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Authors: María Dueñas

La Templanza (54 page)

BOOK: La Templanza
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Los cuatro hombres se mantenían atentos a las palabras y los movimientos de la única mujer del grupo, mientras el agua que resbalaba de los capotes y los paraguas llenaba el albero de pequeños charcos.

—Intuyo, no obstante, que estarán ya más que hartos de oír tanta salmodia; todo el mundo les habrá intentado vender su bodega como la mejor. Ahora, señores míos, ha llegado el momento de que nos centremos en lo que verdaderamente interesa: en apuestas y oportunidades. En lo que nosotros nos encontramos en condiciones de ofrecerles y lo que ustedes están dispuestos a ganar.

A la distinguida señorita andaluza Soledad Montalvo, criada entre encajes, nannies inglesas y misas de domingo por la mañana, y a la Sol Claydon exquisita y mundana de las compras en Fortnum & Mason, los estrenos del West End y los salones de Mayfair, se le superpuso entonces su nuevo desdoblamiento. El de la consumada comerciante y dura negociadora, fiel discípula de su marido marchante y de su astuto abuelo, heredera del alma de los viejos fenicios que tres mil años atrás llevaron desde el Mediterráneo las primeras cepas a esas tierras que ellos llamaron Xera y que los siglos acabaron convirtiendo en Jerez.

Su tono se volvió más rotundo.

—Estamos al tanto de que llevan ustedes semanas visitando pagos y bodegas en Chiclana, Sanlúcar y El Puerto de Santa María; incluso sabemos que han llegado al Condado. Nos consta también que están estudiando seriamente varias ofertas que, por su precio inferior al nuestro, pueden resultarles atractivas en un primer momento. Pero permítanme que les ponga sobre aviso, señores, de cuán equivocados están.

Los madrileños no lograron ocultar su turbación, Zarco comenzó a sudar. Y el minero mantuvo el gesto férreamente controlado para no mostrar su monumental asombro ante la mezcla de coraje y descaro que estaba presenciando: la segura arrogancia de alguien capaz de sacar a relucir el orgullo de una clase, de una casta que aunaba componentes inmensamente dispares y sin embargo complementarios. Tradición e iniciativa, elegancia y arrojo, amarre a lo propio y alas para volar. Las entrañas del legendario Jerez bodeguero cuya esencia sólo ahora él empezaba a apreciar en toda su plenitud.

—No me cabe duda de que, teniendo el interés que ustedes parecen tener por entrar en el mundo del vino, habrán sido cautos de antemano y se habrán puesto al día sobre lo complicado que podrá resultarles el último paso de la cadena. El primero, convertirse en cosecheros, lo lograrán comprando buenas viñas y haciendo que los trabajadores las faenen de forma eficaz. El segundo, hacerse almacenistas, tampoco les será difícil si logran dar con una óptima bodega, un gran capataz, y personal hábil y bien dispuesto. El tercero, sin embargo, la exportación, es sin ningún género de duda el más resbaladizo para ustedes, por razones obvias. Pero nosotros estamos en disposición de facilitarles ese complejísimo salto: el acceso inmediato a las más ventajosas redes de comercialización en el exterior.

Él la seguía contemplando cinco pasos por detrás de los demás. Con los brazos firmemente cruzados y las piernas entreabiertas, sin despegar la mirada de las manos que se movían con airosa elocuencia; de esos labios que proponían garantías y prebendas con pasmosa soltura incluyéndolo a él en el plural que en todo momento usaba. Por Dios que se los estaba metiendo en el bolsillo: el efecto en el tal señor Perales y su secretario estaba siendo devastador, no había más que verles. Intercambio de palabras sordas de un oído a otro, carraspeos, miradas disimuladas y gestos a tres bandas. A Zarco estaban a punto de reventarle los botones de la chaqueta con sólo pensar en la jugosa comisión que se llevaría si la señora era capaz de apretar un poco más.

—El precio de las propiedades es elevado, somos plenamente conscientes de ello. Lamento informarles, no obstante, de que también es innegociable: no vamos a bajarlo ni una simple media décima.

De no haber confiado en ella a ciegas, su cruda carcajada habría rebotado contra las paredes y los altos arcos de cal para reverberar después contra los cientos de botas. ¿Acaso se te contagió la demencia de tu esposo, mi querida Soledad?, podría haberle preguntado. Por supuesto que él habría estado dispuesto a rebajar el precio, a considerar cualquier oferta y a dar todo tipo de facilidades con tal de agarrar un buen pellizco y salir corriendo. Pero como el tenaz negociador que el minero también fue en sus propios días de gloria, de inmediato supo reconocer la descarada osadía del envite. Y por eso calló.

