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Authors: María Dueñas

La Templanza (65 page)

BOOK: La Templanza
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Para que el recuerdo de aquella mujer no lo apuñalara con cada bocanada de aire al respirar ni la nostalgia se le clavara en las entrañas como un rejón, a fin de encontrar algún consuelo que suplantara su ausencia, el minero se había dedicado simplemente a trabajar. Doce, trece, catorce horas, hasta caer exhausto al final de la jornada como un peso muerto. Para no seguir escarbando en la memoria de los momentos que pasaron juntos; para no imaginar cómo habría sido darse calor mutuamente en las noches de invierno o hacerle el amor despacio con una ventana abierta a las mañanas de primavera.

—Una vendimia gloriosa la de este año, según he oído.

Eso parece, podría haberle replicado. Y aunque han sido los vientos los grandes aliados del milagro tal como tú me enseñaste, puse todo mi esfuerzo en colaborar. Tras mandar insensatamente al carajo a los compradores madrileños y dar por perdido todo lo que dejé en México, opté por no regresar, pero si me preguntas la razón, me temo que no tengo respuesta. Por pura cobardía, tal vez: por no tener que enfrentarme de nuevo a lo que un día fui. O por la ilusión de afrontar un nuevo proyecto cuando ya creía perdidas todas las batallas. O quizá por no despegarme de este territorio en el que siempre, sobrevolando todos los momentos y todos los sonidos, todos los olores y todas las esquinas, sigues estando tú.

—Bienvenida seas, Soledad —fue, sin embargo, lo único que dijo.

Ella volvió a virar la cabeza, admirando el ajetreo alrededor. O como si lo hiciera.

—Reconforta ver esto otra vez.

El minero la imitó, haciendo vagar su mirada alrededor sin ningún objetivo determinado. Ambos intentaban ganar tiempo, seguramente. Hasta que uno de los dos tuvo que abrir la brecha. Y fue él.

—Confío en que todo se acabara solventando de la forma más óptima.

Alzó los hombros con esa gracia natural suya. Los mismos ojos de potra hermosa, los mismos pómulos, los mismos brazos largos. Lo único que advirtió distinto fueron sus dedos; uno en concreto. El anular izquierdo desnudo, desprovisto de aquellos dos anillos que antes certificaran sus ataduras.

—Tuve que enfrentarme a algunas pérdidas cuantiosas, pero por fin logré deshacer mi maraña de trampas y fraudes antes de que Alan regresara de La Habana. A partir de ahí, tal como tenía previsto, he acabado estrechando mis miras para centrarme únicamente en el sherry.

Asintió haciéndose cargo, aunque no era eso exactamente lo que más le interesaba. Cómo estás tú, Sol. Cómo te sientes, cómo viviste estos meses lejos de mí.

—Por lo demás estoy bien, más o menos —añadió como si le hubiera leído el pensamiento—. El negocio y el revuelo de mis hijas me han mantenido ocupada, ayudándome a hacer más llevaderas las ausencias de los muertos y los vivos.

Él bajó la cabeza y se pasó una mano sucia por el cuello y la nuca, sin saber si entre aquellas ausencias se había encontrado por un casual la suya.

—Te sienta bien esa barba —continuó ella cambiando el tono y el derrotero de la conversación—. Pero confirmo que sigues hecho un salvaje.

En la comisura de sus labios percibió un punto de aquella ironía tan suya, aunque no le faltaba razón: el rostro, los brazos y el torso requemados por la constante vida en la viña bajo el sol implacable así lo testimoniaban. La camisa entreabierta, el pantalón estrecho para poderse mover con facilidad y las viejas botas llenas de tierra tampoco contribuían a darle un aspecto de gran señor, precisamente.

—Te robo un minuto nomás, hermano…

Un hombre maduro, calvo, con prisa desbocada y anteojos de fina montura de oro, se les acercó caminando con la mirada fija en un pliego de papeles. Tenía algo más en la punta de la lengua cuando la vio.

—Disculpe la señora —dijo azorado—. Lamento interrumpir.

—No es molestia en absoluto —zanjó cordial mientras se dejaba besar una mano.

