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Authors: María Dueñas

La Templanza (62 page)

BOOK: La Templanza
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—Al lado del hijoputa te quiero durante toda la travesía, con los ojos bien abiertos —prosiguió agarrándole los hombros—. Atiéndelo hasta donde te permita y evítale en lo posible el contacto con la Gorostiza. Y si hablaran entre ellos, cosa que dudo porque ninguno conoce la lengua del otro, tú no te despegues de su lado, ¿está claro?

Asintió con un ademán, incapaz de soltar palabra.

—Una vez en La Habana —prosiguió sin un respiro—, se esfuman para que ninguno de los dos pueda encontrarlos. Calafat te dirá adónde podrán ir, entrégale esta misiva en cuanto llegues.

Le suplico mediante la presente, mi querido amigo, que proteja a mi criado y a la mulata liberta refugiando a ambos fuera de la ciudad. Eso era lo que decía el mensaje garabateado. En algún momento próximo le haré saber acerca de mi paradero y compensaré debidamente el servicio prestado, continuaba. Para rematar la breve nota, un guiño preñado de sorna que el viejo banquero sabría interpretar. Agradecido de antemano, se despide su ahijado el gachupín.

—Y llévate contigo también esto —añadió después.

Sus últimos dineros, resguardados hasta entonces en casa de Fatou, pasaron de mano a mano: a partir de ahí, o vendía el patrimonio con presteza, o las dentelladas a la bolsa de la condesa se convertirían en una realidad.

—Tuyo es —dijo hundiendo la bolsa en el estómago de un Santos Huesos sin capacidad de reacción—. Pero úsalo con cabeza, ya sabes que no hay más. Y ojo con la muchacha mientras estén a bordo: a ver si las calenturas de la entrepierna no nos juegan de nuevo una mala pasada. Después enfila tu vida, mi hermano, hacia donde tú quieras llevarla. A mi lado siempre tendrás un sitio, como conforme estaré también si al cabo decides quedarte en las Antillas.

Algo húmedo recorrió el rostro del chichimeca bajo la luna creciente.

—No me salgas con sentimentalismos, criatura —advirtió con una falsa carcajada destinada a aliviar la congoja mutua del momento—. Jamás vi a un hombre de la sierra de San Miguelito soltar ni media lágrima; no vayas a ser tú el primero, cabrón.

El abrazo fue tan fugaz como sincero. Ándale, sube al bote. Mantente alerta siempre, no te me apachurres. Cuídate mucho. Y cuídala.

Se giró tan pronto oyó el primer chapoteo de los remos; prefirió no quedarse a contemplar cómo, rumiando una zozobra tan grande como el cielo que les resguardaba, aquel muchacho que se había convertido en un hombre bajo su ala se alejaba mecido por el vaivén de las aguas negras hacia el barco fondeado. Bastante amargo había sido ver a Nicolás despegarse de él aquel mismo mediodía; ninguna necesidad tenía de clavarse dos cuchilladas seguidas en el mismo lado de las entrañas.

Emprendieron en grupo y en silencio el camino de vuelta hacia la calle de la Verónica, masticando cada uno con las muelas de su propia conciencia las implicaciones de la tropelía que entre todos acababan de perpetrar. Hasta que al embocar la calle del Correo, Soledad ralentizó sus pasos y sacó algo de entre los pliegues del vestido.

—Esta misma mañana llegaron dos cartas; Paula me pidió que te las entregara, por si ella no te veía.

Detenido momentáneamente bajo la luz de un farol de hierro, distinguió las huellas palpables del desgaste en dos misivas que habían sorteado valles, montañas, islas y océanos hasta llegar a él. En una distinguió la pulcra caligrafía de su apoderado Andrade. En la otra, el remite oscuro de Tadeo Carrús.

La segunda la deslizó a un bolsillo; el lacre de la primera lo rompió sin miramientos. La fecha databa de un mes atrás.

