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Authors: María Dueñas

La Templanza (53 page)

BOOK: La Templanza
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Arrugó el ceño.

—¿Y sabían dónde paraba yo?

—No, pero me dijeron que el agregado comercial les puso en aviso, por si lograban verme por algún sitio, de que en la embajada aguardaba una carta para mí.

—Una carta de Elías, supongo.

—Supones bien.

—Y cuando te quedaste sin un peso, fuiste a por ella y, para tu sorpresa, apenas te mandaba capital.

Dejaban atrás el andén y se dirigían hacia la calesa.

—No sólo me pedía que hiciera trucos de magia financiera con lo poco que enviaba —reconoció Nicolás—. También me ordenó que no se me ocurriera volver a México mientras no llegaras tú; que estabas resolviendo negocios en la madre patria, y que si quería saber de ti, me pusiera en contacto en Cádiz con un tal Fatou.

—En contacto por correo, imagino que querría decir Andrade; no creo que imaginara que acabarías viniendo.

—Pero preferí hacerlo, así que, como no me podía costear un pasaje decente, embarqué en el puerto de Le Havre en un buque carbonero que tocaba Cádiz en su singladura, y acá estoy.

Le miró de reojo mientras seguían hablando a la vez que caminaban. Del corazón a la cabeza y de la cabeza al corazón, al minero le fluían sentimientos encontrados. Por un lado, le tranquilizaba inmensamente volver a tener a su lado al que fuera un renacuajo quebradizo, convertido ahora en un desenvuelto veinteañero de aire mundano y pasmoso savoir faire. Por otro, no obstante, aquella intempestiva llegada descompensaba el endeble equilibrio en el que todo hasta entonces se sostenía. Y estando las cosas como estaban aquella mañana, lo peor era que no sabía qué demonios hacer con él.

Nico lo sacó de sus pensamientos poniéndole la mano en el hombro con una recia palmada.

—Hemos de platicar largamente, monsieur Larrea.

A pesar de la broma en el trato, el padre intuyó un poso de imprevista seriedad.

—Tienes que contarme qué demonios haces en este rincón del Viejo Mundo —agregó— y hay algunas cosas de mí que también me gustaría que supieras.

Claro que tenían que hablar. Pero a su debido tiempo.

—Seguro que sí pero, de momento, vete con Santos a acomodarte. Yo tomaré entretanto otro coche de alquiler para arreglar algo que tengo pendiente y, en cuanto pueda, nos volvemos a reunir.

Dejó a su hijo protestando a sus espaldas.

—A la calle Francos —ordenó al cochero del primer carruaje que encontró al salir de la estación.

Nada había cambiado para entonces en el paisaje cercano al domicilio de Ysasi. Ningún vehículo más allá del carro de un chamarilero y los borricos de un par de aguadores. Miró la hora, las doce y veinte. Demasiado tarde para que el doctor no hubiera llegado, con o sin el inglés. Algo no fue bien, masculló.

Reanudó entonces la búsqueda de la mexicana, por si acaso finalmente no hubiera abandonado Jerez. Dé usted la vuelta ahí, le fue diciendo al cochero. Métase por acá, ahora tuerza allá, siga recto, deténgase, espere, arranque, para allá otra vez. La imaginación volvió a jugarle malas pasadas: le pareció haberla encontrado saliendo de la iglesia de San Miguel, entrando en San Marcos, bajando desde la Colegiata. Pero no. Ni viva ni muerta aparecía.

A quien sí vio al pasar por el tabanco de la calle de la Pescadería fue al escribiente. Caía un calabobos que, con todo, algo mojaba, pero Angulo estaba en la puerta, a la espera en la esquina con la plaza del Arenal por la que suponía que en algún momento acabaría pasando el indiano. Un movimiento de cabeza fue suficiente para que él, sin bajarse del coche, lo supiera. Nada de momento. La búsqueda del empleado cotilla no había dado fruto. Siga, le ordenó.

Su siguiente destino fue la plaza del Cabildo Viejo; para su sorpresa, halló el portón tachonado abierto de par en par. Se bajó del carruaje antes de que el caballo se detuviera del todo. Qué carajo pasó, qué ocurre.

Palmer le salió al encuentro con gesto adusto de enterrador. Antes de que pudiera aclararse en su mísero español, el doctor, apresurado, apareció a su espalda con gesto de desmoralización absoluta.

—Acabo de llegar y me estoy yendo. Todo inútil. El hijo de Edward cambió de idea, se largó del ventorrillo antes del amanecer. Hacia el sur, según dijo el ventero.

Prefirió ahorrarse las barbaridades que se le juntaron en la boca.

—Recorrí unas cuantas leguas sin dar con él —continuó el médico—. Lo único evidente es que por alguna razón trastocó sus planes y decidió finalmente no volver a Jerez. Al menos, de momento.

—Pues ya son dos los golpes de mala fortuna que llegan juntos.

—Sol acaba de decírmelo: la esposa de Gustavo voló de mi casa. Hacia allá voy ahora mismo.

