que no era buen momento para hablar con usted, señorito —se excusó torpemente Angustias—. Que mejor volvieran por la tarde. Que hoy tenemos…, que hoy tenemos que atender otros menesteres.

Si hubiera tenido un par de minutos para pensar con lucidez, quizá se habría comportado de otra manera. Pero los nervios acumulados le jugaron una mala pasada. O tal vez fue el agotamiento. O el destino, que ya estaba escrito.

—Lárguense.

Al intermediario le tembló la papada.

—Mire usted, don Mauro, que los señores ya se han decidido y tienen los cuartos.

—Fuera.

El potencial comprador y su secretario le seguían contemplando. Pero qué es esto, murmuraron entre dientes. Pero qué le ha pasado a este señor, con lo firme y lo solvente que parecía.

El rostro de Zarco se había teñido de rojo, sobre la frente le brillaban gotas de sudor gordas como arvejones.

—Mire usted, don Mauro… —repitió.

Entre brumas, le pareció recordar que aquel hombre no era más que un honesto tratante al que él mismo había requerido sus servicios. Pero eso debió de ser en otra vida. Hacía por lo menos una eternidad.

El intermediario se le acercó y bajó el tono, como intentando ganar confianza.

—Están dispuestos a pagar todo lo que pidió la señora —susurró casi—. La compra más abultada que se ha hecho en esta tierra en mucho tiempo.

Lo mismo le habría dado que Zarco le hablara en arameo.

—Salgan, hagan el favor.

Sin una palabra más, se adentró en el patio.

Dónde se habrá cogido la curda que lleva encima, le pareció que le susurraba el secretario al rico madrileño. Si parece recién salido de una cochiquera. Eso fue lo último que oyó. Y le importó bien poco.

A su espalda, el potencial comprador hizo un gesto de soberbio desagrado. Estos americanos de nuestras viejas colonias, así es como son. Por haberse empeñado en romper con la madre patria, ya vemos cómo les va. Volubles, frívolos, jactanciosos. Otro gallo les cantaría si no hubieran sido tan rebeldes.

El gordo, conmocionado, se limpiaba entretanto el sudor con un pañuelo inmenso.

El doctor fue el último en intervenir:

—Vaya a refrescarse un poco, buen hombre, que le va a dar una alferecía. Y ustedes, amigos, ya han oído al señor Larrea. Les ruego respeten su voluntad.

Se marcharon furibundos y con ellos rodaron calle abajo todos sus proyectos y esperanzas. El capital para regresar a México, para recuperar sus propiedades, su estatus, su ayer. Para casar o no a Nico. Para volver con orgullo recobrado al pellejo del hombre que un día fue. Seguramente, cuando lograra ver las cosas con la razón menos turbada, se arrepentiría de lo hecho. Pero ahora no había tiempo para reflexionar sobre lo procedente o lo inconveniente de la decisión, les apremiaban otras urgencias.

—¡Tranca la puerta, Simón! —ordenó Angustias con un grito punzante.

A pesar de la artrosis y de las muchas fatigas que llevaba hincadas en los huesos, tan pronto se vio liberada de los visitantes salió escaleras arriba embalada como una liebre, alzándose las sayas con las manos y dejando a la vista sus decrépitas pantorrillas desnudas.

—Corran, señoritos; corran, corran…

Subieron de dos en dos los escalones. La añosa criada se paró en seco al llegar al antiguo comedor. Bajo el dintel, se persignó y se besó ruidosamente la cruz que formó con el pulgar y el índice. Después se hizo a un lado y les dejó contemplar la escena.

Estaba sentado de espaldas a la puerta. Erguido, en una de las cabeceras de la gran mesa de los Montalvo. La misma mesa en la que se sirvió el almuerzo tras su propia boda, la misma en la que cerró tratos con el viejo don Matías degustando el mejor oloroso de la casa. La mesa en la que rió a carcajadas con las ocurrencias de sus tremendos amigos Luis y Jacobo, e intercambió miradas galantes con dos bellezas casi adolescentes entre las que acabó eligiendo a la que habría de ser su mujer.

Los hombres se adentraron con paso cauteloso en la estancia. Primero le vieron de perfil: un contorno patricio, anguloso, con la nariz afilada y la boca entreabierta. Como un normando aristocrático, así le había descrito el doctor. Conservaba una mata leonina de pelo rubio entreverado con mechones de plata; ni pizca de grasa en el cuerpo huesudo, mal cubierto por una arrugada camisa de dormir. Las manos, nervudas y marchitas, reposaban paralelas sobre la mesa, con los dedos limpiamente separados. Se acercaron con lentitud manteniendo un respetuoso silencio.

Al fin le vieron de frente.