Después de un día y medio de parto laborioso —rezaba—, tu Mariana alumbró anoche a una criatura radiante que sacó el coraje de su abuelo agarrado a los pulmones. A pesar del cerril empeño de tu consuegra, ella se niega a cristianarla como Úrsula. Elvira será su nombre, como lo fue el de su madre. Dios las bendiga y Dios te bendiga a ti, hermano, allá donde estés.

Alzó los ojos hacia las estrellas. Los hijos que se iban y los hijos de los hijos que llegaban: el ciclo de la vida, casi siempre incompleto y casi siempre aleatorio. Por primera vez en muchos años, Mauro Larrea sintió unas ganas insensatas de llorar.

—¿Todo correcto? —oyó entonces junto a su oído.

Una mano sin peso se le asentó en el brazo, y él se tragó de un golpe la desazón y volvió a la realidad de la noche portuaria y a la única certeza que le quedaba intacta cuando ya ninguna de sus defensas se tenía en pie.

Esta vez no fue capaz de contenerse. Agarrándola por la muñeca la atrajo hacia el doblez de una esquina, donde nadie podría verles si volvían la mirada preguntándose dónde diablos estaban. Le rodeó el rostro con sus manos grandes y castigadas; deslizó los dedos alrededor del cuello esbelto, se aproximó. Con ansia primaria fundió sus labios con los de Soledad Montalvo en un beso grandioso que ella aceptó sin reservas; un beso que contenía todo el deseo embarrancado a lo largo de los días y toda la abismal angustia que le estrangulaba el alma y todo el alivio del mundo porque al menos una, una única cosa entre las mil calamidades que lo acuciaban como espolones, había salido bien.

Siguieron besándose protegidos por la madrugada llena de salitre y por el cercano campanario de San Agustín, arropados por el olor a mar, apoyados sobre la piedra ostionera de una de tantas fachadas. Desinhibidos, apasionados, irresponsables; amarrados uno a otro como dos náufragos bajo las torres y las azoteas de aquella ciudad ajena, contraviniendo las más elementales normas del decoro público. La jerezana distinguida, cosmopolita y bien casada, y el indiano traído por los vientos de Ultramar, enredados a la luz de las farolas callejeras como una simple hembra sin ataduras y un bronco minero indomable, desprovistos por unos momentos de temores y corazas. Puro deseo, pura víscera. Puro poro, saliva, calor, carne y aliento.

Su boca ávida recorrió los huesos de la clavícula de Soledad hasta acabar en el refugio profundo del hombro bajo la capa, anhelando anidar allí por los siglos de los siglos mientras pronunciaba su nombre con voz ronca y sentía un anhelo rabioso enroscado entre las piernas, el vientre y el corazón.

Apenas a unos pasos, sonó contundente la tos asmática de Genaro. Sin verles, les avisaba discretamente de que alguien lo mandaba en su busca.

Los dedos largos de ella dejaron de acariciar la mandíbula en la que a aquellas horas ya despuntaba una barba cerrada.

—Nos esperan —le susurró al oído.

Pero él sabía que no era cierto. Nada ni nadie le esperaba en ningún sitio. Entre los brazos de Sol Claydon era el único lugar del universo en el que ansiaba quedarse para siempre anclado.

53

      

Ninguno se abandonó al sueño durante el regreso a pesar del cansancio que acumulaban. Soledad, mecida por el traqueteo acompasado de las ruedas sobre los baches del camino, reclinaba la cabeza contra un lateral del carruaje con los ojos cerrados. A su lado, Mauro Larrea intentaba sin resultado que el buen raciocinio volviera a su ser. Y entre ambos, al cobijo de los frunces de la falda y de la oscuridad, diez dedos entrelazados. Falanges, yemas, uñas. Cinco de ella y cinco de él, aferrados como conversos a una fe íntima y común mientras allá fuera, tras los cristales, el mundo era turbio y era gris.