Mauro Larrea quiso darle detalles, pero el médico le interrumpió:

—Entra en el gabinete sin perder un segundo.

En vez de preguntar, frunció el entrecejo. La réplica fue inmediata.

—Acaban de llegar tus potenciales compradores.

—¿Los de Zarco?

—Nos cruzamos en la entrada y, por el gesto que traían, yo diría que no vienen con demasiadas ganas. Pero al gordo has debido de ofrecerle una tajada bien magra si intermedia a tu favor, porque antes es capaz de quedarse un mes sin comer tocino que consentir que los clientes emprendan su vuelta a Madrid sin verte. Y nuestra querida Soledad no tiene intención de soltar a las presas de entre los dientes hasta que no sepa que estás aquí.

El hijastro, desvanecido. La mexicana, huida. Nicolás, caído del cielo en mitad de la estación. Y ahora sus posibles salvadores —los únicos que tal vez podrían allanarle el camino de vuelta— llegaban agarrados por los pelos y en el más pésimo de los momentos. Por Dios que la vida se vuelve a veces perra y traicionera.

—Que cada cual cubra un flanco —propuso Ysasi. A pesar de sus escasas querencias religiosas, añadió—: Y luego, Dios dirá.

Tres hombres le esperaban en el mismo gabinete de recibir en el que días antes se hiciera pasar por el difunto Luisito Montalvo. Sólo que en esta ocasión no se trataba de extranjeros, sino de españoles. Un jerezano y dos madrileños. O, al menos, de la capital venían y hasta allí tenían prisa en volver aquellos dos varones de indudable buena traza que se levantaron con obligada cortesía a saludarle. Señor y secuaz le parecieron: uno era el que ponía el dinero y se dejaba aconsejar; el otro el que aconsejaba y proponía. Zarco, por su parte, no tuvo que levantarse porque ya estaba de pie, con el rostro enrojecido y la gran papada ocultándole el cuello.

Entre ellos, Soledad. Serena, dominando las tablas, desplegando un estilo soberbio dentro de su traje de tafeta color hielo. Con la habilidad de un prestidigitador de ferias y plazoletas, de su semblante había hecho desaparecer las huellas del cansancio y la tensión. A diferencia del encuentro con los ingleses, sus ojos ya no eran los de una potra acorralada. Ahora desprendía una mirada de férrea determinación. A saber qué les estaría contando.

—Por fin le tenemos aquí, señor Larrea. Se nos une por ventura en el momento más oportuno: justo cuando acababa de exponer al señor Perales y al señor Galiano las características de las propiedades que podemos ofertarles.

Hablaba sólida, segura, profesional casi. La causante y cómplice de sus más estrafalarios desmanes, la mujer que con su mera cercanía despertaba en su cuerpo indómitas pulsiones primarias, la esposa leal, protectora y diligente de un hombre que no era él había dado paso a una nueva Soledad Montalvo que Mauro Larrea aún no conocía. La que compraba, vendía y negociaba: la que se batía de igual a igual en un mundo masculino de intereses y transacciones, en un territorio exclusivo de varones al que el destino la había abocado sin ella pretenderlo y en el que, empujada por el más desnudo instinto de supervivencia, había aprendido a moverse con la agilidad de un trapecista que sabe que a veces no hay más remedio que saltar sin red.

Malditas las ganas que tendría de contribuir a que aquellos desconocidos acabaran por quedarse con lo que siempre pensó que sería suyo, pensó él mientras cruzaba saludos formales sin excesivo entusiasmo. Encantado, tanto gusto, bienvenidos. No le pasó por alto que, delante de los extraños, ella había vuelto a hablarle de usted.

—Por ponerle en antecedentes, señor Larrea, acabo de describir a los señores la situación de las magníficas aranzadas que tenemos catastradas en el pago Macharnudo para el cultivo de la vid. Les he informado igualmente de las particularidades de la casa-palacio que entraría en el lote de compraventa de modo indivisible. Y ahora, ha llegado el momento de que nos pongamos en camino.

¿Adónde?, preguntó él con un gesto apenas perceptible que ella captó al vuelo.

—Vamos a proceder a enseñarles la bodega, origen hasta hace pocos años de nuestras afamadas soleras altamente reputadas en el comercio internacional. Tengan la amabilidad de seguirnos, por favor.

Mientras el gordo intercambiaba con los potenciales compradores unas cuantas frases camino de la puerta, él la agarró por el codo y la frenó un instante. Se inclinó hacia ella y, volcado en su oído, volvió a turbarse ante el olor y la tibieza anticipada de su piel.

—La mujer de Gustavo sigue sin aparecer —musitó entre dientes.

—Razón de más —murmuró ella sin apenas despegar los labios.

—¿Para qué?

—Para ayudarte a que les saques a estos imbéciles hasta los higadillos, y tú y yo podamos marcharnos antes de que todo se acabe de hundir.