Así que es ella, pensó Elías Andrade al contemplarla con exquisito disimulo. Y acá está de nuevo. Pinches mujeres. Ahora empiezo a entender.

Tardó un suspiro en volatilizarse, excusando urgencia en sus quehaceres.

—Mi apoderado y mi amigo —le aclaró mientras ambos le contemplaban la espalda—. Cruzó el océano en mi busca pretendiendo convencerme para volver pero, en vista de que no lo consigue, se queda de momento un tiempo a mi lado.

—¿Y tu hijo y Santos Huesos, regresaron alguno de los dos?

—En París sigue Nico, vino a verme no hace mucho; después partió hacia Sevilla en busca de unos cuadros barrocos para un cliente. Contra mis pesimistas pronósticos, le va bien. Anda aliado con un viejo conocido mío abriéndose el negocio de las antigüedades, y se ha desenamorado por enésima vez. Santos, por su parte, se acabó asentando en Cienfuegos. Matrimonió con la mulata Trinidad y ya echaron un hijo al mundo; para mí tengo que lo engendraron bajo el techo de nuestro buen doctor.

La carcajada femenina estalló como una sonaja en medio de aquel escenario de voces viriles y cuerpos de hombre, de quehacer bronco y sudor. Después viró el tono y el rumbo.

—¿Volviste a tener noticias de Gustavo y su mujer?

—Nunca directamente, pero por Calafat, mi vínculo cubano, sé que siguen juntos. Entrando, saliendo, alternando. Sobreviviendo.

Ella se tomó unos instantes, como si dudara.

—Yo escribí a mi primo —dijo finalmente—. Una carta profusa, un alegato de perdón en mi nombre y en memoria de nuestros mayores.

—¿Y?

—Nunca contestó.

El silencio volvió a enredarse en el aire mientras los trabajadores continuaban moviéndose alrededor con sus prisas y faenas. Y entre ellos, por unos instantes, vagó la sombra de un hombre con ojos llenos de agua. El mismo que construyó castillos en el aire que el crudo viento de la vida desplomó inmisericorde; el que se aferró a un taco de billar buscando una última y temeraria solución para lo que ya jamás tendría vuelta atrás.

Fue Soledad quien rompió la quietud.

—¿Te parece que entremos?

—Por supuesto, disculpa, claro, cómo no.

Espabila, pendejo, se ordenó mientras le cedía el paso bajo la puerta de madera oscura y se limpiaba las manos infructuoso en los perniles del pantalón. Vigila esas maneras; con tanta vida alejado de los humanos, va a pensar que te acabaste convirtiendo en un animal.

En la bodega les acogió una umbría fragante que a ella le hizo entrecerrar los ojos y aspirar con ansia nostálgica. Mosto, madera, esperanza de vino pleno. Él, entretanto, aprovechó para contemplarla fugazmente. Allí estaba otra vez el ser que se infiltró en su vida un mediodía de otoño y al que creyó que jamás volvería a ver, reencontrándose con los aromas, las coordenadas y las presencias del mundo en el que creció.

Arrancaron a andar en la fresca semipenumbra, entre las largas calles flanqueadas por andanas de botas superpuestas. Las paredes de altura de catedral frenaban el calor del fin de la mañana con su cal y su grosor; las manchas de moho cercanas al suelo evidenciaban la perpetua humedad.

Intercambiaron unas cuantas naderías mientras pisaban el albero mojado, oyendo amortiguados alrededor de ellos los sonidos del faenar constante. Ha sido bueno que no lloviera hasta ahora; en Londres tuvimos un horrible calor en julio; parece que las soleras de tu abuelo prometen un vino glorioso. Hasta que los dos se quedaron sin excusas y él, por fin, mirando otra vez al suelo terrizo y removiéndolo con la puntera, se atrevió.

—¿A qué volviste, Soledad?

—A proponerte que volvamos a juntar nuestros caminos.

Pararon de andar.