Sentado frente a ambos iba Manuel Ysasi, adusto tras la barba negra y su eterna carga de opacos pensamientos.

Tenían previsto llegar a Jerez al alba, cuando la ciudad aún se estuviera quitando las legañas para desplegarse en lo que podría haber sido una mañana como otra cualquiera, con los trabajadores entrando en las grandes casas o saliendo al campo o acudiendo a las bodegas; con las campanas de las iglesias repicando, y las mulas y los carros arrancando sus andanzas cotidianas. Apenas les quedaba media legua para adentrarse en ese previsible ajetreo cuando aquella promesa de cotidianeidad reventó en el aire con la violencia de una pila de pólvora prendida por una antorcha al amanecer.

En un principio no fueron conscientes de nada, protegidos como iban por la caja del carruaje y las cortinas de hule: ni oyeron la galopada febril que se les acercaba levantando un polvo denso, ni identificaron el rostro del jinete que se les cruzó en diagonal en medio del camino. Sólo cuando las bestias ralentizaron bruscamente el trote, intuyeron que algo ocurría. Descorrieron entonces las cortinillas e intentaron asomarse. Mauro Larrea abrió la portezuela. Entre polvareda, relinchos y desconcierto, junto al carruaje, a lomos del caballo recién llegado, distinguió una figura del todo fuera de sitio.

Descendió de un salto y cerró tras de sí con un portazo, aislando a Soledad y al doctor de lo que estaba a punto de oír de boca de Nicolás.

—El convento.

El joven señaló el norte. Un humo del color del pellejo de una rata se alzaba sobre los tejados de Jerez.

Soledad abrió entonces la portezuela.

—¿Puede saberse qué es lo que…? —preguntó descendiendo por sí misma con agilidad.

Ante las miradas pétreas del minero y de su hijo, giró la cabeza en idéntica dirección. El rostro se le contrajo en un rictus de angustia. Los dedos que antes se amarraban a los suyos en un cálido nudo se le clavaron ahora en el brazo como garfios de carnicero.

—Edward —musitó.

Él no tuvo más remedio que asentir.

Transcurrieron unos instantes de quietud agarrotada, hasta que el doctor, fuera ya del carruaje y también consciente de lo acontecido, empezó a disparar preguntas. Cuándo, dónde, en qué manera.

—Empezó pasada la medianoche en una de las celdas, imaginan que la causa fue un simple cabo de vela o un candil —arrancó el muchacho. Llevaba pelo, cara y botas manchados de ceniza—. Los vecinos han estado ayudando toda la madrugada; por suerte, el fuego no tocó la iglesia, pero sí las dependencias de las religiosas. Alguien mandó aviso desde dentro a la residencia de los Claydon y el mayordomo, sin saber a quién acudir, me sacó de la cama; con él fui hasta allá, los dos intentamos…, intentamos… —Dejando la frase inconclusa, sus palabras cambiaron de rumbo—. Ya está prácticamente extinguido.

—Edward —repitió queda Soledad.

—Lograron poner a salvo a las madres, se las llevaron a casas particulares —prosiguió el chico—. Falta tan sólo una, al parecer. —Bajó entonces el tono—. Nadie habló de un hombre.

La remembranza de Inés Montalvo, de la madre Constanza, se entreveró con el frío de la primera mañana.

—Mejor será no perder tiempo —dijo el minero con intención de que todos volvieran al carruaje.

Ella no movió los pies del suelo.

—Vamos, Sol —insistió el doctor pasándole un brazo por los hombros.

Siguió sin reaccionar.

—Vamos —repitió.

El alazán en el que Nicolás había llegado relinchó entonces. Era el mismo ejemplar de la cuadra de los Claydon que ella montara cuando fueron a La Templanza por primera vez. Al oírlo, Soledad sacudió brevemente la cabeza, cerró y abrió los ojos en un veloz parpadeo y pareció retornar al presente. A tomar las riendas, como siempre. Esta vez en el sentido más literal.