45

      

Descendieron de los carruajes junto al gran muro que rodeaba la bodega, antaño bañado de luminosa cal y ahora basculante entre el color pardo y el gris verdoso, casi negro en partes, fruto de los largos años de dejadez. Mauro Larrea abrió el postigo de entrada tal como hizo la vez anterior, con un empujón del hombro. Sonaron los goznes oxidados y cedió a todos el paso al gran patio central festoneado por filas de acacias. Llovía otra vez; los madrileños y Soledad se cobijaban bajo grandes paraguas, el gordo Zarco y él se cubrían tan sólo con sus sombreros. Estuvo tentado de ofrecerle su brazo a ella para evitarle un traspié sobre el empedrado resbaladizo, pero se contuvo. Mejor mantener la fachada de una fría relación de intereses meramente comerciales que ella había decidido mostrar. Mejor que ella siguiera al mando.

No hacía tanto que había estado allí escoltado por los viejos arrumbadores en un día lleno de sol e infinitamente menos aciago, pero le pareció que había transcurrido una eternidad. Por lo demás, todo se mantenía igual. Las altas parras que dieran sombra en los lejanos veranos, ahora peladas y tristes; las buganvillas sin asomo de flores; los tiestos de barro vacíos. De las tejas medio rotas, a modo de canalones, caían regueros de agua.

Si en algo se inmutó Soledad ante aquel contacto con la decadencia de su radiante pasado, bien se guardó de mostrarlo. Envuelta en su capa y con la cabeza cubierta por una amplia capucha rematada en astracán, concentró su empeño en señalar lugares y enumerar medidas con gestos precisos y voz segura, aportando información relevante y huyendo de las sombras sentimentales del ayer. Tantascientas varas cuadradas de superficie, tantoscientos pies de extensión. Observen, señores, la magnífica factura y la excelente materia prima de las construcciones; lo fácil, lo sencillo que resultaría devolverle el esplendor pretérito.

De un bolsillo de la capa sacó un aro de viejas llaves. Vaya abriendo puertas, haga el favor, ordenó al tratante de fincas. Entraron entonces en dependencias oscuras que él aún no conocía y por las que ella se movía como pez en el agua. Las oficinas —los escritorios, las llamó— en las que los escribientes con gorra y manguitos realizaran en su día las tareas administrativas cotidianas y de cuyo recuerdo ya sólo quedaban los restos de unas cuantas facturas amarillentas y pisoteadas. La sala de visitas y clientes, cuyo decrépito uso testimoniaban un par de sillas cojas volcadas en una esquina; las dependencias del personal de mayor nivel, en las que no había ni siquiera hojas en las ventanas. Finalmente, el despacho del patriarca, el feudo privado del legendario don Matías, convertido ahora en una caverna maloliente. Ni rastro de la escribanía de plata, ni de las librerías acristaladas, ni de la soberbia mesa de caoba con sobrecubierta de piel pulida. Nada de eso quedaba. Tan sólo desolación y mugre.

—En cualquier caso, todo esto no es más que una simple bagatela; algo que, con unos cuantos miles de reales, podría ser devuelto a su antiguo estado en un brevísimo plazo sin la menor dificultad. Lo verdaderamente importante es lo que viene a continuación.

Señaló sin detenerse otras edificaciones al fondo. El lavadero, el taller de tonelería, el cuarto de muestras, dijo al paso. Acto seguido les condujo hacia la alta construcción del otro lado del patio central: hacia el mismo casco de bodega al que a él lo llevaron los ancianos arrumbadores. Igual de alto e imponente que lo recordaba, pero con menos luz en aquel día de lluvia. El olor era no obstante idéntico. Humedad. Madera. Vino.

—Como supongo habrán podido apreciar —añadió desde el umbral dejando caer sobre la espalda la capucha de su capa—, la bodega está levantada de cara al Atlántico, para recoger los vientos y aprovechar en todo lo posible las bendiciones de las brisas marinas. De esos aires que llegan del mar dependerá en gran manera que los vinos acaben siendo fuertes y limpios; de ellos, y de la paciencia y el buen saber hacer de aquellos a su cargo. Acompáñenme, por favor.

Todos la siguieron en silencio mientras ella continuaba hablando y su voz rebotaba contra los arcos y las paredes.

—Observarán que el sistema constructivo es sumamente elemental. Pura simplicidad arquitectónica heredada a través de los siglos. Por encima siempre del nivel de tierra, con tejado a dos aguas para minimizar el efecto del sol, y con muros de acusada anchura para retener el frescor en el ambiente.

Recorrían ahora con paso lento los espacios entre las botas acumuladas en hileras de tres, de cuatro alturas, desde donde se trasegaba el vino desde las de arriba a las de abajo a fin de aportarle homogeneidad. Las magníficas soleras de la casa, dijo. Destapó una corcha, aspiró el aroma cerrando los ojos, la devolvió a su lugar.

—Dentro del roble se realiza el milagro de lo que aquí llamamos la flor: un velo natural de organismos diminutos que crece sobre el vino y lo protege, lo nutre y le da fundamento. Gracias a ella se consiguen los requisitos de las cinco efes que siempre se ha considerado que deben cumplir los buenos vinos: fortia, formosa, fragantia, frígida et frisca. Fuertes, hermosos, fragantes, frescos y añejos.

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