La Templanza (57 page)

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Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
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Una tensa quietud volvió a llenar la sala.

—Nada de esto habría comenzado si usted no hubiese estado siempre en la cabeza de mi marido. Si Gustavo no hubiera tenido tanto miedo a un reencuentro con usted, nunca se habría dejado arrebatar su herencia.

La memoria de Mauro Larrea voló al salón turquesa de la Chucha, las imágenes y los momentos se superpusieron con velocidad febril. Zayas jugándose su regreso a España con un taco y tres bolas, poniendo su destino al albur de una partida de billar frente a un extraño. Peleando con rabia por derrotarlo y ansiando perder a la vez; teniendo presente en todo momento el pálpito de una mujer a la que no veía desde hacía más de veinte años y a la que, desde que cruzara el océano, no había dejado de añorar ni un solo día. Una insólita manera de proceder: dejando que la suerte resolviera. De haber ganado, habría regresado con dinero y solvencia al territorio del que lo expulsaron tras el drama que él mismo causó: una vuelta al reencuentro con los vivos y los muertos. Un regreso a Soledad. De perder y no conseguir el montante que necesitaba para retornar con una mediana firmeza, cedía a su contrincante las propiedades familiares, se sacudía las manos y se desvinculaba para siempre de la casa de sus mayores, de la viña y la bodega. De la culpa y del ayer. Y, sobre todo, de ella. Una forma singular de tomar decisiones, ciertamente. Todo o nada. Como quien arriesga el porvenir a un suicida cara o cruz.

Carola Gorostiza, entretanto, comenzó a buscar sin fruto un pañuelo en los puños del vestido; la señora de Fatou le tendió solícita el suyo, ella se lo llevó al lagrimal.

—Media vida llevo peleando contra tu fantasma, Soledad Montalvo. Media vida intentando que Gustavo sintiera por mí una pizca de lo que nunca dejó de sentir por ti.

Había pasado al tuteo para desnudar una intimidad que hasta entonces ninguno conocía: un tuteo descarnado para exhibir la infelicidad de un largo matrimonio seco de afectos y el sordo llanto de una hembra malquerida.

Algo se le removió a Sol Claydon en su interior, pero estuvo muy lejos de manifestarlo. Se mantuvo como una cariátide, con la espalda elegantemente erguida, los pómulos altos y los dedos entrelazados en el regazo, dejando a la luz sus dos anillos. El que la comprometió siguiendo las decisiones incontestables del gran don Matías y machacó así la pasión juvenil de su primo. Y el que la casó con el extranjero y la desgarró de su hermana y su mundo. Fría en apariencia, así permaneció Soledad Montalvo ante el desconsuelo ajeno. A pesar de que el corazón se le había arrugado como un pergamino, se negó a dejar entrever su reacción tras la fachada de falsa pasividad.

Al cabo, serena y sombría, habló.

—Me gustaría no haber tenido que llegar a este extremo, pero, dadas las circunstancias, me temo que debo hablarles con dolorosa franqueza.

Sus palabras tuvieron el efecto de un brochazo, pintando en los rostros de los presentes un gesto de intriga.

—Como habrán comprobado a lo largo de este período de tiempo en el que la hemos dejado explayarse, la salud mental de la señora de Zayas está notablemente deteriorada. Por fortuna, mi primo nos tiene a toda la familia sobre aviso.

—¡Tú y tu primo juntos otra vez a mis espaldas!

Ella, simulando no haberla oído, continuó explayándose con una solidez pasmosa:

—Tal es la razón por la que estos días, atendiendo a las prescripciones facultativas, hemos preferido mantenerla recluida en su dormitorio. Desafortunadamente, en un momento de descuido del servicio y presa de su maníaca actitud, decidió marcharse por cuenta propia. Y venir hasta aquí.

Carola Gorostiza, arrebatada por la incredulidad y fuera de sí, amagó con levantarse de su asiento. Antonio Fatou la frenó en seco, interviniendo con una contundencia hasta entonces ajena.

—Quieta, señora Gorostiza. Continúe, señora Claydon, por favor.

—Su huésped, mis estimados amigos, sufre un profundo desequilibrio emocional: una neurosis que trastorna su visión de la realidad, deformándola caprichosamente y haciéndola adoptar comportamientos altamente excéntricos como el que acaban de presenciar.

—Pero ¿qué tú dices, china? —chilló la mexicana descompuesta.

—Por eso, y a petición de su esposo…

Sol hizo resbalar una de sus largas manos dentro del bolso que mantenía sobre las rodillas. De él sacó un estuche de gamuza color tabaco cuyo contenido empezó a desempaquetar con inquietante parsimonia. Lo primero que puso sobre el mármol de la mesa fue un pequeño bote de cristal lleno hasta la mitad de un líquido turbio.

—Se trata de un compuesto de morfina, hidrato de cloral y bromuro de potasio —aclaró en voz baja—. Esto la ayudará a remontar la crisis.