—Contactos, agentes, importadores, distribuidores, marchantes. Yo misma represento a una de las principales firmas londinenses, la casa Claydon & Claydon, de Regent Street. Controlamos al detalle la demanda y nos mantenemos en todo momento al tanto de las fluctuaciones en precios, gustos y calidades. Y estamos preparados para poner ese conocimiento a su disposición. El próspero mercado británico crece con los días, la expansión se prevé imparable, los vinos españoles cubren hoy en día el cuarenta por ciento del sector. Hay, no obstante, adversarios de enorme solvencia en permanente lucha por su parcela. Los eternos oportos, los tokais húngaros, los madeiras, los hocks y moselas alemanes, incluso los caldos del Nuevo Mundo, que cada vez se hacen más presentes en las islas. Y, por supuesto, los legendarios y siempre activos vinateros de las múltiples regiones francesas. La competencia, amigos míos, es feroz. Y más para alguien que llega de nuevas a ese universo tan fascinante como gloriosamente complejo.

Nadie osó pronunciar una palabra. Y a ella, poco le quedaba para rematar su actuación.

—El precio ya lo conocen a través de nuestro intermediario. Piénsenlo y decidan, señores. Ahora, si me disculpan, tengo algunos otros asuntos urgentes de los que ocuparme este mediodía.

Dormir unas cuantas horas después de una de las noches más tristes de mi vida, por ejemplo. Saber cómo se encuentra mi pobre marido encerrado en una celda conventual. Encontrar a una mexicana prófuga casada con alguien que durante un tiempo de mi vida ocupó un lugar importante en mi corazón. Averiguar el siguiente paso de un hijastro perverso empeñado en desproveerme de lo conseguido tras largos años de esfuerzo. Todo eso podría haberles desglosado Soledad Montalvo mientras se desplazaba entre las andanas camino de la salida. En su lugar, sin embargo, tan sólo dejó una estela de silencio y un demoledor vacío.

Mauro Larrea tendió entonces la mano a los compradores.

—Nada que añadir, señores; todo está dicho. Para cualquier nueva toma de contacto, ya saben dónde encontrarnos.

Mientras se dirigía a la salida en pos de ella, un zarpazo de desazón le arañó con la saña de un felino hambriento ¿Por qué eres incapaz de alegrarte, desgraciado? Estás a un paso de conseguir lo que tanto codicias, a punto de alcanzar todas tus metas, y no logras salivar como un perro famélico frente a un pedazo de carne fresca.

Un chisteo lo hizo salir de su ensimismamiento. Giró confuso la cabeza a izquierda y derecha. Tan sólo unas varas más allá, semioculto entre las grandes botas oscuras, encontró una presencia que no encajaba.

—¿Qué carajo haces tú aquí, Nico? —preguntó atónito.

—Matar el tiempo mientras mi padre decide si puede o no prestarme su atención.

Touché. El trato dispensado a su hijo después de tanto tiempo sin verse no era ciertamente de recibo. Pero las circunstancias le apretaban el gaznate como en su día lo hicieran las aguas negras del fondo de Las Tres Lunas, cuando aquella inundación feroz estuvo a punto de dejar huérfano en plena infancia al muchacho que ahora le echaba en cara su paternal dejadez. O como Tadeo Carrús cuando le fijó cuatro opresivos meses de plazo, de los cuales ya se habían cumplido la mitad.

—Lo siento de veras; lo siento en el alma, pero las cosas se me complicaron de la manera más inoportuna. Dame un día, nomás un día para que logre desenredarme. Después nos sentaremos los dos con sosiego y platicaremos largamente. Tengo que contarte cosas que te afectan y más vale que sea con calma.

—Supongo que no hay otra alternativa. Entretanto —añadió pareciendo recobrar su humor habitual—, reconozco que me tiene fascinado este nuevo viraje en tu vida. La vieja Angustias me contó que ahora eras propietario de una bodega; vine por mera curiosidad, sin saber que andabas por acá. Después les vi dentro y no quise interrumpir.

—Obraste con cabeza, no era el momento.

—Eso precisamente quería decirte yo a ti.

—¿Qué?

—Que uses el cerebro.

No pudo evitar un rictus sarcástico. Su hijo aconsejándole que no hiciera pendejadas: el mundo al revés.

—No sé de qué me hablas, Nico.

Atravesaban el patio caminando deprisa, hombro con hombro, seguía lloviendo sin brío. Cualquiera que les viera de espaldas, de canto o de frente habría percibido que tenían la misma estatura y una prestancia semejante. Más sólido y rotundo el padre. Más flexible y juncal el hijo. Bien parecidos los dos, cada uno a su manera.

—Que no las pierdas.

—Sigo sin entenderte.

—Ni esta bodega, ni a esa mujer.

46

      

Después de haber sido testigo de la actuación de Soledad Montalvo, algo varió en el comportamiento de Nicolás. Como imbuido de una espontánea sensatez, intuyó que no era el momento de exigir atenciones inmediatas. Y, contra pronóstico, anunció que tenía unas cartas urgentes que escribir. Mentía, naturalmente; tan sólo pretendía dejar el camino despejado para que su padre rematara aquello que le ocupaba y le trastornaba y le transformaba en alguien distinto al hombre que lo despidió en el palacio de San Felipe Neri unos meses antes.