—El mercado inglés se está llenando de una competencia infame —añadió—. Jereces australianos, jereces italianos; hasta Jereces del Cabo, por el amor de Dios. Sucedáneos que desprestigian los vinos de esta tierra y lastran su comercio; una absoluta barbaridad.

Mauro Larrea se apoyó contra una de las viejas botas pintadas de negro y cruzó los brazos sobre el pecho. Con la serenidad de quien ya lo daba todo por perdido. Con la paciencia anhelante de alguien que ve cómo un portón que creía blindado empieza a dejar entrever una rendija de luz.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

—Ahora que has decidido convertirte en bodeguero, ya eres parte de este mundo. Y cuando dentro de él estallan las guerras, todos necesitamos aliados. Por eso vengo a pedirte que batallemos juntos.

Un estremecimiento le recorrió el espinazo. Cómplices, camaradas, le pedía que fueran de nuevo: peleando cada uno con sus armas. Ella con sus muchas intuiciones y él con sus pocas certezas, para abordar hombro con hombro otros retos y otros lances de cara al porvenir.

—Tengo oído que el servicio postal desde la Gran Bretaña es altamente eficaz. Será por la cercanía de Gibraltar, supongo.

Ella pestañeó desconcertada.

—Quiero decir que, para proponerme un acuerdo comercial, podrías haberlo hecho por carta.

Soledad extendió una mano hacia otra de las grandes botas y tras ella se le fue a él la mirada. La rozó distraída con la punta de los dedos, hasta que recobró la entereza, dispuesta por fin a desplegar su verdad con todas las letras y fundamentos.

—Bien sabe Dios que a lo largo de estos meses he peleado contra mí misma con todas mis fuerzas por sacarte de mi cabeza. Y de mi corazón.

Al grito bronco del capataz, los mozos que por allí trajinaban soltaron de pronto al aire estruendos de alivio. Abandonaban el quehacer: hora del almuerzo, de secarse el sudor y dar sosiego a los músculos. Las frases completas que a continuación salieron de la boca de Soledad Montalvo quedaron por eso perdidas entre el ruido de las herramientas dejadas caer y el vigor de las voces masculinas que pasaron cercanas arrastrando hambres de lobo.

Tan sólo unas cuantas palabras quedaron flotando entre los altos arcos, prendidas de las motas de olor a vino añejo y a mosto nuevo. Fueron las suficientes, no obstante, para que él las interpretara al vuelo. Contigo, yo, aquí. Allá, conmigo, tú.

Junto a los cachones de vino, las soleras y criaderas, así quedó forjada una alianza entre el indiano que a la fuerza cruzó dos veces el mar y la heredera que se convirtió en marchante por la necesidad más desnuda. Lo que a continuación él le dijo, y lo que ella luego le respondió, y lo que después hicieron ambos, quedó manifiesto en un futuro lleno de idas y venidas, y en las etiquetas de las botellas que año tras año fueron saliendo de la bodega a partir de aquel septiembre. Montalvo & Larrea, Fine Sherry, se leía en ellas. Dentro, tamizado por el cristal, llevaban el fruto de las tierras blancas del sur repletas de sol, templanza y aire de poniente, y el empeño y la pasión de un hombre y una mujer.

AGRADECIMIENTOS

      

En un proyecto que cruza un océano, vuela en el tiempo y ahonda en mundos con esencias locales profundamente dispares que casi siempre dejaron ya de existir, son muchas las personas que me han tendido una mano para ayudarme a recomponer pedazos del pasado y a dotar al lenguaje, los escenarios y las tramas de rigor y credibilidad.

Siguiendo el tránsito geográfico de la propia narración, quisiera transmitir en primer lugar mi gratitud a Gabriel Sandoval, director editorial de Planeta México, por su presta y afectuosa disposición; a la editora Carmina Rufrancos por su tino dialectal y al historiador Alejandro Rosas por sus precisiones documentales. Al director de la Feria del Libro del viejo Palacio de Minería en el Distrito Federal, Fernando Macotela, por invitarme a recorrer todos los rincones del soberbio edificio neoclásico que un día pisó Mauro Larrea.