Al minero se le atascó el aliento a la altura de la nuez. Aquello era algo más que una treta ingeniosa o un órdago soberbio como el que lanzara a los madrileños en la bodega. Aquello era una absoluta temeridad. Siempre llevaba la medicación de su marido encima, eso le había dicho la tarde en que su hijastro les retuvo. Por si acaso. Ahora, con el objetivo de aletargar la furia insensata de aquel ciclón con forma de mujer, pretendía que las sustancias acabaran en un organismo harto distinto.

La Gorostiza, desencajada, se levantó al fin y dio un paso adelante, dispuesta a arrebatarle la sustancia. Mauro Larrea y Antonio Fatou, como movidos por sendos resortes, la detuvieron de inmediato, agarrándola férreamente por los brazos mientras ella intentaba resistirse como poseída por todos los demonios del averno.

Soledad, entretanto, extrajo del estuche una jeringa de pistón. Y, por último, una aguja metálica hueca que acopló al extremo con la pericia de quien ha repetido el mismo acto una y otra vez.

Entre los dos varones inmovilizaron a la mexicana sobre el sofá. Despeinada, con el busto prácticamente fuera del escote y la ira incrustada en los ojos como los tatuajes de los hombres de la mar.

—Levántele la manga del vestido, por favor —ordenó a Paulita. La joven esposa obedeció, acobardada.

Ella se acercó, del extremo de la aguja salieron un par de gruesas gotas.

—El efecto es inmediato —dijo con voz densa y oscura—. En cuestión de veinte, de treinta segundos, queda adormecida. Paralizada. Inerte.

El gesto de rabiosa rebeldía dio paso en la cara de Carola Gorostiza a una mueca aterrorizada.

—Pierde la consciencia —añadió Sol sin mutar su tono sombrío.

El cuerpo de la mexicana, preso del pavor, había dejado de agitarse. Jadeaba, los labios se le habían convertido en dos finas líneas blancas, el sudor empezaba a perlarle la frente. Soledad había decidido quebrar sus opciones al precio que fuera. Aun dando por demenciales los sentimientos sin duda veraces de Gustavo Zayas hacia ella misma. Aun usando las mismas armas con las que contraatacaba el perverso mal que había devastado el cerebro de su marido y había desgarrado en canal su propia vida.

—Y entra en un sopor profundo y duradero.

El desconcierto planeaba por la sala espeso como una densa niebla. La esposa de Fatou contemplaba aterrada la estampa; los hombres, tensos, esperaban el siguiente movimiento de Soledad.

—A no ser… —susurró la jerezana con la jeringa a un palmo de la carne de la presunta demente. Dejó pasar unos instantes tensos—. A no ser que logre calmarse por sí misma.

Sus palabras surtieron efecto inmediato sobre la supuesta enferma mental.

Carola Gorostiza cerró los ojos. Y tras unos instantes, asintió. Con un levísimo movimiento de barbilla, sin ningún ademán contundente. Pero con aquella ínfima seña acababa de firmar su claudicación.

—Pueden soltarla.

El concentrado de drogas que el organismo de Edward Claydon llevaba años absorbiendo para combatir su desorden mental no llegó a las venas de la mexicana: el pavor a ser neutralizada con sustancias químicas, sí.

El minero y Soledad se evitaron la mirada mientras ella devolvía pulcramente el instrumental a su estuche y él se desprendía del cuerpo rendido. Los dos sabían que acababan de hacer uso de una maniobra miserable; lacerante y mezquina a todas luces. Pero no había otra salida. No tenían más cartas que jugar.

O cesas o te aniquilo, había venido a decirle Sol a la esposa de su primo. Y ésta, a pesar de su rabia y sus ansias por desquitarse, la entendió. Inofensiva al fin tras el silencioso pacto, la Gorostiza se dejó conducir hasta el piso superior. Las señoras, sin moverse del patio central, la observaron subir la escalera. Digna y envarada, mordiéndose la lengua para no seguir plantándoles cara. Orgullosa en cualquier caso, a pesar de la monumental estocada que acababan de darle. Sol pasó un brazo sobre los hombros de la pobre Paulita: presa de una mezcla de espanto y alivio, había arrancado a llorar sin consuelo. Los hombres flanquearon a la mexicana hasta un cuarto de invitados, cerraron la puerta con llave y Fatou dio unas cuantas órdenes al servicio.

—Convendrá mantenerla aislada, aunque dudo que la crisis vuelva a repetirse. Dormirá serena y mañana estará plenamente relajada —aseguró Sol cuando bajaron—. Vendré a primera hora, yo me encargaré de vigilarla.

—Quédense a pasar la noche si gustan —ofreció la joven dueña de la casa con un hilito de voz.

—Nos están esperando unos amigos, muchísimas gracias —mintió.

La pareja no insistió, aturdida todavía.

—Me encargaré de conseguirle un pasaje en el próximo barco a las Antillas —añadió Mauro Larrea—. Tengo entendido que habrá un correo en breve. Cuanto antes vuelva a casa, mejor será.

—El
Reina de los Ángeles,
pero faltan aún tres días —aclaró otra vez acobardada la esposa con un pico del pañuelo aún en el lagrimal. Le aterrorizaba a todas luces la idea de tener aquella bomba bajo su techo hasta entonces—. Lo sé porque unas amigas van en él a San Juan.