Dos cuencas profundas guarecían los ojos abiertos. Claros, vidriosos, desorbitados.

En la pechera, chorros de sangre. En la garganta, clavada, una escuadra de cristal.

Al médico y al minero se les heló el corazón.

Edward Claydon, libre de las ataduras de la lógica y la lucidez, fruto de la sinrazón o en un acto de irracional entrega, se había quitado la vida sesgándose la yugular con precisión quirúrgica.

Lo contemplaron unos segundos eternos.

—Memento mori —musitó Ysasi.

Se acercó entonces y le cerró los párpados con delicadeza.

Mauro Larrea salió a la galería.

Apoyó las manos sobre la balaustrada, flexionó el cuerpo por la cintura y apoyó la frente sobre la piedra, sintiendo el frío. Habría dado el aliento por ser capaz de rezar.

Entre agua o entre fuego veo yo que alguien se marcha, le había dicho una vieja gitana sin dientes al leerle la buena fortuna hacía al menos un milenio. O tal vez fue tan sólo un puñado de noches atrás. Qué más daba. El marido de Soledad había desencadenado un fuego atroz y después había huido de él para emprender, desde aquel caserón decrépito en el que años atrás fue feliz, un camino sin retorno a la oscuridad. Desprovisto de conciencia, de razón, de miedos. O no.

Sin alzarse, Mauro Larrea buscó un pañuelo por los bolsillos, pero sólo halló restos de papel mojado e ilegible. En el remite de lo que fuera una carta, donde antes se leía Tadeo Carrús, había ahora una mancha borrosa de tinta y aceite. La desmigajó entre los dedos sin mirarla, dejó caer los pedazos a sus pies.

Notó una mano sobre la espalda arqueada, no había oído los pasos. Después, la voz del médico.

—Vámonos.

56

      

Septiembre le trajo su primera vendimia y, con ella, la bodega se inundó de vida. Por los postigos permanentemente abiertos entraban y salían carros llenos del mosto de la uva pasada por los lagares; el suelo estaba perpetuamente mojado y eran legión las voces, los cuerpos y los pies en movimiento.

Un año había transcurrido desde que aquellas yanquis vestidas como cuervos llegaron intempestivamente a la casa mexicana que fue suya y que ya no lo era, para anunciarle la ruina y desviar su camino hacia la incertidumbre. Cuando echaba la vista atrás, sin embargo, a veces le parecía que entre aquel ayer y su presente habían transcurrido unas cuantas centurias.

Pese a sus reticencias iniciales, acabó siendo el dinero de su consuegra el que le ayudó a dar sus primeros pasos para levantar de nuevo el legado de los Montalvo: lo que la anciana condesa quería al fin y al cabo era una óptima inversión, y él estaba dispuesto a darle réditos cuando llegara el momento. Mariana, por su parte, lo apoyó en la distancia. Olvídate de volver a ser quien fuiste, inténtalo mirando otro horizonte. Llegues a donde llegues, en este lado del mundo estaremos orgullosas de ti.

Tadeo Carrús murió tres días después de cumplirse la fecha límite de aquel primer plazo de cuatro meses que él no llegó a cumplir. Contraviniendo las amenazas del usurero, su hijo Dimas no reventó los cimientos de la casa; ni siquiera destrozó una losa o un cristal. Una semana después de darle a su progenitor una mísera sepultura y para pasmo de toda la capital, se instaló en el que fuera el palacio del viejo conde de Regla con su brazo marchito y sus perros entecos, dispuesto a asentarse permanentemente en su nueva posesión.

Al final del otoño comenzó el vínculo de Mauro Larrea con La Templanza, entre las viñas y en su propio interior. En diciembre buscó gente, enero anunció siembra, febrero fue alargando los días; marzo vino con lluvia y en abril el verde comenzó a despuntar. Mayo llenó las tierras albarizas de vides blandas, junio trajo la poda, a lo largo del verano levantaron las varas de las de las cepas para airear los racimos y evitar que rozaran la tierra caliente, y en agosto asistió al milagro del fruto pleno.

A la par que la retina se le empapaba de aquellas lomas blancas cuadriculadas por las hileras de cepas, poco a poco fue adquiriendo sus primeras letras en las fases y los modos centenarios del cuidado de las vides. Aprendió a discernir los pagos y las nubes; a distinguir entre los días en que el seco y temible levante africano trastornaba la paz de las viñas, y aquéllos en los que soplaba un poniente húmedo que llegaba benigno desde el Atlántico cargado de sales marinas. Y al ritmo de las estaciones, las faenas y los vientos, buscó también consejo y sabidurías. Oyó a los viejos, a los jornaleros, a los bodegueros. Con unos compartió tabaco de picadura en los eternos tabancos, en los colmados y las tiendas de montañeses. A otros, sentado junto a ellos a la sombra de una parra, les escuchó mientras majaban el gazpacho en un dornillo. Ocasionalmente, muy ocasionalmente, tan sólo cuando necesitaba respuestas o lo acechaban las dudas, disfrutó de notas de piano y copas talladas con mil matices en los salones entelados de las grandes familias del vino.