Se acercó al animal, le palmeó la grupa. Los tres hombres entendieron de inmediato lo que pretendía y ninguno osó frenarla. Fue Nico quien la ayudó a montar. Apenas arrancó el trote con su capa al aire, ellos se lanzaron al carruaje azuzando al cochero. En pos de ella salieron, entre nubes de polvo y tierra levantada, atronados por el ruido de los cascos y del hierro de las ruedas al saltar encabritadas sobre las piedras mientras la espalda esbelta de Soledad Montalvo se iba empequeñeciendo en la distancia para adentrarse sola entre las calles de la ciudad y en una incertidumbre tan viscosa y negra como la brea.

El galope tendido del alazán ganó a los caballos de tiro por la mano, no tardaron en perderla de vista.

Llegaron a las cercanías del convento con los corceles echando espuma por la boca. A pesar de intentarlo entre gritos, amagos y bravatas, no lograron adentrar el carruaje en la pequeña plaza abarrotada. Descendieron de un salto; padre, hijo y doctor empezaron a abrirse paso con esfuerzo entre la muchedumbre que aún se agolpaba con las primeras claras del día. Tres bodegas cercanas, según oyeron decir mientras avanzaban a empujones, habían aportado bombas de agua para combatir el desastre. Tal como había adelantado Nicolás, habían logrado que el fuego no saltara a la iglesia. Otra cosa era el propio convento.

Desperdigados por el suelo entre charcos y montones de escombros, iban tropezando con cubos de madera volcados, cántaros de barro y hasta lebrillos de las cocinas que los vecinos aterrados se habían pasado de mano en mano a lo largo de la madrugada, formando largas cadenas humanas desde los pozos de los patios aledaños. Sorteando el gentío y los enseres lograron alcanzar la fachada: abrasada, renegrida, devastada por un fuego del que ya sólo quedaban rescoldos. Frente a ésta, un rodal se había abierto entre el tumulto de almas. En medio estaba el caballo exhausto con los ollares temblorosos, un Palmer desgastado y sucio le sostenía las riendas. A su lado, paralizada frente al estrago, Soledad.

Jerez era, a la larga y a la corta, un reducto en el que todos se conocían, y en el que el ayer y el hoy subían y bajaban por escaleras paralelas. Y, si no, siempre había alguien capaz de establecer la relación. Por eso, ante la vista de aquella distinguida señora que contemplaba el lúgubre escenario con los puños contraídos y el rostro velado por la ansiedad, el comadreo empezó a correr de boca en boca. En murmullos y rumores primero, sin recato después. Es la hermana de una de las monjas, se decían unos a otros dándose codazos en los riñones. Señoritas de las finas finas; mírala qué bien plantada y qué buen trapío tiene; esa capa de terciopelo que lleva puesta vale lo menos trescientos reales. Nietas de un bodeguero de campanillas, hijas de un pájaro de aquí te espero, ¿no se acuerda usted? Para mí que ésta es la que casó con un inglés. Lo mismo es hermana de la madre superiora. O de la que dicen que no aparece, a saber.

La flanquearon como guardia pretoriana. Ysasi a su derecha, los Larrea por la izquierda: hombro con hombro todos frente a la desolación. Jadeantes, sudorosos, aspirando aire sucio con aliento entrecortado e incapaces todavía de calibrar la envergadura y las consecuencias de lo acontecido. Sobre sus cabezas se mecían cadenciosas centenares de cenizas y volutas negras; entre los pies les crujían las últimas brasas menudas. Ninguno fue capaz de decir ni media palabra y las voces de los vecinos y los curiosos, entre avisos quedos y bisbiseos, se fueron acallando. Hasta que el silencio cubrió la escena como un gran manto de sobrecogedora quietud.

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