Por revisar los capítulos cubanos con su aguda y nostálgica mirada habanera, deseo dejar constancia de mi agradecimiento a Carlos Verdecia, veterano periodista, antiguo director de
El Nuevo Herald
de Miami, y hoy cómplice en ilusiones literarias que quizá en un futuro se lleguen a materializar. Y a mi colega Gema Sánchez, profesora del Departamento de Lenguas Modernas de la University of Miami, por facilitarme el acceso a los fondos de la Cuban Heritage Collection e invitarme a cenar mahi mahi en la cálida noche del sur de la Florida.

Cruzando el Atlántico, expreso mi reconocimiento a los profesores de la Universidad de Cádiz Alberto Ramos Santana y Javier Maldonado Rosso, especialistas en cuestiones históricas vinculadas al comercio del vino en el marco de Jerez, por sus magníficos trabajos de investigación y por prestarse a ser acribillados por mis mil preguntas. Y a mi amiga Ana Bocanegra, directora del Servicio de Publicaciones de la misma casa, por propiciar el encuentro con ambos entre ortiguillas y tortillitas de camarón.

Adentrándome en ese universo que quizá un día envolvió a la familia Montalvo, quiero hacer llegar mi gratitud a un puñado de jerezanos de raza vinculados a aquellos míticos bodegueros del
XIX
. A Fátima Ruiz de Lassaletta y Begoña García González-Gordon, por su entusiasmo contagioso y su caudal de detalles. A Manuel Domecq Zurita y Carmen López de Solé, por su hospitalidad en su espléndido palacio de Camporreal. A Almudena Domecq Bohórquez, por llevarnos a recorrer esas viñas que bien podrían haber albergado a La Templanza. A Begoña Merello, por trazar paseos literarios y guardar secretos, a David Frasier-Luckie por dejarme imaginar que su preciosa casa fue la de Soledad y por permitirnos su asalto repetidamente. Y de una manera muy especial, a dos personas sin cuyo respaldo y complicidad este vínculo jerezano habría perdido gran parte de su magia. A Mauricio González-Gordon, presidente de González-Byass, por acogernos en su legendaria bodega tanto en privado como en tropel, por ejercer de maestro de ceremonias en nuestra primera puesta de largo, y por su grata calidez. Y a Paloma Cervilla, por orquestar ilusionada estos encuentros y demostrarme con su generosa discreción que, por encima del celo periodístico, prevalece la amistad.

Más allá de los contactos personales, han sido también numerosos los trabajos de los que me he empapado para extraer a veces retratos panorámicos y a veces diminutos detalles que aliñan con sal y pimienta esta narración. Aunque quizá se me escape involuntariamente alguno y no estén todos los que son, sí son, desde luego, todos los que están:
Por las calles del viejo Jerez,
de Antonio Mariscal Trujillo;
El Jerez de los bodegueros,
de Francisco Bejarano;
El jerez, hacedor de cultura
, de Carmen Borrego Plá;
Casas y Palacios de Jerez de la Frontera
, de Ricarda López;
La viña, la bodega y el viento
, de Jesús Rodríguez, y
El Cádiz romántico,
de Alberto González Troyano. Acerca del sherry y su grandiosa dimensión internacional, me han resultado imprescindibles los clásicos
Sherry
, de Julian Jeffs, y
Jerez-Xérez-“Sherish”
, de Manuel María González Gordon. No puedo dejar de mencionar las evocaciones del gran escritor jerezano José Manuel Caballero Bonald que, trenzadas en su magistral prosa, son una delicia para cualquier lector. Y por recorrer atmósferas y ambientes con ojos femeninos tan ávidos y casi tan forasteros como los míos, quiero citar los volúmenes llenos de gracia y sensibilidad de cuatro mujeres de otro tiempo que, como yo ahora, también se dejaron seducir por unos mundos entrañables:
Life in Mexico, 1843,
de Frances Erskine Inglis, marquesa de Calderón de la Barca;
Viaje a La Habana,
de Mercedes Santa Cruz y Montalvo, condesa de Merlín;
Headless Angel,
de Vicki Baum, y
The Summer of the Spanish Woman,
de Catherine Gaskin.

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