Los mismos ojos que durante décadas se movieron por las tinieblas del subsuelo se acostumbraron a las largas horas de inclemente claridad solar; las manos que arañaron la tierra profunda en busca de vetas de plata se metieron entre los pámpanos para palpar la turgencia de los racimos. La mente que siempre anduvo llena de ambiciosos proyectos por montones se mantuvo tenaz en un único objetivo, preciso y tangible: recomponer aquella debacle y volver a arrancar.

Compró un caballo árabe con el que recorrió trochas y caminos, recuperó el vigor del brazo lacerado en el convento, se dejó crecer una barba espesa, adoptó a un par de perros famélicos que por allí vagaban y, aunque alguna noche esporádica apareció por el casino para compartir un rato de charla con Manuel Ysasi, la mayor parte del tiempo convivió con la pureza de un silencio al que apenas le costó acostumbrarse. De la vieja casa de viña de La Templanza hizo su hogar tras cerrar a cal y canto el caserón de la Tornería y, cuando llegó el calor, más de una madrugada durmió al raso, bajo el mismo firmamento plagado de puntos brillantes que en otras latitudes arropaba a esas presencias a las que se esforzaba con escaso logro en dejar de echar en falta. Se habituó, con todo, a coexistir con otras luces y otros aires y otras lunas, y poco a poco fue haciendo suyo ese rincón de un Viejo Mundo al que jamás imaginó que acabaría regresando.

Aquella penúltima mañana de vendimia escuchaba atento las apreciaciones de su capataz. En el bullicioso patio empedrado de la bodega, de espaldas, con las mangas de la camisa arremangadas, las manos en las caderas y el pelo revuelto por el constante ir y venir. Hasta que, a mitad de una frase sobre las carretadas que iban entrando, el antiguo trabajador de don Matías de edad considerable y faja ceñida que ahora trabajaba para él desvió la mirada por encima de su hombro y paró el parlamento en seco. Fue entonces cuando se giró.

Habían pasado más de nueve meses desde que Soledad saliera de Jerez y de su vida. Sin su marido al lado, ya no tuvo necesidad de esconderse junto a la desembocadura del Duero, o en La Valeta frente al Mediterráneo, o en ningún recóndito château francés. Por eso realizó tan sólo el movimiento más sencillo y razonable: regresó a Londres, a su mundo. Lo más natural. Ni siquiera llegaron a despedirse en medio de aquellos turbios días de duelo y desasosiego tras la muerte de Edward Claydon; por todo adiós recibió una de las impersonales tarjetas de cortesía con borde negro que ella envió a sus conocidos y amistades a fin de agradecer las condolencias. Dos o tres amaneceres después, con su leal servicio, sus muchos baúles y su dolor a cuestas, simplemente se marchó.

Avanzaba ahora hacia él con el paso airoso de siempre, volviendo la cabeza a los lados para contemplar el trajín de los arrumbadores con los mostos y las botas; la vuelta al brío de la vieja bodega. La última vez que la vio iba vestida de negro de la cabeza a los pies y un velo espeso le cubría el rostro. Fue en la misa de funeral en San Marcos, ella rodeada por su amigo Manuel Ysasi y por los miembros de los clanes bodegueros a los que un día perteneció. Él se mantuvo alejado del cortejo, solo al final de la iglesia, de pie, con el codo en cabestrillo. No habló con nadie; apenas pronunció el cura el requiescat in pace, se fue. A ojos de la ciudad y gracias a los amaños del doctor, el anciano marchante inglés había fallecido en su propia cama de muerte natural. La palabra suicidio, tan demoníaca, jamás se pronunció. Inés Montalvo no estuvo presente en aquel último adiós; más tarde supo de su traslado a un convento mesetario del que no dio razón a nadie.

De aquel luto desolador, Soledad había pasado ahora a un vestido de chintz gris claro abotonado al frente; sobre su pelo ya no había ningún velo, sino un sombrero de simplísima elegancia. No se rozaron al quedar frente a frente: ni siquiera se acercaron medio palmo más allá de lo estrictamente formal. Ella permaneció aferrada al marfil del puño de su sombrilla; él, por su parte, mantuvo inalterable la postura, aunque las tripas se le hubieran amarrado en un nudo tenso y la sangre le bombeara por las venas como si la empujara el ímpetu de un marro.

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