El minero, por su parte, presentía que algo se traía el muchacho entre manos, algo que aún no le había apuntado siquiera: la razón verdadera que lo llevó hasta Jerez. Algo que, a leguas, olía a problema. Por eso había preferido no preguntar todavía, para retardar el encuentro con lo inevitable y no acumular más contrariedades de las que ya llevaba cargadas a las espaldas.

Ambos sostuvieron la farsa, cómplices. Y Nico se quedó en la Tornería, y Mauro Larrea, después de pasar por la calle Francos y comprobar para su desolación que seguían sin rastro de la mexicana, voló hacia el único sitio en el mundo donde ansiaba estar.

Soledad lo acogió esforzándose a duras penas por contener su irritación ante la negativa de su hermana Inés a permitirle ver a su propio marido. Ésta es una morada de recogida y oración, no un balneario de aguas sulfurosas, le había transmitido sin dejarse ver cuando se personó en el convento tras salir de la bodega. Está bien y sereno, vigilado en todo momento por una novicia. Nada más.

Había vuelto a refugiarse en su gabinete, esa guarida desde la que él ahora sabía que ella manejaba en la sombra los hilos del negocio. Aunque sobre las esferas de los relojes las agujas tan sólo habían recorrido diecisiete horas, el tiempo parecía haber dado un salto descomunal entre la primera vez que Mauro Larrea entró en aquella habitación y el presente: desde que ella le anunciara frente a la ventana la noche anterior su decisión de abandonar Jerez y ese desconcertante mediodía de nubes densas en el que ambos, cansados, frustrados y confusos, seguían sin ver ni una chispa de luz al final de ninguno de los túneles que ante ellos se abrían siniestros.

—Acabo de dar orden al servicio de empezar a preparar el equipaje, no tiene ningún sentido seguir esperando.

Y, como movida por la misma prisa que insufló en su personal, ella misma arrancó a organizar el contenido profuso de su mesa mientras hablaba. De pie, a unos metros, él la observó callado mientras doblaba pliegos llenos de anotaciones, amontonaba correspondencia en varias lenguas y lanzaba miradas rápidas a unos cuantos papeles para después rasgarlos en pedazos sin miramientos, impregnando su quehacer con la furia sorda que le hervía en el interior. Se preparaba para irse, definitivamente. Se iba alejando cada vez un poco más.

—Sólo Dios sabe dónde se habrán metido de momento el desgraciado de mi hijastro y la mujer de mi primo —añadió sin mirarle, obcecada en su tarea—. Lo único seguro es que, más pronto que tarde, él va a volver a enseñarnos los colmillos, y para entonces ya no debemos seguir aquí.

Para evitar machacarse el alma pensando en cómo sería el mundo cuando dejara de verla todos los días, Mauro Larrea tan sólo preguntó:

—¿Malta, por fin?

Por respuesta obtuvo un gesto negativo mientras seguía despedazando con maña sanguinaria un puñado de cuartillas repletas de cifras.

—Portugal. Gaia, junto a Oporto: creo que es lo más accesible para llegar por mar desde Cádiz y para estar a la vez relativamente cerca de casa y de las niñas. —Hizo una breve pausa, bajó la voz—. De Londres, quiero decir. —Prosiguió después con energía—: Nos acogerán amigos del vino, ingleses también. Los lazos son fuertes, harían cualquier cosa por Edward. Es una escala en casi todas las travesías de buques británicos, no tardaremos en encontrar pasajes. Nos llevaremos tan sólo a Palmer y a una de las doncellas; nos arreglaremos. Mientras termino de organizarlo todo, y por si acaso Alan apareciera, yo permaneceré recluida aquí y Edward seguirá en manos de Inés.

Los interrogantes se le acumulaban al minero formando una masa informe, pero los últimos acontecimientos habían sido tan complicados, tan demandantes de tiempo y atención, que no le habían dado ni un miserable respiro para plantear las preguntas necesarias. Ahora, solos e inciertos como estaban los dos en aquella estancia de luz gris en la que nadie se había preocupado de encender un quinqué, mientras la fina lluvia seguía cayendo sobre la plaza desprovista de toldos, escribanos y clientela, quizá era el momento de averiguar.

—¿Por qué actúa así tu hermana? ¿Qué tiene contra el pasado, contra ti?

Se acomodó en la misma butaca que ocupó la noche anterior sin esperar a que ella le invitara, y con su gesto carente de formalidad pareció querer decir siéntate a mi lado, Soledad. Deja de volcar tu ira en la absurda tarea de rajar papeles. Ven junto a mí, háblame.

Ella miró al vacío unos instantes con las manos aún llenas de documentos, esforzándose por hallar una respuesta. Después los tiró sobre la superficie revuelta del escritorio y, como si le hubiera leído el pensamiento, se acercó.

—Llevo más de veinte años intentando poner una etiqueta a su actitud y todavía no lo he conseguido —dijo ocupando el sillón frente a él—. ¿Resentimiento tal vez? —se preguntó mientras él advertía cómo cruzaba las largas piernas bajo la falda de seda piamontesa—. ¿Rencor? ¿O simplemente un doloroso desencanto? ¿Un desencanto agrio e infinito que intuyo que jamás tendrá fin?

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