No habían regresado a la sala, hablaban en el patio, con Soledad y Mauro Larrea poniéndose capas, guantes y sombreros, dispuestos a salir de allí con la presteza de un par de lebreles.

Antonio Fatou dudó unos segundos, y luego habló.

—Tenemos al ancla en el puerto una fragata prevista para un flete de dos mil fanegas de sal. Zarpará pasado mañana al amanecer, dentro de poco más de veinticuatro horas, rumbo a Santiago de Cuba y La Habana.

El minero estuvo tentado a soltar un aullido. Aunque llegara al Caribe convertida en salazón; el caso era sacar a aquella mujer de Cádiz cuanto antes.

—Estaba previsto que sólo admitiera carga —añadió el gaditano—, pero en otros tiempos solía llevar también algunos pasajeros; creo recordar que hay un par de pequeñas camaretas con unas viejas literas que podrían adecentarse. Al no hacer escala ni en las Canarias ni en Puerto Rico, arribará bastante antes que el correo.

Contuvieron las ganas de abrazarle. Grande, grande, Antonio Fatou. Digno hijo de la legendaria burguesía gaditana, un señor de la cabeza a los pies.

—¿Estará ella en condiciones de…? Quizá sea conveniente que la vea un doctor —propuso cauta Paulita.

—Como una malva, querida. Formidable va a encontrarse a partir de ahora, ya verá.

Quedaron en atar los últimos cabos al día siguiente, la pareja les acompañó hasta el zaguán: las mujeres delante, detrás los hombres. Soledad besó a la cachorrito en las mejillas, Fatou estrechó la mano de Mauro Larrea con un sentido lamento muchísimo, amigo mío, haber puesto en duda su honorabilidad. Ni se preocupe, respondió él con vergonzante descaro. Bastante han hecho ustedes con aguantar en su propia casa este feo asunto sin tener nada que ver.

Aspiraron con codicia el olor a mar mientras el mayordomo salía a alumbrarlos con un farol de aceite.

—Buenas noches, Genaro, y muchas gracias por su ayuda.

Por respuesta, un par de toses y una inclinación de la cabeza.

Arrancaron a andar: un par de canallas, de felones sin escrúpulos deambulando por las calles desiertas en mitad de la noche, pensaron ambos. Apenas habían avanzado unos cuantos pasos cuando oyeron la voz del anciano a sus espaldas.

—Don Mauro, señora.

Se volvieron.

—En la fonda de las Cuatro Naciones, en la plaza de Mina, les atenderán bien. Yo echo un ojo a la forastera y a los señoritos, no se apuren. Vayan ustedes con Dios.

Se alejaron callados, incapaces de exprimir ni una mísera gota de gozo a aquel triunfo amargo que les había dejado destemplanza en la piel y un asqueroso sabor a bilis aferrado al alma.

49

      

Se levantó de un salto al oír golpes en la puerta. Por las cortinas entreabiertas a la plaza se colaban ya la luz y los ruidos del principio del día.

—Quihubo, Santos, ¿de dónde sales?

Apenas terminó de pronunciar la última sílaba cuando, como empujados por una descomunal paletada, a su cabeza volvieron en tromba todos los hechos de los dos últimos días. Empezando por el final.

En la fonda les recibieron dándoles dos alcobas contiguas sin mediar pregunta y sirviéndoles una parca cena a deshora en una esquina del comedor desangelado. Fiambre de vaca. Jamón cocido. Una botella de manzanilla. Pan. Hablaron poco, bebieron poco y apenas comieron a pesar de que llevaban desde el desayuno con los estómagos vacíos.

Subieron la escalera en paralelo y atravesaron el corredor codo con codo, cada cual con su llave respectiva en la mano. Al llegar a las puertas de las habitaciones, a los dos se les quedaron atrancadas las buenas noches en el fondo de la garganta. Y faltos de palabras, fue ella quien se acercó. Apoyó la frente en su pecho y le hundió el rostro hermoso entre las solapas de la levita en busca de refugio, o de consuelo, o de la solidez que a ambos empezaba a escasearles y que sólo conjuntamente, apoyándose el uno en el otro, parecían ser capaces de apuntalar. Él le clavó la nariz y la boca en el pelo, absorbiéndola como el desahuciado que embebe su último aliento. En el instante en que iba a estrecharla, Soledad dio un paso atrás. Le acercó entonces la mano al mentón, lo acarició apenas un fragmento de segundo. Lo siguiente fue el sonido de una llave al descorrer la cerradura. Al perderla tras la puerta él sintió como si le hubieran desgarrado la piel de su propia carne de un tirón brutal.

A pesar de la fatiga acumulada, le costó un mundo agarrar el sueño. Porque dentro de su cerebro, quizá, seguían batiéndose escenas, voces y rostros preocupantes como gallos de pelea en un palenque. O tal vez porque su cuerpo anhelaba con furia la presencia que al otro lado de la pared se despojaba silenciosa de ropajes, dejaba caer su melena espesa sobre los hombros angulosos y desnudos, y se guarecía bajo los cobertores intranquila por la suerte de un hombre que distaba mucho de ser él.

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